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Z serii: Candaya Narrativa #55
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Estas dos líneas, disueltas en el cerebro de Berhnard o cualquiera de sus apóstoles, desaguan una novela. Algo de eso hubo, porque sí, es verdad que Valentín estuvo un año en la academia, que se alojó en una casa particular en régimen de pensión completa, y que en Santander llevaba cuánto, ¿seis meses?, pues cuando Luis le pedía que contara anécdotas de Calatayud, o del banco, teníamos la sensación, Luis y yo, de que había hecho una carrera de cinco años y que en el banco ya cobraba seis trienios. No, no es que Valentín hablara mucho, bien al contrario. Si Luis no se lo hubiera pedido, estoy seguro de que no lo habría contado. No se lo contaba a nadie. Valentín únicamente se esforzaba por alimentar de realidad a Luis, consciente de que era necesario tamizar un millón de anécdotas para obtener dos o tres interesantes para sus novelas. Quizá por eso, y ante lo que parecía extraordinario para haber ocurrido en una academia en aquellos años, y no digamos en un banco, de lo que yo no tenía ni puñetera idea, más de una vez nos sobrevoló la sospecha de que exageraba.

Por la mañana entrábamos en la academia a las ocho y salíamos a la una, contaba Valentín, así que muchos llevaban un bocadillo para almorzar; mi compañero de pensión y yo, no; no nos lo hacían, pero no es eso lo que quiero contaros. El bocadillo. Quienes llevaban bocadillo lo tenían controlado todo el rato, hasta el extremo de que, si apretaban las ganas de mear antes de comerlo, lo llevaban al váter. Hacían sus necesidades y regresaban al pupitre armados del bocadillo como si fuera un expediente en manos de un ejecutivo. Don Máximo, el profesor, no hacía comentario alguno, y mira que era cabrón… y cruel, el hijoputa. ¿Sabéis por qué? Pues porque si dejaban el bocadillo en el pupitre tenían asegurado que alguien lo iba a coger, abrir, derramar unas gotitas de pis dentro, y cerrarlo. Eso sí que lo vi.

Otra. Mi compañero Malu, Malu de Maluenda, estaba enamorado de Jana Escribano, la presentadora de televisión. El lavabo y el váter de la pensión estaban en un cuartucho diminuto pegado a la cocina, que era donde comíamos y donde estaba el televisor, de modo que, sentado en el váter, podías ver por el ojo de la cerradura la televisión. Que la cerradura no tuviera llave (la puerta se cerraba por dentro con un pestillo) y que por ella se viera la tele no era casual: la dueña se pasaba el día cagando. A lo que iba. Momentos antes de que empezara 300 millones, que presentaba Jana Escribano, Malu se metía en el váter y, en cuanto aparecía su amada, comenzaba a masturbarse. Claro, como aquello era tan estrecho, la fina lámina de la puerta se combaba al ritmo del meneo del brazo. Yo nunca le dije nada para que no tomara precauciones, porque me encantaba imaginarlo a un metro escaso, meneándosela, y mirar la cara de la patrona, inmensa, ajena al homenaje.

La evocación de la mujer gorda trajo a la memoria de Luis la figura de su editor, Julián Quirce.

Quirce publica una media de cinco o seis títulos al año, dijo. Son ediciones cuidadas, libros cosidos, tapa dura con sobrecubierta, guardas blancas, páginas de cortesía, papel de alto gramaje para que no transparenten las letras, de buen tamaño, muy negras, y márgenes amplios. Los libros no son reconocibles, no son del mismo tamaño, los lomos y las cubiertas tienen distinto diseño y color, y no se le advierte al lector si está comprando ensayo o ficción. Las contracubiertas de Quirce son extensiones de las cubiertas, no cuentan argumentos ni facilitan datos biográficos del autor, detalles que tampoco aparecen en el interior, ni siquiera una fotografía.

El proceso de edición no se ha modificado en veinte años, no se ha perfeccionado. Unas veces Julián tropieza con una obra o un autor que le interesan, otras, la recomendación de un amigo o los originales que han enviado los autores, no a él, sino a su lectora.

Ludivina, la lectora, tiene ochenta y tres años. Trabaja para Julián desde hace diecinueve, en exclusiva. La editorial tiene un apartado de correos de Salamanca donde reciben los originales, más de quinientos al año. Ludivina los retira y lee. No cobra por libro leído ni por informe (no hay informes), tiene un sueldo fijo, elevado, muy por encima del que recibe el lector más entregado de cualquier editorial. De los quinientos, a Julián le llega uno o, como mucho, dos. Es raro que estos no se publiquen. Ludivina los envía por correo, no mantienen otra correspondencia, ni hablan por teléfono. La última vez que se vieron fue hace cuatro años. Ludivina sufrió un accidente, fue atropellada; Julián viajó a Salamanca y permaneció a su lado un par de días.

La mirada de Julián te pone nervioso porque es lo contrario a una mirada fija y concentrada, como si su arco visual se ensanchara tanto que parece que se fija en algo mucho más grande situado detrás. Es que mira el aura, me dijo en broma Carmina, su mujer.

