Ciudad y arquitectura urbana en Colombia, 1980-2017

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La recuperación de estaciones del abandonado sistema ferroviario colombiano no se dio solo en Medellín, sino que se extendió por todo el país. Ya se había iniciado en los años setenta con la estación principal de Manizales, convertida en sede universitaria, con la definición de sus sectores aledaños como un espacio público urbano. Pero el deterioro de estas obras arquitectónicas, tan importantes en la primera mitad del siglo xx, condujo a su reciclaje en algunas ciudades. Es el caso de la estación de Chiquinquirá, perteneciente al Ferrocarril del Norte y diseñada por el francés Joseph Maertens. La obra fue restaurada en 1987, con la dirección del arquitecto Daniel Restrepo Zapata, por la Fundación para la Conservación y la Restauración del Patrimonio Cultural Colombiano. El edificio, con su afrancesada arquitectura ecléctica, de vestíbulo y mansarda, arcada y frontones, yesería y hojaletería, se relacionó con un parque contiguo para generar un espacio urbano, hoy convertido en la Casa Cultural Rómulo Rozo, después de un tiempo considerable sin uso. Algo similar ocurrió con el edificio de la terminal del Ferrocarril del Pacífico en Buenaventura, un proyecto realizado por el italiano Vicente Nasi, construido en 1930 y pionero en términos de las arquitecturas de vanguardia en Colombia. Fue remodelado y restaurado en 1985 por el arquitecto Guillermo Rodríguez, para ser dedicado a los servicios médicos de los empleados de la empresa Puertos de Colombia.

De las acciones puntuales de los años ochenta, se pasó, a partir de 1992, a una acción más sistemática, mediante el programa de “Reciclaje de las estaciones del ferrocarril”, propuesto desde el Instituto Colombiano de Cultura. Aunque sus efectos no fueron tan amplios como se pretendió en muchos pueblos y ciudades de Colombia, estas estaciones tuvieron nuevos usos como centros comerciales, terminales de transporte o centros culturales; tal es el caso de la estación de Neiva, que para 1994 fue convertida en una casa de la cultura, o la de Palmira (Valle del Cauca), que fue restaurada y su bodega reciclada hacia 1997. Lo interesante en este último caso es que la intervención no se centró únicamente en la antigua estación del Ferrocarril del Pacífico, un bello edificio de dos pisos de corte neoclásico, con porche, terraza balaustrada y remante en frontón triangular, sino que se extendió a la bodega y más generosamente a los sectores aledaños para configurar un parque.31 De esta manera, Palmira reutilizó las antiguas edificaciones, recuperando sus calidades arquitectónicas en estucos, yeserías y marquesinas, para convertirse en sede de instituciones municipales, y sumó un espacio público arborizado, con jardines y amueblamiento urbano.

Otra pieza arquitectónica patrimonial singular, cuya intervención y recuperación tuvo efectos desencadenantes en el entorno inmediato y sirvió como soporte estructurante a proyectos posteriores, fue la restauración del Edificio y la Plaza de la Aduana en Barranquilla. Este edificio, diseñado por el ingeniero norteamericano Leslie Arbouin y construido entre 1919 y 1929, fue restaurado desde 1992 por la firma González Ripoll y Asociados, y reinaugurado en 1994. El proyecto para la restauración fue elaborado por un grupo de arquitectos conformado por Katia González, Francisco González, Carlos Hernández y Eduardo Samper;32 con su nuevo uso, fue dedicado a oficinas de comercio, salas culturales, sede del Archivo Histórico del Caribe y sede de la Biblioteca Luis Eduardo Nieto Arteta. Pero más que esto, desde entonces se convirtió en elemento referencial para la recuperación de la memoria urbana y arquitectónica del puerto, por lo cual se ha considerado como “el mayor símbolo revivido del centro” (véase figura 1). Contiguo a este edificio de vivos colores ocres, se restauró la estación Montoya, que perteneció al Ferrocarril de Bolívar y fue construida por los ingleses en 1871. Ambas obras son referencia de una ciudad portuaria, fluvial y férrea, que conectó al país con el mundo, y por donde llegó buena parte de la modernidad, no solo en cuanto a infraestructura, sino también en el aspecto cultural. El edificio de la Aduana y la estación Montoya dan cuenta, así sea de manera resumida, de la pluralidad de formas y estilos arquitectónicos que se desplegaron en una ciudad cosmopolita, centro de convergencias de colonias procedentes de diversas partes del mundo, las cuales enriquecieron con sus formas, colores y diversidad cultural el espacio urbano y arquitectónico. Uno pequeño, la estación, compacto, con muros de ladrillo con esquinas almohadilladas, balcones de hierro, remate en hastial y cubiertas inclinadas, da cuenta de la arquitectura inglesa antillana; y el otro, la Aduana, extendido en su horizontalidad, con la gran galería frontal de arcos rebajados, un preciso ritmo de ventanas separadas por columnas inscritas en el segundo piso —en correspondencia con la arcada del primero—, vanos enmarcados, friso corrido y una columnata adelantada como soporte del frontón triangular saliente que remata este cuerpo central, es expresión del historicismo en boga durante aquellos años de su construcción.


