La naturaleza de las falacias

Tekst
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

(i) en el plano discursivo: el entendimiento mutuo, de modo que pueden tener incidencia negativa en el curso de la conversación por su incumplimiento de ciertos supuestos pragmáticos de cooperación;

(ii) en los planos discursivo y cognitivo: la confianza mutua, con incidencia negativa sobre el propósito de la interacción (e.g. el debate de una cuestión, una investigación conjunta, la resolución de un asunto práctico de interés o de dominio público, etc.);

(iii) en el plano argumentativo: la confrontación misma de las proposiciones y propuestas sugeridas o sostenidas por los agentes involucrados.

Así pues, la gravedad de las falacias es cuestión de grados y el daño puede ir desde el más leve y reparable hasta el que determina su descarte total como argumento.

De acuerdo con esta caracterización, las falacias propiamente dichas suelen distinguirse de los ilícitos D —que también son acciones o actuaciones censurables— por la trama discursiva de las falacias y por su propósito específicamente argumentativo. Aunque, según el contexto de uso, dichas maniobras o movimientos bien pueden formar parte de una argumentación falaz y resultar por derivación falaces. Cabe incluso pensar en la existencia de una tradición más naturalista o cognitivista, dada a reconocer disposiciones o modos de proceder generadores de errores y falacias, como los ídolos denunciados por Bacon, que discurre en paralelo a la tradición principal procedente de Aristóteles, más lógica y analítica, dada a reconocer formas o casos de argumentos falaces, aunque a veces sus caminos confluyan. El contexto y el sentido argumentativos también nos sirven para diferenciar las falacias de los errores cognitivos y de los fallos o defectos de juicio en general, de tipo A y B, e incluso de las paradojas de tipo D. Pero, además, en relación con A no deja de tener interés la condición de vicio más o menos común o habitual que caracteriza a las falacias más nombradas. Y, en fin, su carácter de argumentos censurables y evaluables con respecto a unas normas de corrección e incorrección o con respecto a unas condiciones o criterios de cumplimiento e incumplimiento, u otras por el estilo, las separan de los sesgos heurísticos B, que remiten a pautas explicativas antes que a normas de evaluación o a criterios argumentativos, así como las distancian de las paradojas C en las que se puede incurrir pero que, por lo regular, no se cometen. Conviene reparar en la interesante relación entre normas y (buenas) razones en este contexto. Atenerse a la norma no solo significa adecuarse a un criterio o regla de corrección, de modo que tiene un sentido evaluativo, sino que además constituye una razón para actuar como es debido, de modo que cobra un sentido justificativo. Parejamente, en el caso de las falacias, su dimensión normativa negativa representa no solo un juicio de ilicitud o incorrección, en un sentido evaluativo de las acciones o interacciones de este tipo, sino una razón para evitarlas. Es decir, el ser un fraude —y no meramente un fallo— no solo implica que algo está mal hecho, sino que no debe hacerse y esto ya es de suyo un buen motivo para no hacerlo. De donde se desprende, en suma, que las falacias son unos argumentos que no deberían persuadir y menos aún convencer a ningún agente discursivo que se guiara por la razón.

Estas distinciones ayudan a clarificar el lugar que les corresponde y la dirección en que se mueven las falacias. Pero, una vez más, no deben considerarse demarcaciones tajantes, sino zonas fronterizas que, en ocasiones, pueden llegar a solaparse. Así también admiten combinaciones, como la contribución de una denuncia de una ilusión inferencial A —o de un sesgo de tipo B.1 o B.2, un recurso E o una paradoja C, incluso— a una refutación, de modo que tales confusiones, sesgos o artimañas, sin constituir quizás argumentos de suyo, ni por ende falacias típicas, pueden obrar en un contexto argumentativo y con unos propósitos falaces. Sirva de muestra la reacción de algunas asociaciones, durante el curso 2008-2009, contra la implantación de la asignatura Educación para la ciudadanía en la ESO y en el Bachillerato, reacción debida —según se alegaba— a su “doctrinaria y nefasta” influencia sobre la formación moral de los hijos de padres católicos -en especial. La reacción comprendía dos fases principales, una primera, “pre-argumentativa”, y la otra segunda, argumentativa:

