La reina masona

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2.- LUISA CARLOTA

Luisa Carlota, hermana mayor de María Cristina, residía en la corte de Madrid desde hacía diez años, cuando su tío, el infante Francisco de Paula, hermano de Fernando VII, le pidió matrimonio. Tenía mucho genio, era enérgica, decidida y andaba siempre buscando la manera de salirse con la suya, pero a pesar de su fuerte carácter Luisa Carlota era feliz en su matrimonio. Tuvo la suerte de que su tío y marido, el infante Francisco de Paula, fuese un hombre bueno y comprensivo; esquivaba siempre cualquier conflicto con su querida esposa, dejándole a ella la mayoría de las decisiones importantes.

Por si esto fuera poco, su unión se había visto bendecida con la llegada de ocho hijos, a los que Luisa Carlota adoraba y protegía hasta extremos poco frecuentes. La infanta se había adaptado perfectamente a la vida y costumbres de la corte española, de donde provenía su madre María Isabel de Borbón, hermana de Fernando VII.

Su vida en Madrid hubiera sido perfecta de no haber sido por la presencia en la corte de sus primas portuguesas, María Francisca y María Teresa de Braganza, a las que odiaba profundamente, sentimiento que a su vez, era correspondido por las portuguesas.

A tal punto había llegado la enemistad entre la napolitana y las portuguesas, que además de enemigas personales, se habían convertido en enemigas políticas. Las portuguesas, siempre empeñadas en que el infante don Carlos, marido de una de ellas, ascendiera al trono, se habían dedicado a promover varios alzamientos de los tradicionalistas contra Fernando VII, mientras que, fiel a su antagonismo con las portuguesas, Luisa Carlota se dedicaba a apoyar al bando contrario, los liberales, que eran perseguidos por el rey desde que años antes habían salido del poder al termino del Trienio Liberal.

Cuando Luisa Carlota recibió el grueso manuscrito de su hermana se imaginó enseguida su contenido, ya que semanas antes había recibido la carta de su madre contándole lo sucedido. Nada más recibirla, se encerró en una habitación tranquila para leerla con calma y enterarse bien de su contenido. Siendo así de gruesa la carta seguro que su hermana le contaba con todo detalle sus sentimientos y lo ocurrido.

Al terminar de leer la carta, quedó bastante preocupada ya que su hermana estaba metida en un problema bastante grave y, conociendo a su padre, sabía que era prácticamente imposible que cambiase de opinión. Luisa Carlota quedó un rato pensativa, intentando pensar en qué podría hacer para ayudar a su hermana, pero no se le ocurrió nada y decidió que la contestaría un poco más tarde, en cuanto pensara con más detenimiento; no sabía qué podía escribir para intentar consolarla.

Al día siguiente, se le ocurrió que tal vez sería buena idea traerse a su hermana a España, lejos del escándalo, y le comentó su idea en una carta a su madre, poniendo dentro otro sobre para su hermana María Cristina en el que intentaba animarla.

Días después, como era habitual con el comienzo del buen tiempo primaveral, la corte se mudó a Aranjuez. Cuando llevaban varios días allí, una mañana que los infantes se levantaron más tarde de lo habitual, al asomarse al balcón a disfrutar del radiante sol de mayo, quedaron sorprendidos al ver que de los balcones de las habitaciones reales colgaban negros crespones, mientras una ligera brisa los agitaba suavemente.

Salieron inmediatamente de sus habitaciones y encontraron que dentro del palacio había gran agitación debido al reciente fallecimiento de la reina María Josefa Amalia de Sajonia, tercera esposa de Fernando VII, muerta repentinamente la noche anterior. Gran parte de la corte se ocupaba ya de los preparativos de los funerales reales.

El achacoso rey Fernando VII, sentado en una butaca de su habitación, sombrío y ajeno a la agitación exterior, parecía resignado a tener que soportar los acontecimientos que el paso del tiempo le deparaba. Más que triste por la muerte de su esposa, estaba meditabundo, intentando adivinar cuánto tiempo de vida le quedaba todavía. Para todo el mundo, incluso para él mismo, parecía evidente que con su mal estado de salud no tardaría mucho en fallecer.