Figura 1. Diseño del proyecto inicial: Leslie Arbouin; restauración: González Ripoll y Asociados. Antiguo Edificio de la Aduana. Barranquilla, 1994.

Foto: Leandro López.

La recuperación de estas edificaciones definió un gran recinto urbano estratégicamente ubicado cerca al río Magdalena —por los caños Los Tramposos y Las Compañías—, cuando este era el epicentro comercial, y ahora, en todo el vértice del Distrito Histórico, en la convergencia de calles y avenidas principales de la ciudad, se constituye en uno de los dos centros históricos con los que en la actualidad cuenta Barranquilla, junto con el barrio Prado, declarado así en 1994. A la par de Manizales, Barranquilla posee uno de los más significativos centros históricos no coloniales de Colombia. Arquitecturas modernistas, eclécticas, historicistas, neoclásicas, art decó, caribeñas, híbridas y singulares, de finales del siglo xix y principios del xx, determinan este centro junto a arquitecturas más contemporáneas como las de los edificios del desagregado Centro Cívico propuesto en los años cincuenta, entre los que destaca el famoso Palacio Nacional diseñado por Leopoldo Rother. Todo un centro histórico que tuvo una posibilidad de emerger de la desidia y la creciente pauperización espacial, a partir de un proyecto desencadenante como lo fue el Edificio y la Plaza de la Aduana.

En síntesis, se puede decir que en muchas ciudades y centros urbanos colombianos las acciones en la recuperación del patrimonio y el espacio público se convirtieron en determinantes para rescatar del caos, la inconformidad y el deterioro a los centros urbanos. A partir de estas acciones, los centros de las ciudades se convirtieron en referentes para la renovación urbana y empezaron a ser, nuevamente, una alternativa de residencia, con lo que se recuperó una función que se había ido perdiendo en los decenios anteriores por las causas ya señaladas.

En otras ciudades no se recurrió a restaurar viejas edificaciones para intervenir en determinados sitios y buscar con ello la regeneración urbana, sino que se optó por la construcción de nuevos proyectos, en unos como hechos aislados pero con determinantes urbanas, y en otros insertos en contextos urbanos sensibles por su importancia histórica. Cuatro ejemplos en tres ciudades distintas dan cuenta de este tipo de piezas arquitectónicas urbanas, que además tienen un elemento en común: la participación en el diseño, ya de manera individual o ya en forma colectiva, del arquitecto Rogelio Salmona. No es un hecho casual, en la medida en que Salmona, desde antes de los ochenta, forcejeaba por una arquitectura que fuera un rostro de la ciudad y del espacio urbano, lo que, según él mismo sostenía, ya había obtenido en las Torres del Parque de Bogotá, paradigmático proyecto terminado en 1971.

