Asesinato en el Reina Sofía

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No iba a mejorar su autoestima con la visita a la siguiente exposición de un pintor americano llamado Robert Ryman, que era, precisamente, donde hallaron el cadáver.

El público seguía dirigiéndose a la exposición de Antonio López, mientras que a la de Ryman solo iban los que se encaminaban a los retretes, situados al lado de esa sala. No esperaba Escaleras encontrar la desolación apabullante del recinto abovedado, jalbegado, aséptico y frío del lugar, que no podía negar su pasado hospitalario. Tanto es así que, cuando los dos vigilantes encargados de la seguridad lo vieron hollar los umbrales de su intimidad, dejaron su animada charla y se separaron volviendo cada uno a custodiar su parcela. Lo miraron directamente y sin titubeos, como si valoraran a través de su apariencia el comportamiento que iba a tener durante la visita. A Ambrosio no le gustó en lo más mínimo ese descaro. No sabían ellos a quién tenían delante. Desde hacía unos años habían proliferado igual que setas esos guardias de seguridad que, armados hasta los dientes, se comportaban como si estuvieran en una película del Oeste y ellos fueran los sheriffs del poblado. Jóvenes, altos, atléticos y hasta guapos, y con un uniforme más elegante que el que ellos llevaban: eran orgullosos, chulos y provocativos hasta pasarse de la raya. No le caían bien, aunque reconocía que habían quitado mucho trabajo desagradable a la policía, que quedaba en muchas ocasiones como una institución supervisora de la seguridad privada. ¡Ya se encargaría él de ellos!

Echó una ojeada rápida al recinto. Por un momento pensó que se había equivocado y que allí no había ninguna exposición. No se distinguían los cuadros de las paredes blancas. En ese momento, comprendió por qué el público no visitaba esa sala. No cupo en sí de sorpresa al reparar en los primeros cuadros; se acercó casi hasta rozar con la nariz la tela porque le parecía inverosímil lo que sus ojos estaban contemplando. ¡Eran cuadros absolutamente pintados de blanco! ¡Todo de blanco! Como mucho alguna leve mota desperdigada en la superficie nívea.

Retrocedió hasta el vestíbulo para coger un prospecto informativo del mostrador. Mientras lo leía alguien había entrado e inmediatamente se había dado media vuelta. Cuando leyó la breve reseña biográfica del pintor se le aclararon bastantes dudas. Ese tal Robert Ryman había sido un vivales que supo aprovechar la ocasión y fijarse en la tontuna en la que había caído el arte pictórico. Si otros realizaban verdaderas barrabasadas y las exponían y se las compraban, él no iba a ser menos. Había sido medio músico de jazz, pero un día, al entrar en unos almacenes, se encaprichó de material de pintura y se compró pinceles y telas. Decía que incluso se matriculó en una escuela de dibujo, pero que enseguida se aburrió. Seguro que se dijo para sus adentros que a su edad no iba a aprovechar unas clases que le enseñarían poco. Ryman, atraído por el mundo del arte y deseando estar en contacto el máximo tiempo posible con ese ambiente, se buscó un trabajo de conserje en el Museum of Modern Art. «Como estos dos palurdos», pensó Escaleras. Esa, decía el folleto, fue su verdadera escuela artística. El trabajo rutinario de vigilante le había permitido una contemplación exhaustiva de los pintores modernos. «No como estos dos catetos que seguramente no echan un vistazo a las obras situadas a sus espaldas. Ese sí que fue un tío listo. No tendría mucha idea de arte, pero se dio cuenta de que la pintura que se exponía en su museo no parecía tan difícil de pintar y que los precios que alcanzaban los cuadros en las galerías eran elevadísimos. ¿Por qué no lo iba a intentar él?», siguió cavilando Escaleras. Ryman debió de observar con más detenimiento la técnica y los materiales empleados de los cuadros que se colgaban de las paredes y se puso a la faena. Y fue original en sus creaciones. Optó por un camino inédito y sorprendente. Pintar y teorizar sobre el blanco: lograr infinitas variaciones con un color restringido. Afirmaba que la utilización de ese color era meramente instrumental y que, por lo tanto, debía despejar a su pintura de cualquier tipo de interpretación transcendental, metafísica o metafórica. Solo la luz, como la capacidad del color, era lo interesante. Seguía diciendo —seguro que por no haber asistido a las clases de dibujo— que él no usaba la imagen o la representación, porque estas eran ilusorias. Otras dos notas terminaban de caracterizar su «pintura realista»: la utilización del cuadrado en todas sus pinturas como símbolo del equilibrio y la simetría máximos y la inclusión de su firma y la fecha como parte activa del cuadro. «¡A ver! Si no sabe pintar otra cosa, algo novedoso tuvo que inventarse para que la colección no resultara tan monótona», concluyó.

