La naturaleza de las falacias

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Esta reconstrucción de la estrategia seguida por Manuel corre por cuenta de un “tercero en discordia”, corre a cargo de un observador o un analista del caso. No es preciso atribuir a Manuel una planificación cabal y premeditada de cada uno de los pasos a seguir; basta observar la coherencia de sus intervenciones dolosas en una línea discursiva determinada para avanzar la hipótesis de su interpretación en términos estratégicos. Así como basta tener constancia de sus intenciones expresas o tácitas, a la luz de sus intervenciones en el proceso de comunicación, para hacerle responsable de una actuación falaz. Basta, en fin, constatar la participación o la complicidad de Emi en esas maniobras, hasta su desenlace final, para detectar una o más falacias efectivas donde lo que en Manuel serían falacias intencionadas o sofismas, en Emi resultarían paralogismos o concesiones inducidas, sin que esto la exima de su colaboración y su corresponsabilidad objetivas en el curso y en el desenlace de la discusión —por lo demás, este combinado de una intención falaz del inductor con un error o una confusión del receptor es una combinación normal en las falacias efectivas—. En esta discusión, en efecto, pueden detectarse violaciones de las máximas que facilitan el curso de la conversación —por ejemplo, las que velan por una comunicación franca y veraz—, transgresiones de las reglas que gobiernan la discusión crítica —la de no cambiar subrepticia e inopinadamente de tema, la de aducir alegaciones pertinentes para el punto en discusión, la de respetar el curso de razonamiento del contrario—, y apelaciones ad —ad hominem, ad misercordiam—, que distraen o desvían el curso de la discusión. Claro está que todo esto depende, en cierto modo, de una interpretación argumentativa y argumentada: no deja de ser también el fruto de una historia y unas razones aducidas por el observador o el analista que procura dar cuenta y razón de la escena discursiva observada en términos de las nociones apuntadas: sofismas, por una parte, complicidad de paralogismos por la otra. Caben versiones alternativas de la situación: por ejemplo, ¿y si Manuel fuera una persona tan sensible como honesta, dada a plantear las cosas en el terreno de los sentimientos y las satisfacciones personales? ¿Y si Emi, buena conocedora de esa disposición de su marido, se prestara comprensivamente a seguirle el juego, de modo que ambos se vieran envueltos en un juego de espejos paralogísticos?

Estas y otras complicaciones del mismo género invitan a concebir el campo de la argumentación como un terreno común en el que medran tanto las buenas como las malas hierbas; entre las malas hierbas, figuran las múltiples variantes de la argumentación falaz que se extienden desde el yerro más ingenuo quizá debido a incompetencia o inadvertencia, en el extremo del paralogismo, hasta el engaño urdido subrepticia y deliberadamente, en el extremo opuesto del sofisma. Aunque muchas variantes se solapen y la región de la argumentación falaz parezca una especie de continuo, no se borra la distinción y separación entre ambos extremos, de modo parecido a como una gama de grises no difumina la distancia entre lo blanco y lo negro.