El primer ejemplo es el Museo Quimbaya, ubicado en el norte de Armenia, en el cruce de la avenida Bolívar con la avenida 19 de Enero. Es un proyecto de 1983 bastante controversial dentro de la obra de Salmona; se le ha criticado el uso de los mismos elementos compositivos —los patios en diagonal y yuxtapuestos—, de detalles arquitectónicos e incluso del ladrillo como material determinante. En general, se habla de la inadecuación al medio, al contexto, al clima o a la tradición arquitectónica, de tal manera que algunas soluciones espaciales, formales y de detalles arquitectónicos que en otras obras funcionan de manera adecuada y resaltan, aquí pierden valor y disuenan. Incluso se señaló lo poco grato y lo no apto para la museografía. La obra, defendida con ardor por el diseñador, pretendía también ser una especie de museo parque, algo que aparentemente no se lograba en un inicio por su misma localización fuera del centro de la ciudad y en el ángulo de confluencia de vías de alto tráfico. Con una escala discreta, la obra, independientemente de las discusiones planteadas, termina por imponerse como una pieza arquitectónica urbana especial dentro de la ciudad, como un referente, no solo por la personalidad de su arquitecto diseñador —de por sí un valor agregado—, sino también por la manera como convoca y se vuelve determinante del desarrollo urbano del sector donde se implantó.

El segundo ejemplo corresponde a un proyecto de Cali. Este no pretendía desencadenar otras acciones en el entorno inmediato, sino aportar al mejoramiento urbano desde el propio lugar de la implantación. Se trata del edificio para la Fundación para la Educación Superior, fes, terminado en 1987,33 ubicado en el centro histórico de Cali, contiguo al Teatro Municipal, a la primera sede de la Gobernación del Valle y al Centro Cultural del Banco de la República, formando con estas edificaciones una esquina singular por la diversidad de temporalidades y arquitecturas. Los arquitectos Rogelio Salmona, Raúl H. Ortiz, Pedro Alberto Mejía y Jaime Vélez no acudieron a la mimetización de la obra, sino a contraponer una arquitectura contemporánea frente a lo histórico, pero manteniendo una continuidad de escala, de paramentos y de alturas con el entorno. A pesar del riguroso geometrismo formal, la edificación establece relaciones con la calle y la ciudad, mediante la galería porticada que protege del calor y aumenta la posibilidad de circulación peatonal en relación con el estrecho andén; al igual que el gesto del ochave esquinero que, sumado a los existentes en las otras esquinas, amplía la perspectiva visual y el espacio de la esquina, prolongándolo además hacia el interior, con una diagonal que conduce a la plazoleta y a los distintos espacios —cafetería, restaurantes y locales comerciales— que extienden lo público en el interior. El ritmo de los vanos se puede entender en tanto sigue la misma relación establecida en la arquitectura tradicional contigua. El uso del ladrillo, criticado por un sector de arquitectos, era, en ese momento, un fuerte contraste al encalado predominante en las fachadas del sector más inmediato, pero se justificó no solo desde el ejercicio arquitectónico de Rogelio Salmona y el mismo Raúl H. Ortiz, sino desde la tradición caleña expresada en la famosa Torre Mudéjar, símbolo de esta ciudad. El edificio de la fes mantuvo la coherencia urbana y participó de la recuperación de este sector histórico, el barrio San Antonio, motivo de preocupación, propuestas y acciones para lograr su revitalización en los años ochenta, desde el mismo plan centro ya señalado (véase figura 2).

 

Figura 2. Rogelio Salmona, Raúl H. Ortiz, Pedro Alberto Mejía y Jaime Vélez. Sede Fundación fes Social. Cali, 1987.

Foto: Luis Fernando González Escobar.

Por último, no porque no existan más en el país, sino por la necesidad de ilustrar a partir de unos pocos ejemplos sobresalientes, es importante señalar dos obras que se implantaron en lotes que quedaron sin uso por varios años después de la demolición del barrio Santa Bárbara, en Bogotá, para realizar allí el proyecto de la Nueva Santafé, que, como ya se expresó, fue liderado por el Banco Central Hipotecario. Situadas a poca distancia la una de la otra, estas obras cumplen con la intención de cicatrizar la herida de aquel sector destruido a principios de los años ochenta, y con revitalizar este espacio perteneciente al centro histórico de Bogotá. Ambas construcciones tienen funciones y escalas opuestas, aunque con lenguajes similares, dentro de la misma grafía, textura, planteamientos y poética propios de la obra de Salmona.

