Los pensamientos nocturnos de Goya

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El vuelo: la caída

El mundo flota

La imaginación aérea de Goya no ve pilares, sino ramas y arcos suspendidos en el aire, como aquellas sobre las que descansan los extraños personajes del «Disparate ridículo» —estampa número 3 de los Disparates—, que se han quedado sin mundo. El aire, que en cuanto se concentra y produce ignición se ha considerado desde antiguo como aliento de vida y como combustible de todos los procesos vitales, se transforma ahora en vehículo de caída y de desfondamiento. Su ligereza y movilidad, que lo hacen medio idóneo para las metamorfosis de las imágenes (de ahí que Shakespeare dijera de los actores que «son espíritus y pertenecen al aire, al leve aire»), no hablan tanto de materia sublimada o superada (o del elemento mismo de nuestra libertad, como pensaba el propio Nietzsche), cuanto de pérdida de consistencia de lo real. En este éter que con frecuencia adquiere los colores pardos e indefinidos de la noche no se escuchan voces: no sirve de hálito a la palabra, al Logos. Pero hay que aclarar que, aunque el cielo de un sordo no vibre como un cristal sonoro, únicamente un sordo con el olfato de Goya podía percibir con tanta agudeza las criaturas y los fenómenos del aire: el viento, el vuelo, la tempestad, la ligereza, el olor y, como pintor que era, también la luz —en especial la lunar— y los seres sin forma que habitan esta oscura niebla. Pocos han sido tan sensibles a este intermundo, que la tradición siempre reconoció como vínculo sutil entre el cielo y la tierra, un mundo desrealizado que, para Goya, sentado en el borde del ser, se constituye como el espacio imaginario que hace estallar los límites prohibidos para tender un puente invisible entre lo real y lo posible, entre la vigilia y el sueño o entre los vivos y los muertos. A veces el elemento aéreo se mueve, dinámico, con ligereza y velocidad, a vuela pluma, con esa proteica alegría de lo que no se para en resultado alguno, de aquello que no cristaliza en forma alguna; otras, en cambio, no se percibe en la negrura del aguafuerte soplo de viento alguno, como si ese medio refrescante y universal se estancase y se viciase. Tal es el aire que se respira en las paredes de la Quinta del Sordo, que no es el aire sonoro, diáfano y fresco; no es el aire móvil, claro y vibrante de la «libertad aérea» que, según Bachelard, «habla, ilumina y vuela»1; es el propio aire que se condensa en sombras, sombras envueltas en otras sombras gravitando sobre un centro indiferente, con respecto al cual el capricho y la necesidad permanecen equidistantes. «Ese centro inmóvil —concluye Ramón J. Sender en un agudo ensayo— al que se va cuando subimos y cuando bajamos, sin que nadie pueda impedirlo, es la muerte»2.

Mas de la muerte, como sabemos, solo es posible hablar en figura: sombras o imágenes de la negación y de la impotencia, imágenes de locura, prisión, ignorancia, naufragio, incendio, hambre, guerra, tortura, rapto, violación, canibalismo, bandidaje y asesinato; pero también, por una extravagante preferencia del pintor, imágenes fantásticas, como esos vuelos de trasgos y brujas, nacidos de la superstición y la sugestión popular, figuras grotescas que, por recortarse sobre un fondo nocturno y aéreo, nos ponen en contacto con el reverso de nuestro mundo, al igual que los sueños nos comunican con esa otra mitad de nuestra vida que se oculta a la conciencia despierta. Figuras que atrae Goya con el fino sedal del humor y la invención para luego pescarlas, sentado en la orilla del mundo, en un mar pletórico como el ser y profundo como la nada, cuando, con un ojo cerrado y otro despierto, duerme la razón. Uno duda ante estos sueños, no sabe si son figuras que se recortan sobre el fondo de la vida o si es nuestra vida la que se recorta sobre el fondo de los sueños; pero se trata de una duda que ya no es barroca, que no es metódica ni romántica todavía. Estas figuras del ensueño que parecen flotar libremente, con alas o desaladas, en un éter indeterminado (aunque en apariencia estén posadas, como muchas de las figuras de los Disparates, en un simulacro de suelo firme, una simple raya en el horizonte, un escenario despoblado y vacío o una rama que hiende el aire), en realidad niegan el espacio y el tiempo; también niegan las formas, las cuales se tornan puras imágenes, semejantes solo a sí mismas; ingrávidas, incoherentes, disparatadas o separadas del significado, se escurren como demonios. Son visibles, pero como lo son los arabescos del sueño, las vaporosidades del deseo, las proyecciones del odio y el miedo. ¿Por qué flotan o vuelan estas figuras estrafalarias? Por su falta de plomada moral, por su ausencia de estructura u osamenta lógica, por la carencia de todo principio, criterio u orden de sentido (ni siquiera el sentido del sinsentido). Estas brujas no vuelan sino hacia los aquelarres de lo real, hacia esa trastienda o antiorden lucífugo de la realidad que, como una cuerda floja (como la funámbula sobre el caballo del «Disparate puntual»), se tiende entre el ser y el no ser.