Después de recorrer ambas exposiciones, Escaleras pudo dar un mayor margen de confianza a Antonio López y distinguir la categoría de los dos artistas. «Este —pensó, refiriéndose a Ryman— es un vivales, uno que echó jeta a la vida y se dijo “pa delante”. Al otro, por lo menos, se le ve hombre de escuela, de academia, de haber pintado mucho. Y eso hay que sabérselo reconocer. A cada uno lo suyo».

4. La reconversión ganadera

Ambrosio Escaleras miró directamente a los dos guardias jurados. Ellos aún lo observaban de hito en hito, aunque sin la intensidad ni la curiosidad profesional propia de quienes ejercen el oficio de la vigilancia. Enseguida se percató de que su comportamiento en la sala obedecía más a los dictámenes de un turista que a los de un policía encargado de aclarar y tomar notas del lugar donde se había cometido un espantoso asesinato. Cambió el registro y su rostro adoptó un gesto adusto, rígido, con unas leves muecas de enfado. Antes de acercarse a ellos se dio otra vueltecita —ya sí con afán detectivesco—, pero sin mucha convicción porque no quedaban señales que indujeran a pensar que allí se hubiera derramado una gota de sangre. El ambiente todavía guardaba una atmósfera aséptica, con minúsculas efervescencias a cloroformo que las sucesivas fumigaciones y capas de pintura no habían logrado borrar.

—¡Buenos días! Soy un inspector de la comisaría Centro —se identificó enseñando su placa policial, que mostró detenidamente para que ambos la pudieran contemplar a fondo. Él no era como otros compañeros que cuando se identificaban hacían ademán de sacar la placa sin llegar a mostrarla. En sus pesquisas, a él le gustaba que el ciudadano supiera que estaba siendo interrogado por un verdadero policía. Albergaba el temor de que la gente pudiera tomarlo como un estafador, algo que le hacía sentirse inseguro y tímido ante la persona a la que interrogaba, que, por nerviosismo o por falta de interés, no se fijaba escrupulosamente en su placa.

La pareja estaba compuesta por un hombre y una mujer. Si no podía ver a esos colegas espurios, menos soportaba la presencia de mujeres en aquel oficio difícil y comprometido. Escaleras aún pensaba que el elemento de la fuerza física era esencial e intrínseco al desempeño del ejercicio policial. Solo la prestancia y porte de unas buenas espaldas, unas gruesas piernas y un cabezón eran suficientes en el noventa por ciento de las ocasiones para evitar cualquier conflicto. Y si en un momento dado había que dar un sopapo a alguien bastaba levantar la mano para persuadir a cualquier osado. Sin embargo, Ambrosio no era de esos que continuamente se estaban metiendo con el sexo femenino por quitar puestos de trabajo a los hombres. Simplemente no le cuajaba ver, como a esa señorita, a una mujer enfundada en un traje oscuro portando porra, esposas y pistola.