Una de estas obras es el Centro Comunal Nueva Santafé, que sirve a esta urbanización y en esa medida es su escala o magnitud, pues es un proyecto de dimensiones reducidas que responde a un programa, si se quiere, de tipo barrial. Totalmente horizontal —un piso y un sótano—, el centro aprovecha la pendiente del terreno en el sentido oriente-occidente para no impedir la vista desde los apartamentos vecinos hacia la ciudad y el poniente de la sabana. Ese manejo respetuoso en escala no significa modestia arquitectónica ni pérdida de majestuosidad, ya que esta es provocada por los espacios generados a partir del patio ceremonial central que se halla enmarcado por galerías que conducen a los salones y al auditorio. Así, aparentemente modesto en su exterior por la relación que establece en la escala barrial, en su interior ofrece sorpresas visuales como los juegos de sombras y luces producidos en los recorridos por galerías, escalaras y terrazas que están enmarcadas por medias bóvedas, muros en celosía, texturas y detalles en el manejo del ladrillo, algo tan propio de la obra de Salmona como presente, por lo mismo, en otras de sus obras anteriores y posteriores a este proyecto realizado entre 1994 y 1997, en colaboración con los arquitectos Julián Guerrero y Pedro Mejía.

El otro proyecto, el Archivo General de la Nación, sobrepasa la escala barrial y tiene connotaciones nacionales, al menos en términos simbólicos. En tal medida, esta obra, diseñada y construida entre 1988 y 1992, alcanza dimensiones significativas porque se enlaza magistralmente con el espacio urbano y el paisaje bogotano, pero desde su significado poético trasciende los propios límites materiales y territoriales. Como construcción y pieza arquitectónica, sirve a los propósitos de ir cosiendo el tejido urbano, de ir sumando obras de valor que complementen el centro histórico, máxime por su cercanía con el palacio presidencial. La obra consta de dos volúmenes cúbicos separados por una calle pero a la vez unidos por dos túneles y un puente en los pisos superiores. El volumen sur —de cinco pisos, teniendo en cuenta los dos sótanos— es totalmente volcado al interior, ya que es el depósito de los archivos, por lo cual es el recinto privado, lo que se denota en las fachadas con vanos cuadrados calados que sirven para darle unidad al lenguaje arquitectónico, junto con las franjas horizontales también en calados, que impiden la entrada de luz en el interior, donde se conserva la memoria del país.

El volumen norte es el recinto público, de ahí su apertura a la ciudad tanto en sus fachadas como en los espacios para investigadores y público en general. Tiene como centro un gran patio que se une a la ciudad por una diagonal enmarcada hacia la carrera Quinta y la calle Séptima, lugar de acceso pero también de relación visual siguiendo un eje que parte del centro del patio, pasa por la aguja de la torre de la iglesia del Carmen y sigue hacia los cerros Guadalupe y Monserrate en la lejanía. Desde el patio hay una transparencia hacia las fachadas debido a la continuidad de los vanos de las ventanas, en este caso no con calados como en el volumen sur, sino con vidrios, lo que permite esta relación visual interior-exterior. A su alrededor, a nivel del primer piso, hay salas de investigadores y auditorios; en el segundo y el tercer pisos, oficinas, y arriba, terrazas para recorrer y contemplar el paisaje urbano. En la parte nororiental, afuera del volumen, una esquina aguda e inclinada completa el patio interior como espacio público, formando así terrazas en medio de eras arborizadas y ajardinadas.

El resto es maestría en el manejo de detalles y texturas: todo un repertorio en el empleo del ladrillo, en pisos y muros, en cada esquina, en cada remate superior o lateral, y en todos los marcos de vanos de ventanas y puertas. Pero más allá de este repertorio que está presente en cada obra de Salmona, antes y después del Archivo General de la Nación —sin despreciar los ostensibles logros particulares en esta pieza arquitectónica—, el patio constituye uno de los mayores símbolos de la arquitectura urbana colombiana. Es un espacio que ordena los otros espacios del archivo y lo conecta con la ciudad, con el paisaje lejano y, ante todo, con la memoria del país. La rosa de los vientos inscrita en la superficie del piso de este gran patio es la orientación del mapa de la memoria y la historia de un país, simbolizado por los trazos de la arquitectura de este edificio.