Los casos más interesantes de paralogismos son los que tienen lugar como vicios discursivos o cognitivos que pueden contraerse con la misma práctica de una pauta de razonamiento fiable en principio. Así, por ejemplo, confiamos en polarizaciones y oposiciones para introducir cierto orden en la conceptualización del mundo12 o para aprovecharnos de la eficacia y la economía discursivas de pautas de argumentación como “el silogismo disyuntivo”, aunque nos confundan las falsas contraposiciones o se nos vaya la mano en unas categorizaciones de falsos opuestos como las denunciadas por Vaz Ferreira. O, por poner otro caso, seguimos confiando en nuestra inveterada tendencia a generalizar, e. g. a efectos de identificación, previsión o prevención, aunque esto no deje de llevarnos a veces a generalizaciones precipitadas o a categorizaciones indebidas. Un ejemplo es la reacción de la paloma que empolla sus huevos cuando ve deslizarse hacia el nido a la alargada y zigzagueante Alicia, en el c. 5 de Alicia en el País de las maravillas de Lewis Carroll. La paloma recela de la niña que se mueve culebreando entre las hojas de la copa del árbol donde ha puesto el nido, tiene el cuello largo y, para colmo, confiesa que ha comido huevos… ¡Es una serpiente! De modo que la prudencia preventiva de la paloma, más bien infundada o irracional si se quiere desde un punto de vista teórico o cognitivo, parece hasta cierto punto razonable desde otro punto de vista práctico o estratégico13. En esta perspectiva del fallo de funcionamiento o de una mala ejecución de nuestras habilidades discursivas, se explica fácilmente la naturalidad con que podemos caer en paralogismos, la dificultad de corregirlos e incluso la peculiaridad de que a veces, aun siendo casos de mal proceder discursivo, nos parezcan buenos: se trataría de una situación parecida a la de los procedimientos o los mecanismos familiares que se nos descomponen o, en nuestra torpeza, descomponemos, de modo que, concluyendo con palabras de Vaz, lo que podría haber sido instrumento de la verdad se convierte en instrumento del error (2008, edic. c., p. 132). Un mérito de Vaz Ferreira ha sido justamente el haber llamado la atención sobre los aspectos discursivos, psíquicos y cognitivos de los paralogismos, tras la idea de falacia de confusión avanzada por el System of Logic de Stuart Mill (1843) —vid. más adelante los textos 9 y 10 de la Sección segunda de la Parte II y los comentarios históricos al respecto—. Este planteamiento de Vaz ha tenido posteriormente una inesperada confirmación y una notable proyección a través del estudio en los años 1980 y ss. de los llamados “heurísticos”, recursos eficientes en condiciones acotadas de procesamiento de la información por limitaciones de tiempo, memoria o competencia específica, que pueden prestarse a fallos de presunción o a distorsiones de juicio en casos no normales o en otros dominios cognitivos14.

Con todo, al margen de la significación cognitiva de los paralogismos y según una suposición habitual de la tradición lógica, las falacias más relevantes son las que tienden al polo de los sofismas efectivos y con éxito, es decir las estrategias capciosas que consiguen confundir o engañar al receptor, sea un interlocutor, un jurado o un auditorio. Han sido, al menos, las falacias más atendidas y mejor estudiadas. El secreto de su importancia radica, en principio, en su interés y su penetración crítica; se supone, desde luego, que la familiaridad con los sofismas es una exigencia de la formación del pensamiento crítico y de la madurez discursiva, sea a efectos defensivos o sea incluso a efectos agresivos, como estratagemas para hacer valer nuestra posición ante un adversario o para atraerlo a nuestra causa. Por otro lado, esta idea del sofisma como argumentación especiosa nos permite detectar no solo el recurso a argumentos espurios, sino la manipulación falaz de formas correctas de razonamiento —análogamente a cómo podemos reconocer el discurso que trata de engañar incluso con la verdad—. Este punto tiene cierto interés. Permite reparar en que, así como puede haber malos argumentos que no son falaces, también pueden darse argumentos válidos que obran como falacias15. Avanzando un paso más, podemos advertir no solo sus efectos perversos sobre la inducción de creencias o disposiciones, sino su contribución a minar la confianza básica en los usos del discurso. Este será un punto sustancial a la hora de considerar propuestas como la que se podría llamar “maquiavelismo preventivo” de A. Schopenhauer (1864, edic. póstuma) —vid. más adelante el texto 8 de la Parte II—.

Pero su importancia también estriba en lo que unos sofismas cumplidos nos revelan acerca de la argumentación en general. En tales casos, la argumentación falaz se perpetra y desenvuelve en un marco no sólo discursivo sino interactivo, donde la complicidad del receptor resulta esencial para la suerte del argumento: para que alguien logre engañar, alguien tiene que ser engañado. La dualidad de sofismas y paralogismos presenta así una curiosa correlación: el éxito de un sofisma cometido por un emisor trae aparejada la comisión de un paralogismo por parte de un receptor, de modo que la complicidad del receptor viene a ser co-determante de la suerte del argumento. Más aún, como es difícil, si no imposible, que una misma persona se encuentre al mismo tiempo en ambos extremos del arco de la argumentación falaz, el sofístico y el paralogístico —nadie en sus cabales logrará engañarse ingenua y subrepticiamente a la vez a sí mismo16—, entonces la eficacia del sofisma típico comporta la efectividad de la interacción correspondiente entre los diversos agentes involucrados. Dicho de otro modo y en homenaje a nuestro héroe de la infancia, Robinson Crusoe: Robinson, náufrago y solitario en la isla, no consumará un sofisma efectivo antes de Viernes. Pero no tiene por qué ocurrir así en el caso de los paralogismos, puesto que no todo paralogismo es el resultado de una estrategia deliberadamente engañosa, ni para su comisión es necesario contar con la intervención de otro agente distinto del que incurre en la confusión o el fallo discursivo. En suma: un paralogismo puede ser monológico, cosa de uno mismo, mientras que un sofisma es más bien dialógico, cosa de dos al menos, y un sofisma sólo se cumple efectivamente con la complicidad de un paralogismo17.