Estas brujas lo dirán

Goya se rodea de un mundo aéreo y alado. Sus criaturas más carismáticas vuelan, aunque no siempre tengan alas; vuelan y no son dioses ni ángeles; diríamos que son diablos si Goya hubiese creído alguna vez en ellos. Tampoco son aves, aunque muy a menudo aparezcan acompañadas de siniestras rapaces nocturnas, mensajeras de innominados presagios. Se hallan en las antípodas de esas almas aladas neoplatónicas, pues, cuando tienen alas, estas suelen ser ortopédicas o membranosas, como de murciélago, similares a las que llevan los hombres en «Modo de volar», no aptas para elevarse hacia los cielos, sino para atropellarse y chocar entre sí. Y si son capaces de escapar a la gravedad y de elevarse por los aires no es para acercarse a los misterios divinos, sino para perderse en los abismos siderales. De ahí que estos vuelos, levitaciones o suspensiones sean tan parecidos a una caída, pues dichos seres no son libres sino para caer. Una caída libre, caída ilimitada, un infinito de caída, como de universo en vertical, que no se deja pensar, pero que se siente en la boca del estómago; como en la intimidad de esos sueños en los que, durante un instante que dura una eternidad, no dejamos de caer y, con nosotros, el universo entero.

Estas criaturas suelen adoptar, por una suerte de interna necesidad, aunque también por la sinrazón del capricho, la apariencia de la bruja o hechicera. Imagen emblemática, ya lo hemos dicho, pura imagen, imagen del extravío o de la ausencia de referente (en época de Goya, ¿quién cree ya realmente en las brujas?): imagen de la imagen, por tanto. Y como nada designa, todo lo evoca, si bien lo hace bajo el signo de la amenaza, del desastre, de la desaparición, aunque también de la pura seducción, de la fascinación sin límite. Junto a esa mujer desvalida por la que Goya siente verdadera compasión, víctima de la violencia del hombre, de la pobreza, del cansancio o de la prisión, está la mujer perversa y castradora. En el imaginario de Goya la bruja se ha convertido en la imagen de la terrible y transgresora, la enigmática Lilith que abandonó el Edén para siempre y se fue a vivir con los demonios a las regiones aéreas, por lo que la tradición la ha pintado con alas; la hembra estéril, enemiga de los partos y de los niños, que se rebeló contra el hombre y contra Dios negándose a alumbrar la vida. Imagen devoradora que con frecuencia se sirve de sus hechizos para arrancar la vida a los hombres entregados al sueño3. Voluptuosa y ninfómana, de apetitos voraces, devoradora del sentido, sobre todo del sentido moral, esta mantis caníbal representa una amenaza para el varón y el orden social establecido. Puede decirse que si el aire en Goya es el elemento de lo imaginario (como medio o lazo universal de todas las cosas, es el único que puede vincularlas o desvincularlas según mil formas o combinaciones diversas), la figura de la bruja se constituye como arquetipo goyesco de las imágenes que habitan ese espacio: entiéndase bien, no únicamente como ficción supersticiosa, sino también como imagen seductora del horror, grotesca contrafigura de la madre que sacrifica y chupa con glotonería vampírica la vida de los recién nacidos; dispensadora cruel de muerte como la madre es generosa dadora de vida. Si el viaje dentro del cuerpo de la madre es comparable a un baño de éter, el vuelo de la bruja a través del aire solo puede compararse con una inmersión en el