Cosas vivas

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1 Un tipo de vasijas grandes, gordas y redondas, especialidad de su taller.

2 Chitear se refiere a quebrar.

3 En su etnografía sobre la vida en una prisión de Port Moresby, Adam Reed (200) encuentra que el cigarrillo (smuk) es rey (is king), pues gobierna las relaciones sociales de los reos. Gracias a los cigarrillos, los prisioneros soportan la ausencia de sus seres queridos y matan el tiempo en la prisión, además de ser el medio de adquirir otros bienes (cual moneda), negociar favores y estatus. Si el cigarrillo es rey, como lo dicen sus informantes, ¿qué clase de reino es el que instaura?, se pregunta el autor, en un intento por develar desde los datos etnográficos la sociabilidad de los cigarrillos. En tal tarea, Reed considera el significado de los cigarrillos como objetos de reclusión pero además la posibilidad de que el encarcelamiento sea considerado un artefacto del acto mismo de fumar y de la acción de los cigarrillos (p. 34). Siguiendo a Reed, pretendo tomar los datos etnográficos como lente analítico para pensar a través de las vasijas (ver “cierre” del artículo).

4 Aguabuena es un sector rural comprendido entre Candelaria Occidente y Pueblo Viejo, dos veredas del municipio de Ráquira, en Boyacá. Sus habitantes se dedican principalmente a la producción artesanal de vasijas. Desde el año 2001 y hasta hoy, he venido realizando allí varios trabajos de campo, el más largo comprendido entre septiembre de 2009 y septiembre de 2010. Los datos e imágenes recogidos en este artículo provienen de distintas temporadas en campo a lo largo de estos años de investigación.

5 El monasterio del desierto de La Candelaria fue construido por la orden de los Agustinos Recoletos a finales del siglo XVI y es uno de los más antiguos de Suramérica. Desde allí se orquestó buena parte de la evangelización de las comunidades indígenas de la región en la época colonial (Ayape, 1935).

6 Es frecuente que la gente excuse la falta de limpieza de sus casas en el contacto permanente con la arcilla o que las nuevas generaciones quieran buscar otras labores por considerar que no quieren vivir “siempre cochinos” como sus padres y abuelos (Castellanos, 2012).

7 Responsable de cocer las vasijas, generalmente es un hombre.

8 Al respecto, otro dato etnográfico interesante. Una vez iniciada una vasija, hay unos ritmos de trabajo que los dicta la vasija misma y que no dependen más de los tiempos del alfarero. Así, una vez empezada una olla, el alfarero debe terminarla pronto, pues la arcilla pierde maleabilidad. Es igual para otras etapas del proceso de manufactura, como el raspado, en el cual se alisan las paredes de la vasija con un instrumento con filo y para cuya ejecución el alfarero no debe esperar mucho tiempo.

9 Al respecto, es interesante la discusión de Tim Ingold (2000) a propósito del término cultura material, pues según el autor el concepto tiene implícita la idea de que el significado es abstracto y “cuelga” de la materia (p. 340).

10 El interés en la envidia desde sus dimensiones concretas o físicas es también un interés por sus afectaciones. Esto conecta el argumento con un campo vasto de discusión en el que hay varias interpretaciones y escuelas: estudios de los afectos y, en particular, la antropología de los afectos (Lutz, 2017). De las discusiones recientes en el tema rescato el foco que le dan algunas reflexiones al asombro y vitalidad de las fuerzas materiales como locus para pensar el mundo desde posibilidades a medida que se van dando. Más que representaciones, símbolos o estructuras abstractas, importan el qué y cómo pasan las cosas en el momento (Stewart, 2017, p. 94). Si bien varios puntos señalados por autores influyentes del affective turn resuenan en mi trabajo, quiero también poner de presente que mi enfoque no parte de un trabajo o interés en las emociones (como sí parece ser una de las razones que motivan este giro), sino, en cambio, de una trayectoria personal que hizo que la arqueología modelara mis elecciones metodológicas, en el sentido de dedicarme a la tarea de encontrar huellas o correlatos materiales de relaciones y procesos a veces imponderables desde el registro arqueológico (Castellanos, 2007). Por ejemplo, ¿cómo puedo saber, como arqueóloga, qué fragmentos de vasijas son envidia?

