Todos somos humanos... pero unos somos más humanos que otros

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CINCO CABEZAS TORPES

“¿Cinco cabezas torpes pensarán mejor que una cabeza sensata?” era lo que preguntaba hace poco un joven y vehemente ejecutivo, quien acababa de pasar por una tortuosa situación laboral.

Había sido despedido de una empresa familiar en la más profunda de las crisis, pero cuyos ejecutivos parecían tener –según él– un implícito acuerdo para autoengañarse y autodestruirse colectivamente.

Agregaba él que su error había sido no integrarse a la necedad colectiva de este “Círculo de Calidad”, como ellos mismos llamaban a esas reuniones donde concertaban la destrucción (inconsciente pero intencional) de su empresa.

Y es que, como tantas veces, en este caso cinco mentes torpes lo único que hacen cuando están juntas es darse mutuamente la razón y ratificar colectivamente su torpe y precaria visión del mundo. Y si tienes la mala suerte de caer en ese grupo y no eres capaz de callarte, serás el blanco de muchos ataques.

Una visión retrógrada pero bastante expandida es creer que la mayoría tiene la razón y que la búsqueda del consenso es una meta deseable: grave error.

La búsqueda del consenso y la sumisión a la voz de la mayoría en un equipo gerencial sólo lleva a la mediocridad galopante porque evita la confrontación de ideas. Si nos obsesionamos con el consenso y alinearnos con la mayoría, al final estaremos todos totalmente de acuerdo, yéndonos inefablemente hacia el despeñadero.

Pero si te sucede ser el sexto en discordia y eres el único que no está de acuerdo con el torpe consenso mayoritario y eres el único cuyo cerebro o vísceras le dicen que esa unanimidad es errónea, ¿qué debes hacer? ¿Nadar contra la corriente y arriesgar tu pellejo? ¿O alinearte con la torpeza y la mediocridad, aunque tu conciencia, tus tripas y tu cerebro te lo reprochen ácidamente?

La respuesta no es simple y, en uno u otro caso, lo más probable es que estarás perdido, me temo yo.

Repreguntándole a nuestro joven amigo sobre otros detalles del caso encontramos que de por medio había una batalla de accionistas-familiares, de modo que los eventos no estaban relacionados con maximizar las utilidades para la empresa o salvarla de la quiebra, sino maximizar las utilidades para algunos de los primos mientras trataban de hacerle el máximo daño posible a los demás.

En este contexto, nuestro joven y bienintencionado ejecutivo era, claro está, cadáver, puesto que él pretendía jugar limpiamente, presentando las mejores propuestas pensando en el largo plazo de la empresa en su conjunto, mientras que los directores y gerentes, todos parientes entre sí, desarrollaban un juego totalmente diferente: la venganza.

Mi sugerencia fue que aceptara que estaba perdido y que debía buscar un nuevo trabajo puesto que con toda su inteligencia él nunca iba a convencer a “cinco cabezas torpes” cuando, sobre todo, no se trataba realmente sólo de “cinco cabezas torpes” sino de dos bandos familiares odiándose al extremo, tratando de destruir al otro, aunque en el intento terminaran autodestruyéndose a sí mismos. Y ante eso no hay más opción que hacerse a un lado y enrumbar a una empresa más segura, decente y profesional.

¿QUIÉN CAMBIÓ: MIGUEL ÁNGEL O YO?*

Hace unos diez años, por pura casualidad, tuve que presentar a Miguel Ángel en una conferencia ante un pequeño y selecto auditorio. Allí estaban presentes unos ciento cincuenta de los más importantes empresarios y gerentes del país. Yo llegué molesto, pues no estaba programado que hiciera esa presentación y, además, no sabía de quién se trataba.

Todo el auditorio, yo incluido, casi ni parpadeamos durante la hora y media que Miguel Ángel nos habló casi sin respirar.

Terminé llorando y, cuando volteé la vista hacia los grandes señores en sus ternos finísimos, ellos también tenían los ojos llenos de lágrimas. A partir de esa fecha me hice un entusiasta seguidor y difusor de las palabras de Miguel Ángel y durante varios meses hablé de él en mis clases.