1ª/ Se extraen determinadas declaraciones de los manuales de la asignatura como datos de cargo. Por ejemplo, esta: «Es preciso que los jóvenes sean injustos con las personas mayores», frase que pasa con otras seleccionadas del mismo modo a un repositorio de “perlas” [sic] o evidencias de lo que esta asignatura enseña. Ahora bien, la extracción silencia que se trata de una cita de André Maurois, no de una declaración del autor del texto de donde se toma —el manual de Educación para la Ciudadanía de J. J. Abad, publicado por MacGraw-Hill—; además se presenta truncada, pues la cita completa dice: «Es preciso que los jóvenes sean injustos con los hombres mayores. Si no, los imitarían y la sociedad no progresaría»; y, para colmo, la extracción también oculta que la cita, lejos de representar una tesis del libro, pertenece a un apartado encabezado por este epígrafe: “Analiza críticamente los siguientes pensamientos”.

2ª/ Sobre la base de varias “perlas” por el estilo, listadas en la prensa —en el periódico ABC del 30 de enero de 2009, por ejemplo—, se monta la argumentación que denuncia y trata de probar la gravedad y el desvarío del adoctrinamiento impuesto en la asignatura.

Pues bien, la fase 1ª podría considerarse una maniobra de selección y distorsión de tipo combinado D y E, que pasa en la fase 2ª a formar parte de una falacia argumentativa.

Gracias a estas nociones podremos avanzar un mapa provisional y una brújula de bolsillo para señalar algunos puntos cardinales en este terreno discursivo:


Ahora bien, como ya he advertido, unos casos concretos de los tipos (a) y (b) pueden tener o adquirir un carácter falaz de acuerdo con su papel discursivo o su propósito argumentativo en su contexto. Hay, por lo demás, otros factores generadores o promotores de usos incorrectos, ilegítimos, falaces o perversos como los relacionados con la conformación del marco discursivo en determinadas prácticas del discurso público. Pensemos, por ejemplo, en un marco deliberativo no inclusivo de la voz de los afectados por el objeto de la deliberación, no simétrico o no autónomo.

Los rasgos principales de las falacias de acuerdo con esta localización y aproximación vienen a ser, en suma, los tres siguientes:

(i) la comisión de una falta o un fraude contra las expectativas o los supuestos de la comunicación discursiva y de la interacción argumentativa en curso, que desde un punto de vista normativo trae consigo la anulación o la confutación del argumento en cuestión;

(ii) el hecho de tratarse de una comisión común o relativamente sistemática, esto es, de un vicio discursivo y no de una mera falta de virtud —como si se redujera a un simple fallo o una transgresión ocasional, un despiste aislado—;

(iii) el encubrimiento del vicio o la (falsa) apariencia de virtud, así que una falacia siempre será de modo inadvertido o deliberado engañosa.

A estos rasgos primordiales de las falacias les pueden acompañar, sobre todo en los manuales, otros secundarios o subsidiarios a los que ya hice alusión al principio. Recordemos, en particular, su uso extendido y su fortuna popular, es decir: un especial atractivo; la ejemplaridad consiguiente de su detección y de su reducción o disolución crítica; el rendimiento práctico de su estudio como recursos suasorios, como estratagemas erísticas o, incluso, como ejercicios de formación y entrenamiento en el dominio de las artes del discurso; y en fin su probada eficacia al servicio de estrategias de confrontación y de lucha dialéctica en la palestra del discurso público.

4. UN EXCURSO: MENTIRAS Y FALACIAS

Como colofón de esta labor de ubicación, comparación y correlación de la idea de falacia con diversas ideas convecinas en el ancho mundo del error y del fraude discursivo, merece la pena considerar otra noción asociada al engaño por medio del lenguaje y, en este sentido, más o menos próxima y afín a la idea de falacia, a saber: la noción de mentira. Mentir, en general, es algo que puede hacerse a través de cualquier signo o cualquier representación significante de cualquier otra cosa. Según Umberto Eco, la semiótica puede contemplarse como una “teoría de la mentira”, en el sentido de que «la semiótica es, en principio, la disciplina que estudia todo lo que puede usarse para mentir»24. Pero no estará de más atenerse al sentido específico de mentir con palabras, frente al sentido genérico de hacerlo con gestos o actos, esto es fingir o simular.