 

11 Contraria al oculocentrismo, que tiende a primar cuando se define la envidia, argumento que esta experiencia involucra a todo el cuerpo y por lo tanto compromete todos los sentidos, sin privilegiar necesariamente los ojos.

12 La antropología de las emociones ha intentado reversar esta tendencia al proponer las emociones como socialmente constituidas y constitutivas a su vez de los sujetos dentro de un orden moral que expresa elementos sobre sus intenciones, acciones, relaciones sociales y políticas de la vida diaria (Rosaldo, 1980, 1983, 1984; Levy, 1984; Lutz and White, 1986; Lutz y Abu-Lughod, 1990). Pese a su papel más activo, algunos autores han señalado que las emociones siguen conceptualizándose como fuerzas mediadoras entre un reino ideal y otro fáctico, de tal modo que se refuerzan –pese a querer superarlas– las tensiones entre individuos y estructura social, por un lado, y entre mente y cuerpo, por el otro (Csordas, 1990; Leavitt, 1996).

13 Algunos autores llaman a esta orientación –que se interesa por las realidades de los grupos con quienes trabajamos como mundos posibles que nosotros, como antropólogos, si bien no compartimos, debemos esmerarnos en entender– el giro ontológico (para ver los postulados sobre este enfoque: Viveiros de Castro, 2004; 2014; Henare et al., 2007; y críticas de este enfoque: Ramos, 2012).

14 El uso de la envidia como verbo, además de su empleo como sustantivo, despertó mi curiosidad por este fenómeno y la necesidad de verla como una acción concreta en el mundo. Del mismo modo, el uso recurrente de este vocablo incluso para describir situaciones que a mi modo de ver no necesariamente se referían a la envidia me hizo preguntar por su lugar privilegiado en el léxico local (Castellanos, 2012; 2015).

Del tambor al picó: objetos de poder en las redes festivas artesanales y técnicas en el Caribe colombiano

Mauricio Pardo

Universidad de Caldas

En el Caribe colombiano, las fiestas patronales, los carnavales y, en general, la fiesta, a través de sus protagonistas artefactuales musicales y técnico-musicales, han sido factor principal en la configuración de los lazos comunitarios y la identidad local y regional. Las crónicas del siglo XIX señalan que en todos los poblados y barrios eran reiteradas las fiestas públicas y familiares, llamadas fandangos, merengues, bundes, palos de cumbia o cumbiambas, todas ellas desplegadas bajo patrones similares alrededor de los tambores. Los tambores, desde aquella época, se establecieron como agentes poderosos que integraban un libreto musical, coreográfico, ritual y festivo que ocupaba un lugar central en la vida social del Caribe.

Más adelante, la radio y la discografía reemplazaron y debilitaron las interpretaciones de los músicos locales e inscribieron las festividades y sus músicas en los circuitos corporativos internacionales de las industrias musicales.

Desde mediados del siglo XX, los equipos de sonido o picós se fueron configurando como actores centrales en los eventos festivos y desarrollaron una dinámica propia de estructura, forma y contenido por fuera de la circulación de esos conglomerados empresariales del entretenimiento. La fiesta de picó y su música de champeta, que establecen una red social, técnica y musical, con sus propios circuitos económicos restringidos a la región caribeña, convocan un importante número de seguidores en las barriadas de ciudades y poblados de la Costa y se han constituido y adaptado, alrededor del picó, como agentes focales de gran poder simbólico y social. Además, se han ido transformando e innovando a partir de los patrones vernáculos de la festividad caribeña al tiempo que han incorporado elementos de las músicas afro populares internacionales contemporáneas, africanas, del caribe francófono y anglófono y norteamericanas, entre otras, resultando en un fenómeno socio-técnico-musical de características únicas.

Gente, no humanos, cosas, máquinas

El antropocentrismo de las narrativas occidentales, tanto desde el saber lego como en el discurso científico, es una de las concepciones más arraigadas y menos cuestionadas. Aun desde la antropología, la disciplina que supuestamente está más próxima a modos de pensamiento no occidentales, la complejidad de los ensamblajes entre humanos y otros seres era leída no como una complejidad material entre diversos agentes, sino como una proliferación de representaciones, de sujetos cognoscentes. La investigación antropológica devino principalmente en un conocimiento sobre los conocimientos, sobre la diversidad de modos de conocer que se denominan culturas, las cuales interpretan en variaciones sin fin una naturaleza exterior regida por leyes inmutables.