Como toda moda, al tiempo me olvide de él y dejé de escuchar su nombre. Hasta hace poco que, vía Internet, empecé a escuchar sus microprogramas en la radio. ¡Pero qué desilusión! La expectativa con que esperaba sus ideas fue decepcionada con frases gastadas y lugares comunes. No podía creerlo, ¿qué había pasado con las geniales palabras de Miguel Ángel? ¿Será que él ha perdido su lucidez y talento? ¿Será que ha empezado a repetirse por masificarse? ¿Será que al escribir miles de páginas ha terminado por reiterarse?

¿O tal vez él no sea en absoluto el problema? Tal vez es que me he hecho diez años más viejo y las mismas palabras que antes me encendían hoy me parecen triviales. ¿O la edad me habrá vuelto pesimista? ¿Cómo saberlo? Tal vez sus ideas siguen siendo inspiradoras y soy yo el que he perdido perspectiva y optimismo. Tal vez. O tal vez es que sus palabras siempre fueron lugares comunes pero mi inmadurez las hacía ver como grandes palabras inspiradoras.

La verdad no tengo una respuesta, aunque prefiero partir de la hipótesis más favorable para mi pobre ego. Asumiré, en principio, que la edad me ha hecho más sabio y que las palabras de Miguel Ángel son lugares comunes. Es decir, presumiré que yo estoy bien y que él está mal. De hecho esta posición, aunque peligrosa, es el punto de partida más tranquilizador.

Pero, a la vez, sé muy bien que puedo estarme engañando. Que tal vez él está bien y soy yo quien ha perdido con la edad. Tal vez sus palabras en aquella época sí marcaron una diferencia para mí y me enseñaron mucho, pero por alguna razón hoy soy incapaz de recordarlo. Es la hipótesis más alarmante pero me temo que bien podría resultar siendo la correcta.

Mi única conclusión más o menos clara es que quienes, como yo, nos acercamos más rápido de lo debido (y de lo querido) a la cincuentena, imagino, siempre estaremos ante el peligro de nunca saber si nos estamos haciendo cada día más sabios o cada día más pesimistas o, terrible es admitirlo, simplemente, cada día más viejos.

CINCO MARAVILLOSOS PRINCIPIOS PARA COMUNICARSE* (QUE RARA VEZ FUNCIONAN)

A raíz de mi reciente libro Después de todo, sólo somos seres humanos he recibido ciertas críticas acusándome de atacar las recetitas simples, tranquilizadoras y encantadoras que tanto gustan.

Para detener este tipo de críticas, aquí les doy una recetita que, aunque rara vez funciona, luce perfecta. El tema es cómo comunicarse correctamente y aquí van los cinco lindos principios para comunicarse mejor.

Los cinco principios

1. Oír de verdad lo que el otro dice. Frecuentemente, cuando el otro habla, no estamos escuchando. Estoy rebatiéndolo en mi pensamiento y estoy más bien preparando mi “contraataque”. Esto bloquea la comunicación. Debiéramos más bien escuchar sinceramente tratando de entender lo que el otro está diciendo.

2. Hacer preguntas, con escucha activa. Una vez que hemos dejado que el otro se exprese libremente, demostrándole interés y respeto, debemos hacerle repreguntas que le demuestren que hemos estado atentos a sus ideas, que queremos realmente profundizar en ellas y deseamos llegar al fondo de su pensamiento. No es un cuestionamiento ni un desafiar con preguntas, es profundizar en sus ideas.

3. Hacer que me escuche. Pero esto no puede ser unilateral, si sólo me centrara en escuchar a la otra parte no estaríamos en una buena comunicación. Tengo que lograr que la otra parte me escuche con el mismo respeto e interés como yo la escuché.