Quien sí cumplía con los requisitos ideales del buen guardián del orden era el chico. Se lo veía jovencillo, no pasaría de los veinticinco años. Era robusto, aunque la mirada carecía de malicia. Escaleras tuvo la intuición de que, incluso, era un pedazo de pan: su rostro mostraba una expresión ruda, elemental; su piel era cetrina, tenía los labios agrietados y las manos desmesuradamente hinchadas, como si hubieran estado hasta hacía poco manejando herramientas agrícolas. Su aspecto confirmó sus acertadas deducciones. Cuando Escaleras comenzó un tímido interrogatorio, el otro se vino abajo y sollozando confesó que él era un pobre hombre sin experiencia en los menesteres de la seguridad. Llevaba menos de tres meses y todavía no se acostumbraba al ajetreo de la capital. Toda la vida había sido vaquero, pero las cosas se habían puesto tan mal que lo que le pagaban por la leche de sus vacas no le llegaba ni para cubrir la manutención del establo. «Desde que hemos entrado en la Comunidad Económica Europea, el campo está muerto; el Ministerio de Agricultura me compró mi cuota lechera y me dieron una compensación, pero me dejaron sin mis animales y de algo tengo que vivir».

No le gustaba a Ambrosio que los detenidos o los interrogados se echaran a llorar. A veces se ponía malo, porque a su vez le entraban ganas de gimotear y eso le producía una congoja que no era la más adecuada para llevar el interrogatorio a buen puerto. Con Timoteo, que era como se llamaba el guardia jurado, el malestar se repitió y se acrecentó por la presencia de una mujer que esperaba tranquilamente su turno en el interrogatorio y que lo miraba con ojos saltones y vivos.

—Bueno, chaval, no te preocupes y no te pongas así. Estas cosas pasan. A ti te ha tocado de novato, ¿qué se va a hacer?

Estas entrecortadas palabras de Ambrosio no sirvieron de consuelo, más bien fueron el detonante para que el otro estallara violentamente en una tormenta de sollozos y lágrimas.

—Jope, tío, vaya rollo que te ha entrado. ¡Como si hubieras sido tú el que se ha cargado al pibe ese! —espetó la compañera, haciendo notar a su colega que se pasaba de la raya—. ¡Venga, hombre, que no es para tanto! Que ni tú ni yo tenemos la culpa.

Con tal de que el muchachote terminara el llanto, Escaleras confirmó la sentencia de la joven, aunque no le gustaran ni sus ojos, ni su expresión, ni su lenguaje —que aún pegaba menos con lo que representaba su vestimenta—, ni con que estuviera allí mismo. No pudo reprimir devolverle una mirada desafiante que la otra ni captó.

 

—Si es que ni nos enteramos —farfulló el guardia jurado ya más calmado, como si llorar le hubiera relajado y aclarado sus ideas—. Bueno, ya ve usted el público que hay en la sala; pues ayer por la mañana, hasta menos. Para nosotros fenomenal. Estuvimos aquí charlando tranquilamente, casi sin movernos, sentados en estos taburetes. —La otra lo fulminó con la mirada para que se limitara a lo esencial y no contara menudencias que al policía no le importaban. Se percató del mensaje de la compañera y le echó una mirada con ojos de degollado, como si a partir de ese momento sus palabras fueran examinadas no por el inspector, sino por ella—. El caso es que hubo muy poco público; desde las diez hasta las doce, unas quince personas. Todas ellas gente normal, bien vestida. Cuando descubrimos el cadáver, serían cerca las doce pasadas. El primer pensamiento que me vino a la cabeza fue que estaba desmayado, pero, cuando avisé a Flora y nos acercamos, vimos la sangre derramada por el suelo. El hombre estaba muerto o, por lo menos, muy malherido.

No le gustaba lo más mínimo a Escaleras que los interrogados cantaran de corrido y de sopetón. Prefería ir entresacando las respuestas, atando hilos a medida que planteaba las preguntas, pasar de un aspecto a otro. Ante la confesión atropellada y desordenada del guardia no supo reaccionar; hubiera querido cortarlo, haberle ido preguntado, pero le resultó imposible meter baza.

—Bueno, muy bien. Con más calma, ¿eh?, no tenemos prisas —lo animó y tranquilizó.

Miró a la jovencita con afán de involucrarla también en el requerimiento, mas, por el gesto adusto, comprendió que ella difícilmente se iba a prestar a colaborar con él.