Julián contó cómo conoció a Carmina. Él tenía veinte años, Carmina, diez. Julián, que entonces vivía en Madrid, fue con un amigo a pasar la Semana Santa a Riaza, un pueblo de Segovia. Allí la vio por primera vez; se enamoró de su presencia, cayó rendido ante su sola presencia. No sabía su nombre, no sabía nada, ni siquiera había oído su voz. La vio, se sorprendió a sí mismo diciéndose: esta es la mujer de mi vida. No se lo contó a nadie. No fue atracción sexual, ¡era una niña! Fue una revelación. Voy a esperar, se dijo, me marcharé y regresaré dentro de diez años. Volveré dentro de diez años y me casaré con ella. Así lo hizo.

Otra anécdota. Se ve que había recibido una novela excelente, La antorcha. Brutal, descarnada, durísima. Muy bien escrita. Trataba de una familia, el padre, la madre, dos hijos, la mayor de unos veinte años, el pequeño de catorce, y una abuela, madre de la mujer. Julián contactó con el autor. No se podían desplazar, dijeron, así en plural. El caso es que, dado el interés despertado por la novela, viajó a Burgos. Vivían en una casa modesta. Lo primero que le llamó la atención fue que se encontró ante los personajes de la novela, los terribles, crueles y taimados personajes en persona: la anciana, la madre, los niños. Eran ellos, sin duda. Faltaba el padre, el autor, pensó Julián. No, imposible, su padre había muerto recién nacido el niño, dijeron. Julián no consiguió averiguar quién era el autor de La antorcha. La familia se refería a la novela en plural. Julián pasó revista mental: la abuela no parecía capaz de soportar la tensión necesaria, luego no quedaba otra que la madre. Ella debía ser, por fuerza, la autora. Esa idea se daba tortazos con el convencimiento de que el autor solo podía ser un hombre. Él volvía una y otra vez con la autoría del marido. Que no, decían, él ni siquiera leía. ¿Entonces quién? Nosotros, respondían. La novela no estaba escrita por una mujer ni a ocho manos. Desconcertado, los interrogó. ¿Quién es tu autor preferido?, preguntó a la madre. Dylan Thomas, respondió. Hizo la misma pregunta, uno por uno, a todos, hasta la abuela. Dylan Thomas, respondieron. Julián salió de aquella casa convencido de que habían encontrado el manuscrito, que no lo había escrito ninguno de ellos. Lo jodido era que los personajes de La antorcha, que se movían con soltura entre incestos, drogas, violencia y abyección, vivían en aquella casa. Con todo, Julián estaba decidido a publicarla. Otro asunto era que su amor propio, su fino olfato literario, sangrara. Joder, se repitió camino de vuelta, sabían el libro de memoria. Tocado, a Julián se le ocurrió visitarlos de nuevo acompañado de Carmina. Visto su fracaso, pidió a su mujer que no leyera la novela, que esperara a conocerlos y solo entonces, tranquilamente, la leyera y le dijera quién era, a su juicio, el autor o la autora del libro.

Carmina, allí, no tuvo ninguna duda. El niño. La escribió el niño. El arte mancha. Hay algo connatural al artista: la vanidad. Carmina animó la vanidad del artista para descubrir, en un minuto, al autor.

Nacemos muertos, escribió Dostoyevski, dijo Luis. Aníbal no, Aníbal Briz nació vivo y siempre quiso ser guardia civil.

La casa-cuartel de Cabrojo es la primera construcción del pueblo llegando por la carretera de Bárcena. Qué hago, dijo, me extiendo describiéndola, digo que es grande, blanca, excepto la piedra de sillería que rodea la puerta y las ventanas, y el tejado, a cuatro aguas, con dos claraboyas. Que el cuartel ocupa la planta baja, incluido un pequeño calabozo, y que arriba hay dos viviendas donde se alojan las familias del brigada y el cabo Machancoses. La descripción exhaustiva de la casa-cuartel me lleva un par de folios. No puede ser, quiero que la novela tenga, como mucho, un centenar de páginas, así que consume el dos por ciento. Imposible. La novela es… muchas cosas, y arquitectura. Una novela es un armazón complejo con una entraña sofisticada (sean cuales sean su extensión y sencillez) y leyes propias. La arquitectura de una novela, su equilibrio y compensación, es fundamental. Vuelvo a la descripción, al largo balcón que comparten las dos viviendas. Me apetece servirme de las hortensias y los geranios para mostrar la jerarquía de Aníbal sobre Machancoses, o, mejor dicho, al revés, ya que es la mujer de Machancoses quien cuida de que sus plantas, con premeditada escasez y falta de lustre, destaquen las mucho más abundantes y hermosas de Amparo, la mujer de Aníbal. Eso necesita líneas”.