baño del diablo; si la madre encarna —empleando una feliz expresión de Bachelard— la «dicha acunada», la bruja solo puede personificar la desgracia y la furia; si la madre es expresión de esa «voluptuosidad dulce, difusa, lejana», la bruja lo es de la voluptuosidad depravada y violenta; si aquella representa los «brazos protectores», esta la hostilidad de las fuerzas separadoras de la vida que nos dejan desamparados e impotentes; si la una se ofrece como «cuna del viento», cielo en calma o «inmensidad acunada», la otra lo hace como tempestad aplastante y aniquiladora. Si, en su transfiguración o sublimación aérea, cuando la madre calla «todo se armoniza en este silencio y en esa profundidad», en el de la bruja (el silencio atormentado de nuestro sordo hechicero) las contradicciones cobran cuerpo y alma, las discordancias se concretan en gritos inaudibles y la acción del deseo, al estrellarse desde la altura de su ambición desmesurada contra la áspera y dura roca de la fatalidad, produce monstruos. La insaciabilidad del deseo, que nos condena a vivir en el aire (a vivir siempre «en vísperas de contento», que diría Quevedo) y que la decrepitud y la vejez no apagan, como el de esa bruja alada, flaca y repugnante que acosa y mira con lúbrico ardor a otro viejo con alas, en un dibujo de la serie Álbum G titulado «Se quieren mucho» (MP, D 4129, GW 1763).

Acaso el pintor encerrado en su Quinta sintiera, por una sensación similar al tacto, las vibraciones en el aire de misteriosos y burlones ronroneos, como susurrados a su oído interno —el mismo que mantiene o altera el sentido del equilibrio— por un sinfín de imágenes que se espesaban hasta convertirse en sombras o zumbidos de brujas voladoras, cual oscuras mensajeras de un terrible secreto. Ancestral arcano el que transmiten las brujas a quien se atreva a escucharlas. «Estas brujas lo dirán» es el título que Goya pone a un dibujo de la serie Álbum C (MP, D 4107, GW 1306), en el que vemos a una vieja reseca, con el pelo erizado por el viento, que vuela o cae en posición fetal y lleva un manojo de culebras en sus ávidas manos, un diabólico manjar que esta especie de Medusa aérea devora de manera compulsiva. Que ¿qué dirán? Acaso la verdad insoportable, tal vez la verdad del Desastre, la verdad de que no hay verdad. Que ¿qué es lo que dicen? «Nada dicen», responde el título de otro dibujo del mismo álbum (MP, D 4108, GW 1307), que parece, como observa Enrique Lafuente4, una secuencia del anterior, aunque ahora son dos brujas las que forcejean en el aire con inútil furia para abrir la losa de un sepulcro; nada dicen o, si tenemos presente hacia dónde apunta el Desastre 69, dicen: «Nada». Contra esta palabra, que parece esconder el secreto de la tumba, no hay enmienda ni consuelo posible. Y, sin embargo, no hay dibujos más vivos, festivos incluso, que los de las brujas goyescas, como el de esas mujeres que «Suben alegres» (París, Museo del Louvre, GW 1368) tocando castañuelas y panderetas, o el de esas otras brujas aéreas de los siguientes dibujos del Álbum D, «Cantar y bailar» (Londres, Count Seilern, GW 1369) y «Regocijo» (Nueva York, The Hispanic Society of America, GW 1370). Al lado de estos frenéticos y apasionados vuelos de brujas, los ocasionales dibujos alegóricos, como el titulado «Lux ex tenebris» (MP, 4086), del Álbum C, que muestra a una mujer volando con el libro que representa la Constitución, resultan apagados y sosos.