Meditaba también acerca de lo que dejaría a la posteridad tras su muerte. Revisando los acontecimientos de su reinado, lo que más lamentaba, además de la pérdida de la mayoría de las colonias de América y del Trienio Liberal, era, sin duda, el morir sin dejar descendencia. No le apetecía nada dejar la corona a su hermano Carlos, que tan mal le había estado pagando en los últimos años, con el cariño que siempre le había tenido.

Su sobrina y cuñada María Francisca de Braganza, que había adquirido por herencia la desmedida ambición de su madre Carlota Joaquina, había conseguido distanciarle de su hermano Carlos. Capitaneando María Francisca, junto con su hermana mayor María Teresa, a los tradicionalistas más radicales, habían formado un grupo ideológico llamados los apostólicos, cuya cabeza visible era el infante don Carlos, a quien nunca habían pedido permiso para otorgarle dicha responsabilidad.

Dedicados a cultivar los valores de la religión católica y perseguir a muerte cualquier cosa que oliera a liberal, masón o revolucionario, los apostólicos llevaban años organizando rebeliones e intrigas para pedir al rey mayor respeto a las tradiciones y más mano dura contra los liberales y masones. En algunas ocasiones, algunos de los más exaltados habían intentando forzar el derrocamiento de Fernando VII y la proclamación como rey del infante don Carlos.

Al rey le parecía increíble que los apostólicos pudieran pedirle más mano dura contra los liberales, a los que se había dedicado a perseguir sin descanso desde el final del Trienio Liberal, ayudado por su Ministro de Gracia y Justicia, don Tadeo Calomarde. ¿Qué más podían pedirle a él? Siempre había odiado con toda su alma a los liberales.

Estaba el rey reflexionando sobre estos temas, cuando llamaron a la puerta de su habitación. Eran su hermano, el infante don Carlos, y su esposa, la infanta María Francisca, para darle el pésame por el reciente fallecimiento de su esposa. Fernando VII no tenía ganas de recibir a nadie y menos a María Francisca, sin embargo, la rígida etiqueta de la corte de España le obligaba a recibirlos.

El monarca no se encontraba ya tan unido a su hermano como antiguamente y su cuñada nunca le había parecido simpática, mucho menos ahora que tenía claro que era la responsable del distanciamiento con su hermano y de gran parte de los alzamientos tradicionalistas de los años anteriores.

― Buenos días Fernando. Te acompañamos en el sentimiento ―dijo la infanta María Francisca con una fingida expresión de dolor.

―Gracias. No me queda más que resignarme, así es la vida ―contestó el rey con desgana.

―Sabes que por aquí todos apreciábamos mucho a tu esposa, que era una santa. Seguro que ya está en la gloria de Dios ―comentó el infante don Carlos, con su habitual beatífica actitud.

―Sí, seguro. Todos sabíamos de sobra que en el caso de Amalia, su reino no era de este mundo ―contestó el rey con desgana, con la mirada perdida a través de la ventana como para dar por terminada la conversación.

―Bueno te dejamos, que vemos que no tienes ánimos para seguir hablando ―dijo la infanta a modo de despedida, mientras abandonaban la habitación.

El rey quedó nuevamente solo en su cuarto, mientras continuaba con sus reflexiones. Tras toda la noche en vela se encontraba cansado y poco a poco fue cerrando los ojos hasta terminar quedándose dormido.

Varias horas después, Fernando VII se despertó de su siesta, encontrándose ya mucho más descansado y con las ideas más claras. Salió de su habitación para pasarse por la sala donde todavía reposaba el cuerpo de María Amalia de Sajonia y saludar a los que estuvieran por allí para darle el pésame.

A las primeras personas que encontró al salir de su cuarto fue a su hermano Francisco de Paula y a su cuñada Luisa Carlota, quienes también le dieron el pésame por la muerte de su esposa. Fernando tenía buena relación con su hermano Francisco de Paula. Para el rey, el menor de sus hermanos era un cabeza de chorlito y siempre se andaba metiendo en líos, pero al menos tenía un corazón sincero y nunca había intentado traicionarle.

Luisa Carlota, su esposa, era una mujer enérgica y decidida que siempre buscaba la manera de salirse con la suya. Por varios motivos al rey le caía bien esa mujer. Era la primera persona que tenía, por fin, bajo control al cabeza loca de su hermano Francisco de Paula. Desde su boda, el benjamín de la familia real había dejado de ser un problema para el monarca y eso había sido un gran alivio para él.