Necio es decir que en los años ochenta, más allá del centro de las ciudades del país, se extendía la trama urbana planificada o informal, incluida dentro de los procesos legales o marginales. En uno y otro caso la arquitectura urbana no fue precisamente la constante; en realidad lo predominante fue una sumatoria de casas y edificios con poco sentido de lo urbano, que vorazmente ampliaban la frontera urbana. Escaseaban, entonces, los espacios de encuentro, recreación, ocio, lúdica y civilidad, y se notaba la ausencia de una arquitectura pensada para la ciudad y lo público, con valores estéticos sobresalientes que descollaran en ese paisaje unificado y empobrecido. No obstante, en estos mismos años se materializaron algunos proyectos significativos que se salieron de este lugar común para buscar alternativas de desarrollo y vida urbana. Estos proyectos en buena medida partieron de los planteamientos del economista de origen canadiense Lauchlin Currie, quien planteó el concepto de “ciudades dentro de la ciudad” como manera realista de entender que el crecimiento y la expansión urbana de escala metropolitana eran imposible de frenar, y por tanto era mejor encausarlos mediante comunidades planificadas de suficiente tamaño como para ser verdaderas ciudades, que tuvieran la densidad necesaria para contar con todos los servicios requeridos, pero que, a la vez, siguieran teniendo las proporciones adecuadas para mantenerse compactas y transitables, sin los problemas de las grandes metrópolis. Esta ciudad planificada debía contar con todos los servicios comunales —centros de salud, guarderías, escuelas—, comerciales, de recreación y sistemas de transporte internos y externos.34

Esta idea fue formulada desde los años setenta y se aplicó en algunos espacios en los años ochenta. Estas comunidades buscaban configurar entornos urbanos más amables, ya fuera de manera autónoma o como continuidad de la ciudad, pero estructuradas a partir de la movilidad, el espacio público y el equipamiento. No se partía de la vivienda, sino que se llegaba a ella teniendo como eje la arquitectura urbana. Tres ejemplos son sobresalientes en estos años: Ciudad Salitre, Ciudad Tunal II y Ciudadela Colsubsidio, las tres en Bogotá, con concepciones urbanísticas distintas y enfocadas a grupos sociales diferentes.

Ciudad Salitre es un proyecto pensado desde 1967, que se discutió en los años setenta a partir de la propuesta “ciudades dentro de la ciudad”, pero que igualmente se inspiró en diferentes proyectos urbanos del mundo,35 y se concretó en los años ochenta a partir de la concertación de los sectores público y privado, no para hacer una nueva ciudad ideal como al principio se pensó, sino como un modelo urbano alternativo para consolidar un nuevo eje de actividades múltiples en la zona occidental del centro de Bogotá, ayudando a la ampliación de este, a la descongestión del resto de la estructura urbana y al desarrollo de la totalidad de la ciudad. En tal sentido, este proyecto no solo era una extensión geográfica, sino que pasaba a establecer un centro metropolitano acorde con el crecimiento urbano y demográfico de Bogotá. Pero se puede decir que el interés por este proyecto trascendía lo local de la capital, pues durante varios decenios fue convertido en proyecto de referencia o modelo a seguir en las propuestas de los gobiernos nacionales, a partir del cual se concibieron diversas ideas sobre política urbana.

Una primera etapa de Ciudad Salitre se construyó entre 1987 y 1997, tiempo en que el proyecto estuvo administrado por el Banco Central Hipotecario mediante la figura del fideicomiso.36 En esta época, el Estado asumió todo el proceso de planeación, urbanización, dotación de infraestructura y del espacio público, e incluso de la reglamentación de los perfiles de las futuras urbanizaciones y edificaciones. Luego, el sector privado fue invitado para que, siguiendo los parámetros establecidos, construyera viviendas, edificios de comercio, sedes bancarias y financieras, hoteles y demás bienes inmuebles. En esos diez años de la primera etapa, los proyectos se construyeron siguiendo el sentido occidente-oriente.

