La reina masona

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Esa mutua repulsión fue creciendo poco a poco a base de maledicencias, injurias, traiciones y jugarretas con las que cada una de ellas intentaba permanentemente perjudicar a la parte contraria. Según cuentan, no fue Luisa Carlota quien empezó esa peculiar guerra y, durante un tiempo, la italiana se limitó a soportar a sus odiadas primas, guardando fríamente las distancias.

Cierto es que el ademán orgulloso de Luisa Carlota y su afán por hacerse notar allí donde estaba influyeron mucho en el mal recibimiento que las portuguesas dispensaron a su prima.

Molestas con el afán de protagonismo de la italiana, las portuguesas se dedicaron a burlarse de ella. Luisa Carlota llegó a España bastante escasa de recursos económicos, pues su padre don Francesco, amén de estricto en los temas de moral, era bastante tacaño. Llegó a España con lo puesto, casi sin casi dinero y para casarse con el benjamín de los infantes, el bala perdida, inmaduro y tarambana de Francisco de Paula, a quien toda la corte consideraba un caso perdido.

Las dos portuguesas, picadas por las ínfulas de su prima, de común acuerdo, se dedicaron a hacerle la vida imposible a la italiana. Decidieron intentar sofocar su orgullo y afán de protagonismo, por lo que se dedicaron a tratarla en público como a alguien insignificante, como su pariente pobre, con sus burlas y desprecios continuos. Las portuguesas eran inconscientes de la clase de enemiga que se estaban creando.

La cosa desde luego no gustó en absoluto a la orgullosa napolitana, lo que provocó, desde los primeros días, el mutuo aborrecimiento entre las primas. Tras varios años en esta tensa situación, un buen día se le presentó a María Francisca la posibilidad de gastar una pesada broma a su odiada prima y cuñada.

Se encontraba la corte completa en Cádiz, celebrando el regreso del absolutismo del rey tras la invasión de España por los Cien Mil Hijos de San Luis, cuando la infanta María Francisca organizó un evento de celebración (por la tarde) del regreso de Fernando VII para recibir al victorioso monarca. El evento era de rigurosa gala, pero María Francisca, valiéndose de una de sus ayudantes, hizo llegar a Luisa Carlota la información de que el evento era con vestimenta informal.

Llegado el fastuoso evento de la tarde, Luisa Carlota se presentó en el mismo con su ropa de diario y descubrió horrorizada que todos los asistentes estaban de gala. La situación, ya de por si embarazosa, se complicó todavía más cuando María Francisca, María Teresa y sus compinches comenzaron a cuchichear, señalar y ridiculizar a la que se presentaba vestida de manera tan poco apropiada para la ocasión.

El bochorno del momento, la estela de burlas y los comentarios que persiguieron a Luisa Carlota durante bastantes días, así como la firme convicción de que nuevamente había sido victima de una pesada y desagradable broma de sus primas para ponerla en ridículo frente a toda la corte, fue la gota que colmó el vaso y significó la firma de una declaración de guerra sin cuartel, en la que en adelante las tres mujeres ocuparían buena parte de sus vidas y energías.

El tema llegó a tanto que empezó a tener cierto cariz e influencia en la política nacional. La gran rivalidad entre las primas influyó definitivamente en que se convirtieran en cabezas visibles de partidos políticos antagonistas. Las primeras en tomar la iniciativa en política fueron las hermanas portuguesas, por lo que Luisa Carlota no tardó en asumir el liderazgo del partido de ideología contraria.

Los tradicionalistas puros estaban descontentos con la política de Fernando VII desde varios años, antes de la llegada a España de ninguna de ellas. Poco después del regreso del rey de su cautiverio en Francia, donde había estado prisionero de Napoleón, los tradicionalistas entregaron al rey el “Manifiesto de los Persas” para manifestar al monarca su descontento con la posición y medidas políticas que estaba adoptando.

A su llegada a España, este descontento fue detectado por las infantas portuguesas, que al constatar la coincidencia de muchos de los valores ideológicos de los tradicionalistas con los del infante don Carlos, decidieron aprovechar esta circunstancia para intentar conseguir un importante grupo de partidarios.