En las últimas tres décadas han surgido discusiones que apuntan a revisar esos supuestos occidentales sostenidos en unas oposiciones entre cosas y conceptos, personas y entes no humanos, materia y significado, representación y realidad. Criticaron la suposición según la cual las cosas son accesorias, exteriores, silenciosas, pasivas, meramente ilustrativas de los sistemas sociales, de estructuras significantes o de ensamblajes (Wagner, 1981; Strathern, 1990; Descola, 1994; Gell, 1998; Viveiros de Castro, 2012 [1998]). Seguidores de esta corriente criticaron la suposición de que las cosas son accesorias, exteriores, silenciosas, pasivas, meramente ilustrativas de los sistemas sociales, de estructuras significantes o de ensamblajes semióticos. Proponen que las cosas, tal como son pensadas y habladas en las sociedades en las que existen, son sus significados mismos, los cuales deben ser tomados en serio en lugar de ser necesariamente decodificados o interpretados (Henare, Holdbraad y Wastell, 2007).

No es que haya muchas representaciones del (uni)mundo, sostienen estos autores, sino muchos mundos en los que las relaciones entre esas cosas con los humanos no son solamente mentales, simbólicas o representaciones, sino que son materiales y reales: son mundos que deben ser abordados a través de su puerta de entrada posible, o sea, que deben ser pensados a través de las cosas, de las cosas-significados que integran esos mundos.

Desde otro ámbito, diferente e incluso inesperado, el de los estudios de ciencia y tecnología (ECT), unos años antes, se venía problematizando tanto el supuesto conocimiento objetivo de la naturaleza a través de las ciencias físicas y naturales como la separación, en esferas esencialmente diferentes, de la naturaleza y la sociedad. Desde los ECT se planteó que los científicos son constituidos por sus objetos científicos, así como estos últimos son construidos por los científicos (Law y Lodge, 1984; Latour, 1987). Estas tendencias de los ECT plantean que humanos, máquinas, otros organismos vivos, desarrollos tecnológicos, seres inertes y otras “cosas” se relacionan dentro de redes complejas en las que todos ellos son actores-red, provistos de agencia y poder, que se influencian mutuamente (Law, 1991, p. 13; Latour, 2007).

Pero desde la posición de los agentes humanos, dentro del capitalismo, sostienen algunos de estos analistas, no todos se sitúan en la red en pie de equidad para relacionarse con otros seres-cosas, y esas diferencias de poder resultan en desigualdades en la distribución (Law, 1991, p. 18). Callon (1991), uno de los notables y seminales proponentes de esta tendencia de los ECT, plantea que si se hace énfasis en la distribución, esas redes pueden ser vistas como redes tecnoeconómicas que se organizan en torno al polo científico que produce conocimiento, al polo técnico que desarrolla los artefactos y al polo del mercado en el que se busca satisfacer demandas o necesidades. Propone que los actores se definen unos a otros en la interacción a través de intermediarios que ellos mismos ponen en circulación y que se asignan roles mutuamente. Esos intermediarios son de cuatro tipos: textos, artefactos, habilidades y dinero. En las situaciones concretas, muchos de los intermediarios son híbridos entre dos o más de estos tipos, y pueden ser también híbridos entre humanos y no humanos. Los intermediarios, híbridos o no, humanos o no, asignan roles a los actores participantes y a otros intermediarios. Las redes así configuradas pueden ser leídas en las inscripciones que marcan los intermediarios (Callon, 1991).

Hay entonces una notable convergencia entre el análisis propuesto por los sociólogos de los ECT desde finales de los años ochenta y el de los antropólogos multinaturalistas o de la nueva escuela etnográfica, para describir las redes sociotécnicas o tecnoeconómicas de los primeros y los diferentes mundos que proponen los segundos.