En el proyecto Ciudad Salitre se dispuso de un plan maestro37 para doscientas hectáreas, que incluía la infraestructura vial —la primera en ser terminada—, el urbanismo, los servicios comunitarios y el paisajismo, entre otros aspectos. El planteamiento vial definió las características de este proyecto para insertarse de manera adecuada a la ciudad, permitir el mejoramiento de la movilidad en ella y estructurar el proyecto en su interior, en la medida en que las vías determinaban sectores funcionales definidos como supermanzanas. Cada supermanzana, a su vez, se dividía en cuatro manzanas delimitadas por las calles y espacios públicos de escala urbana, pero con calles de acceso hacia su interior.

A pesar de este ordenamiento desde la vialidad, el hecho sobresaliente del urbanismo es la destinación de un amplio porcentaje de terreno para áreas comunes y espacio público: en sentido oriente-occidente, las “avenidas parques”, inspiradas en los famosos Park Way, ya utilizadas en barrios como La Soledad de Bogotá; y en sentido norte-sur, un camellón peatonal paisajístico que conectó con espacios públicos e infraestructuras aledañas como el Parque Simón Bolívar y la terminal de transportes. Las dos avenidas parques —una noroccidental y otra suroriental— se configuraron como bulevares arborizados, con zonas verdes, espacios recreativos, ciclovías, canchas deportivas, plazoletas y templetes. En Ciudad Salitre también fue fundamental el paisajismo en el espacio público: en los paseos peatonales, los senderos y los separadores viales, la arborización y la jardinería fueron concebidas desde una arquitectura paisajista,38 algo poco visto en la arquitectura colombiana. Esa concepción del espacio público se mantuvo en los distintos conjuntos de vivienda, donde los centros de las supermanzanas fueron destinados como plazas, plazoletas, áreas para juegos infantiles, zonas comunitarias —capillas, salones múltiples, guarderías—, senderos peatonales, zonas verdes, jardineras o áreas arboladas. Toda esta prevalencia del espacio público se sumó a la disposición hacia el exterior de esos proyectos de vivienda, que formaban el paramento clásico de las manzanas para configurar la fachada urbana y por ende la ciudad.

 

En 1997, aún sin terminarse, Ciudad Salitre ya era considerado como “el más planificado y exitoso ejercicio de desarrollo urbanístico integral realizado Colombia”.39 Hoy, después de veinte años, la actividad arquitectónica continúa en el sector, donde además de los conjuntos de viviendas y apartamentos se han construido hoteles, sedes financieras y bancarias, y edificios representativos del orden institucional, como la Fiscalía General de la Nación, la Gobernación de Cundinamarca, la Empresa de Energía Eléctrica y la Imprenta Nacional. En este ejemplo, se había concebido el espacio desde una visión total, donde el sistema vial y lo público eran estructurantes, hasta llegar por último a la pieza arquitectónica. Y es que estas piezas de arquitectura urbana, algunas de gran valor formal y espacial, no tenían como fin regenerar o revitalizar áreas degradadas, como vimos en los casos anteriores, sino que surgían como parte de una pieza urbana pensada y concebida de antemano. De esta manera, cada pieza arquitectónica es importante para configurar esa gran pieza urbana, totalmente inédita; de ahí que la arquitectura surgida tenga solo limitaciones normativas pero no en lo formal, estético o espacial. Sin apegarse a una historicidad, a una tradición o a determinantes explícitas o implícitas del entorno, las piezas de Ciudad Salitre se levantan hoy con total libertad e innovación, haciendo uso de nuevos lenguajes, más contemporáneos, en los que algunos logran descollar notablemente y otros dan tumbos por su falta de originalidad, como en el caso de la Gobernación de Cundinamarca, a cuya terraza fue trasladada, de modo grotesco, la famosa pirámide del patio del Museo del Louvre.

Entre las obras representativas y destacables de Ciudad Salitre, tres ejemplos sirven para observar la pluralidad arquitectónica de esta parte de la ciudad, escenario de arquitecturas más contemporáneas, con otros enfoques, técnicas y novedosas propuestas: la iglesia,40 la sede de Maloka y el edificio de la Imprenta Nacional.