4. Escucharme a mí mismo. Un aspecto más sutil pero igualmente importante es desarrollar mi capacidad de escucharme a mí mismo desapasionada y objetivamente. Debo ser capaz de observarme para tratar de entender cómo me puede estar percibiendo la otra parte. Puede ocurrir que yo sea más vehemente de lo que creo y hasta puedo llegar a herir a la otra parte sin darme cuenta, pero como estoy tan inmerso en mi propio discurso, puedo no darme cuenta de mis mensajes colaterales o no verbales.

5. Que el otro se escuche a sí mismo. Pero, igualmente, debo incitar a mi contraparte a escucharse y observarse cuando habla y argumenta, por las mismas razones mencionadas.

Creo que es evidente que si todos practicáramos estos cinco principios, especialmente en situaciones difíciles, nuestra comunicación mejoraría radicalmente y muchos de nuestros conflictos serían rápidamente resueltos.

Por supuesto, esta recetita es falsa y no funciona. O mejor dicho, me corrijo, sí funciona pero dentro de límites tan restringidos que es muy raro el caso en el que sirve. Claro, ustedes me dirán que “debería” funcionar, porque es una recetita linda, estética y ética. Sí, de acuerdo, el mundo “debería” ser así. De acuerdo, la verdadera comunicación “debería” ser así. Pero no suele serlo.

Veamos lo que queda de mi recetita cuando le damos un baño de realidad.

En primer lugar, esta recetita sólo va a funcionar si tanto tú como el otro están jugando el mismo juego: el juego de la comunicación auténtica. Y, la verdad sea dicha, ese es un evento muy deseable pero bastante escaso en el universo.

¿Pero qué hacer si el otro está jugando otro juego y sólo está fingiendo que quiere comunicarse auténticamente? (Y mejor ni pregunto qué hacer cuando tú mismo estás jugando otro juego y sólo estás fingiendo que quieres comunicarte auténticamente. ¡O cuando ambos están fingiéndolo!).

La recetita, además, se apoya en un supuesto bastante deleznable: que tú y la otra persona tienen básicamente claro lo que quieren y que esos deseos son totalmente coherentes y conscientes. Pero esto no suele ser así. Tanto él como tú tienen muchas cosas propias de las que no son conscientes y tienen necesidades contradictorias.

 

Y así podríamos seguir con varios argumentos adicionales, pero sólo mencionaré algunos muy de pasada: qué hacer cuando los valores entre él y tú difieren profundamente, o cuando el significado de las palabras difiere para cada uno, o cuando los intereses son incompatibles, o cuando hay terceras personas, presentes o ausentes, ante las que deberemos responder por haber hecho un acuerdo o por no haber llegado a ningún acuerdo, o cuando hay muchas personas en la mesa conversando, con lo que todas estas variables se complejizan exponencialmente o cuando etcétera, etcétera.

Sólo una nota final: las recetitas no sirven, pero los principios sí. Con ello digo que no debes aplicar ciega y mecánicamente esos cinco principios en cada ocasión. Pero sí es muy oportuno que los tomes en consideración y que busques los momentos adecuados para aplicarlos, con flexibilidad y considerando las complejidades mencionadas en este artículo.

También es verdad que sí creo que así debiera ser la comunicación y que cada vez que podamos debiéramos tratar de practicar el “juego” de la auténtica comunicación. Es algo bueno y puede ser muy rentable en satisfacción humana y económica. Entonces, si estamos en un caso de auténtica comunicación, o si es posible que induzcamos a nuestra contraparte a ella, apliquemos estos cinco principios. No ganarás siempre pero puedes estar seguro de que en la mayoría de los casos incrementarás tus probabilidades de éxito.

ADMINISTRAR ES EJECUTAR UN PRESUPUESTO*

No sé por qué esta absurda frase me viene reiteradamente a la cabeza. Ocurrió hace unos catorce años, mientras seleccionaba personal para un cargo de gerente y un candidato proveniente del sector público la mencionó en la entrevista.

Por supuesto, ese simple hecho bastó para no recomendarlo pero no pude evitar que lo contrataran. El resultado, previsiblemente, fue desastroso, pues el buen señor (quien de hecho era una excelente persona) estaba convencido de que “administrar era ejecutar un presupuesto”.