3. NOCIONES MÁS O MENOS AFINES DENTRO DEL CAMPO DEL ERROR, DEL FALLO O DEL ENGAÑO COGNITIVO O DISCURSIVO

Las falacias y sus especies, sofismas y paralogismos, no son desde luego los únicos habitantes del mundo del error o del fraude cognitivo y discursivo. Así pues, llegados a este punto, no estará de más ver cómo se sitúan las falacias con respecto a otros errores, fallos o fraudes relativamente vecinos o incluso cómo se relacionan con ellos. Cuando menos, podremos hacernos una idea general de este oscuro, pero poblado mundo y pergeñar una especie de mapa de las nociones relacionadas con los errores, los fallos o los fraudes cognitivos y discursivos, que nos ayude a identificar el lugar y la significación de la argumentación falaz en este terreno18.

 

A mi juicio, en una perspectiva comprensiva y adecuada a estos efectos, cabe distinguir varios casos como los siguientes: (a) enredos o fallos más bien ocasionales; (b) sesgos (b.1) psicológicos típicos, (b.2) sesgos de juicio o ilusiones gnoseológicas; (c) paradojas; (d) ilícitos argumentativos; (e) casos mixtos que han cobrado especial relevancia con el desarrollo actual de las tretas y las estrategias tanto propagandísticas como desinformativas. Veamos brevemente en qué consiste cada uno de ellos para luego considerar sus diferencias y relaciones con (f) las falacias propiamente dichas.

A/ Errores, fallos o disfunciones ocasionales de diversos tipos, desde las que se podrían llamar “ilusiones inferenciales” por analogía con las ilusiones ópticas, hasta los que no pasarían de ser velos o enredos discursivos. Las ilusiones inferenciales tienen, sin duda, mayor relieve en la medida en que pueden representar una especie de paralogismos19. Valga como muestra un caso planteado por los psicólogos cognitivos Johnson-Laird y Savary en el estudio experimental de esa noción precisamente20.

Consideremos las siguientes aserciones referidas a una determinada mano de cartas o grupo de cartas repartido a cada jugador de un juego de baraja:

(i) “Si en la mano hay un Rey, entonces también hay un As o, en caso contrario, si hay una Reina, entonces también hay un As”.

(ii) “Hay un Rey en la mano”.

Pues bien, ¿qué se sigue lógicamente de (i) y (ii)?

Los sujetos experimentales, todos ellos con cierto nivel de estudios e incluso algunos familiarizados con la lógica estándar de conectores, concluyen habitualmente que hay un as en la mano. Esto se sigue bien por Modus Ponens a partir de la primera disyuntiva y (ii), o bien, en todo caso, porque las dos condiciones pertinentes son la presencia de un rey o de una reina, y según (i) tanto una como otra carta estaría acompañada por un as. Pero se trata de un error, según puede apreciarse a través de las condiciones de verdad del condicional veritativo-funcional. Veamos: la aserción (i) es una disyunción que puede ser verdadera tanto en la condición ‘si hay un Rey, hay un As’, como alternativamente en la condición ‘si hay una Reina, hay un As’. En otras palabras, la disyunción es compatible con la falsedad de una de las dos condicionales que la componen. Así pues, el primer condicional puede ser falso. En este caso, por definición, dada la prótasis, ‘hay un Rey’, no se daría la apódosis, ‘hay un as’; y el Modus Ponens tampoco sería aplicable. Por lo demás, nada asegura la presencia de una Reina en la otra alternativa, ni la de un As: pues el condicional ‘si hay una Reina, hay un as’ puede ser verdadero siendo sus dos miembros falsos. Por consiguiente, de (i) y (ii) no se sigue que haya un as en la mano.

Otra muestra también considerada por Johnson-Laird y Savary (1999) puede ilustrar otra ilusión inferencial interesante capaz de facilitar, llegado el caso, el uso falaz de una regla lógica. Se trata de la deducción siguiente:

Sólo una de las dos aserciones siguientes es verdadera:

(i) “Han venido Juan o Alicia, o ambos”.