En las páginas que siguen, trataré de mostrar cómo la población del Caribe colombiano, y, hoy en día, especialmente en Cartagena y Barranquilla, ha hecho parte de manera importante de redes socioartefactuales y sociotécnicas festivas y musicales, entre cuyos actores se destacan como cosas poderosas el tambor –hasta comienzos del siglo XX–, vitrolas y radios –en la primera mitad del siglo XX– y especialmente los picós, desde esa época hasta la actualidad. Al considerar dichas redes festivas musicales, la observación y el análisis pueden enfocarse en los géneros musicales, en las organologías específicas, en las trayectorias de músicos particulares, en las transformaciones de las mediaciones tecnológicas y en muchos otros aspectos (Piekut, 2014). Pero si se mira el fenómeno festivo-musical y su importancia en la constitución y reproducción del grupo social, el actor artefactual-musical o tecnológico-musical aparece como objeto poderoso, que determina buena parte de las dinámicas de la red, y cuyas propiedades de localización, agencia e identificación lo hacen un protagonista visible que organiza a su alrededor las acciones de otros actores, humanos, musicales de variado orden, tecnológicos y económicos. De forma interesante, aparece que tambores y aparatos de sonido no son solo potentes artefactos-agentes dentro de redes sociotécnicas a la manera en que lo plantean los investigadores de los ECT, sino que son también agentes cargados de impetuosas valencias sociales, emotivas y afectivas en un sentido análogo al atribuido a los distintos actores no humanos que pueblan los multiversos que han sido señalados dentro del mencionado reciente giro etnográfico.

La red de tambores configuró el Caribe colombiano

La documentación existente señala que en el Caribe colombiano, ya desde el siglo XVIII, entre las clases bajas descendientes de africanos e indígenas, y de los mestizajes entre ellos y los europeos, los acontecimientos sociales más importantes y concurridos eran las fiestas de baile y canto alrededor de los tambores. Desde esa época, son mencionados bailes cantados denominados fandangos, currulaos, bundes, merengues, cumbiembas o cumbiambas, en los que la gente bailaba alrededor de un grupo de músicos de tambores, animados por cantos y palmas, en los que un coro generalmente de mujeres respondía a una solista (Escobar, 1985; González, 1988). A principios del siglo XIX, todavía se reportaban fiestas alrededor de grupos interétnicos de negros con tambores y de indígenas con gaitas (Gosselman, 1981 [1979]; Posada Gutiérrez, 1920-1921; Solano y Bassi, 2004). Ya para finales de ese siglo, esas festividades y bailes eran el núcleo del acontecer festivo a lo largo y ancho de la región caribeña, desde el golfo cenagoso de Urabá hasta la península desértica de La Guajira (González, 1988; 1989).

Si algo delimita la región del Caribe colombiano es la geografía del tambor; lo que marca la extensión espacial de la caribeñidad es el alcance de las celebraciones del tambor, que da la pauta para la danza, el canto, las comparsas y para los carnavales. Lo costeño, lo caribeño, va hasta donde se extiende el tambor; una configuración regional que se formó en los tiempos coloniales, integrando las poblaciones locales subalternas a pesar de las separaciones que la segregación racial y espacial colonial trataba de imponer. La sociabilidad de los dispersos asentamientos por las costas, sabanas, ciénagas, serranías, ríos y desiertos de la heterogénea geografía caribeña estuvo marcada por las festividades, las cuales se articulaban por el tambor o, mejor, por el conjunto de tambores que se extendía performativamente a los músicos con otros instrumentos.1 Hay áreas del Caribe con mayor o menor ancestro y presencia fenotípica indígena, o afro, o mestiza, y hay variaciones intrarregionales en diferentes aspectos, pero todas ellas son parte del entramado de sociabilidad festiva marcada por los tambores.

 

La vida pública en el Caribe, en ciudades, poblados y áreas rurales, se configuró entonces, desde los tiempos coloniales, como una red de celebraciones musicales, un calendario festivo marcado por el panteón católico de santos patrones y santas y vírgenes patronas. A esto se sumaban las ritualidades del ciclo vital: bautizos y funerales se marcaban también por la música, el canto y la danza. Después de la independencia, surgieron fiestas de efemérides patrióticas y otras celebraciones cívicas. Este calendario festivo permitió que se decantaran y se refinaran continuamente unos estilos musicales, organológicos y dancísticos, pero todos ellos variaciones de un patrón básico fuertemente relacionado con la organización social local.