Desde entonces vengo observando cómo las empresas (incluidas las transnacionales) más burocratizadas siguen creyendo que el presupuesto es el eje de la buena gestión y que los peores gerentes son sus más fieles seguidores.

Detrás de esto hay varias fantasías y paradigmas obsoletos que revisaré brevemente.

En primer lugar, está el rito ancestral de la confección del presupuesto. Al final de cada año cada unidad prepara el presupuesto del año siguiente. Eso, que finge ser un acto racional y técnico, es un pretexto para toda una serie de maniobras y manipulaciones que el psiquiatra Eric Berne llamaba “juegos organizacionales”. El jefe exagera las cifras del presupuesto, el subordinado las achica y ambos saben que el otro está faroleando. Al final todo es principalmente un juego de poder en el que las cifras definitivas dependerán de quién tenga el poder para imponerlas.

En segundo lugar, figura la creencia de que los sistemas de control deben estar basados en el cumplimiento del presupuesto. Mientras más incompetente sea el gerente, más estricto será en esto. Si llegas a lo pre-supuesto tienes un premio, si no, tienes un castigo. Les tengo malas noticias: en decenas de casos quien llega a lo pre-supuesto merece un severo castigo y quien no llega merece un gran premio. Adivina por qué...

En tercer lugar, que el presupuesto actúa como un incentivo perverso, es decir, genera toneladas de prácticas nocivas que se esconden detrás de las cifras. Sólo revisemos una de ellas, que me favorece a mí y se llama “consumir el presupuesto”. Curiosamente, hacia fines de año me llega una cantidad elevada de solicitudes para que conduzca talleres y retiros para las empresas. Hasta allí nada de malo; eso me da dinero y es bueno para la empresa porque mis talleres son muy bonitos, digo yo.

No, el problema es que en algunos casos se hace el taller sólo para cumplir con el presupuesto de capacitación y porque, si no lo consumen todo, el próximo año se los reducirán. Claro, esto pasa en todas las áreas de la empresa y en magnitudes mucho más relevantes. Como ven, eso de ahorrarle dinero a la empresa no siempre es bueno y hay que cumplir lo pre-supuesto a como dé lugar.

Finalmente, ya imagino lo que muchos de ustedes se estarán diciendo, porque mis alumnos y clientes siempre me lo repiten: “Pero si abandonamos la lógica del presupuesto como base del planeamiento, la gestión y el control nos quedaremos en el caos”.

Claro, tenemos tan metido en la cabeza el paradigma “predice y prepárate” que una visión diferente suena amenazante; pues no hay nada más inquietante que quedarnos sin falsas mediciones que nos den la ilusoria sensación de tenerlo todo bajo control.

No puedo agotar en extenso este tema aquí, pues ameritará muchos artículos más. Por el momento lo dejo a tu propia reflexión y sugiero que, mientras tanto, observes cómo usan los presupuestos los gerentes exitosos. Y claro, con “exitoso” no me refiero a aquellos gerentes que llegan o sobrepasan lo pre-supuesto. Me refiero a otra cosa, ya lo verás.

LASCIATE OGNI SPERANZA VOI CH’ENTRATE*

Recuerdo que escuché esta frase, por primera vez, en una canción/parodia de Les Luthiers y no entendí nada. Algún amigo, bastante más ilustrado, me explicó que era parte de La Divina Comedia, de Dante Alighieri. Años después, otro amigo me regaló el libro y en las primeras veinte páginas he hallado más material sobre el alma humana y la vida organizacional de la que he encontrado en tomos enteros de teoría.

Se trata del Infierno de Dante y no he podido dejar de sentir un escalofrío al imaginarme cómo esas palabras describían tan bien el “infierno” cotidiano que padecen muchas personas, cada día, al ir a sus trabajos.