(ii) “Han venido Carlos o Alicia, o ambos”.

Ahora bien, en todo caso es verdadera la aserción siguiente:

(iii) “Ni ha venido Juan, ni ha venido Carlos”.

Luego, se sigue en conclusión:

(iv) “Ha venido Alicia”.

Es una deducción lógicamente válida, pero ilusoriamente cogente o concluyente en el sentido pretendido. Reparemos en que lo estipulado de partida es contradictorio: la verdad de únicamente una de las aserciones (i) o (ii) es incompatible con la verdad de (iii), pues ésta exigiría que hubiera venido Alicia, dato que determinaría la verdad de ambas (i)-(ii), contra lo declarado a este respecto. Por tanto, la conclusión (iv) sobre Alicia sólo se sigue formalmente en aplicación de la regla “de una contradicción se sigue cualquier cosa”; pero esta aplicación no determina la cogencia interna y el carácter específicamente concluyente de (iv) en la medida en que la regla permite que se siga cualquier proposición y por ende también (iv*) “No ha venido Alicia” o, para el caso, (v) “Juan y Carlos se tienen manía”.

B.1/ Sesgos psicológicos del tipo de las desviaciones lógicas o probabilísticas que pueden producirse por sesgos heurísticos.

El caso más famoso es seguramente el de Linda, un personaje experimental de Tversky y Kahneman (1983)21. Valga aquí una versión simplificada. Linda es presentada como una mujer moderna, inteligente, informada y dinámica. Entonces se pregunta a los sujetos qué consideran más probable, (a) que Linda sea cajera de banco y feminista, o (b) que Linda sea cajera de banco. Los sujetos por lo regular estiman más probable la conjunción (a) de los eventos independientes, ser cajera y ser feminista, que (b) el simple evento, ser cajera, en contra de lo que dicta el cálculo de probabilidades a este respecto. De ahí que haya recibido el nombre de “falacia de la conjunción de probabilidades”. Pero más bien se trata de un sesgo heurístico en el que la “representatividad” de los datos relativos a la personalidad de Linda prevalece sobre la probabilidad matemática, sesgo que puede responder a un comportamiento que atiende a determinados aspectos significativos y pragmáticos de los procesos inferenciales y que normalmente puede considerarse inteligente22. Los heurísticos son una especie de recursos intuitivos, atajos o procedimientos expeditivos, que normalmente sirven para salir de apuros en situaciones de incertidumbre y en condiciones precarias de procesamiento de información, evaluación de datos y toma de decisiones. Además del heurístico de representatividad, se conocen otros como el de disponibilidad y el de anclaje y ajuste a un dato inicial. Los sesgos de este género son objeto de investigación empírica y de un tratamiento más bien descriptivo, aunque no han dejado de tener repercusión en discusiones sobre la presunción y la caracterización de la racionalidad de los sujetos experimentales; hay quien ha pretendido incluso inferir de tales sesgos el comportamiento ilógico y por ende irracional del ser humano, conclusión que, sin otras pruebas, es una extrapolación indebida. Por lo demás, dichos sesgos resultan desviaciones predecibles y corregibles, relacionadas con determinadas pautas o patrones de conducta en dominios específicos.

B.2/ Sesgos y predisposiciones de la razón o del juicio, que también cabría calificar de “ilusiones gnoseológicas” y difieren de los sesgos heurísticos anteriores. La historia de la filosofía permite reconocer dos tipos relevantes:

Las ilusiones de carácter socio-cognitivo, como los ídolos baconianos, los prejuicios denunciados por los ilustrados, las ideologías denunciadas por el marxismo. Las ilusiones trascendentales como las representadas paradigmáticamente por las ilusiones de la razón pura kantiana.