Después de la caída del gobierno del Trienio Liberal, las portuguesas se dedicaron a organizar levantamientos para derrocar a su cuñado Fernando VII y conseguir así la subida al trono del primero en la línea de sucesión, el infante don Carlos, esposo de la infanta María Francisca.

De esta manera, las portuguesas, intentando conseguir apoyos para hacer realidad su ambición de que María Francisca llegase a ser reina de España, se convirtieron en las cabecillas del movimiento tradicionalista, que más tarde se convertiría en el partido carlista y que pelearía a muerte para conseguir que el infante don Carlos subiera al trono.

Como era de esperar por la enemistad que se profesaban desde hacia tiempo, Luisa Carlota empezó a moverse para apoyar al partido político contrario al presidido por María Francisca, los liberales.

Desde el mismo momento en que se enteró del apoyo de las portuguesas a los tradicionalistas y sus planes para poner al infante don Carlos en el trono, Luisa Carlota, para fastidiarlas, empezó a contactar con algunos de los cabecillas del partido liberal para ofrecerles su apoyo y poner a disposición de este partido sus influencias en la corte.

Escasos los liberales de este tipo de apoyos entre la nobleza, sobre todo en la cercana al rey, el partido liberal aceptó encantado el apoyo ofrecido por la infanta. De esta manera tan peregrina fue como las infantas María Francisca y María Teresa se convirtieron en las cabecillas de los tradicionalistas y Luisa Carlota de los liberales, pasando de tener una simple enemistad a ser, además, pérfidas adversarias políticas.

Sus respectivos maridos seguían llevándose como buenos hermanos y tomaron un papel mucho más pasivo en estas rencillas. Don Carlos, a pesar de la coincidencia de sus ideas religiosas con los tradicionalistas, no pasó en principio de una cierta simpatía por este partido. Por su parte, Francisco de Paula, fue simpatizante del partido liberal y solo con el paso del tiempo y la insistencia de Luisa Carlota se movió para tener un papel más activo en política.

Al año siguiente de la llegada de Luisa Carlota, en el 1820, empezaron las complicaciones en la familia portuguesa, lo que sirvió a la napolitana como munición para contraatacar contra sus primas, aumentando así la tensión.

Se inició una revolución constitucionalista, en la portuguesa ciudad de Oporto, que obligó a la familia real portuguesa, que todavía residía en Río de Janeiro, a su inmediato regreso a su país natal. Todos regresaron a Lisboa, menos el mayor de la familia, don Pedro, que quedó como regente del reino de Brasil por ser varón y el mayor de los hijos de la familia, pues sus hermanas mayores residían desde hacía varios años en Madrid.

Dicen las malas lenguas, que siempre tienen que sacar punta a todo, que seguramente el tal don Pedro tenía todo planeado de antemano y que, teniendo previsto quedarse como regente en Brasil, había sido él quien había promovido la revolución liberal de Oporto.

Pasado un tiempo y calmada ya la revolución en Portugal, su familia pidió a don Pedro, en repetidas ocasiones, que regresara a su país natal, cosa a la que él se negó, por lo que finalmente la casa real de Braganza perdió la paciencia y se le retiró el cargo de regente, quedando don Pedro como un simple representante de la corte portuguesa en Brasil.

Al conocer la noticia de su destitución como regente, don Pedro, indignado, lanzó el famoso grito de ¡Independencia o muerte! en Ipiranga. Lo cierto es que el sujeto lo que quería a toda costa era calzarse una corona y lo consiguió, pues poco después proclamó la independencia de Brasil, consiguiendo el ampuloso título de emperador don Pedro I de Brasil. Como resultado lógico a la traición realizada a su país y a su padre, don Pedro fue declarado traidor en Portugal y desheredado.

Ya con esto de Brasil y la traición de don Pedro a su padre, la infanta Luisa Carlota tenía bastante material para poder meterse con sus afectadas primas portuguesas. Sin embargo, para deleite de la napolitana, en los años siguientes, siguieron ocurriendo en la familia real portuguesa otros hechos igualmente bochornosos que dieron mucho que hablar, especialmente a la italiana que vivía pendiente de airear todos los trapos sucios que pudiera encontrar en la familia de sus odiadas primas.