 

Dado el modo en que fueron requeridas para aliviar el universo de la soledad de Goya, estas brujas tienen aún mucho que decirnos (o señalarnos, como una leve indicación o un cómplice guiño), y seríamos injustos con estas figuras femeninas si redujéramos su presencia a una mera sátira burlesca de la superstición popular, fomentada por las fuerzas reaccionarias, o a un simple aspecto de la supuesta misoginia del pintor, como consecuencia de desengaños amorosos. Sin duda ellas, como la Esfinge, encarnan al monstruo que nos plantea un enigma indescifrable, un acertijo mortal. Si buscamos una figura que aglutine, en un todo orgánico, los distintos aspectos del imaginario goyesco (la mujer y la feminidad perversa; la crueldad y la voracidad; el enigma y la fascinación; la angustia y la muerte; el vuelo y la caída; la imaginación y el metamorfismo irreductible de las imágenes), quizás haya que pensar en la esfinge hechicera. La esfinge de Goya también es un monstruo fantástico y, aunque no presente el aspecto convencional que todos conocemos (en parte mujer, en parte animal), expresa asimismo, cuando se hace visible, una proporción de mitad y mitad, como si la realidad estuviese implantada en el tronco mismo de la fantasía. Además, la esfinge (bruja) goyesca cumple con su vocación originaria de monstruo funerario que recorre invisible, enigmática y rapaz, con implacable crueldad, los cementerios incalculables de la guerra; o que, asomada al borde de vastas soledades, de espacios infinitos y vacías eternidades, protege, en los Disparates, el umbral prohibido que separa a los vivos de los muertos. El monstruo goyesco prolonga la sombra sobre la inmensidad del desierto en el que se precipita el sol poniente, allí donde se eclipsa aquella luz de la razón que había iluminado la marcha ilustrada hacia el progreso. De ahí que, con frecuencia, las esfinges hechiceras de Goya hayan perdido las alas, y si se mantienen a flote en el aire, a pesar de tener, como sus ancestros saturninos, un trasfondo melancólico, es por su parentesco carnal con su contrafigura la Quimera, «femenina, metafórica, ligera, animal, ardiente, rabiosa, ilimitada, imposible»5, rasgos todos ellos que convienen a la naturaleza misma de la imagen y, sobre todo, de esa imagen de las imágenes que es la bruja goyesca. También en Goya el monstruo toma la forma de un acertijo que, como el de la muerte misma, nadie sabe resolver. Tal es el enigma que plantea el monstruo por antonomasia de la leyenda griega, en el imaginario helénico, así como en el de nuestro pintor, de naturaleza femenina: la adivinanza mortal que la inteligencia (Edipo) no puede resolver salvo al precio de perderse a sí misma. Tal es la fascinación que siente Goya por el misterio de la mujer: la esfinge siempre es una mujer; en su imaginario el monstruo es ella; de ahí que no se atreva a representar su rostro, que suele aparecer, incluso en sus más agudos retratos, tipificado o genérico, aniñado como el de una muñeca o grotesco como el de una bruja. El otro es ella, la que nos da la vida y puede quitárnosla, que es madre y antimadre, objeto de deseo y amenaza; ella, que en la imagen de Goya encarna el fondo más oscuro de todo lo que vive y muere.

Madres terribles son las Parcas que gobiernan la suerte de los hombres, esas viejas brujas del destino cuya asamblea solemne y grotesca imaginó el pintor, cómo no, en el aire, en una de las llamadas Pinturas negras («Las Parcas [Átropos]») que adornaban el piso superior de la Quinta del Sordo. Reparemos en que el misterio de las mujeres goyescas no se disipa como por encanto con las palabras mágicas a las que tan acostumbrados nos tiene el psicoanálisis —palabras o expresiones como «complejo de Edipo» o «miedo a la castración»—. Tampoco se resuelve diciendo simplemente, como hace algún autor, que en la obra de madurez de Goya:

… la mujer es la fuente del deseo, el vicio, la hipocresía y la falsedad; efigie de doble rostro por quien los hombres se condenan... Ellas [las brujas] representan lo horrible del ser humano, lo degradado, lo viejo, lo opuesto a la belleza y a la bondad.6