Parecen resultar prácticamente inevitables, al menos por lo común y en un principio, aunque sean detectables y se supongan no solo corregibles sino, incluso, censurables en atención a su carga epistémica como errores de juicio. Recordemos, por ejemplo, los ídolos de Bacon que consisten de modo algo confuso en predisposiciones sesgadas hacia, o representaciones deformadas de, la realidad. Son de cuatro tipos según se deban al propio género humano (ídolos de la tribu), a la índole del individuo (ídolos de la caverna), a la vida social (ídolos del foro) o a las ideas recibidas (ídolos del teatro), y a tenor de los aforismos 39-68 del Novum organum se caracterizan como sigue:


Son claros casos de errores cuya detección no asegura una prevención o una disolución efectivas, puesto que incluso los eliminables, como los generados por los ídolos del teatro, no dejan de volver a presentarse. También forman parte del campo infinito —o al menos indefinidamente abierto— de errores cognitivos y discursivos a los que se supone propenso el género humano, y cuya indeterminación suele oponerse a cualquier clasificación. Recordemos el dictamen de Horace W. B. Joseph (1906) «La verdad puede tener sus normas, pero el error es infinito en sus aberraciones y estas no pueden plegarse a ninguna clasificación», citado en el capítulo anterior. Si ahora pensamos en los repertorios tradicionales de falacias, es tentador oponer dicho dictamen a este inveterado empeño taxonómico. Aunque, por cierto, no siempre será una objeción justa y atinada en la medida en que no todo error discursivo o cognitivo constituye una falacia.

C/ Paradojas, en el sentido de anomalías que contravienen, o parecen contravenir, nuestras expectativas —discursivas, epistémicas, prácticas— hasta el punto de generar situaciones de disonancia cognitiva, por ejemplo, cuando se infiere de un modo aparentemente correcto o cogente una conclusión incongruente con lo que se daba por supuesto. Las paradojas se observan o se presentan, incluso se puede caer o incurrir en ellas, pero por lo regular no se cometen. Sin embargo, se consideran corregibles o solubles, salvo ciertos casos de antinomias lógicas, como los denominados “insolubilia” en tiempos medievales o como algunas paradojas que han dado lugar a replanteamientos fundacionales de la teoría semántica o de la teoría de conjuntos en tiempos modernos. Pero hay muestras más próximas e intuitivas de diversos tipos de paradojas que resultan llamativas bien por ser indecidibles, bien por ser autodestructivas. Una muestra del primer tipo podría ser el caso siguiente:

Ud. está disfrutando de una velada animada en casa de un amigo y de repente se oyen las horas que da el reloj de pared. “¡Caramba! ¡Ya son las tres de la madrugada! Es muy tarde, me tengo que ir”. “No creas que es tan tarde -replica el amigo-. Mi reloj de pared es un reloj raro: no ha dado las tres, sino tres veces la una. Podemos seguir charlando un poco más”.

¿Cómo distingue el agudo lector/a, sin referencias externas, entre un reloj de pared normal que secuencia o marca sucesivamente las horas y un reloj de pared raro que reitera la una?

La muestra del segundo tipo, que envuelve una regulación lógicamente inviable, es mucho más entretenida y ha conocido varias versiones. La más brillante se encuentra en el cap. LI de la Parte II de D. Quijote. Recordemos que, para entonces, Sancho Panza ejerce de gobernador de la ínsula de Barataria. Ahora, tras un frugal desayuno —receta del doctor Pedro Recio para avivar el ingenio—, se dispone a cumplir sus deberes de juez e impartir justicia. Este es el primer caso del día expuesto por un forastero:

«Señor, un caudaloso río dividía dos términos de un mismo señorío, esté vuestra merced atento, porque el caso es de importancia y algo dificultoso... Digo, pues, que sobre este río estaba una puente, y al cabo de ella una horca y una como casa de audiencia, en la cual de ordinario había cuatro jueces que juzgaban la ley que puso el dueño del río, de la puente y del señorío, que era en esta forma: “Si alguno pasare por esta puente de una parte a otra, ha de jurar primero adónde y a qué va; y si jurare verdad, déjenle pasar, y si dijere mentira, muera por ello ahorcado en la horca que allí se muestra, sin remisión alguna”. Sabida esta ley y la rigurosa condición della, pasaban muchos, y luego en lo que juraban se echaba de ver que decían verdad y los jueces les dejaban pasar libremente. Sucedió, pues, que tomando juramento a un hombre juró y dijo que para el juramento que hacía, que iba a morir en aquella horca que allí estaba, y no a otra cosa. Repararon los jueves en el juramento y dijeron: “Si a este hombre le dejamos pasar libremente, mintió en su juramento, y conforme a la ley debe morir; y si le ahorcamos, él juró que iba a morir en aquella horca, y habiendo jurado verdad, por la misma ley debe ser libre”. Pídese a vuesa merced, señor gobernador, qué harán los jueces de tal hombre, que aún hasta agora están dudosos y suspensos, y habiendo tenido noticia del agudo y elevado entendimiento de vuestra merced, me enviaron a mí a que suplicase a vuesa merced de su parte diese su parecer en tan intrincado y dudoso caso.