—Como ya le he dicho antes, señor comisario…

—Solamente inspector —rectificó el policía.

—… yo, hasta hace poco, cuidaba vacas en el campo. Me pasaba toda la jornada con ellas; me llevaba la comida, sobre todo cuando los días eran cortos. A mí me gusta mucho el ganado…, pero, de pronto se oyeron rumores de que Sanidad iba a realizar inspecciones en los establos y las vacas que no estuvieran buenas las tendrían que sacrificar. A mí me salieron todas malas. Tenían brucolosis o brucilitis o algo parecido.

—¿Brucelosis?

El inspector por fin pudo meter baza cuando creía que de nuevo se le escapaba de las manos el interrogado. Pero se equivocó porque el exganadero continuó.

—Eso es. —Y se alegró de que el señor comisario tuviera algún conocimiento en la materia—. Pues el caso es que me dieron de plazo un mes para que las quitara. Y yo las quité, pero me quedé sin vacas. Hubo gente que compró otras que traían de Europa, Inglaterra o Francia o Alemania o de algún sitio de por ahí, pero valían tres veces más que las suizas, que son las que de siempre han estado por la provincia de Ávila, que es de donde yo procedo. No sabía qué hacer. La mayoría de la gente del pueblo las quitó y no volvió a comprar. Es lo que hice yo. Porque ya no solo era conseguir las vacas, sino que nos decían que las cuadras estaban infectadas y que las reses que metiéramos se contagiarían. Así que yo me eché mis cuentas y no me atreví a echar más ganado, porque en la ciudad…

—Bueno, ya está bien. ¡A mí qué coño me importa eso!

Antes de terminar esa exclamación Ambrosio se arrepintió de haberla emitido, ya que en el fondo le daba pena el chaval y, además, porque su enfado tenía como origen él mismo, incapaz de cumplir con su cometido profesional dentro de los cánones estrictos de la misión que debía llevar a cabo.

El otro amenazó de nuevo con comenzar a gimotear y la compañera, hasta entonces al margen del diálogo, le recriminó su actitud incomprensiva.

—Pero, bueno, ¿usted quién se cree para tratar así a la gente? ¿No ve que el muchacho le estaba contando su versión de lo sucedido?

—Eso es lo que debéis hacer, cojones.

A Ambrosio no le gustaba la retahíla de expresiones soeces que sus colegas tenían siempre colgadas de la lengua. Rara vez se le escapaba alguna; sin embargo, debía reconocer que a veces con ellas se conseguían efectos fulminantes. Por lo menos, a Timoteo le cortó en seco el iniciado llanto, aunque a Flora la hundió por completo en un ensimismado silencio, con un gesto de asco.

—Bueno, vamos a ver si nos aclaramos —retomó la iniciativa más que nada para echar tierra sobre el incidente del taco—, entonces me decís que esa mañana la sala estuvo casi vacía, que muy poca gente entró a visitar la exposición. Decís que, como apenas había trabajo, estuvisteis relajados y no prestasteis mucha atención a las pocas personas que entraron aquí. ¿No es así?

—…

—… y que, por lo tanto, no observasteis ninguna cosa rara: ni personas sospechosas, ni ruidos, ni golpes, ni voces, ni nada de nada. ¿No es cierto?

—Sí, señor —contestó Timoteo, que seguía muy atento a la recapitulación del policía, alegrándose de que lo hubiera comprendido porque eso quería decir que se había explicado con claridad.

—Y nada más. ¿Eso es todo lo que me podéis ayudar?