Es decir, no puede haber lugar a dudas de que el imaginario goyesco tuvo que alimentarse de una cultura que se había caracterizado, más que por el odio, por el temor a las mujeres; de que su particular visión de ellas hubo de hacerse necesariamente a partir de la evidente condición masculina del pintor, con todas las limitaciones y contradicciones, con todos los miedos y deseos a ella aparejados. Pero esto no nos impide ver en la mitología femenina de Goya algo más que un simple fantasma de la mente o de una libido reprimida. En ella encontramos la representación de una cosmovisión y un pensamiento figurativo de profundo calado que habla, como la Esfinge, en enigmas, ocultándose o revelándose precisamente en su ocultación. Como esos monstruos de doble faz que aparecen de manera recurrente en su universo imaginario, el misterio de la feminidad en Goya expresa, por su lado más luminoso, el sí más rotundo y entusiasta a la vida, el goce y la alegría del devenir; la gracia y la belleza de la existencia, la ternura acogedora de la madre o de la amante; la jovialidad picarona de la maja y de la joven prostituta. Por el lado más sombrío y grotesco, en cambio, se convierte en la bruja, su personal dramatización del desastre cósmico e individual, pero también del desorden histórico como fruto de los nefastos acontecimientos políticos a los que tan sensible fue el pintor aragonés: cual figura de la crueldad y del horror, la bruja simboliza todo el padecimiento del mundo y del hombre, la negatividad inherente a la existencia que se hace carne desgarrada en la violencia y la barbarie de la guerra, que saca a la luz la parte más oscura e irracional, asesina y caníbal del corazón humano, cuya abyección nadie como Goya, si exceptuamos a Sade, se atrevería a presentar con tamaña crudeza. Imágenes atroces, las de estas decrépitas brujas de patética desnudez, en cuyas carnes maceradas parecen condensarse, con intensidad onírica y alucinatoria, las potencias desestabilizadoras y saturninas de la vida, esas fuerzas hostiles y separadoras de la enfermedad y la vejez, tan inexorables como los desastres naturales asociados durante tanto tiempo a la acción de las brujas; imágenes en las que emerge, con caracteres descarnados, lo ineludible del dolor y de la muerte, del desamparo y de la angustia. Ni que decir tiene que el hecho de que sea una mujer la que en nuestro pintor personifica la oscura alteridad de nuestro ser, no significa que la parte masculina de la especie se salve de esta monstruosidad que nos define como mortales. El destino del hombre, podría decir Goya anticipándose a Nietszche, siempre es una mujer. Muchas de las imágenes goyescas en las que aparece el tema de la feminización del hombre bajo el dominio de la mujer, o del hombre embarazado u hombre-mujer, apuntan, más que al típico esquema carnavalesco de inversión (como afirman Stoichiță y Coderch en un sugestivo ensayo)7, a este lado esencial y genuinamente otro de nuestra desconcertante humanidad, que, en la imaginación de Goya, cobra cuerpo en el indescifrable enigma de la mujer.

Hemos hablado de caída, pero también esta puede imaginarse como una fuerza irrefrenable que nos arrebata o nos rapta haciéndonos sentir la angustia de la impotencia y la indefensión. He aquí otro tema, el del rapto, que aparece de manera recurrente en el imaginario goyesco. Roban las brujas a niños y recién nacidos, mientras que a los hombres incautos los atraen con sus señuelos. Aunque también las mujeres son víctimas perseguidas y secuestradas, tal como vemos en varios Disparates, prevalece la imagen femenina del monstruo. Los monstruos femeninos con alas, como la Esfinge tebana, solían ser raptores y ladrones de almas; seductores y voraces, con frecuencia ejercían su violencia originaria mediante un abrazo mortal, de acuerdo con la etimología de la palabra «esfinge»: la que mata abrazando, la que aprieta u oprime, la que asfixia o ahoga8. O bien la que atrae con sus irresistibles artes de seducción a los inconscientes hombres para chuparles la sangre, tal como vemos una y otra vez en las imágenes de Goya. La figura del pelele de uno de sus últimos cartones para tapices, sobre la que volverá más tarde en el «Disparate femenino», puede ponerse en relación con esta imagen del hombre indefenso, manejado o manteado a capricho por unas fuerzas, las de la propia vida, que no sabe ni puede controlar.