Mentir, según una concepción clásica que se remonta al estudio sobre la mentira (De mendatio) de Agustín de Hipona, es una actividad que reúne tres condiciones. X miente si: (i) X cree o es consciente de que W, por ejemplo, de que él mismo ha sido el autor del robo; (ii) X dice deliberadamente que no-W, i.e. que él no ha sido el autor del robo; (iii) X trata así de que su interlocutor llegue a creer que no-W, que en efecto X no ha sido el ladrón. Mentir es entonces declarar algo contra lo que uno considera verdadero con la intención de engañar a alguien al respecto. Por extensión, puede aplicarse a otros actos de habla no asertivos, como una promesa —miente el que promete algo que está seguro de no cumplir—, o una propuesta —miente el que propone algo que juzga irrealizable—, o una insinuación —miente el que da entender algo que sabe incierto—. En todo caso, la mentira envuelve la intención de engañar a alguien y, por ende, cierta interacción dialógica real o virtual; al tiempo que supone una ocultación de las propias creencias e intenciones con el fin de lograr ese propósito, de modo que el autoengaño no siempre es un empeño fácil o siquiera viable. Cuando se trata de engañar de forma deliberada a alguien, sabiendo perfectamente lo que se le oculta, uno no puede mentirse a sí mismo. Por lo demás, el engaño viene a ser un efecto perlocutivo que puede no producirse cuando se intenta, si el destinatario se percata de la patraña y no se deja engañar, y puede producirse cuando no se intenta, por ejemplo, cuando alguien se pasa de suspicaz y toma por una falsedad subrepticia lo que se ha dicho con verdad25.

 

La concepción clásica puede desarrollarse en dos aspectos dignos de atención. Por un lado, [a] en el sentido de que la mentira no se opone propiamente a la verdad, sino a la veracidad, al propósito de ser veraz con independencia de la verdad o falsedad real de lo que uno dice. Así pues, si X creyera algo que fuera efectivamente falso, e. g. que el sol gira en torno a la tierra de este a oeste, y lo declarara como cierto, no estaría mintiendo; estaría simplemente equivocado. Por otro lado, [b] en el sentido de que la mentira no solo envuelve falta de veracidad, sino también falta de sinceridad en la comunicación: la mentira es una ocultación de lo que se considera verdadero, o de su consciente diferencia con lo considerado falso, hecha con la intención de engañar al interlocutor o en un contexto en el que resulta previsible la inducción a engaño. Pero puede darse la segunda sin la primera, como indica el judío suspicaz al acusar a su compañero de viaje no tanto de no ser veraz, como de no ser sincero y de inducirlo a engaño porque, diciéndole la verdad, le quiere ocultar su intención desviada.

Frente a esta concepción clásica, se ha propuesto alguna otra más restringida. Por ejemplo, Tomás de Aquino parece sugerir un contexto dialógico más débil en atención a las condiciones de: (i´) falsedad material, X miente si dice lo contrario a la verdad; (ii´) falsedad formal, X miente si lo que dice se opone de modo deliberado a lo que efectivamente considera verdadero; y (iii´) falsedad efectiva, X miente si de este modo trata de engañar a alguien. A su juicio, la condición esencial es (ii´), mientras que (iii´) viene a ser no ya un rasgo constituyente sino una consecuencia (véase Summa Theologica, II IIae, q. 110). En esta línea, la mentira se contrapone a la veracidad antes que a la sinceridad. Dando un paso más en esta dirección, Carson (2010)26 considera que mentir no implica tener la intención de engañar, pero sí conlleva que el mentiroso: (1) haga una aserción falsa; (2) él mismo la crea falsa o al menos no la crea verdadera; (3) la asevere en un contexto en que su declaración cuenta como acreditación o garantía de que la aserción es verdadera. Por lo demás, X engaña a Y si causa intencionadamente que Y crea algo que es falso y que el propio X no considera verdadero.

Una concepción más restrictiva aún, casi minimalista podríamos decir, es la sostenida por Shibles (1988)27, que se mueve en un contexto monológico y toma el perjurio como paradigma. Mentir, entonces, ya no implica una interacción lingüística; consiste, simplemente, en la contraposición entre lo que una persona dice y lo que ella misma cree. Tampoco implica falsedad objetiva, ni intención de engañar. Esta intención puede corresponder al propósito de la mentira, pero no a su constitución, así como el engaño efectivo de alguien corresponde a su eventual resultado.