“¿Escenas? ¿Situaciones? Tengo muchas en la cabeza, algunas recurrentes: lluvia, una lluvia pertinaz durante cuatro días con sus noches, sin parar… me puse a pensar que estaría bien que el lector hubiera permanecido también cuatro días bajo la lluvia cuando leyera que Aníbal entra en la taberna, se desprende de la capa y el tricornio, y dice: Buenas. Este pensamiento obtuso abolió toda mi literatura. Si el lector vive lo que narro, ¿qué sentido tiene la novela? ¿Igual con un naufragio? ¿Y un disparo en el corazón? ¿Y la vida de un huérfano? No es preciso que viertan veneno en el oído de mi padre para que yo me sienta como Hamlet, desde luego. Y menos mal. No soy Hamlet, pero precisamente por eso, y por lo que dice Shakespeare y cómo, ha tenido sobre mí un efecto indeleble. El arte, el arte que me interesa es el que desprecia mi mirada, el que aprovecha la distancia invisible (mejor, inmedible) hasta mi cerebro para disolverla”.

 

“Aníbal Briz no tiene nada personal contra Opo y Manuel, comenta Luis. No dice nada de que hayan matado. Si han robado, nadie los ha denunciado. No es que la de ellos sea una maldad intrínseca, ni siquiera están claras sus ideas o su pasado político. Solo son un mal ejemplo. Ese es su único delito, eso sí, nada desdeñable. Aníbal ha averiguado qué los llevó al monte, ha investigado sus pasados únicamente en interés de su captura.

Si estamos aquí, piensa Aníbal, es porque nosotros y nuestros antepasados hemos sido capaces de construir una sociedad, una sociedad que no existiría sin unos valores: no matarás, no te apropiarás de lo ajeno, respetarás a tus mayores, mostrarás ternura con niños y caridad con los desfavorecidos.

La conciencia. Fuera de ella es como guardar agua entre las manos. No es sencillo, no basta con mirar a nuestro alrededor, observar la naturaleza, los animales; ello nos habría condenado al imperio de la crueldad y la fuerza. Donde había oscuridad, surgió la ley. Fue un milagro, lo mejor que pudo pasarnos. Nos salvó la vida. La ley, enseguida, se hizo fuerte, y creció; acumuló la inteligencia de cientos de legisladores, los mejores. Experiencia. Costumbre. Seguridad. Progreso… Valores. La ley, y la religión, que la hace misericorde.

Y llegas tú y te echas al monte. ¿Nos echamos todos al monte? ¿Robamos para comer? ¿Quién construirá nuestras carreteras? ¿Y nuestros hospitales? ¿Dónde los jueces, los maestros, los médicos, los juristas, los ingenieros, los científicos? ¿Por qué te has echado al monte? Te han dado una bofetada, y te parece que es injusta. No te gusta cómo eres gobernado, ¿quieres mandar tú? Sí, la justicia se despistó un poco y ahora te parece que silba mirando hacia otro lado. Te equivocas. Eres un muy mal ejemplo. No creas que disfruto buscándote, que me ensañaré contigo cuando te encuentre. Ojalá no estuvieras en el monte, ojalá fueras un buen amigo con quien jugar una partida en la taberna. Ojalá, dice Luis que piensa Aníbal”.

“Marina, la mujer de Opo, lleva a su hija a jugar a un pequeño descampado que hay entre la bolera y el camino. Al otro lado del camino comienza enseguida el monte bastante empinado, impracticable por los matorrales y las ramas secas desprendidas. Allí, subido a un árbol, Opo mira a su hija. Cuatro años. La niña tiene cuatro años. Esta noche, cuando Marina la desvista para acostarla, quizá le caerán del bolsillo dos pequeñas cebillas trenzadas que su padre le ha hecho con una navaja”.

“Manuel tiene una mancha de sangre en el iris del ojo izquierdo. Manuel no tiene esposa ni hijos. Su padre tenía mal beber (su madre murió en el parto), así que en cuanto pudo se marchó de casa. Hace un año, tal día como hoy, Manuel estuvo en la romería de Santotís. Fue poco antes de que se echara al monte. Un amigo le animó a ir, y eso que estaba bastante lejos de Labarces. Manuel sacó a bailar a una muchacha menuda (mi mano abierta es más grande que tu espalda, pensó), de ojos negros, muy vivos, pero callada. No había terminado el primer baile y Manuel ya estaba enamorado hasta el tuétano, cómo no si aquella era, sin duda, la mujer de su vida. Apenas comenzado el segundo, apareció una amiga que la urgió para que se marcharan, deprisa, le dijo, que se van sin nosotras. Y se fue. Manuel no llegó a saber su nombre. Imaginó que era de otro pueblo, tampoco sabía cuál. Después pasó lo que pasó, y exactamente un año después, hoy, Manuel se encuentra escondido cerca de Santotís. Está a punto de comenzar la romería”.

“Opo, atravesado por el dolor de la separación, se revuelve contra su propio rencor. Manuel, alegre, inmune. Uno de los dos es un infiltrado, pero yo no lo sabré mientras escriba”.

“¿De qué recursos se vale un escritor? ¿Son lícitos todos? ¿Permite alguno ser cuestionado como la cámara lúcida en pintura?”.