Poco después de que el mayor de los varones de la familia, don Pedro, traicionara a su padre proclamando la independencia del Brasil, el segundo varón, don Miguel, se dedicaba a organizar en Portugal dos alzamientos contra el gobierno de su propio padre y tras fallar los mismos tuvo que irse a vivir exiliado a Alemania. Al igual que su hermano, resultó desheredado.

En 1825 don João VI de Portugal, viendo que las fuerzas se le acababan y al parecer las luces también, redactó un confuso testamento en el que dejaba la corona de Portugal a su legítimo heredero, olvidándose el importante detalle de indicar cual de sus dos hijos varones, según él, debía ser considerado como heredero legítimo, pues ambos habían sido desheredados por las traiciones cometidas contra su padre.

Unos meses después, a principios de 1826, el rey portugués falleció súbitamente y aunque nadie pudo demostrar nada, los murmuradores, que siempre tiene que haberlos, se dedicaron a propagar el rumor de que el rey había muerto envenenado y que el magnicidio había sido organizado desde el exilio por su propio hijo don Miguel, con la ayuda de la reina y esposa del difunto, la ambiciosa infanta española Carlota Joaquina.

 

Cada vez que alguna de estas truculentas noticias llegaban de Portugal, la infanta Luisa Carlota daba saltos de alegría, pues le llegaba munición con la que atacar a las hermanas portuguesas que, por cierto, no tomaban nada a bien los desvelos de la napolitana por enterarse de todas las intimidades y miserias de su familia.

Al abrir el testamento de don João VI, las cosas vinieron a complicarse aún más, ya que como el rey no se había molestado en aclarar en su testamento a quién designaba como heredero legítimo del trono portugués. Todo el mundo se dedicó a opinar a quién le debía corresponder y, claro, los ánimos se fueron calentando.

La corona de Portugal debería pasar al mayor de los varones, por lo que teóricamente debería corresponderle a don Pedro, pero como este había cometido un delito de traición contra su padre y fue desheredado cuando proclamó la independencia de Brasil en 1822, la corona debería pasar al segundo varón don Miguel.

El problema es que el tal don Miguel, otra joya de la corona igual que su hermano mayor, también había traicionado a su padre en dos ocasiones, por lo que además de haber sido desheredado, estaba en el exilio.

Como no había ningún varón en la familia que mereciera la corona, se nombró una regencia hasta que se aclarase la situación. Finalmente, con la idea de volver a unificar las coronas de Brasil y Portugal, se decidió que la corona se le debía dar a don Pedro, que fue proclamado como Pedro IV de Portugal.

Nada más ceñirse la corona, don Pedro puso todo patas arriba, promulgando unas semanas después de su coronación la constitución liberal portuguesa, copiada de la que pocos años antes habían instaurado en Brasil. Pero hubo quien reclamó que la constitución brasileña, que él mismo había redactado, impedía que pudiera reinar en ambos países, se vio obligado a abdicar un mes después, dejando la corona de Portugal a su hija mayor María de la Gloria, que tenía tan solo siete añitos.

Con idea de suavizar la tensa situación de Portugal, don Pedro, antes de regresar a Brasil dejando a su hija como reina, nombró a su hermano Miguel regente del reino y concertaron la boda de este con su pequeña sobrina María de la Gloria y así todos contentos.

Don Miguel regresó a Portugal desde el exilio alemán donde estaba y asumió la regencia del país, en nombre de su sobrina y prometida. Cuando ya todo parecía calmado, un par de años después, en 1828, las cortes portuguesas, conscientes del gran daño que don Pedro había hecho al país con lo de la pérdida del Brasil, aclamaron a don Miguel como rey legítimo de Portugal y declararon ilegítimo todo lo hecho por don Pedro desde la independencia brasileña, con lo que la cosa volvía a complicarse.

Don Miguel, más conocido por el tradicionalista, aceptó encantado la decisión de las cortes portuguesas, por lo que además de abolir la constitución liberal establecida por su hermano Pedro y de quitarle la corona a su sobrina, decidió que no tenía sentido ya continuar con su compromiso matrimonial con ella.