En todo caso, al margen de estas variaciones sobre la idea de mentira, no suelen considerarse mentiras otras expresiones que se despreocupan de la verdad o falsedad de lo que se dice y, en realidad, no tratan de engañar ni sobre el objeto o la historia referidos, ni sobre las creencias que se tienen al respecto, sino que más bien simulan una intención de comunicación, como podría ocurrir en la mera cháchara o charlatanería. Un caso similar serían los cuentos y las canciones infantiles (recordemos e. g. “por el mar corren las liebres, por el monte las sardinas”).

Aquí voy a adoptar la concepción clásica y sus tradicionales desarrollos28. Así que entenderé por mentir la acción de pretender, a través de la interacción lingüística o en el curso de la comunicación, que el receptor crea algo que el emisor considera falso. Esta pretensión puede obrar bien por un medio directo, por la expresión convincente de la falsedad en cuestión como si tratara de algo que se cree verdadero, de modo que el emisor no resulta sincero ni veraz. O bien por un medio indirecto, como la expresión ladina de algo que se cree verdadero con el fin que el receptor lo tome por falso debido a la desconfianza inducida por el propio emisor, de modo que el emisor no es sincero, aunque sea hasta cierto punto veraz. Dos rasgos cruciales del mentir son su condición intencional, al descansar en las creencias y pretensiones del emisor, y su carácter dialógico y contextual. Ambos permiten reconocer como mentiras ciertas insinuaciones y otras formas de inducir a error o a engaño con la verdad. Un famoso ejemplo de insinuación insidiosa es la historia del cuaderno de bitácora del buque Valiant.

Se cuenta que el capitán y el primer oficial del Valiant discutían a menudo por la tendencia del primer oficial a embriagarse a bordo. Al fin un buen día, el capitán, harto de esta conducta, hizo constar en el cuaderno de bitácora: “Hoy el primer oficial estaba ebrio”. Al día siguiente, tocó el turno de guardia al primer oficial quien aprovechó para escribir en el cuaderno: “Hoy el capitán estaba sobrio”.

A su vez, un afamado ejemplo de juramento que declara solemnemente la verdad para engañar a los asistentes al acto de jura, es el juramento de la reina Isolda, que ya he relatado en otro lugar29.

Isolda, como se recordará, ha sido acusada sotto voce de haber cometido adulterio con su amante Tristán y el caballero se ha visto obligado a dejar la Corte. Para disipar de una vez por todas los rumores y las sospechas, Isolda se presta a jurar su inocencia conforme a la fórmula veredictiva «si m’aït Dieu (sea Dios mi valedor, pongo a Dios por testigo)», fórmula que la obliga a no incurrir en perjurio so pena de arriesgar su salvación eterna. Isolda prepara el escenario: el juramento tendrá lugar ante todo el pueblo, en un prado que se extiende al otro lado del vado de un río. Hace volver a Tristán y lo disfraza de mendigo leproso. La mañana de la ceremonia, cuando la comitiva real y las gentes del lugar llegan a la orilla del río, Isolda ordena al falso mendigo que la suba sobre los hombros, a horcajadas, para cruzar el vado sin mojarse el vestido. Luego, colocados todos en sus puestos en el prado, Isolda se dispone a jurar flanqueada por el rey Marc, su esposo, y por el rey Arturo, que actúa como garante del acto. Este fue su juramento: «Pongo a Dios por testigo y juro por la salud de mi alma que jamás ningún hombre ha estado entre mis muslos, salvo el rey Marc, mi esposo, y ese del que ahora me he servido para cruzar el vado». La versión francesa del s. XII termina aquí; otra versión germana de principios del XIII comenta que Isolda hizo verdad de una mentira y se salvó con un juramento envenenado.

En suma, una buena señal de la mentira es la intención deliberada de inducir a alguien a error o a engaño con lo que se le dice, sea una verdad o lo que se considera verdad, sea una falsedad o lo que se considera falsedad.