“Es el comienzo de un cuento de Lucia Berlin:

Si les presentara así a la mujer sobre la que estoy escribiendo: “Soy una mujer de cincuenta y tantos años, soltera. Trabajo en la consulta de un médico. Vuelvo a casa en autobús. Los sábados voy a la lavandería y luego hago la compra en Lucky´s, recojo el Chronicle del domingo y me voy a casa”, me dirían: eh, no me agobies.

En cambio, mi historia se abre con: “Cada sábado, después de la lavandería y el supermercado, Henrietta compraba el Chronicle del domingo”. Ustedes escucharán todos y cada uno de los detalles compulsivos, obsesivos y aburridos de la vida de esta mujer solo porque está escrita en tercera persona. Caramba, pensarán, si el narrador cree que hay algo en esta patética criatura sobre lo que merezca la pena escribir, será que lo hay. Seguiré leyendo, a ver qué pasa.

Tercera persona… y tiempo pasado. En los talleres de escritura se recomienda al escritor en ciernes que escriba en pasado. Hacerlo en presente requiere una pericia que quizá solo se halle en un escritor más experimentado.

¿Dónde coloca el narrador la peripecia que quiere contar? Pues, del mismo modo que el pintor pone su caballete donde mejor le convenga, donde resulte más fácil escribir (es extensible a todo. Para su enfrentamiento con Spasski en Islandia, Bobby Fischer hizo traer desde Estados Unidos una réplica de la silla que había utilizado el año anterior contra Petrosian en el teatro General San Martín de Buenos Aires). Existen, sin bajar al detalle, tres opciones: contarla en presente, en pasado o en tiempo futuro. Esta última es infrecuente, costaría diferenciarla de una perpetua advertencia. ¿Y en presente? Narrar en presente imprime al relato una velocidad cuya contención plantea serios problemas técnicos. Queda el pasado. El escritor se siente a gusto contando en pasado porque es ahí donde suma su experiencia como narrador a la muchísimo más extensa como persona. Todos, todos reescribimos nuestro pasado la primera vez que lo recordamos; y las sucesivas no suponen más que pequeñas correcciones encaminadas a ensalzarlo. ¿Qué es sino escribir?

Se agradecen, entonces, la tercera persona y el tiempo pasado, ayudan a atravesar ese campo de minas que es siempre la escritura de una novela”.

“Hace años, dijo, a la pregunta de qué es literatura, un autor, ante la trampa que suponía definirla, lo hizo por eliminación; sí sé lo que no es literatura, escribió: la guía telefónica. Discrepo. No lo es para su autor, desde luego, pero sí para el lector. Para mí. La lectura de los nombres, y las calles, activa todo lo que en mi cerebro tiene que ver con el disfrute de una novela. La guía telefónica es literatura solo para el lector. Avanzamos. Punto de fuga, de David Markson; lo es para el lector, sin duda, ¿y para el autor? Sí, por supuesto. ¿Conocéis a Rubén Caviedes? Rubén ha publicado más de una decena de libros. Él contó un día que el texto que mayor satisfacción le había causado fue la relación que se le ocurrió escribir de actores que habían aparecido en el Estudio I. Le dedicó un año, no intensivo, claro. Comenzó anotando los que le vinieron a la memoria. Después los que fue recordando. Si tropezaba en alguna revista con alguno que no tenía, y conocía, lo incorporaba. Así, más de doscientos. Rubén decía que el hecho de recordar el nombre se confundía perfectamente con el proceso previo a la escritura. Insistía en que eso era literatura, literatura gozosa.”

A Luis le gustaba confundir la realidad con la literatura. Un día le conté que Jean Lorrain, ojos estúpidos, hizo una crítica terrible de Los placeres y los días. Proust no le retó por eso, no solo por eso. Se ve que aireó asuntos privados. El caso, le dije, es que se concertó un duelo con pistolas, a veinticinco pasos. Salieron ilesos; unos dicen que dispararon al suelo, otros que al aire. Eso le conté. Luis escuchó con atención y comenzó a hablar de Ida Fomseca, autora de la que sigo sin tener noticia. Creo que se la inventó. Dijo que Ida había escrito un cuento bellísimo sobre un duelo a tres. Cada pistola contenía una bala, dijo. El cuento le da vueltas a qué es preferible, que en el sorteo te toque disparar el primero, el segundo, o el último, y qué debes hacer. Para no extenderme, porque no lo recuerdo bien, y quizá tampoco os interese, lo mejor es que te toque disparar el primero, que apuntes al aire y no mates a nadie. Si disparas y matas al segundo, el tercero puede perdonarte la vida, o no. Si disparas al tercero y lo matas, lo mismo con el segundo. En cambio, si no le das a nadie, no te quepa ninguna duda de que el segundo, por la cuenta que le trae, tratará de matar al tercero. Si lo consigue, estupendo, si no, ponte en el lugar del tercero, ¿tú qué harías? No lo he entendido, respondí. Quizá no lo he contado bien.

Otro día le mencioné aquello de Karl Kraus de que uno escribe porque no tiene suficiente carácter como para no escribir. Le pregunté qué le parecía. Déjame que te conteste recurriendo a Canetti:

En todo ser humano, adormecidas, hay infinidad de posibilidades que no hay que despertar en vano, pero resulta espantoso un hombre entero reverberando en ecos y más ecos, sin que ninguno de ellos se convierta en una voz real.