—…

5. La jaula de pájaros

A través del cristal sucio del automotor observaba cómo la imagen de El Escorial aparecía y desaparecía de su vista. No sabía si era un monumento palatino o un monasterio. Por una parte, lo asociaba a Felipe II y pensaba que tenía que ser un palacio. Sin embargo, no comprendía por qué lo relacionaba con monjes y, por tanto, con un convento. Determinó que el siguiente fin de semana que librara convencería a su esposa para visitar el monumento. «Si es que parece mentira la vaguería que nos domina; lo tenemos aquí mismo, al lado, y no somos capaces de visitarlo. Igual que la Cruz del Valle de los Caídos. Es una verdadera vergüenza. A cualquiera que se lo cuentes se harta de llamarte vago e inculto». Esas decisiones repentinas de Ambrosio no se llevaban casi nunca a cabo o, por lo menos, no de forma inmediata. Prefería no pensarlas ni comentarlas con nadie. Había una coletilla que odiaba con desesperación: «A ver si… A ver si cualquier día nos damos una vuelta por El Escorial, a ver si quedamos un día y… A ver si llevo el coche a que me miren… A ver si hago intención y compro… A ver si llamo por teléfono a… A ver si… Siempre igual: a ver si…».

Nunca había realizado ese trayecto. Cuando el convoy se detuviera, esperaba divisar una vez más las cúpulas y las torres, pero no fue así. La estación era una calcografía de la de Villalba. Sin embargo, al emprender la marcha, una nueva panorámica del monumento se vislumbraba entre la frondosidad de los árboles.

Hacía muchísimo tiempo que no viajaba en tren y saboreaba con deleite aquella sensación olvidada: el traqueteo, la incomodidad de los asientos, las conversaciones banales con los compañeros de al lado, las miradas melancólicas al paisaje y a los viajeros que los vagones recogían o dejaban en los andenes, la zozobra de no saber si se habría perdido el billete cuando lo solicitara el bigotudo revisor de mal talante y pocas palabras, el nerviosismo de la salida y la llegada a destino… Sensaciones cercanas que se juntaban a otras nociones transcendentales mucho más alejadas en el tiempo, pero que también acudieron en tropel a su mente: la idea de que la vida era un incesante viaje, que siempre se encontraba en el tren, que el tiempo solo se paralizaba y se hacía presente en el duermevela del cabezazo que se da en el transcurso del trayecto… Era una obsesión repetida cada vez que subía al tren. «La vida es un viaje constante». Esta sentencia le había servido de niño tanto para cuando después de las vacaciones regresaba al colegio de los hermanos maristas e iba deprimido ante la inmensidad del túnel trimestral que estaba delante y que impedía vislumbrar las próximas vacaciones como cuando regresaba eufórico al pueblo ante la perspectiva de unas largas vacaciones que parecía que nunca iban a terminar. Entonces, cuando estaba pletórico, se sosegaba y pensaba que esta vida es un continuo viaje y que, como un soplo, pronto se volvería a encontrar dentro del compartimento de regreso al colegio. Esa obsesión agobiante y no muy propia de un niño, esa filosofía perduraba aún: en ese instante iba camino de Salamanca, pero, cuando quisiera darse cuenta, enseguida volvería a estar en ese mismo tren de vuelta a Madrid. La sentencia le daba seguridad y una aproximación bastante realista de las posibilidades de todo en esta vida y también la suficiente entereza para apreciar cada momento como un don que había que aprovechar y agradecer, no importaba a quién.

Llevaba poco tiempo en el Cuerpo de Policía y hasta entonces no se le había encomendado ninguna misión que implicara viajar a otra población. Lo mandaban a Salamanca, donde vivía el hombre asesinado. No era muy habitual proceder de esa manera, pero en el «caso del diputado», como lo llamaban los periódicos, el comisario jefe estaba más despistado que una chiva en un garaje. Las comunicaciones y colaboraciones entre distintas comisarías de diferentes ciudades eran habituales y necesarias para el esclarecimiento de muchos casos; sin embargo, no era muy usual que un inspector fuera a meter las narices en una comisaría que no era la suya. Eso lo sabía y no esperaba mucha colaboración de los colegas charros. Su superior se lo había advertido:

—Escaleras, tú a lo tuyo; cuanto menos pises por las dependencias de Salamanca mejor para conseguir los objetivos de la misión.