Estas fuerzas adoptan a lo largo de la historia formas diversas. Como la propia Esfinge. En un interesante estudio Pilar Pedraza ha seguido la evolución de esta imagen legendaria desde el Renacimiento hasta nuestros días: guardiana de los más profundos arcanos para el neoplatonismo; liviana y ambigua como representación de la mera opinión y de la ignorancia en Andrea Alciato; símbolo de la inconstancia (por sus alas) y la crueldad (por sus garras) de la Fortuna en Natale Conti; demonio de la angustia que oprime el pecho del durmiente en Coleridge y Füssli; mito, en fin, de la feminidad maléfica y la mujer-fatal en la imagen romántica y contemporánea9. Distintos rostros que admite su naturaleza proteica y que parecen concitarse, en una suerte de síntesis imposible, en la figura más emblemática de un pintor cuya larga vida recoge la herencia de los siglos anteriores y, al mismo tiempo, abre el horizonte de la Modernidad: la figura de la bruja como esfinge que oprime, junto a esa caterva de grifos, harpías, búhos y murciélagos, los sueños de la razón de Goya, como el íncubo-mono (Pedraza ha mostrado la existencia de un mono-esfinge ya desde Plinio) oprime el pecho de la durmiente en la célebre Pesadilla de Füssli (Detroit, Institute of Arts). Pero la esfinge-bruja de Goya no es ya la domesticada esfinge rococó ni la que aburridamente decora los muebles estilo Imperio; tampoco es la esfinge neoclásica y delicada que plasma Ingres en 1808, en su célebre Edipo y la esfinge del Louvre. Indomesticable y brutal, carece asimismo de la maléfica belleza y de la ambigua sensualidad con las que nos seduce en la obra de Gustave Moreau, Edipo y la esfinge (Washington, National Gallery), en la cual el pintor, como observa Pilar Pedraza, ha convertido el enfrentamiento tebano en una pugna contenida en la que se miden lo humano y lo animal. En Goya esta confrontación entre lo racional y lo irracional tiene lugar dentro del hombre y, tras haber logrado un cierto equilibrio (la animalidad y la cultura, la fiera y el arte se miden llegando a vencer este último en una serie como la Tauromaquia), acabará decantándose hacia la más cruda irracionalidad en las Pinturas negras, aunque solo para caer finalmente por debajo mismo de lo irracional en la serie de los Disparates.

Será este duelo, que se libra en el pecho angustiado del pintor antes que en la fría reflexión de los conceptos, el que determine el destino trágico del artista de Fuendetodos. En cierto sentido, puede establecerse un paralelismo entre su sino y el del más melancólico de los héroes trágicos, Edipo, el del pie deforme, rey de los tebanos y esclavo de su infausto destino. Tal como sugiere Jorge Luis Borges, quien a su vez sigue la interpretación de Thomas de Quincey, puede verse en el sujeto del enigma de la Esfinge no tanto al hombre genérico cuanto al individual, «el individuo Edipo desvalido y huérfano en su mañana, solo en la edad viril y apoyado en Antígona en la desesperada y ciega vejez»10. El joven y provinciano Goya, ambicioso e impulsivo antes de tomar la calle del desengaño; el pintor maduro y sordo, encerrado en sí mismo; y el anciano enfermo, que se apoya en Leocadia Weiss en el triste y desesperado ocaso de la vejez. Pero es posible rastrear la afinidad que existe entre Goya y Edipo hasta llegar a su raíz más profunda, pues ambos presentan una deformidad: los dos son tullidos; cojo el uno, sordo el otro. Edipo comenzará a ver realmente cuando se vuelva ciego; Goya, cuando aparte los ojos de la convencional y falaz apariencia para grabar, en los subterráneos de esta, el silencio y la oscuridad del mundo que se encuentra siempre al borde del Desastre. Ambos reconocen el enigma del Monstruo en el enigma de los pies. La Esfinge pregunta sobre los pies, que son los soportes de la existencia humana, a un cojo. Como anota Pilar Pedraza,