Sin embargo, esta señal intencional no se traduce en una marca lingüística. La expresión mendaz o engañosa y la expresión veraz y sincera pueden actuar a través del mismo acto de habla. Naturalmente, esta indistinción dificulta la detección de la mentira, aunque la gente no deje de consolarse con tópicos al uso como “la mentira tiene las patas muy cortas, de modo que al mentiroso pronto se le atrapa”, y otras sentencias parecidas. En este caso, como ante algunos otros equívocos, nos vemos en la situación que lamentaba Teseo en el Hipólito de Eurípides: «¡Ay, los mortales deberían tener una prueba clara de los amigos y un conocimiento exacto de los corazones para distinguir el verdadero amigo del falso! Todos los hombres habrían de tener dos voces: una justa y la otra como fuese, de modo que la que tiene pensamientos injustos pudiera quedar en evidencia por la justa y así no nos engañaríamos» (l. c., 925-931). La mentira es un falso amigo de este tipo. Como ha observado Galasiński (2000)30, consiste en un acto pragmático que viene a ser parasitario de un acto convencional de habla, es decir en un acto encubierto de comunicación que, a través de la ejecución del acto convencional, simula ser cooperativo y así pretende tener éxito como engaño. Pero, más aún, al proceder de este modo no solo envuelve un componente intencional y comunicativo encubierto u opaco para el receptor, a través de un disfraz cooperativo, sino que, llegado el caso, puede verse desmentido y cancelado por el propio emisor. De ahí la dificultad de probar que alguien ha mentido en una ocasión determinada, aunque sea fácil probar en esa ocasión que no es verdad lo que ha dicho; puesto en evidencia, el embustero puede en principio excusarse: “lo siento, me equivoqué; pero te aseguro que lo decía de buena fe”. En estos casos, la (apariencia de) sinceridad corre a sostener la veracidad frente a cualquier sombra de mentira.

Por otra parte, la mentira, vista desde una perspectiva cognitiva, descansa en una manipulación lingüística bien de la información transmitida, por ejemplo haciendo parecer verdadero lo que se considera falso para dar lugar a un engaño extradiscursivo, o bien de la transmisión misma de la información, por ejemplo haciendo que parezca cooperar y cumplir las reglas de la conversación una acción que precisamente las viola, o que viola al menos los supuestos de veracidad y sinceridad, y oculta la violación para dar lugar a un engaño metadiscursivo. Dando un paso más, cabe considerar que la mentira es, en su caso extremo, un intento de manipular también a aquel o aquellos a quienes se dirige, en la medida en que comunicar algo a alguien es un modo de generar su confianza y, así, no solo hacerlo dependiente de lo que le aseguramos sino, más aún, darle aparentemente, sobre la base de esa confianza, una razón para creernos.

Con todo, no estará de más reiterar y resaltar el carácter parasitario de la mentira al acompañar, sin marcarlo, a un acto de habla. Así cabe decir que su eficacia es lingüísticamente parasitaria pues se alimenta de ciertas implicaciones pragmáticas del acto al que acompaña, e. g. de las presunciones de veracidad y sinceridad, si se trata de una aserción, o de las presunciones de compromiso y realizabilidad, si se trata de una promesa. También cabe suponer que la eficacia de la mentira es epistémicamente parasitaria de las expectativas de verdad que normalmente gobiernan nuestras interacciones informativas y discursivas. Si todos mintiéramos siempre, nadie se llamaría a engaño y nada obraría como mentira pues nadie sabría a fin de cuentas qué es verdad. Este supuesto de la eficacia de la mentira sobre la base de lo que podríamos llamar “un umbral de credibilidad” salta a la vista incluso en las ficciones y los artificios de falsificación que constituyen una especie de género sofisticado de invención literaria y comunicación. Suelen incluirse dentro del género del “hoax”, pero se sobreentiende que los destructivos propósitos de un “hoax” o un bulo interesado están sustituidos por el cultivo de la ficción como arte del engaño y de la impostura con sentido del humor. Sirvan de muestra la presentación y discusión de la obra de un filósofo inexistente, “Goldhauer (1769-1822)”, a través de las actas de un congreso justamente sobre su “contribución” a una filosofía de la impostura, o la publicación de un número de la revista Quimera, escrito de cabo a rabo por su director a través de veintidós seudónimos y la suplantación de varios colaboradores habituales31. Es obvio que la fortuna de estas ficciones, aunque pueda contar con la inteligente complicidad de los lectores y de hecho la busque, descansa ante todo y en general en nuestra disposición común a creer lo que se nos presenta como un cuerpo de información.