Otro punto en el que Fernando VII coincidía con Luisa Carlota era en la común antipatía que ambos tenían a las hermanas portuguesas y eso hacía al rey inclinarse siempre a favor de Luisa Carlota, aunque solo fuera por ver rabiar a las portuguesas.

El rey disfrutaba lo indecible viendo las rencillas, zancadillas y malas pasadas que se hacían entre ellas, especialmente cuando las hermanas de Braganza salían perdedoras. La tensión en los actos oficiales en los que coincidían era evidente para todos aquellos que estaban al corriente de su enemistad. Algunos malintencionados rumoreaban incluso que, en ocasiones, el rey organizaba algunos actos solo para obligarlas a encontrarse y deleitarse observando las miradas asesinas y jugarretas que se intercambiaban entre ellas.

La tarde del fallecimiento de la reina, Luisa Carlota no paraba de pensar en la nueva situación que se creaba con la viudedad del rey. Pensándolo bien, su muerte le favorecía ya que la difunta reina había sido una mujer tremendamente piadosa, por lo que había simpatizado mucho con sus enemigas las infantas portuguesas, mientras compartían sus interminables oraciones y rosarios. La reina había terminado siendo un instrumento de las portuguesas para que el rey persistiera en su persecución continua a los liberales.

 

La relación de María Amalia con Luisa Carlota había sido bastante distante. No se habían llevado mal, pero sus maneras de ser y sus intereses eran tan diferentes que no tenían nada en común. Las inclinaciones religiosas de la reina habían propiciado mucho la persecución de los masones y liberales, por lo que Luisa Carlota había preferido mantenerse distanciada de ella y evitar así cualquier clase de enfrentamiento con la reina.

Había otro tema de preocupación para Luisa Carlota. El rey se veía cada vez más achacoso y en cualquier momento podía fallecer. Eso era un grave riesgo para ella, pues cuando ocurriera, el infante don Carlos heredaría el trono, con lo que su gran enemiga María Francisca quedaría convertida en reina de España. Seguro que llegado ese momento se acabarían las contemplaciones y entre María Francisca y su hermana María Teresa le harían la vida imposible a ella y a todos los liberales. En sus reflexiones, Luisa Carlota veía la coronación del infante don Carlos y, como consecuencia, a ella huyendo con su familia para refugiarse en su Nápoles natal, donde su padre era el rey.

Decidida a evitar que esto llegase a convertirse en realidad, Luisa Carlota siguió pensando en el tema intentando buscar alguna solución, aunque no se le ocurría nada que ella pudiese hacer. Durante toda la tarde estuvo dándole vueltas en la cabeza, sin conseguir encontrar ninguna solución razonable.

Cuando se iba a acostar, le comentó su preocupación a su marido Francisco de Paula. El infante intentó quitarle importancia a los comentarios de Luisa Carlota, pero no consiguió que ella apartase ese tema de la cabeza. Antes de dormirse, Luisa Carlota veía, medio en sueños, como su cuñado don Carlos era coronado y como ellos tenían que huir de la tremenda persecución que María Francisca organizaba contra todos los liberales.

Tras pasar gran parte de la noche agitada por tan espantosa perspectiva, la infanta logró dormirse, aunque sus preocupaciones la siguieron persiguiendo en sus sueños. A pesar de la mala noche pasada, al día siguiente Luisa Carlota se levantó radiante; durante la noche había tenido una inspiración imprevista y se levantó convencida de que todavía podría hacer algo para evitar que sus peores pronósticos llegasen a hacerse realidad.

Satisfecha consigo misma, estaba impaciente porque despertase su marido para comentarle la brillante inspiración que había tenido. Tras un rato de espera, en cuanto vio a Francisco de Paula girarse en la cama, abrió la ventana para que la luz terminara de despertarle.

―Buenos días cariño ―saludó radiante Luisa Carlota―. ¿Has dormido bien?

―Buenos días ―respondió adormilado Francisco de Paula―. ¿No es aún muy temprano? ―preguntó extrañado al ver que apenas estaba amaneciendo.

―Sí, Francisco, pero es que he tenido una idea tremenda y no podía aguantar más tiempo sin contártela.