La frase se traduce como “¡Oh, ustedes, los que entran, abandonen toda esperanza!”. Parafraseando a Dante, diríamos que el verdadero infierno es dejar en la puerta del trabajo, cada día, nuestras esperanzas, por habernos convencido de que nunca se harán realidad. Cuántos jefes amargados, atrapados en sus propios problemas y frustraciones, se encargan de que el trabajo sea para sus subordinados exactamente ese tipo de infierno, el infierno de una oficina donde toda esperanza debe ser abandonada en la puerta de entrada.

Pero aquel que maldice las horas de trabajo, pero ve con alegría el fin de la jornada, está en un infierno menos terrible, pues sueña, al menos, con el hermoso momento de la salida y la llegada a casa, la universidad o a algún otro sitio agradable.

Pero hay personas que viven en un infierno peor, pues maldicen cada hora de trabajo pero sienten el mismo terror por las horas fuera del trabajo. No tienen esperanzas ni en la oficina, ni en la casa, ni en el estudio, ni en nada. Las esperanzas, todas, las dejaron colgadas en algún lugar del pasado, hace diez o veinte años y sus vidas completas son un infierno, no sólo el trabajo. Estas son las personas a las que le da igual irse a las 6 de la tarde o a las 10 de la noche. Total, si no hay vida ni esperanza en otro lado, ¿para qué apurarse?

Lo triste es que estas personas disfrazan su desesperanza como si fuera abnegación y entrega al trabajo y laboran muchas horas extras, incluidos sábados y domingos y obtienen los halagos de la gente ignorante. ¡Qué absurdo!

Otro habitante del infierno cotidiano de nuestras oficinas es, como dice Dante, “aquel que por cobardía hizo la gran renuncia”. Aquel que por fuerza mayor o flojera o cobardía se dejó vencer y abandonó su vocación, y vegeta en un cargo por debajo de sus talentos. Y aunque busque un tercero a quien culpar, él o ella es el único culpable.

Esta persona buscará culpar a todo el mundo, menos a ese verdadero gran culpable de casi todos nuestros infortunios: su “enemigo en el espejo”; e irá regando su desánimo en todos los que lo rodean, en la casa y en la oficina. ¡Y ay de ti si ese es tu jefe!

Un último ocupante de este diario infierno son “las tristes almas de aquellos que vivieron sin merecer alabanza ni vituperio”. Personas que decidieron pintarse la cara, el cuerpo, el alma y la vida de gris, para pasar desapercibidos; que no obtuvieron una sola amonestación en treinta años, pero tampoco hicieron nada destacado; se limitaron a no quebrar las normas pero no aportaron nada significativo; pusieron cuatro sellos donde les dijeron que los pusieran; dijeron cada “no” que los manuales indicaban; todo “dos más dos” siempre les dio “cuatro” pero, al fin y al cabo, no crearon nada ni aportaron nada. A estas almas en pena, a estos muertos vivientes los hemos sufrido, en uno u otro momento, todos.

Lo que cambia mucho las cosas es si ellos están en el cargo de gerente, de jefe o de subordinado, porque mientras más poder tenga el espectro, más militante será su desesperanza y más reacio se hará al cambio. Pero además, tendrá más poder para hacer miserables las vidas de sus subordinados y para que abandonen las esperanzas, hagan la gran renuncia y vivan sin merecer ni alabanza ni vituperio.

Afortunadamente también puede suceder todo lo contrario. Puedes, incluso desde un pequeño cargo de jefe, hacer renacer a un muerto, poner a funcionar neuronas largamente olvidadas y ver renacer vida y sonrisa en el, hasta entonces, mortecino rostro.

Esto es lo positivo, al final de todo. Puesto que un jefe, con el entrenamiento y la personalidad adecuados, puede hacer que en su pequeño espacio de autoridad, en la oficina a su cargo, haya carteles (tácitos pero perceptibles) que digan a gritos: “cada mañana trae contigo tus esperanzas”, “recuerda las que habías olvidado”, “no renuncies sin haberlo intentado de veinte maneras diferentes”, “atrévete a atreverte”. En resumidas cuentas, un jefe que grita, con palabras, con silencios y con acciones, “yo estoy aquí para apoyarte, para eso me pagan, para eso soy gerente”.