No le gustaba la orden ni mucho menos el caso en el que estaba trabajando. Le daba mala espina. Cuando el comisario serpenteaba en las diligencias y picoteaba en distintos lados era porque no tenía puñetera idea de nada y, entonces, lo que hacía era delegar subrepticiamente en sus subordinados las investigaciones, convencido de la inutilidad de las pesquisas por la inmunidad de los trasgresores o el asesino, como en este caso. Se lavaba las manos y entregaba los legajos del expediente a la jauría de inspectores, deseosos de labrarse un prestigio profesional que en la mayoría de los casos quedaba eclipsado ante la clarividencia astuta del gran comisario. Como de costumbre, Ambrosio pensaba que, en ese reparto, a él le había tocado la peor parte. Su esposa se lo había echado en cara cada vez que le dirigió la palabra desde que le comunicaron el traslado urgente a Salamanca hasta que salió, no directamente hacia la ciudad del Tormes, sino a Madrid, donde debía recibir las consignas de última hora.

—Papanatas, eso es lo que eres. Y encima te hacen dar un rodeo hasta Madrid… Seguro que es para reírse de ti una última vez.

Por eso, cuando tomó el tren en Norte y pasó de nuevo por Villalba, camino de Salamanca, se acordó de otro viaje tonto cuando cumplía el servicio militar. Realizaba unas maniobras con su compañía por la zona de Sigüenza; habían permanecido durante toda la semana y regresaban el viernes por la tarde a última hora al cuartel. Él estaba muy nervioso porque no sabía si le iba a dar tiempo a coger el tren para disfrutar del rebaje de fin de semana. Sin embargo, lo que más rabia le daba era que, siendo de cerca de Sigüenza y encontrándose a pocos kilómetros de casa, lo obligaban a realizar un recorrido de más doscientos kilómetros para dejar el armamento y volver al sitio de partida… Algo parecido sintió esa mañana cuando se levantó a las seis para ir a tomar un tren que pasaría a las diez por donde residía.

La locomotora se adentraba en los límites de las provincias de Madrid y Ávila. La jara, el matorro y el follaje bajo fue transformándose en vastas extensiones de pinares que se repartían entre roquedales y pronunciadas y sucintas hondonadas que vertían torrentes de agua saltarina formando azudas en su curso. La vía daba vueltas siguiendo las laderas de las lomas más suaves, pero de pronto el convoy era devorado por mortuorios túneles que regurgitaban al poco el indigesto reptil de metal. A medida que se acercaban a la capital amurallada, el paisaje se vistió de luto a consecuencia del fuego y el frío perpetuos, que anulaban cualquier vestigio de vegetación que no fuera el espartano piorno.

Ambrosio disfrutaba del paisaje que se movía por su ventana: las vacas pastando, el conejo que se apartaba asustado del ruido infernal de la máquina, el aguilucho con sus vuelos concéntricos, el balanceo de las redondas copas de los pinos, las casetas de los desaparecidos guardagujas, los postes de teléfono… Se sentía perdido en un goce inconsciente del que le costó salir. Esos desplazamientos eran tan distintos a los que realizaba en los trenes de Cercanías que casi había olvidado el placer de viajar cómodamente en ferrocarril. Solo cuando pasaron la capital abulense, los encinares y las sensuales piedras y llegaron a la monotonía de las tierras trigueras, primero de la Moraña y después de los campos de Peñaranda, pudo espabilarse de la dulce modorra en la que había viajado y ordenar mentalmente la información recabada del asesinato del diputado. Hasta entonces, su cerebro había sido un hervidero a consecuencia de la incomprensión y el desorden de los datos sabidos del caso, que le habían llegado como si su cabeza fuera una papelera y sus compañeros y jefes se hubieran entretenido lanzando con la intención de encestar.

 

Escaleras no sabía que el fiambre del Reina Sofía era un personaje tan famoso. Cuando examinó las fotografías del cadáver, se hizo a la idea de que podía ser hasta un extranjero. Solo un poco antes de comunicarle la misión que debía cumplir en Salamanca, se enteró de que el asesinado era un congresista del PSOE. En ese momento le pusieron al corriente de los datos que eran seguros del caso y de ese personaje. No le entregaron ningún documento que resumiera la información del difunto. El diputado había sido elegido por la provincia charra desde las primeras elecciones democráticas. Además de su cargo electoral, se dedicaba a la docencia en la Facultad de Bellas Artes. Era catedrático de Teoría del Dibujo.