Haciendo esfuerzos por no dormirse, Francisco de Paula pidió de mala gana a su esposa que le contase tan brillante inspiración:

―Venga, cuéntame lo que quieras, que luego quiero seguir durmiendo.

―No creo que puedas seguir con sueño después de lo que voy a contarte ―respondió ilusionada Luisa Carlota sin dar importancia a la desgana de su marido―. Llevo toda la noche dándole vueltas a la cabeza, imaginando cómo serán las cosas cuando se muera Fernando y la verdad es que no es un futuro nada prometedor. Antes de irme a dormir, me prometí a mí misma estrujarme la cabeza al máximo para intentar encontrar alguna solución y lo he conseguido ―comentó sonriendo satisfecha―. ¿Quieres saber lo que se me ha ocurrido?

―Cuéntamelo. Estoy seguro de que no me vas a dejar dormir hasta que no te salgas con la tuya, así que cuanto antes mejor.

―Bueno, pues lo que se me ha ocurrido para cambiar la situación y evitar que Carlos reciba la corona es convencer a Fernando para que se case de nuevo y tenga hijos.

―He oído muchos disparates en mi vida, pero este es uno de los más grandes. No sé cómo se te ocurre despertarme para contarme semejante tontería ―dijo indignado Francisco de Paula―. Lo primero es que Fernando ya está muy mayor y enfermo para casarse. No creo que puedas convencerle para que se case de nuevo. Ha quedado demasiado escaldado con la meapilas de Amalia como para que le queden ganas de repetir. Además, si nunca ha tenido un hijo, ¿crees que va a ser capaz ahora que anda tan achacoso?

―Me parece que no conoces bien a tu hermano. Fernando se chifla por las mujeres y lo único que habría que hacer para animarle a casarse de nuevo es garantizarle que la candidata es justo lo contrario de Amalia. Además, sabes que está muy dolido con Carlos por los intentos de alzamiento que ha habido de los apostólicos en los últimos años. Estoy segura de que le encantaría darle un escarmiento casándose de nuevo y haciéndole temblar con la posibilidad de que pudiera tener un hijo.

―Vale, reconozco que seguramente no sería difícil convencerle para que se vuelva a casar. Es más, seguro que será muy fácil encontrar candidatas que quieran casarse con el rey de España. Lo que no creo que ni un milagro pueda conseguir es que tenga hijos con lo viejo que está.

―Bueno, en eso podríamos echarle una mano. Creo que tengo una candidata que podría casarse con el rey con la condición de darle descendencia, aunque no fuera dentro del matrimonio ―respondió Luisa Carlota con una maliciosa sonrisa.

Francisco de Paula sobresaltado, se incorporó en la cama.

―Estás loca, Luisa Carlota. ¿Me estás diciendo que quieres convertir al rey de España en un cornudo? ¿No te parece que todo el mundo sospecharía enseguida cuando aparezca tu candidata embarazada?

―Sí, es muy posible que bastante gente sospeche que hay gato encerrado en el embarazo, pero nadie podrá demostrar nada y seguro que no hay nadie con valor suficiente para plantarse delante de Fernando y decirle que es un cornudo, y menos sin pruebas. Lo único que necesitamos es ilusionar al rey con su matrimonio y luego cargarle un niño.

—Me parece una locura y seguro que al final todo lo que me estás contando termina en un tremendo problema ―advirtió preocupado Francisco de Paula. Él, mejor que nadie, sabía que cuando a Luisa Carlota se le metía una idea en la cabeza no había manera de hacerle dar su brazo a torcer.

―Piénsalo bien y verás que lo que digo, tiene todo el sentido del mundo. Creo que será muy fácil convencer a Fernando para que se case de nuevo. No creo que tengamos ningún problema para encontrar alguna candidata dispuesta a casarse con la condición de quedarse embarazada para ser madre del futuro rey y creo que, cuando esto pase, todo el mundo sospechará que hay truco, pero nadie podrá demostrar nada. Mira tu propio caso. Todo el mundo dice que no eres hijo de Carlos IV, sino de Godoy, y no ha pasado nada. ¿Por qué crees que ahora tendría que ser diferente?