Conozco a un escritor, siguió diciendo, que no ha publicado ningún libro, ni siquiera creo que lo haya escrito. Cuenta con toda mi admiración. Un día leyó un comentario de Robin Lane Fox sobre que en el Antiguo Testamento solo hay una muerte por accidente. Inmediatamente, mi amigo se puso a leer la Biblia movido por la curiosidad. Días después, leyendo una biografía de Pasolini, se enteró de que su padre, Carlo Alberto Pasolini, había visto y detenido a Anteo Zamboni. Anteo Zamboni fue el muchacho que con quince años atentó contra Mussolini en Bolonia. Le disparó en un desfile; no le dio, el padre le Pasolini lo vio, lo señaló y se abalanzaron sobre él varios fascistas. El muchacho recibió catorce puñaladas y un disparo. Ese mismo día, el 31 de octubre de 1926, murió Houdini en Detroit. La última vez que vi a mi amigo estaba enfrascado en una biografía de Houdini. No tengo ni idea de qué nombre, qué fecha o acontecimiento lo ha distraído desde entonces a hoy y cambiado el rumbo de sus inquietudes1.

Mi amigo es el autor más consecuente que conozco, dijo.

“No he comenzado a escribir, no he escrito una sola palabra y cambio de idea: voy a escribir sobre Aníbal Briz. Aníbal (un hombre bueno, con principios, esto es inmutable) perseguirá a lo largo de toda la novela a dos pobres diablos; quienes, por mucho que se nombren, nunca aparecerán. Dos sombras”.