Por último, la mentira es una acción censurable en la medida en que atenta contra las virtudes y las posibilidades del entendimiento mutuo y la comunicación efectiva. Esta sanción moral tiene una larga tradición que condena toda suerte de mentira, entre otros motivos, por atentar contra la función o el sentido natural del lenguaje —como pensaban Agustín de Hipona o Tomás de Aquino—, o contra la libertad y la autonomía propias del hombre como agente moral y racional —a juicio de Kant—. Pero, por otra parte, no faltan consideraciones más liberales y pragmáticas —o utilitarias en la línea de H. Sidgwick—, que la consienten en determinadas circunstancias. Lo que nadie discute es la dimensión normativa inherente a su evaluación que, por lo regular, se juzga en términos negativos, como una violación o una desviación de la comunicación normal, aunque no deje de reconocerse al mismo tiempo la imposibilidad práctica de desterrar su uso. En suma, según la sabiduría popular, tan imposible sería mentir siempre como no hacerlo alguna vez32.

 

¿Son significativas la concepción y las características clásicas de la mentira para iluminar los conceptos relacionados con la falacia? En cierta medida sí, en particular por lo que concierne a la idea de sofisma. Cierto es que las nociones de mentira y de sofisma parecen discurrir en paralelo antes que entrelazadas, aunque un sofisma bien puede descansar en una patraña. Pero el paralelismo es apreciable en varios puntos. Para empezar, en su constitución intencional, consciente y deliberada, con el corolario de la dificultad del autoengaño tanto en uno como en otro caso: tan difícil puede ser que uno se mienta deliberadamente a sí mismo, como verse inducido subrepticiamente a engaño por el sofisma que uno deliberada y conscientemente se ha fabricado. Otro punto parejo es el de la manipulación discursiva que involucran ambos casos: manipulación que parte del intento de inducir al receptor a pensar o actuar de modo instrumental para los fines u objetivos del emisor, y procede de manera oculta, subrepticia u opaca, para no permitir al receptor conocer o estar al tanto de los planes y propósitos del emisor. Un tercer punto de coincidencia o al menos de semejanza es el carácter parasitario y derivado de las mentiras y de los sofismas, como procedimientos no marcados lingüísticamente que, sin embargo, para ser eficientes y tener éxito dependen de las condiciones pragmáticas y cognitivas de la comunicación inteligible entre agentes discursivos. También a propósito de los sofismas, o de la argumentación falaz en general, Teseo podría lamentarse de que los hombres no tuvieran dos voces distintas, dos discursos distintivos, para que supiéramos a qué atenernos ante cualquier argumento. Aquí hay, no obstante, una diferencia: si la mentira es, en primera instancia al menos, cancelable mediante una apelación a la veracidad: “lo siento, me he equivocado; pero lo he dicho de buena fe”, ya no ocurre lo mismo con el carácter falaz: el que incurre en una falacia puede disculparse con una apelación similar, pero con esto solo logra exculparse del cargo de sofisma a costa de confesar la comisión de un paralogismo. Y, en fin, otro punto común es la dimensión normativa que funda la valoración negativa de las mentiras y las falacias como recursos viciados y censurables, en la perspectiva del buen curso de la interacción lingüística y del desarrollo sostenible del discurso público. Pero, naturalmente, estas coincidencias no borran las diferencias existentes entre la falacia y la mentira o, incluso, entre una mentira falaz y una mentira no falaz: la primera suele envolver una intención deliberada de engañar a otra u otras personas en beneficio propio y, en todo caso, implica un uso o un servicio argumentativo.

Tras este largo —y espero que animado— paseo por el ancho mundo de los errores, los fallos y los fraudes discursivos, no estará de más recapitular y reiterar la idea básica y paradigmática de argumentación falaz. Entiendo por falaz en este sentido el discurso que pasa, o se quiere hacer pasar, por una buena argumentación —o al menos por mejor de lo que es—, y en esa medida se presta a error o induce a engaño pues en realidad se trata de un falso (seudo-) argumento o de una argumentación fallida o fraudulenta. Recordemos también que el fraude no solo consiste en frustrar las expectativas generadas por su expresión en el marco argumentativo dado —e. g. con vistas a lograr una convicción razonable o la resolución cabal de un debate o una justa decisión—, sino que además puede responder a una intención o una estrategia deliberadamente engañosa. En todo caso, representa una quiebra o un abuso de la confianza discursiva, comunicativa y cognitiva sobre la que descansan nuestras prácticas argumentativas. De ahí que las falacias sean un recurso no por más socorrido menos censurable, una tentación que hemos de vigilar en aras de la salud y el valor del discurso sea el nuestro propio, e. g. para cuidarnos de incurrir en paralogismos, o sea el de nuestras conversaciones y discusiones con los demás, para cuidarnos de los sofismas y de toda suerte de falacias en general.