LA EMPRESA ESQUIZOFRÉNICA*

Esto es real y ocurrió ayer. Un gerente general fue despedido por tener razón. Tanto tenía la razón que casi todos los accionistas de la empresa lo llamaron para decirle que tenía razón, pero que igual estaba despedido. Alguno le llegó a decir que le daba toda la razón, que estaba de su lado, que lo apreciaba y respetaba, pero que estaba despedido.

¿Su delito? Tener la razón: haberse opuesto a una orden que sólo un irresponsable hubiera obedecido, pero que venía de un accionista que tiene la merecida fama de testarudo... pero, ya saben, cuando papi es accionista... ¡y con la familia no se juega!

En los discursos de despedida de los demás accionistas le recalcaron que reconocían su profesionalismo, ética intachable, compromiso, inteligencia... pero que si hubiera querido mantener su puesto debería haber actuado de modo no ético, no profesional y necio, aceptando una orden dañina. Imagínense: para que el gerente general de la empresa conserve su trabajo, los mismos accionistas le exigían que atente contra la empresa y que implemente una orden dañina.

¿Que parece mentira? Claro que parece mentira, pero no lo es. Ojalá esto fuera anecdótico y excepcional. Ojalá que fuera mentira. Pero ni es mentira ni es excepcional. Y, lo peor, estoy seguro de que muchos de ustedes conocen casos semejantes.

En este caso, como en muchos, por razones familiares en vez de tomarse decisiones inteligentes y razonables se termina cediendo a caprichos... aunque en el mediano plazo esto destruya el dinero de la misma familia. (De hecho, en mi experiencia de consultor soy testigo de familias de abolengo que han terminado totalmente quebradas por obedecer más a los caprichos de los familiares que a los dictados del sentido común en el manejo de sus empresas).

La consecuencia de esto será definitivamente negativa para la empresa: un accionista aumentará su cuota de poder pero a costa de que la empresa pierda competitividad... y quien pretendía evitar este absurdo es despedido.

Suele decirse que estos absurdos ocurren por el carácter familiar y subdesarrollado de nuestras empresas. Y se trata de una explicación parcialmente verdadera, pues esto no sólo ocurre en empresas familiares (aunque se cree que sucede de un modo más dramático en las empresas familiares) y tampoco en empresas de países subdesarrollados (aunque parece suceder de un modo más dramático en países subdesarrollados).

 

Lo cierto es que por razones como estas nuestras empresas no despegan, no son competitivas en el ámbito internacional y nuestro país no sale del subdesarrollo. Y si, como es legítimo, me preguntas cómo hacemos para que el sentido común se imponga sobre la necedad y el profesionalismo se imponga sobre los caprichos de un hijo del accionista, mi respuesta es “no lo sé”.

Es casi imposible convencer a quien siempre lo tuvo todo y que cree merecerlo todo de que el universo no gira a su alrededor. Solo nos queda rezar para que los incompetentes quiebren pronto y una nueva casta de empresarios y gerentes realmente profesionales y competitivos tome el control de las empresas, de las instituciones y, ojalá, de todo nuestro país.

¡Ah!, me olvidaba: ¿Por qué he llamado a este artículo “Empresa esquizofrénica”? Pues porque lo que acabo de describir tiene mucha similitud con una enfermedad mental y parece increíble que los implicados sean personas “normales”, gente de “éxito”. La palabra esquizofrénico puede asociarse con la idea de “doble personalidad” y sucede que los implicados en esta triste historia, en una de sus personalidades, son gente inteligente, ética y razonable. Pero en su segunda personalidad son absurdos, amorales, caprichosos y hasta suicidas. Y ambas cosas residen en la misma persona.

Tal vez sería bueno explorar cuánta gente de este tipo dirige nuestras empresas e instituciones (y hacer algo al respecto, ¿no?) aunque los resultados puedan ser espeluznantes.

Advertencia: Toda similitud entre hechos o personajes de este artículo con hechos o personajes de la vida real no es ninguna coincidencia. Se ha omitido los nombres de los implicados para proteger a los verdaderos culpables.

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