Aparte de esa pequeña reseña biográfica transmitida oralmente y de unas breves recomendaciones, el comisario jefe le había entregado una fotografía de medio cuerpo del diputado. Era un retrato de hacía unos años, pero le aseguraron que esa imagen no desmerecía de la del presente. Escaleras sacó el retrato como si fuera la foto de una novia y lo observó con ánimo de captar el temperamento del finado, pero, bien por vergüenza a que alguien lo sorprendiera examinando la figura de un hombre, bien porque no encontraba la concentración necesaria para tal examen, la colocó de nuevo entre el calendario de bolsillo de 1993.

Muy pronto el tren dejó los campos de cereal de la tierra de Peñaranda y siguió el curso del río Tormes a partir de la estación de Babilafuente. Se quedó con este topónimo debido a que le sonaba como a acertijo o palabra propia de un trabalenguas y porque, en el pequeño jardín situado al lado de la parada, había un espacio acotado con un extenso alambrado, a modo de una gran jaula, en el que se revolvía y revoloteaba un enjambre de aves de muy diversos colores. Pensó Ambrosio que, de no haber sido policía, quizá le hubiera gustado el oficio de jefe de estación. Se imaginaba con su traje azul y su gorra de plato levantado el enhiesto palo con trapo rojo, que se parecía a un rodillo de amasar, y silbando y tocando la campanilla para dar salida a los trenes. Le hubiera encantado que lo destinaran a un lugar como ese de Babilafuente, pequeño y con escaso tráfico de convoyes y viajeros, rodeado de una vegetación exuberante, con grandes árboles y situado en una colina desde la que se vislumbraba a lo lejos la población. Pasaría el tiempo leyendo y viendo llover a través de los grandes ventanales y, cuando escuchara el ulular del viento, arrimaría las manos a la estufa para calentarlas. A ratos, saldría a observar y a hablar con sus pájaros y se adentraría en la jaula, y los canarios y jilgueros se posarían en su palma…

El trazado de la vía hasta llegar a Salamanca transcurría paralelo al cauce del río. No se imaginaba que el Tormes poseyera un caudal tan considerable. Pronto aparecieron las huertas fértiles de la vega donde trabajaban grupos dispersos de hortelanos. Casi sin darse cuenta, los murmullos de los viajeros se transformaron en exclamaciones de alivio por la llegada a destino, y, antes de que la locomotora frenara, los hombres bajaron los bultos de los maleteros. Para Ambrosio el viaje había pasado como una estrella fugaz y no conseguía desperezarse del dulce ensueño que lo había acompañado a lo largo de todo el trayecto. No deseaba salir de ese apacible limbo o, por lo menos, no de un modo tan brusco. El tren paró con una sacudida.

6. La ducha con Hortensia

Le habían reservado una habitación en el hotel Río Tormes. Nada más apearse buscó un taxi que lo condujera allí. Llevaba únicamente un pequeño bolso de equipaje, que el taxista no colocó en el maletero.

—Lo puede meter con usted en los asientos.

Cuando le dijo la dirección, el conductor, un hombre gordinflón y parsimonioso, de una edad indeterminada pero rayana con la jubilación, lo miró con cara de incredulidad.

—¿De negocios o viene a la Universidad?

—¿Cómo dice? —le replicó perplejo Ambrosio.

—Le pregunto que cuál es el motivo de la visita a la ciudad, ¿o viene de turista?

—Sí, eso, de turista; por conocerla.

El gordito lo miró sin preocuparse del tráfico, como calculando la solvencia del cliente cuando Ambrosio repitió por dos veces el destino. Tenía la impresión de que en la cabeza del conductor no cabía su imagen como usuario de un hotel de lujo.

—Se hospeda en lo mejorcito de Salamanca —le había dicho el comisario cuando escuetamente lo informó de los pormenores de la misión.