Como era de esperar, las decisiones tomadas por las cortes portuguesas y por don Miguel no gustaron a su hermano Pedro ni a sus partidarios, por lo que sucedió lo que nadie esperaba. Don Pedro formó una armada y partiendo desde Brasil se decidió a atacar Portugal llegando a las costas lusitanas. Los liberales portugueses decidieron apoyar a don Pedro, empezando en Portugal una cruenta guerra civil iniciada por ambos hermanos.

Y estando así las cosas en Portugal, tras más de un año de guerra civil, a las infantas María Francisca y María Teresa, no les quedaba más que tragar quina cuando su odiada prima se dedicaba a cotillear por el palacio real de Madrid los detalles y menudencias de los acontecimientos de la casa real de Braganza.

Claro está que las portuguesas no se conformaban con aguantar esto y hacían también lo que podían por amargar la existencia a su prima. Tradicionalistas acérrimas como eran, las infantas portuguesas pasaron grandes penurias durante el Trienio Liberal y entre el 1820 y 1823 les tocó soportar a Luisa Carlota pavoneándose por toda la corte, como máxima cabecilla del partido en el poder.

Sin embargo, no debe uno mostrarse demasiado fatuo en temas de política, ya que cuando uno menos lo espera, la tortilla puede darse la vuelta y eso fue lo que le ocurrió a Luisa Carlota. Tras tres años en el poder los liberales, todo el mundo los hacía totalmente asentados en el mismo y nadie podía esperar que la Santa Alianza, velando por la estabilidad europea, iba a enviar al poderoso ejército de los Cien Mil Hijos de San Luis a restablecer la monarquía absolutista y, aunque nadie lo esperaba, lo cierto es que así ocurrió y cuando Fernando VII regresó al trono, regresó con muchas cuentas pendientes que ajustar con los liberales.

Desde el regreso de Fernando VII al trono, las portuguesas decidieron desquitarde de la napolitana. Aprovechando el rencor del rey contra los liberales y que sus ideas políticas eran muy afines a las de las portuguesas, estas aprovecharon para azuzar a Fernando VII para que empezase una auténtica cacería contra los liberales y las sectas masónicas que les apoyaban. Y aunque Luisa Carlota no sufrió directamente las consecuencias de la dura represión realista contra los liberales, cierto es que muchos de sus amigos y colaboradores fueron duramente perseguidos y castigados y el partido que lideraba tremendamente debilitado.

En fin, que las infantas portuguesas María Francisca y María Teresa de Braganza no se aburrían mientras repartían su tiempo en intentar que don Carlos subiera al trono y en fastidiar todo lo posible a su prima Luisa Carlota, mortificándola o creándole nuevos problemas.

4.- CLAUSURA

Cuando llamaron a la campanilla de su puerta, María Cristina no pudo evitar sobresaltarse. Acostumbrada como estaba ya a la soledad, llevaba un tiempo sin que nadie se dirigiera a ella, pues desde que fue recluida semanas atrás en sus habitaciones por orden de su padre, los únicos seres humanos que había visto, aparte de una única visita de su madre, eran las silenciosas camareras que limpiaban su cuarto o le llevaban la bandeja con la comida.

―¡Buenos días hija! ―escuchó decir a su madre tras la puerta―. ¿Puedes abrirme? Necesito hablar contigo, es urgente.

Sobresaltada, María Cristina corrió a abrirle. Nada más verse, ambas se fundieron en un largo abrazo, en el que no pudieron contener las lágrimas. Tras tranquilizarse un poco, su madre le dijo:

―Tengo un montón de cosas que contarte ―comentó todavía con la voz emocionada―, vamos a la salita y pediré que nos traigan un café.

―Gracias mamá. A pesar de haber estado aquí aislada, siempre he sabido que tú estabas ahí afuera, ayudándome. Cuéntame, ¿qué pasa?

―Pues que finalmente tu padre ha encontrado un convento en el que te van a admitir como novicia de clausura. Al final ha tenido que negociar con la madre superiora una fuerte dote, pues también allí habían llegado las noticias del escándalo y de que no te querían admitir en ningún convento, por lo que han aprovechado para abusar en el precio de la admisión.

―O sea que finalmente no me voy a librar de ingresar en el convento ―comentó triste María Cristina.