El segundo proyecto que partió del concepto de “ciudades dentro de la ciudad” fue el de Ciudad Tunal II,41 que se concibió para fomentar un polo de desarrollo en el suroccidente de Bogotá. El enfoque de esta ciudadela era diferente al planteado en El Salitre, pues buscó ser un modelo de proyecto integral comunitario con vivienda de interés social, en el que se contara con servicios comerciales, culturales, recreativos y aun de empleo. En una malla urbana rígida, a manera de poliedros, a partir de un eje vial interno se organizó este proyecto de viviendas multifamiliares, que separaba con una puerta el espacio público urbano del comunal propiamente dicho. La obra incluía un sistema peatonal independiente de las vías, y otro sistema verde, con plazas, parques, zonas verdes y arborización. También contaba con los servicios comunales. Pero el centro de atención, el mayor elemento urbano y el espacio más representativo fue el centro comercial, una manera inusual de urbanismo, al punto que se decía que Ciudad Tunal II era un “suburbio con centro comercial” y la peor manera de hacer ciudad. Allí, el centro comercial reemplazaba, con disgusto y malquerencia, los espacios representativos de la ciudad, como se puede leer en el aparte dedicado a los centros comerciales. La arquitectura urbana, por su parte, estuvo también representada, más que en la alineación rígida y monótona de los conjuntos de vivienda multifamiliar, en el propio centro comercial.

Otros enfoques, propósitos y planteamientos tuvo el proyecto de la Ciudadela Colsubsidio, construido en el límite urbano occidental, en lo que se puede llamar la periferia de Bogotá. Fue desarrollado, en una primera etapa, entre 1986 y 1994, por la firma Esguerra Sáenz y Samper, bajo las ideas del arquitecto Germán Samper Gnecco, quien volvía a concentrarse en vivienda económica o de interés social.42 Una segunda etapa del proyecto se adelantó entre 1995 y 2004, ahora con la dirección de GX Samper Arquitectos.43 La primera etapa se planeó para ocho mil viviendas, pero el desarrollo completo dio lugar a la implantación de cerca de catorce mil.

Las dos etapas conformaban un proyecto de vivienda para trabajadores de empresas afiliadas a la caja de compensación familiar Colsubsidio. Desde su concepción, es un verdadero proyecto en el que la pieza urbana articula con claridad lo público y lo privado, y la arquitectura privada con la arquitectura pública y el urbanismo. No se pensó para que desde la sumatoria de viviendas se configurara la propuesta, como tradicionalmente se hacía, ni tampoco para que de la concepción urbanística general se llegara a recibir la pieza arquitectónica, como en Ciudad Salitre; la de Colsubsidio es una unidad indisoluble. El proyecto parte de una estructura central que va desde una puerta urbana sobre la avenida Medellín en el sur, hasta un centro recreativo en el norte a orillas del río Juan Amarillo; esta estructura está formada por lo que se denomina un par vial (dos vías paralelas) que conforma una secuencia de tres rotondas, dos parques intercalados y una plaza, y cuyo eje es un gran paseo peatonal que cruza por todos ellos de sur a norte. Cada una de las grandes rotondas contiene edificios multifamiliares de cinco pisos; fuera de esta estructura central quedan las manzanas, de formas variadas e irregulares, con agrupaciones de viviendas unifamiliares, de dos o tres pisos.

El espacio público allí es de dos tipos: uno, más abierto, en contacto con la ciudad, formado por la puerta urbana, los parques y plazuelas que se combinan con el comercio, los cafés y las tiendas; y otro, más íntimo o cerrado, configurado a partir del planteamiento de la vivienda, con los caminos peatonales de acceso, las placitas, los pequeños recintos o los pasos cubiertos, que le dan sorpresa y vitalidad a una espacialidad entre doméstica y pública, que se enriquece con la variedad de usos, contrastes espaciales, ambientes, detalles y propuestas arquitectónicas, a pesar de ser vivienda diseñada para sectores de bajos recursos económicos. Para crear la arquitectura urbana de la ciudadela se retomaron formas clásicas ya olvidadas, pero elaboradas de forma moderna: el hastial y el orden conformado por la basa, el fuste y el coronamiento (capitel), fueron los elementos ordenadores de la composición vertical en las fachadas de los conjuntos de vivienda. No es la arquitectura de manera individual, no es el objeto particular, sino todo el conjunto el que es una pieza de arquitectura urbana.

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