Nada más comunicarle esta deferencia, se avergonzó y enterneció pensando que sus jefes lo consideraban en su justa valía; es más, se alegró de que la Dirección de la Policía tratase a cuerpo de rey a sus funcionarios. No obstante, tanta zalamería y atenciones lo aturdieron y se le puso la mosca detrás de la oreja. ¿Cuál sería el motivo de tanta ostentación?

—Pues porque usted dice que viene en plan negocios, pero yo le juraría a cualquiera que tiene pinta de policía. ¡Claro, que es una bobada!

—…

—Bueno, usted no se moleste, porque a mí se me ocurre cada cosa que para qué.

Le habían proporcionado cierto dinero en efectivo como dietas. Al ver la cantidad que marcaba el taxímetro, lo buscó para abonar el importe justo, pero no logró reunir la moneda fraccionaria exacta, por lo cual le entregó un billete de mil.

—¿No tiene suelto? —se encaró otra vez con el policía.

Ambrosio se disculpó con palabras sumisas, como si el taxista estuviera a punto de soltarle un soplamocos por ir por la vida sin calderilla. Con tal de salir del coche y perder de vista al malhumorado hombre, Ambrosio le perdonó cien pesetas que no lograba reunir para completar el cambio, aunque exploró repetidamente en la guantera, en una caja de puros donde tenía los billetes a modo de cofre, en el monedero y en los múltiples bolsillos que se repartían tanto en dirección norte y sur como este y oeste de todas las prendas que lo cubrían.

Las habitaciones de los hoteles aún conservaban para Ambrosio cierta atracción, como símbolo de la vida de ostentación y disipación que llevaban los ricos. No sabía que los centros hoteleros no eran frecuentados por estos, sino por asistentes a los múltiples congresos que sobre las más heterogéneas actividades se convocaban a lo largo del país y por algunos turistas japoneses que de vez en cuando se dejaban caer por esos lares. Ambrosio solo se había hospedado en una ocasión en un hotel de lujo. Fue en Canarias, durante su viaje de novios. Había sido un obsequio del restaurante donde festejaron el enlace matrimonial. Los recuerdos de esa estancia hotelera estaban relacionados con actos multitudinarios en la piscina, con concursos de mises y místeres, con bailes en los jardines y con comilonas en los salones. Sin embargo, apenas conseguía rememorar los recuerdos de la intimidad del tálamo nupcial, no siendo los reproches de su mujer por descansar unos instantes mientras se quitaban los bañadores y se duchaban ante el jolgorio general y los primeros acordes de la orquesta que amenizaba la velada en los jardines que circundaban la macropiscina donde habían pasado la jornada, olvidando por completo la inmensidad de la playa que lamía los mismos setos del hotel. Ambrosio aguantaba estoicamente y sufría con discreción los sinsabores de las insolaciones, el asco al cloro de la piscina, el ridículo por no saber bailar sambas y la vergüenza por lucir una blancura nívea, pues no osaba traspasar los escuetos límites del círculo de sombra que proporcionaba la sombrilla. Pero se consolaba pensando que cuando llegara el momento de retirarse a sus habitaciones, como había visto en las películas de la televisión, podría gozar de la presencia de su joven esposa; sin embargo, cuando llegaba ese momento, era tal la fatiga acumulada en la dura jornada y tan mala la digestión por la pesadez de la cena que las fuerzas que les quedaban apenas llegaban para desnudarse y asearse antes de meterse en la cama. Su mujer se abrazaba a él tiernamente y no pasaban cinco minutos cuando ya dormían como angelitos. Él, que había anhelado la noche de bodas y los días de la luna de miel con desesperación mucho antes de que supiera la fecha del enlace; él, que había envidiado la convivencia solitaria de los matrimonios; él, que lo único que deseaba en esos momentos era estar a solas con su mujer, se veía envuelto en una red de amistades con otras parejas también recién casadas, cuyas conversaciones giraban alrededor de la celebración matrimonial y con las que se había creado una trama de compromisos, citas y encuentros que, al final, en la agenda de cada día, no había hueco para ellos mismos.