Francisco de Paula quedó un rato pensativo y finalmente no le quedó más remedio que aceptar que la locura que le acababa de contar su mujer tenía mucho sentido. Cuando terminó sus cavilaciones, dijo:

―Bueno, supongamos que todo lo que me has contado pasa. ¿De verdad crees que nos valdría de algo? ¿Qué ganaríamos con montar todo ese lío?

Luisa Carlota suspiró cansada. La verdad es que su marido a veces la exasperaba. Siempre tenía que explicarle todo con detalle porque nunca se enteraba de nada, ni de las cosas más simples. Armándose de paciencia, suspiró profundamente e intentó abrirle los ojos a su esposo.

―Pues todo el lío, como tú lo llamas, nos valdría de mucho. Primero para evitar que tu hermano Carlos heredase el trono y eso ya es bastante, y segundo, si nosotros buscamos una candidata y le facilitamos casarse con el rey, seguro que siempre estará en deuda con nosotros y nos ayudará en todo lo que pidamos. Si nuestra candidata al final intentase descarriarse, siempre podríamos amenazarla con desvelar toda la verdad, con lo que tendríamos otro medio para intentar influir directamente en las decisiones del rey.

Francisco de Paula empezó a comprender el alcance de lo que su mujer había estado maquinando durante la noche. Por más que sabía de sus habilidades, no podía dejar de admirar la capacidad de Luisa Carlota para manipular las situaciones e intentar salirse siempre con la suya. El plan le parecía arriesgado, pero perfecto. Lo único que no le quedaba claro es lo que pasaría cuando Fernando muriese. Seguro de que su esposa ya habría previsto ese caso y se lo preguntó:

―No puedo negar que el plan es casi perfecto, pero creo que a Fernando le queda muy poco tiempo de vida. Y entonces, ¿qué pasaría?

―Lo más normal, si el rey muere y tiene un hijo pequeño, es que su viuda quede como regente hasta la mayoría de edad del heredero de la corona. Si sucediese dicho acontecimiento, con una regente que nosotros hemos puesto ahí, seguro que nuestra influencia en la política sería todavía mucho mayor.

―No se puede negar que esta noche le has dado bien a la cabeza. Veo que tienes todo perfectamente planeado, hasta el más mínimo de los detalles. Estoy seguro de que hasta ya tienes elegida una candidata para que participe en la trama.

―Por supuesto. Ese es uno de los puntos más importantes del plan. Si la persona a la que se lo proponemos nos falla o se va de la lengua, podemos tener graves problemas. Tenemos que elegir una persona que sea de nuestra total confianza y de la que estemos seguros que nunca desvelará el plan.

―Eso está clarísimo, pero ¿en quién has pensado?

―¿Quien mejor que mi propia hermana María Cristina? Es de mi confianza. Desde niña siempre me ha hecho mucho caso en todo lo que le he dicho y estoy segura de que con el problema que acaba de tener con mi padre estará encantada de venirse a España y colaborar con nosotros.

―No sabía que hubiera tenido ningún problema con tus padres. ¿Qué le ha pasado?

―Pues nada más y nada menos que la han pillado, in fraganti, dale que te pego en pleno acto carnal con uno de los guardias de la escolta de mi padre. Y el problema es que no es solo que la han pillado, sino que además el asunto ha trascendido y hasta el obispo de Nápoles se ha tomado la molestia de enviar a mis padres una amonestación recriminando el escándalo y la conducta inmoral de María Cristina. Imagínate como estará ahora el ambiente por casa, con lo moralista que es nuestro padre y con lo que siempre nos ha inculcado a todos nosotros, como familia real de Nápoles tenemos la obligación de ser un ejemplo de virtudes para toda la población. Ahora mismo no me cambiaría por Cristina por nada del mundo. Estoy segura de que tiene que estar deseando irse a cualquier sitio lejos, donde nadie sepa lo ocurrido. Además, ahora que en Nápoles todo el mundo lo sabe, le va a ser casi imposible encontrar allí un marido como Dios manda. Así que me parece que en cuanto le proponga venirse para España conmigo, aceptará encantada y hasta besará el suelo por donde yo pise.

Francisco de Paula se dio cuenta de que el plan urdido por su mujer, aunque arriesgado, parecía viable y se imaginó el gran beneficio que podría originar para la causa liberal y la masonería, a la que en absoluto secreto, salvo para su esposa, pertenecía desde hacía varios años.