A lo que respondió Sancho:

– Por cierto que esos señores jueces que a mí os envían lo pudieran haber escusado, porque yo soy un hombre que tengo más de mostrenco que de agudo; pero, con todo eso, repetidme otra vez el negocio de modo que yo le entienda: quizá podría ser que diese en el hito.

 

Volvió otra vez el preguntante a referir lo que primero había dicho y Sancho dijo:

– A mi parecer, este negocio en dos paletas lo declararé yo, y es así: el tal hombre jura que va a morir en la horca, y si muere en ella, juró verdad y por la ley puesta merece ser libre y que pase la puente; y si no lo ahorcan, juró mentira y por la misma ley merece que le ahorquen.

– Así es como el señor gobernador dice -dijo el mensajero-, y cuanto a la entereza y entendimiento del caso, no hay más que pedir ni que dudar.

– Digo yo, pues, agora -replicó Sancho- que deste hombre aquella parte que juró verdad la dejen pasar y la que dijo mentira la ahorquen, y desta manera se cumplirá al pie de la letra la condición del peaje.

– Pues, señor gobernador -replicó el preguntador-, será necesario que el tal hombre se divida en partes, en mentirosa y verdadera; y si se divide, por fuerza ha de morir, y así no se consigue cosa alguna de lo que la ley pide, y es de necesidad expresa que se cumpla con ella.

– Venid acá, señor buen hombre -respondió Sancho-: este pasajero que decís, o yo soy un porro o él tiene la misma razón para morir que para vivir y pasar la puente, porque si la verdad le salva, la mentira le condena igualmente; y siendo esto así, como lo es, soy de parecer que digáis a esos señores que a mí os enviaron que, pues están en un fil las razones de condenarle o asolverle, que le dejen pasar libremente, pues siempre es alabado más el hacer bien que mal. Y esto lo diera firmado de mi nombre si supiera firmar, y yo en este caso no he hablado de mío, sino que se me vino a la memoria un precepto, entre otros muchos que me dio mi amo don Quijote la noche antes que viniese a ser gobernador de esta ínsula, que fue que cuando la justicia estuviese en duda me decantase y acogiese a la misericordia, y ha querido Dios que agora se me acordase, por venir en este caso como de molde» (cito por la edic. del Instituto Cervantes, Barcelona: Crítica, 1998, t. I, pp. 1045-7).

Está claro que la solución del problema no depende del ingenio o de la sabiduría de los jueces. Es la formulación misma de la ley la que determina la insolubilidad del caso, aunque su absurdo constitutivo solo se manifieste ante un tipo impertinente ‒¡mira que declarar su propósito de ir a que lo ahorquen!

Pero también pueden darse muestras algo más complicadas de regulaciones. Sigamos con nuestros clásicos del s. XVI: recordemos El mercader de Venecia de Shakespeare, acto IV, escena 1ª.

Nos encontramos en la sala de justicia del Dux de Venecia. El prestamista judío Shylock demanda el cumplimiento de un pagaré firmado por el mercader Antonio, tras haber vencido el plazo de reintegro. El pagaré da derecho al prestamista a «cortar una libra de carne del pecho del deudor en el sitio más próximo al corazón», si éste no satisface a su debido tiempo la deuda. Al no haber sido así, Shylock, indiferente a toda suerte de mediación y a todo ruego de clemencia, urge su cumplimiento. Entonces aparece Porcia disfrazada de doctor en leyes procedente de Padua, para intervenir en calidad de experto jurista.

«Porcia. — La demanda que hacéis es extraña y, sin embargo, de tal naturaleza legal que la ley veneciana no puede impediros proseguirla. (A Antonio) Caéis bajo su acción, ¿no es verdad?

Antonio. — Sí, es lo que dice.

Porcia. — ¿Reconocéis este pagaré?

Antonio. — Sí.

<…>

Porcia. — (A Shylock) Te pertenece una libra de carne de este mercader; la ley te la da y el tribunal te la adjudica.

Shylock. — ¡Rectísimo juez!

Porcia. — Y podéis cortar esa carne de su pecho. La ley lo permite y el tribunal os lo autoriza.