1¿O las mías? ¿Últimamente? Intenté averiguar quién era el caballero pintado por Velázquez que se encuentra oculto bajo otro cuadro pintado por Rubens en 1628. Calculé las palabras de mi diccionario: 1.424 páginas a una media de 55 palabras son 78.320 palabras; que en cada página haya una media de 19 palabras terminadas en “a” supone que hay unas 27.000 que acaban en “a”. Me pregunté qué diferencias había entre el arca de Noé y las cámaras de gas nazis; después comprobé que entre esas diferencias no se me hubiera colado ninguna similitud. Le di vueltas a la idea de escribir una novela que transcurriera entre el 27 de septiembre de 1968 y el 27 de Julio de 1970; la primera fecha es el día que el presidente portugués Américo Tomas le pidió al profesor Marcelo Caetano que sustituyera al primer ministro Salazar; la segunda, la muerte de Salazar, quien, incapacitado para gobernar tras una caída con un fuerte golpe en la cabeza, siguió creyendo que gobernaba todo ese tiempo porque nadie se atrevió a decirle que no, que como no estaba en condiciones para gobernar ya lo estaba haciendo en su lugar Marcelo Caetano. No leí Absalom, Absalom; temí que abrir el libro me convirtiera en esclavo perpetuo de la novela y nunca más volviera a escribir ¿? Busqué un diccionario de inglés y una edición inglesa de la novela Pálido Fuego, de Nabokov, para comprobar si en el original aparece la frase: Justo enfrente de mi domicilio actual hay un parque de diversiones muy ruidoso; en el siguiente párrafo: Hombre metódico, John Shade solía copiar todos los días a medianoche su producción de versos terminados, pero aunque volviera a copiarlos más tarde, como sospecho que hizo algunas veces, ponía en la o las fichas, no la fecha de los retoques finales, sino la del día del borrador corregido o de la primera copia en limpio. Quiero decir que conservaba la fecha de la creación verdadera antes que la correspondiente a la segunda y tercera versión. Justo enfrente de mi domicilio actual hay un parque de diversiones muy ruidoso. Poseemos, pues, un calendario completo de su trabajo. El Canto Primero fue comenzado en las primeras horas del 2 de Julio y terminado…; que me llamó mucho la atención en la traducción de Aurora Bernárdez. Calculé a qué distancia debería situarme detrás de la Tierra para comenzar a ver el Sol; el diámetro del Sol es 1.391.400 quilómetros (es la base del cono), el de la Tierra 12.742 quilómetros, y la distancia media 149.600.000 quilómetros (ya tenemos un tronco de cono); solo queda proyectar el cono completo y situarme un centímetro más allá de su cúspide. A raíz de un comentario que oí de que no cabíamos en el mundo, hice números: a cada uno de nosotros nos corresponden 22.000 m2, eso sin enviar a nadie a vivir en el hielo, ni tener en cuenta el agua, claro, porque agua hay para aburrir; solo el océano Pacífico tiene más superficie que todos los continentes utilizados para el reparto juntos; no lo entiendo, concluí. Siguiendo con los números, averigüé que hay 168 números primos inferiores a 1.000; por debajo del 10 casi la mitad son primos; por debajo del 100, uno de cada cuatro; por debajo del 1000, casi uno de cada seis; a medida que contamos los primos en una centena, hasta 100, de 100 a 200 y así, la cantidad de números primos va descendiendo hasta la centena del 400 al 500, que sube de 16 a 17; a partir de esa, hasta el 1000, sube y baja; finalmente me pregunté si habría alguna fórmula para saber cuántos números primos hay en la centena del 8.600 al 8.700. Intenté trasladar la novela Los mutilados a mi propia vida; soy Karl Fanta, me dije; tengo que buscar un Franz Polzer, un Sonntag y, cómo no, una Frau Porges; ah, y una Dora. Tuve noticia de Martin Mersenne y aquello de la potencia de 2 menos 1, y me puse a buscar el número primo más alto. Pensé que la gestión de la población mundial, por compleja, estaba muy sobrevalorada: yo, como cualquiera, gestiono 37 billones de células, seis mil veces más que la población total de la Tierra; se mire como se mire, una pequeñez. Alfredo Alba, Aurora Alba, Manuel Aleixandre, María José Alfonso, Francisco Algora, Ángel de Andrés, Valeriano Andrés, Marisol Ayuso, Luis Barbero, Pilar Bardem, Aurora Bautista, Ana Belén, Jaime Blanch, Tomás Blanco, Manuel de Blas, José Bódalo, Julia Caba Alba, Simón Cabido, José María Cafarell, Nuria Carresi, Antonio Casal, Jose Manuel Cervino, Florinda Chico, Enma Cohen, Gemma Cuervo, Concha Cuetos, Fernando Delgado, Daniel Dicenta, Juan Diego, Ana Diosdado, Luis Escobar, Javier Escribá, José María Escuer, Fernando Fernán Gómez, Arturo Fernández, Antonio Ferrándis, Verónica Forqué, Maruchi Fresno, Manuel Galiana, Manuel Gallardo, Antonio Garisa, Guillermo Gentile, Manolo Gómez Bur, Agustín González, Estanis González, Mary González, Mara Goyanes, María José Goyanes, Sancho Gracia, Fernando Guillén, Emilio Gutiérrez Caba, Irene Gutiérrez Caba, Julia Gutiérrez Caba, Alicia Hermida, Lola Herrera, Joaquín Hinojosa, Pepe Isbert, Antonio Iranzo, María Kosti, Joaquin Kremel, Alfredo Landa, Carlos Larrañaga, Carlos Lemos, Lola Lemos, Marisa de Leza, Arturo López, José Luis López Vázquez, Cándida Losada, Carlos Lucena, Álvaro de Luna, Ana Mariscal, Adolfo Marsillach, Guillermo Marín, Maribel Martín, Pepe Martín, Julia Martínez, Julián Mateos, María Massip, Carmen de la Maza, Andrés Mejuto, Juanjo Menéndez, Francisco Merino, Ricardo Merino, Ismael Merlo, Maria Luisa Merlo, Conchita Montes, Juanito Navarro, Luis Núñez, María Fernanda D´Ocón, José Orjas, Pedro Osinaga, Amparo Pamplona, Encarna Paso, Emma Penella, Eusebio Poncela, María Luisa Ponte, José María Pou, José María Prada, Luis Prendes, Mari Carmen Prendes, Mercedes Prendes, Jesús Puente, Francisco Rabal, Elisa Ramírez, Mari Carmen Ramírez, Mónica Randall, Alfonso