Empezó a imaginarse contando el plan en su logia y recibiendo multitud de felicitaciones y reconocimientos por su gran idea. Si lograba llevarlo adelante, debería pedir a su logia algún tipo de reconocimiento equivalente, en importancia, al beneficio conseguido. Tal vez, hasta podría plantearles la posibilidad de que le nombrasen Gran Maestre del Grande Oriente de España…

Los liberales, especialmente los masones, llevaban perseguidos y oprimidos seis años, desde que el triunfo de la invasión de los Cien Mil Hijos de San Luis acabó con el Trienio Liberal y devolvió el poder absoluto a Fernando VII. Tras recuperar el poder, la venganza del rey había sido durísima contra los miembros del anterior gobierno liberal o contra sus simpatizantes. Cualquier sospechoso de haber colaborado con los liberales, que no hubiese conseguido escapar, era encarcelado o ajusticiado.

La gran mayoría de los que habían conseguido escapar de la cárcel o del patíbulo habían huido despavoridos hacia Francia, donde al menos no se les perseguía.

 

Los pocos liberales y masones que todavía quedaban libres en España continuaron sus actividades clandestinas en el más absoluto de los secretos, ya que la policía abundaba y los espías de la corona se encontraban repartidos por todos sitios. En aquella época era muy difícil poder fiarse de nadie.

Tras revisar rápidamente la situación, el infante decidió que el plan, aunque arriesgado, merecía la pena. Tras todas estas reflexiones, Francisco de Paula decidió pedir opinión a su esposa sobre la posibilidad de pedir a la masonería su colaboración en el desarrollo del plan.

Cuando se lo comentó, ella, consciente de que en los últimos años los masones habían cogido la costumbre de mantener en absoluto secreto todas sus actividades, consideró que la ayuda de algunos de los influyentes personajes de la logia podría llegar a venirles bien, por lo que aceptó encantada la sugerencia de su marido para llevar a cabo el plan elaborado.

Los esposos acordaron cómo seguir adelante con el plan. Luisa Carlota se levantó temprano para escribir una carta a su hermana dándole ánimos y esperanza e insinuándole sus planes. Aunque todavía no había nada en firme, en su carta le comentaba algunos cambios que estaba planeando y que podría mejorar de manera importante su situación, lo que estaba segura que le daría ánimos. Recordando el aislamiento en el que se encontraba su hermana, según ella misma le había contado en su carta, decidió meter la carta para María Cristina dentro un sobre mayor con una carta dirigida a su madre, con instrucciones para que se entregase el sobre pequeño a María Cristina con la mayor discreción.

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3.- LAS PORTUGUESAS

Mientras se celebraba el velatorio por la difunta reina en otras habitaciones de palacio, la infantas portuguesa, María Francisca y María Teresa, charlaban animadamente sobre la situación que quedaba con la defunción de la reina. Ambas estaban muy unidas, no solo por sus lazos familiares, sino también por compartir la responsabilidad de dirigir la ideología y estrategia de los apostólicos.

Además de la sintonía ideológica con los tradicionalistas, María Francisca tenía desde hacía tiempo la ambición de que su esposo, el infante don Carlos, siguiente en la línea de sucesión a la corona de España, subiera lo antes posible al trono.

―Ha sido una pena el fallecimiento de María Amalia ―dijo María Teresa a su hermana―, era una de las personas que más nos ayudaba en la corte.

―Sí, siempre nos entendimos muy bien con ella ―respondió María Francisca―. Espero que ahora que el rey se queda solo no pierda las buenas y religiosas costumbres que cogió con María Amalia.

―El problema es que ahora que ha fallecido ya no vamos a tener a nadie que esté tan cerca del rey para aconsejarle debidamente ―dijo María Teresa muy seria―. Ni tú ni yo le caemos especialmente bien, por lo que seguro que no se molestará en escuchar ninguno de nuestros consejos.

―Sí, pero Fernando está bastante enfermo y parece que no le queda mucho de vida. En poco tiempo, Carlos subirá al trono y entonces no tendremos que seguir con intrigas para dirigir la corte como Dios manda ―dijo ilusionada María Francisca.