―Pues parece que no. El ingreso se va a hacer inmediatamente y deberías ir preparando tu equipaje puesto que mañana temprano saldremos para allí. El acuerdo ha sido cerrado con la superiora de un convento de clausura en la villa de San Gemini, en la Umbría. Debes saber que a tu padre le ha costado una fortuna conseguir que te dejaran entrar allí. La madre superiora se ha dedicado a apretarle y hasta que no han acordado una importantísima dote para el convento no ha conseguido que te admitieran. Así que imagínate lo contento que debe de andar tu padre, con lo rácano que es, después de haber desembolsado esa fortuna.

―Casi prefiero no imaginármelo. ¿Crees que podría despedirme de él o no estará de humor? Es muy posible que una vez ingrese en la clausura no vuelva a verlo en vida y me gustaría pedirle perdón.

―Déjame que hable con él e intente convencerle y según lo que me responda te digo esta tarde si podrás o no verle, pero yo si fuera tú no me haría muchas ilusiones de que me perdonara ni de que me recibiera. A pesar de que han pasado varias semanas desde que te pillaron, tu padre sigue igual de enfadado que el primer día. Además, en la calle tu escándalo sigue siendo uno de los principales temas de conversación y eso no ayuda nada a que tu padre se tranquilice, más bien al contrario.

―Pues no entiendo qué tanto tienen que hablar sobre lo que pasó. Me parece normal que los dos o tres primeros días lo comenten, pero han pasado más de dos meses y tampoco creo que el asunto dé para tanto.

―Sí, pero sabes que tu padre tiene bastantes enemigos a los que les convienen este tipo de escándalos, así que hay gente interesada en que no se olvide lo ocurrido. Cambiando de tema, quería contarte también que he recibido carta de tu hermana Luisa Carlota y me dice que va a hacer todo lo posible para que te vayas con ella a España, donde nadie sabe nada del escándalo y podrías llevar una vida normal. A mí me parece una buena solución. ¿No te parece?

―Pues sí, cualquier cosa mejor que morir en vida encerrada para siempre en un convento. ¿Sabes para cuándo podría irme para allí?

―Según me comenta, de momento no es más que una idea que tiene, por lo que no es seguro si finalmente podrás ir o no y mucho menos las fechas. Sin embargo, en su carta me deja entrever que confía en que su plan surta efecto para conseguirte una buena situación en España.

―Ojalá sea cierto. Sabes que no seré capaz de aguantar mucho tiempo en la clausura. ¿Tú crees que papá me dejará abandonar la clausura para irme a España?

―Pues no lo sé y menos después de la fortuna que va a tener que desembolsar para que ingreses. Muy bueno tendrá que ser lo que te prepare Luisa Carlota como para poder convencer a tu padre de que te deje ir.

―Yo confío en Luisa Carlota. Si alguien de esta familia ha sabido salirse siempre con la suya, esa es ella. Estoy segura de que si me dice que tiene alguna posibilidad de poder llevarme a España es porque piensa que puede hacerlo.

―Me gustaría tener tanta fe en ella como tienes tú. De momento lo que toca es que vayas haciendo las maletas, ya que mañana salimos para el convento de San Gemini y luego ya veremos qué se puede hacer. Por cierto, dentro de la carta que me envió tu hermana venía este otro sobre dirigido a ti. Supongo que te contará con un poco más de detalle los planes tiene.

―Gracias mamá. Sabía que entre tú y Luisa Carlota me echaríais una mano. Desde que me sorprendieron con Giovanni mi vida ha sido un infierno y gracias a vosotras dos siempre he abrigado esperanza de algún día poder tener una vida normal.

Tras finalizar la conversación con su madre y despedirse, lo primero que hizo María Cristina fue tumbarse en la cama para empezar a leer la gruesa carta que le enviaba su hermana. Según iba leyendo la misma, vislumbraba cada vez mayores esperanzas de que en breve podría librarse de la clausura a la que parecía condenada. Aunque la carta de Luisa Carlota no dejaba totalmente claro cuáles eran sus planes, se sobreentendía que pretendía casarla con un miembro de la alta nobleza española a cambio de que en adelante ella utilizara la influencia que adquiriría con su futuro marido para apoyar la causa política liberal, de la que su hermana era una de las principales cabecillas.