del Real, Aurora Redondo, Fernando Rey, Juan Ribó, José María Rodero, José Rubio, José Sacristán, Tina Sáinz, Mercedes Sampietro, Pedro Mari Sánchez, Fernando Sancho, Pepe Sancho, Inma de Santis, Pablo Sanz, Rosa María Sardá, José Sazatornil, Pastor Serrador, Julieta Serrano, María Silva, Laly Soldevilla, Charo Soriano, Manuel Tejada, Silvia Tortosa, Nuria Torray, Víctor Valverde, Francisco Valladares, Luis Varela, Concha Velasco, Victoria Vera, Ana María Vidal, Walter Vidarte, José Vivó, Mayrata O´Wisiedo, Manolo Zarzo. Se me ocurrió puntuar mi vida del uno al diez; lo intenté; pensé un número, recapacité, tuve dudas entre el seis y el siete; qué lejos está el seis del siete, pensé; me acordé de los decimales; no, no era el problema que fuera un 6,32 o un 6,47; los números no sirven para medir una vida. Los relojes, mi abuelo era muy niño cuando murió Patricio Gutiérrez con casi cien años; Patricio fue el hombre que se ocupó de poner la hora en el reloj de la iglesia; trajeron el reloj de Francia, lo subieron con poleas al campanario, lo pusieron y como se ve que se hizo de noche, y hubo no sé qué lío con alguien del pueblo, los técnicos se fueron sin ponerlo en hora; estuvo así casi un año, hasta que Patricio lo hizo con el Sol, bastante preciso, por cierto; setenta y cinco años después vino alguien de Santander que recorría los pueblos con una orden expresa de ajustarlos y solo tuvo que adelantarlo tres minutos; mi abuelo me dijo, bajo promesa de que no se lo contaría a nadie, que, aquella misma noche, alguien, nunca se supo quién, lo retrasó para dejarlo como estaba; nadie puede venir de fuera a decirnos qué hora es; una cosa son los paralelos, el ecuador es el ecuador, pero… ¿los meridianos? Leí primero y releí después muy despacio La señora Bovary para comprobar qué motivo hay para que la novela comience narrada por un alumno del colegio (utilizando el plural, estábamos en el aula, el director nos hizo una seña… lo vimos estudiar a conciencia) para diluirse apenas en la tercera página y ser contada a partir de ahí prácticamente toda la novela por un narrador omnisciente; eso sí, me prometí estar atento para saltarme la descripción del gorro de Charles Bovary: Era uno de esos cubrecabezas de orden compuesto, en el que se encuentran los elementos de la gorra de granadero, de chapska, del sombrero redondo, de la gorra de nutria y del gorro de algodón; en fin, una de esas pobres cosas cuya muda fealdad tiene profundidades de expresión como el rostro de un imbécil. Ovoide y emballenada, empezaba por tres morcillas circulares; después alternaban unos rombos de terciopelo con otros de piel de conejo, separados por una banda roja; a continuación una especie de saco que terminaba en un polígono encartonado, guarnecido con un adorno de pasamanería, del que pendía, en el extremo de un largo cordón demasiado delgado, una especie de bellota de hilos de oro, entrecruzados. Era una gorra nueva; la visera relucía. Averigüé qué animales respiran conscientemente y cuáles no. Tras la lectura de El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, me interesé por la biografía de William Brodie. El Concilio de Nicea. Axel Munthe. José Echegaray. Angelus Novus. El ombligo de Adán. Le di vueltas a un cuento que terminaría con un titular del Indianapolis Centennial; hasta 1883 en Estados Unidos había 49 zonas horarias, ello causaba grandes problemas a los trenes debido a la confusión de la información entre estaciones (antes del tren, cada ciudad tenía su propia hora tomada del sol); ese año se redujeron a cuatro, lo que, parece mentira, levantó alguna protesta; el citado Indianapolis Centennial escribió: El Sol ya no manda… Se le ordenará que salga y se ponga a la hora del tren. Busqué en Aristóteles esta anotación de Antonio di Benedetto sobre el suicidio de un caballo: Los criadores intentan que cubra una yegua. Se rehúsa. Finalmente lo consiguen. El caballo, que sabe que ha nacido de esa yegua, se precipita intencionadamente desde lo alto de una roca. Reflexioné sobre una de las estrategias de un grandísimo ajedrecista consistente en lograr que su oponente jugara peor; no se tiene que jugar a la perfección para ganar, basta con que tu oponente juegue peor. El cuadrado mágico de Benjamin Franklin, compuesto por 256 casillas con números, cuyas filas, columnas y dobles diagonales sumaban 2056. Enmanuel Lasker. Diogo Cao, el primer europeo que, mirando hacia el norte una noche despejada, no vio la Estrella Polar. Busqué a Nieves Monroy, la voz de las máquinas de tabaco: Su tabaco, gracias. Me interesé por Hans Fallada, quien en 1911 pactó con un amigo que se suicidarían mediante un duelo; los dos debían disparar a la vez y acertar, claro; Hans lo hizo, su amigo no. Cavilé las dificultades del cerebro: su posición física, cubierto de hueso, le impide ser autosuficiente y tiene que fiarse de la información que le traen del exterior. Visité el cementerio de las islas Columbretes; hay cinco tumbas; la primera, del hijo del farero, con esta inscripción: O.M.D. El ángel Miguel Garau suvió al cielo el 26 de marzo de 1892 a la edad de 26 meses. Sus desconsolados padres le dedican este recuerdo. Cuánta literatura hay en ese “suvió”, pensé. Los sargentos Gabcik y Kubis, miembros de la resistencia checa que saltaron en paracaídas sobre Praga para atentar contra Heydrich, el Carnicero de Praga; Heydrich siempre hacía los mismos recorridos, quién se iba a atrever; Gabcik y Kubis lo esperaron a la salida de una curva para beneficiarse de que el vehículo que lo transportaba redujera la velocidad; Gabcik apuntó y trató de disparar, pero se le encasquilló el arma; Heydrich, al darse cuenta, se puso en pie (era un descapotable) y repelió la agresión; Gabcik abandonó el fusil y salió