Shylock. — ¡Doctísimo juez! ¡He ahí una sentencia! ¡Vamos, preparaos!

Porcia. — Detente un instante: hay todavía alguna otra cosa que decir. Este pagaré no te concede ni una gota de sangre. Las palabras formales son estas: una libra de carne. Toma, pues, lo que te concede el documento: toma tu libra de carne. Pero si al cortarla se te ocurre verter una gota de sangre cristiana, tus tierras y tus bienes, según las leyes de Venecia, serán confiscados en beneficio del estado de Venecia».

Es discutible que una autorización del tenor del pagaré -a cortar una libra de carne sin derramar ni una gota de sangre- se ajuste a derecho y se vea amparada por la legislación veneciana en la medida en que también resulta literalmente inviable, aunque no ya por razones lógicas como la anterior ley de “la puente”, sino por causas anatómicas.

D/ Un caso muy distinto de los anteriores es el formado por los que podríamos llamar “ilícitos argumentativos”, entre los que pueden incluirse actuaciones tan dispares como los movimientos de bloqueo o ninguneo de las contribuciones del oponente en una discusión, las maniobras dilatorias en un debate parlamentario o el recurso a factores o condiciones matrices de la argumentación falaz —e. g. los determinantes de la falta de transparencia, simetría o reciprocidad de la interacción discursiva en el curso de una deliberación pública—. La clausura de la conversación entre el director del Centro y el tutor a la que asistimos en el capítulo anterior, i. e. la frase del director “Bien, no se hable más” y el gesto terminante que señala la puerta, representa por ejemplo un ilícito argumentativo. Se trata de un tipo de actuación censurable y corregible. Estos actos no constituyen naturalmente argumentos. Pero pueden formar parte de un proceso de discusión o de argumentación, o también conformar maniobras o estrategias falaces en un marco argumentativo.

E/ Casos complejos en los que concurren diversos recursos discursivos al servicio de la propaganda y la desinformación, como los empleados en la creación de estados amañados y deformados de opinión o, peor aún, situaciones de polarización o de crispación del discurso público23.

F/ Llegamos al fin a nuestras protagonistas, las falacias. Una falacia es, según hemos convenido, una acción discursiva en un contexto y con un propósito argumentativos. Las falacias resultan detectables, aunque también sabemos que a veces se dejan sentir con más facilidad que fijar y definir. Pero no siempre se pueden prevenir, ni mucho menos, a juzgar por la frecuencia de los casos de paralogismos. Más aún, según una opinión muy extendida entre los observadores críticos, el recurso a las falacias, al engaño o al autoengaño, se vuelve casi inevitable en las discusiones con alguien, incluido uno mismo. En cualquier caso, las falacias son censurables y se suponen corregibles, hasta el punto de que la detección de una falacia en una argumentación determina la refutación o anulación del pretendido argumento. Por ello se hacen acreedoras a un tratamiento normativo, no meramente descriptivo o taxonómico como mal parecen sugerir algunas clasificaciones al uso.

Según esto, no todo error o falsa apreciación de hecho constituye una falacia: la condición falaz envuelve un compromiso del agente discursivo. En este punto puede ser ilustrativo un ejemplo de la ya citada Lógica viva Vaz Ferreira. Al final de examen del paralogismo de la falsa precisión, esto es, la falsa medición de valores cualitativos o morales en términos numéricos mediante una correspondencia que se presume objetiva y exacta, Vaz recuerda los usos inevitables o convencionales de falsa precisión por parte de las aseguradoras o de los jueces cuando tienen que evaluar unos daños o lesiones para el efecto de fijar una indemnización y establecen ciertas cantidades de dinero de acuerdo con una tarifa. En tales casos no hay comisión de una precisión falaz porque se adopta como convención, pues siendo justa y obligada una indemnización se ha de arbitrar algún criterio al respecto, aunque nadie crea que las cantidades representan una medida cabal y exacta de los daños a reparar. Sería una creencia o compromiso de este tipo el que determinaría la responsabilidad de cometer el paralogismo de falsa precisión. Y, en fin, las falacias no son meros errores o fallos esporádicos, cognitivos o inferenciales, sino que más bien constituyen vicios discursivos comunes y relativamente sistemáticos que, aparte de obstaculizar el logro de los propósitos específicos de la conversación o de la discusión en que aparecen, pueden ser perniciosos en otros planos más generales al amenazar o bloquear