María Cristina quedó un rato pensativa, pues conocía bastante a su hermana y sabía muy bien que no daba puntada sin hilo, como para pretender de ella una ayuda desinteresada. Sin embargo, en esta ocasión parecía haber dejado claro cuáles iban a ser sus condiciones; Luisa Carlota la sacaría de su complicada situación en Italia a cambio de que cuando llegara a España le ayudase a mover influencias políticas con su futuro marido.

Tras meditar un rato en los pros y los contras de la propuesta, decidió que no tenía mucho donde elegir: o encerrada de por vida en una clausura o esposa de un noble español. Por malo que fuera el hombre que su hermana había elegido, seguro que siempre sería mucho mejor que vivir encerrada para siempre entre cuatro paredes. Por otra parte, a ella lo de la política le daba exactamente igual, si su hermana necesitaba algún pequeño favor no podría negarse después de que ella le iba a echar una mano para resolver su complicada situación.

Tras meditar un buen rato estos temas, María Cristina decidió que lo único que podía hacer en ese momento, para intentar mejorar su situación, era responder a la carta de su hermana, por lo que se puso manos a la obra.

 

En su respuesta, María Cristina agradecía a su hermana su ayuda e interés y le decía estar ilusionada con el plan propuesto, asegurándole que tendría por su parte toda la colaboración que precisase para llevarlo a efecto, pues en caso de quedarse en Italia, el único destino que la esperaba era el de permanecer encerrada en un convento de clausura.

Tras escribir la carta, María Cristina quedó profundamente dormida. Al día siguiente, lista ya para partir, se encontraba mucho más animada al pensar que a pesar de todo, todavía había alguna posibilidad de resolver sus problemas. Según se levantó, desayunó con ganas y terminó de preparar sus cosas para su viaje al convento, convencida de que partía allí solo una temporada.

Poco después, su madre subió a buscarla y bajaron hacia las caballerizas, donde un par de carruajes con algunos miembros de la corte y una escolta compuesta por varios soldados de caballería, bajo el mando de un teniente, las esperaban.

Iniciaron sin prisas el viaje hacía la Umbría y María Cristina disfrutó de su recién recuperada libertad. Tras varios días de un tranquilo viaje, que más fueron vacaciones que castigo para la infanta, llegaron por fin a su temido destino.

Si María Cristina no hubiera abrigado esperanzas de que en poco tiempo estaría saliendo de allí, aquel habría sido el momento más amargo de su vida; sin embargo, la carta de su hermana le había devuelto de nuevo las esperanzas y la alegría; pasase lo que pasase, no llegaría a afectarle demasiado.

La entrevista con la madre superiora fue bastante cordial. Un poco más tranquila en su estancia en el convento, María Cristina decidió que ya que estaba allí haría lo posible para no amargarse la existencia el tiempo que estuviese en el convento.

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5.- PLANES DE BODA

El infante Francisco de Paula se encaminó hacia la Puerta del Sol, al famoso Café de Lorentini, en la esquina con la calle de Carretas, casi enfrente de la iglesia del Buen Suceso. En su parte posterior, disponía de un amplio patio acristalado donde en el más estricto secreto se reunían de vez en cuando los integrantes de la única logia masónica que había conseguido sobrevivir en España a los más de seis años de persecución del gobierno, dirigida por el ministro de Gracia y Justicia, don Tadeo Calomarde.

El infante les contó el plan trazado por su esposa Luisa Carlota como de elaboración propia y todos sus compañeros le felicitaron efusivamente por la gran inventiva que había sido capaz de desarrollar.

Todos, sin excepción, se mostraron encantados con el plan. Si consiguiesen hacerlo realidad, era muy probable que la persecución que les tenían desapareciese o se relajase mucho. Tras varios años viviendo con el alma en vilo, pendientes de ser detenidos en cualquier momento por la más mínima indiscreción, los escasos miembros que todavía tenían el valor de pertenecer a la masonería de España estaban esperando una oportunidad como la que Francisco de Paula les estaba presentando en aquellos momentos.