 

… si los pies asentados en el suelo proporcionan al hombre estabilidad y seguridad en la locomoción, también tienen el inconveniente de volver banales sus relaciones con el suelo. [...] En el caso de Edipo, por el contrario, el dolor que siente a cada paso que da le hace presente y consciente la dura realidad de que, si desea avanzar en el camino de la vida, ha de hollar la tierra primero con un pie y luego con el otro.

El Sordo también padece este permanente cuestionamiento de lo real, que nunca puede dar por supuesto, pues ya no está ahí el orden del habla de la comunidad para ofrecer un simulacro de estabilidad a las cosas, las cuales devienen enigmáticas, ora como presencias oníricas, ora como ausencias hostiles.

El enfermo no puede creer en la continuidad ni en la solidez de la realidad que lo rodea, ni en la firmeza del suelo que pisa. «La Esfinge —continúa Pilar Pedraza— pregunta sobre pies y nadie sabe responderle»; quienes no han pensado al hombre «bajo la especie del número de sus apoyos, son devorados por su propia ignorancia bestial». Será este cuestionamiento de la firmeza del suelo (histórico, moral, ontológico), este pasar por la vida con un pie problemático que siempre deja lo real como en suspenso, la que suspenderá en el aire a las figuras goyescas, o la que creará la sensación de caída, como si una sima se hubiera abierto en la superficie geológica que hasta este momento teníamos como cimiento seguro de nuestros pasos. Los sueños, las incertidumbres de la noche o la sombra siempre al acecho de la muerte provocarán una suspensión y un cuestionamiento del mundo, antes de que este se aleje del pintor que vuela o que cae hacia los arrabales (las afueras) de lo real.

Trasgos, frailes, perros y toros

Vistos desde el aire que habita la bruja, o desde la soledad envolvente de la sordera que distancia al pintor del mundo, los hombres parecen más locos y desatinados que nunca, afanados como están en su propia inconsistencia. Empero, la temible hechicera no es la única figura que habita el universo aéreo del pintor aragonés. «Parece que, en el aire —escribe Bachelard—, nos encontramos en la región de las metamorfosis fáciles, de las metamorfosis sin obstáculo»11. A veces el monstruo cobra forma murcielaginosa y parece alejarse en el cielo, desmaterializándose y volviéndose solo «un vuelo, el vuelo en sí». Otras veces adquiere un aire de pesada corporalidad, obligado, por su apegamiento a la tierra, a caer sobre nuestras asustadas cabezas cual voluminoso fardo. En pocos lugares de la historia del arte como en los grabados y los dibujos de Goya nos encontramos un muestrario tan grande y variopinto de vuelos, caídas, levitaciones y transformaciones.

El tema es viejo en el imaginario de Goya. Antes de la enfermedad, en los últimos cartones para tapices, los realizados entre 1788 y 1792, no solo se insinúan ya motivos de caídas o equilibrios difíciles, sino que estos se repiten con notable insistencia: un albañil caído del andamio en la versión definitiva de El albañil herido (1786-1787); el juego de La gallina ciega, en el que los participantes giran vertiginosamente, se agachan y se levantan, y en el cual se ha querido ver una alegoría social; el manteo de El pelele; el equilibrio siempre precario de los quebradizos cántaros sobre las cabezas de Las mozas de cántaro; la no menos precaria estabilidad de unos majos con Los zancos; o el inocente juego de los niños, que sugiere la inminencia o la posibilidad de una caída, en Las gigantillas o en Muchachos trepando a un árbol.