corriendo; Kubis arrojó una granada e hirió a Heydrich; el chofer, otro héroe alemán, persiguió pistola en mano a Kubis, quien pudo huir; llevaron a Heydrich al hospital; no permitió que le tocaran los médicos checos (ni falta que hace, debieron de pensar ellos); la verdad es que al muy mamón le mataron sus convicciones. El mundo de Christina, de Andrew Wyeth; el cuadro me atrajo desde el momento en que lo miré, por el encuadre, tan extraño, con poquísimo cielo y mucho prado, las casas, la mujer, por su perfección; fijándome un poco más, me extrañó la posición del cuerpo de la mujer; averigüé que la mujer retratada, Christina Olson, quedó paralítica a los treinta años por la polio y se negó a utilizar silla de ruedas, así que se desplazaba arrastrándose por el suelo; Wyeth dijo que quiso pintarla así para hacer justicia a la extraordinaria conquista de una vida que para muchos sería desoladora; era importante contemplar el cuadro sabiendo eso, y que la témpera al huevo facilita la precisión pero impone pintar despacio, así que, como la pobre Christina no aguantaba posar tantas horas, en el cuadro vemos sus extremidades, pero el cuerpo es el de la esposa de Wyeth. Pensé que no hay nada más coqueto que enamorarse de alguien porque se ha enamorado de ti, que te enamores de su enamoramiento. Pensé también que no es fácil encontrar a Dios en Dios; que el hombre dejó de ser animal en el momento en que comprendió su sombra; y en el momento en que el animal renunció a convertirse en persona. Admiré la asombrosa eficacia de las tapas redondas de las alcantarillas. Llegué al alzhéimer, a construir una teoría estrafalaria del alzhéimer, por las apariciones de Garabandal; la Virgen se apareció cientos de veces a cuatro niñas en San Sebastián de Garabandal, un pueblo aislado, pobre, sin agua corriente en las casas, y luz escasa, racionada; tampoco tenía carretera, se llegaba a él por un camino de tierra de cinco quilómetros que serpenteaba entre montañas por el lado derecho del río Vendul; una tarde, las niñas dijeron que habían visto al arcángel San Miguel, después, muchas veces, a la Virgen; llegó gente de todo el mundo; las apariciones se sucedieron, las niñas, cada una en su casa, sentían de repente una llamada que las llevaba al éxtasis, salían a la calle y, según dijeron, coincidían en un punto del pueblo; permanecían allí un rato, en trance, imperturbables a la gente que las rodeaba, a linternas cegadoras e incluso pinchazos desenmascaradores; el mensaje, machacón, era siempre el mismo: que Dios, decía la Virgen, estaba muy enfadado con nosotros, que la copa de su paciencia estaba casi llena, que rezáramos; era sospechoso, por supuesto, que la Virgen se sirviera de aquellas niñas para enviar un mensaje de tal calado; joder, haberlo hecho en medio de Santander, o un campo de fútbol; pero, claro, también se decía, lo decía mucha gente, que habían visto a las niñas correr de espaldas a una velocidad endiablada si tropezar o subir un camino empinado, un verdadero pedregal, de rodillas, de noche, y bajo una lluvia intensa; se me ocurrió que, efectivamente, la Virgen se le había aparecido a las niñas; Dios creó el mundo, pensé, pero Dios no es omnitodo; tenemos un Dios que crea el mundo, lo que conocemos por mundo, pero no domina lo creado, ni es tan poderoso; transcurridos miles de años, el Creador detecta en nosotros unos pequeños vicios, es preciso “rectificarnos”, así que intenta transmitirnos unas consignas, dos o tres detalles para corregirnos sin entrar en boxes, pero no consigue comunicarse con nosotros; lo intenta una y otra vez y nada, no hay manera; entre tanta tentativa descubre, por casualidad (serendipia Él también) que ciertas mentes son más receptivas a sus transmisiones, una edad y un nivel cultural concretos, una localización geográfica como con las ondas de radio (San Sebastián se halla a los pies de una montaña denominada Peña Sagra), lo que sea; he ahí a las niñas; pero hay un problema: el conversor; cómo se traduce el mensaje, la instrucción, a vocabulario terrestre; Dios encuentra un canal de conexión en el cerebro de las niñas, cruza los dedos (a su manera)… y las niñas dicen “que no rezamos”; seguro que Dios no quiso decir eso, que la información enviada era más técnica, pero…; abunda en esa idea, este problema de comunicación, el modo en que las niñas lo transmiten: la Virgen lleva un vestido blanco con una túnica azul; es la imagen de la iconografía tradicional; la Virgen, se mire como se mire, debería aparecer completamente desnuda, o, y esto es más inverosímil, presentarse ante las niñas vestida a la moda; hay otro dato: la Virgen llevaba siempre un escapulario; ¡un escapulario!, ¿cómo diablos puede llevar la Virgen un escapulario?, ¿y si se apareciera Dios lo haría con un crucifijo?; las niñas recibieron unas ondas que, automáticamente, tradujeron mal, lo hicieron con su propio lenguaje; al día siguiente, ya en esa dinámica, creí saber por qué surge el alzhéimer. Conocí a Emilio Maluenda Sáiz; Emilio, a los cincuenta y cuatro años, compró una caja, un féretro; lo colocó en el garaje de su casa y se introdujo en él un minuto; no recordaba qué le llevó a hacerlo; esa misma tarde volvió a meterse y permaneció casi una hora; lo hizo a menudo, casi todos los días, muchas horas; lo único que me dijo Emilio es que hacerlo tenía todas las ventajas de estar muerto y ninguno de sus inconvenientes. Sopesé los dos modos de escribir biografías: contar exclusivamente aquello que, suprimido de la vida del biografiado, la habría cambiado; o no. El Códice Voynich. Este problema: Albert y Bernard se acaban de hacer amigos de Cheryl, y quieren saber cuándo es su cumpleaños; Cheryl les da una lista de diez posibles días:

 
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