Decidieron, por unanimidad, apoyar el complot y poner todos los medios de influencias y económicos que estuvieran al alcance de los miembros de la logia para conseguir llevar a buen puerto el mismo. De momento, no podían ayudar en mucho, ya que ninguno de los miembros de la logia tenía un acceso tan directo al rey como su propio hermano. Sin embargo, era muy posible que para que todo fuese de acuerdo a lo planificado, fuera necesario conseguir informaciones, enviar comunicaciones confidenciales o pagar algunos sobornos. Para todo ello podía Francisco de Paula contar con la colaboración del Grande Oriente.

Al final de la reunión decidieron que si como preveían, el plan seguía adelante, Francisco de Paula merecería el honor de ser nombrado Gran Maestre de la Logia, pues en la breve historia de la masonería en España nadie antes había conseguido algo tan trascendental para su causa, salvo la sublevación dada por Rafael de Riego nueve años atrás y que supuso la subida al poder de los liberales, por vez primera en la historia de España.

Cuando salió de la reunión, Francisco de Paula iba loco de contento. No solo todo el mundo había alabado el plan presentado, sino que sin él proponerlo, le nombrarían Gran Maestre si conseguía llevarlo a la práctica.

Animado como pocas veces, corrió al Palacio Real para dar la buena noticia a su mujer. No había tiempo que perder. Tendrían que empezar desde ese mismo momento a preparar todos los detalles si querían que su plan fuera un éxito. Los trámites previos necesarios y el desarrollo del plan llevarían bastante tiempo y la salud del rey era muy mala, por lo que el plan podía arruinarse en cualquier momento.

Si Fernando VII moría antes de contraer matrimonio y dejar a su mujer embarazada, todas sus esperanzas se habrían ido al traste, ya que, inevitablemente, su hermano Carlos heredaría la corona y la persecución a los liberales y a los masones volvería todavía más dura.

Según llegó al Palacio Real, el infante se puso a buscar a Luisa Carlota y le contó la magnífica acogida que su plan había tenido en la logia. Antes de empezar a contarle nada de lo tratado, se encerraron en su habitación y revisaron que nadie pudiera escuchar tan comprometedora conversación. A pesar de la precaución previa, por si acaso, decidieron hablar en voz baja, pues era sabido que en palacio las paredes oían. Tras revisar todos los detalles, decidieron que estarían pendientes para encontrar un rato en el que pudieran tener una conversación privada con el rey.

La oportunidad les llegó ese mismo día a última hora de la tarde, cuando Fernando VII se retiraba a sus habitaciones a dormir. Ambos eran conocidos por todos los Monteros de Espinosa encargados de la custodia del rey por las noches y no tuvieron ni que detenerse para acceder a las dependencias reales.

Cuando llamaron a las habitaciones del rey, este se estaba ya preparando para acostarse y no parecía un momento adecuado para visitas. Al notar la desgana de Fernando VII al preguntar quién era, le dijeron que eran Francisco de Paula y Luisa Carlota y que tenían un asunto bastante reservado que tratar con él. Un momento después se oyó descorrerse el pestillo que bloqueaba la puerta de las habitaciones reales.

―Hola Fernando, Luisa Carlota y yo queremos comentarte una idea que se nos ocurrió ayer. Es un asunto un poco delicado, por lo que hemos preferido esperar a que te encontrases solo ―comenzó Francisco de Paula.

El rey, temiéndose que su hermano había reincidido en alguna de sus locuras juveniles, contestó con cierta preocupación.

―Venga, contadme. Es tarde y mañana tengo que madrugar.

―No te preocupes Fernando ―contestó Luisa Carlota con su habitual desparpajo―. Solo va a ser un momento y estoy convencida de que lo que queremos contarte te va a interesar.

Este último comentario le llenó de curiosidad. El rey conocía bien a su cuñada y sabía que era una inagotable fuente de sorpresas. Ignorando al infante, preguntó interesado a Luisa Carlota sobre el asunto.

―Sabes que me gusta ir directo al grano ―dijo Luisa Carlota decidida―. Francisco de Paula y yo hemos estado hablando y ambos pensamos que sería bueno para ti volver a casarte.

Fernando VII soltó una sonora risotada.

―No digas estupideces, ¿de verdad vosotros creéis que estoy en condiciones para volverme a casar? Ya no tengo las fuerzas de antes y me sería difícil ahora hacer nada con una mujer. Además, las tres veces que me casé fueron un desastre, así que no tengo ganas de repetir más.

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