1 Cf. por ejemplo el Diccionario de la lengua española, de la Real Academia, Madrid: Espasa, 2001 22ª edic.; el Diccionario de uso del español, de Mª Moliner, Madrid: Gredos, 1998 2ª edic., o el Diccionario del español actual, de Manuel Seco, Olimpia Andrés y Gabino Ramos, Madrid: Aguilar, 1999.

2 Entiendo “caso paradigmático” en el sentido empleado por Daniel J. O’Keefe (1982), “The concepts of argument and arguing”, en J.Robert Cox & Charles Arthur Willard (Eds.) Advances in argumentation theory and research, pp. 3-23. Carbondale IL: Southern Illinois University Press.

3 Por ejemplo, Walton 2011, “Defeasible reasoning and informal fallacies”, Synthese, 179, p. 378, afirma que el ser intencionado o no, es algo que no importa desde el punto de vista del análisis del argumento y de la determinación de su carácter falaz. Bueno, tal vez no sea un punto decisivo en este último caso, pues tanto los sofismas como los paralogismos son falaces; pero es importante para su análisis, evaluación y juicio, en los planos discursivo, cognitivo y argumentativo.

4 Cito El criterio (1843) según la edición “Balmesiana” de Jaime Balmes Obras completas, Madrid: BAC, 1948; t. III, pp. 551-755.

5 Vaz Ferreira (1910, 19454), Lógica viva, Montevideo: Biblioteca Nacional/Universidad de la República, 2008, p. 39. Las cursivas se encuentran en el original.

6 Cf. mis (2008a), “Sobre paralogismos: ideas para tener en cuenta”, Crítica, 40/119: 45-65, y (2008b), “Los paralogismos según C. Vaz Ferreira: una contribución a la discusión actual en torno a la idea de argumentación falaz”, Praxis, 10/13: 151-162. Entre los paralogismos de Vaz se encuentran tanto argumentaciones falaces como disposiciones o modos de proceder generadores de falacias.

7 Por lo demás, la posibilidad —después reconocida (28 B 8 51 ss.)— del parecer de los bicéfalos o aturdidos sobre lo que es y no es, se refiere a otro género de fenómenos, el cosmológico, y pertenece a otro dominio cognitivo y expresivo, el de las opiniones de los mortales.

8 Félix García Moriyón y otros, Argumentar y Razonar, Madrid: Editorial CCS, 2007; p. 13. El énfasis tipográfico de negritas y cursivas pertenece al original

9 Una expresión más afortunada y desenvuelta de esta creencia podría ser lo que dice uno de los personajes de la película Los amigos de Peter [Kenneth Branagh 1992]: «Podemos pasar algún día sin beber y varios días sin comer, pero ninguno sin justificarnos». En la medida en que una justificación sea —o envuelva— una argumentación, no podremos pasarnos ni un día sin argumentar.

10 Puede traerse a colación en este punto la crítica paralela de Popper a la pretendida autofundamentación del racionalismo ingenuo. «La actitud racionalista se caracteriza por la importancia que le asigna al razonamiento y a la experiencia. Pero no hay ningún razonamiento lógico, ni ninguna experiencia que puedan sancionar esta actitud racionalista, pues sólo aquellos que se hallan dispuestos a considerar el razonamiento y la experiencia y que, por lo tanto, ya han adoptado esta actitud, se dejarán convencer por ella. Es decir que debe adoptarse primero una actitud racionalista <…> y esa actitud no podrá basarse, en consecuencia, ni en el razonamiento ni en la experiencia», Karl Popper (1945, 1950), La sociedad abierta y sus enemigos. Buenos Aires, Paidós, 1957; pp. 413-4. En suma, el reconocimiento de la argumentación, con los compromisos y las obligaciones correspondientes, presupone la disposición a argumentar o la adopción de una actitud “pro-discursiva”, antes que a la inversa.