Pero la caída y el declive físico de la enfermedad del artista acentuarán y convertirán este tema en una obsesión que lo perseguirá durante toda su vida y que acabará transformándose en una verdadera concepción del mundo (o, si queremos ser más exactos, del no-mundo). La dolencia que sufría Goya en el laberinto del oído le producía vértigos y pérdidas de equilibrio:

Es posible —observa asimismo Edith Helman— que, a raíz de esta sensación vertiginosa que padece Goya en su larga enfermedad, surja su obsesiva preocupación por simas y cuevas y toda clase de caídas que inspiran un buen número de dibujos y grabados.12

En un reciente trabajo, ya mencionado, Stoichiță y Coderch estudian el imaginario del vértigo y la caída en unos tiempos en los que no dudan en diagnosticarlo como «el mal del siglo». Entre otros autores, citan a Jean-Jacques Rousseau, quien se siente en la tierra «como en un planeta extranjero en el que me hubiera caído y en el que habito», o al propio José Cadalso, el cual en sus Cartas marruecas siente cómo el Universo entero «cae y se desvanece, se disipa baxo la segura hoz destructora del tiempo que derriba con igual impulso a los hombres, a todas las obras y hechuras de su mano o de su invención...». Creemos, sin embargo, que este tema, que alcanza con Goya la más alta expresión artística, trasciende el marco de las inversiones y los trastocamientos de la cultura carnavalesca en el que los citados autores parecen confinarlo.

Las imágenes que pueblan este despeñadero se multiplican en los Caprichos. Hombres-aves, a quienes el deseo ha dotado de alas y que, por su inconsciencia, acabarán desplumados, víctimas del objeto de su deseo, en los Caprichos 19, 20 y 21; monstruos nocturnos que agitan con sus deleznables alas el aire espeso y opresivo de «El sueño de la razón produce monstruos» en el célebre Capricho 43; demonios voladores, chupones y soplones que vuelan o caen sobre la canalla infame en los Caprichos 45, 46 y 48; grotescas criaturas de alas membranosas que hacen un alto para repulirse las uñas en el número 51; más duendes y diablos en el siguiente de la serie, los cuales caen como balas o a lomos de lechuzas, como el disparatado séquito de un coco que no es sino aire vestido por un sastre (el sastre de la sugestión de las beatas que se arrodillan ante él); el mismo aire que llena —como único contenido— las cabezas del auditorio al que se dirige el loro del Capricho 53, por cuyo pico sale un discurso tan flatulento como vacío de seso. Aire, después de todo, es lo único que consiguen apropiarse aquellos que en el Capricho 56 suben y bajan en el escenario de las glorias de este mundo, tan inconstantes como la Fortuna. Aire, también, contiene la angosta fosa del Capricho 59, de la que quiere liberarse un muerto viviente, aunque este, completamente solo en su descomunal esfuerzo, a duras penas sostiene la pesada lápida, la cual, y sin que nadie lo remedie (pues los siniestros testigos de semejante hazaña, que, por cierto, no han venido a ayudarlo, solo se irán después de sellar la tumba), acabará sepultando a la patética criatura. Sí parecen liberadas, en cambio, al menos de la gravedad, las brujas y hechiceras cuyos vuelos comienzan a sucederse sin freno: tímidas levitaciones en los primeros ensayos de jóvenes brujas (Capricho 60); viejas y experimentadas voladoras capaces de componer en el aire figuras que sirven de soporte a la inconstancia de una damisela que vuela con alas de mariposa, como nuestras esperanzas e ilusiones (Capricho 61); viejas furibundas peleándose en el aire, alimentando con su furia a un horrible monstruo rabioso emergido del abismo (Capricho 62); en fin, vuelos varios, desordenados despegues y aterrizajes que constituyen escenas de la vida cotidiana de brujas y demonios (números 64-72). Vuelan, en suma, o parecen suspendidos en el aire todos y cada uno de esos nuevos fantasmones de la burla y el engaño (Capricho 74), o aquellos otros que, a lo largo de toda la serie, a lomos de su ignorancia, vanidad o estolidez, cuelgan sobre sus extrañas cabalgaduras, cual brujas en sus escobas, o se convierten ellos mismos en imágenes que recuerdan las del mundo al revés, en unas no menos estrambóticas monturas de sillas y borricos (números 26, 42, 63 y 77).

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