—Estoy segura que cuando Carlos sea rey las cosas mejorarán bastante ―dijo pensativa con la mirada perdida en el infinito―. Me marcho, tengo que arreglarme para darle el pésame a Fernando ―comentó María Teresa a modo de despedida.

María Francisca y María Teresa de Braganza eran hijas del difunto rey de Portugal, don João VI, y de la ambiciosa infanta de España Carlota Joaquina, hermana de Fernando VII, más conocida en Portugal como la arpía de Queluz, lo que da una idea de las altas prendas morales de la madre.

Ambas infantas habían pasado buena parte de su adolescencia en Brasil, donde su padre don João VI se vió obligado a escapar huyendo de las tropas de Napoleón. Cuando el ejército francés invadió España y secuestró a la familia real española, la casa real de Braganza hizo las maletas precipitadamente y se marcharon a sus dominios de ultramar a la espera de tiempos mejores.

En 1817, a pesar de que hacía varios años que Napoleón había sido derrotado, todavía la corte portuguesa residía en Río de Janeiro, donde al parecer se encontraban más agusto que en su tierra natal. Ese año, las tres hijas mayores de los reyes de Portugal, las infantas María Teresa, María Isabel y María Francisca, se fueron a vivir a Madrid.

El traslado a España de las tres infantas se debió a un acuerdo entre la familia real portuguesa y la española. La infanta María Isabel se casó con Fernando VII, rey de España, y la infanta María Francisca se casó con el infante Carlos Isidro, hermano de Fernando VII y siguiente en la línea sucesoria española.

María Teresa, la mayor de la familia, infanta y princesa de Beira, acompañó a sus hermanas a Madrid. Viuda desde hacía varios años y temerosa de que, como le había pasado a su marido, alguna enfermedad tropical pudiera malograr al infante don Sebastián, de tan solo seis años, su único vástago, decidió acompañar a sus hermanas para que su hijo disfrutara del clima más fresco y salubre de Madrid y de paso cuidaría de sus hermanas y estaría más cerca de Portugal.

Al año siguiente de su llegada a Madrid, María Isabel falleció de un mal parto cuando intentaba dar un heredero al rey de España, por lo que María Teresa y María Francisca quedaron solas en la corte española.

Unos años más tarde, con la caída del liberalismo en 1823, las infantas empezaron a dedicarse a intentar animar a los tradicionalistas para que reclaramaran la corona de España para el infante don Carlos, máximo defensor de los valores tradicionales en la familia real española y primero en la línea sucesoria a la corona. Se habían dedicado a ayudar a las principales rebeliones en la que ya se empezaba a corear: ¡Viva Carlos V!

En la familia real portuguesa, de donde provenían ambas infantas, este tipo de zancadillas y traiciones dentro de la familia se habían convertido en algo frecuente, ya casi normal. Esta curiosa y malsana tradición familiar se inició con las primeras traiciones que su ambiciosa madre, Carlota Joaquina, había preparado contra su propio esposo don João y posteriormente contra su hermano Fernando VII, de manera que, desde pequeños, los infantes portugueses se criaron viendo como la cosa más normal del mundo, el traicionar a sus seres más allegados.

Desde la muerte de su hermana María Isabel, mientras intentaba alumbrar un hijo del rey, quedaron las infantas María Francisca y María Teresa como las principales damas de la corte española, donde dejaban notar su influencia sobre todo lo que se hacía en palacio, lugar en el que campaban a sus anchas. Controlaban todo lo que ocurría en palacio y en la corte no se movía ni un hilo sin su consentimiento.

Cuando en 1819, su prima italiana, Luisa Carlota, llegó a Madrid para casarse con el infante Francisco de Paula, lejos de alegrarse por la llegada de un nuevo miembro de su familia, las infantas portuguesas se pusieron de uñas contra ella, como si la recién llegada viniera a arrebatarles su privilegiada situación en la corte.

A pesar de que sus respectivas madres era hermanas, las primas todavía no se conocían, ya que unas se habían criado en Brasil y la otra en Italia, coincidiendo por vez primera cuando Luisa Carlota llegó a Madrid para su boda.

Desde el primer momento, Luisa Carlota y las hermanas de Braganza no congeniaron y nada más conocerse supieron que nunca llegarían a llevarse bien. La disputa entre ellas venía casi desde los primeros días que Luisa Carlota llegó a Madrid.