En Cartagena, por ejemplo, a finales de la Colonia, en la fiesta de la Candelaria, los cabildos de nación de los afrodescendientes desfilaban en comparsas ida y vuelta hasta el cerro de la Popa (Posada Gutiérrez, 1920-1921; Gutiérrez Sierra, 2000). Después de la Independencia, en Cartagena, que hasta comienzos del siglo XX continuó siendo el principal centro económico y administrativo de la región Caribe, en las fiestas cívicas, especialmente en las de la Independencia del 11 de noviembre, en un comienzo abundaban las danzas y los tambores de la gente negra y mulata que había tenido importante protagonismo en la gesta anticolonial, pero progresivamente las prácticas festivas de los afrodescendientes fueron estigmatizadas por la élite blanca-mestiza como muestras de barbarie y atraso, y fueron retiradas de las celebraciones oficiales. Al margen de la programación gubernamental, en las fiestas desfilaban grupos de danzantes y cantantes al ritmo de tambores, y en los barrios pobres, todos de mayoría afrodescendiente, siguieron existiendo los cabildos, en esta época ya no como asociaciones étnicas, sino como organizaciones carnavalescas de barrio (Gutiérrez, 2000, p. 133).

Emirto de Lima, notable profesor, compositor y director musical, quien estudió en distintos conservatorios europeos y vivió en Barranquilla en la primera mitad del siglo XX, escribió un libro sobre las músicas rurales del Caribe colombiano, basado en un excepcional y extenso trabajo de campo, en las décadas de 1920 y 1930, y señaló la generalización e importancia de las celebraciones musicales con tambores en la región:

En las plazas principales de todas las poblaciones (y esto ocurre hasta en los villorrios más pobres) [...] se reúnen en ardoroso espectáculo [...] grupos del pueblo que, fieles a la tradición, manifiestan su júbilo, a través de las danzas, llamadas Cumbiambas, Porros, Chicha Maya, Puya, Mapalé, Currulao, Merengue, y Bailes de Gaita Indígena. (De Lima, 1942, p. 68)

De entre la multitud de instrumentos musicales africanos de sus pueblos de origen,2 solamente se generalizó, entre los esclavizados de la Nueva Granada, un tipo particular de tambor, de rara ocurrencia en el resto de África, venido de la región aledaña al puerto esclavista de Calabar, en el suroriente de la actual Nigeria y en el occidente del actual Camerún (Pérez, 1986; D’Amico, 2007; 2017; Miller, 2012).

Los africanos esclavizados embarcados en el puerto de Calabar fueron llamados genéricamente carabalíes y conformaron la mayoría de los que llegaron a Cartagena en el último periodo de la trata entre 1740 y 1811 (Colmenares, 1979; Del Castillo, 1982; Nwokeji, 2010; D’Amico, 2017). Dentro de dicha región africana, está el área del río Cross,3 ocupada por numerosos grupos diferentes aunque emparentados cultural y lingüísticamente, en los que está presente la institución de las sociedades del leopardo, compuestas por hombres que comparten conocimientos secretos, las cuales se ocupaban de varios asuntos públicos y de gobierno de las aldeas. En la actualidad, estas sociedades tienen un papel eminentemente ceremonial. En estas poblaciones, son notables los rituales de hombres disfrazados y enmascarados, animados por tambores de cuñas. También existen asociaciones y rituales femeninos que son acompañados por los tamboreros de las sociedades masculinas del leopardo (Ruel, 1969; Leib y Romano, 1984, pp. 94-95).

El tipo de tambor en cuestión es ligeramente cónico, de entre 30 y 60 centímetros de largo y entre 20 y 30 centímetros de diámetro, con un parche de piel de animal templado con lazos y cuñas alrededor del cuerpo del instrumento.4 Generalmente, se trata de una pareja de tambores, uno mayor y uno más pequeño. En el Caribe de Colombia, el tambor de mayor tamaño es llamado hembra, alegre, repicador o currulao, y efectúa variaciones e improvisaciones sobre el ritmo; el menor es llamado macho o llamador, y marca sin variaciones el ritmo central. Alrededor de uno solo, o de la pareja de tambores, se organizan los conjuntos musicales vernáculos de la región del Caribe colombiano. En algunas áreas, los tambores de cuñas fueron reemplazados por instrumentos de percusión europeos, como en las bandas sabaneras, o tuvieron variaciones, como es el caso del tambor caja de los conjuntos de acordeón.

Es muy posible que la llegada a Cartagena de cantidades importantes de gentes africanas embarcadas en Calabar, en la segunda mitad del siglo XVIII, quienes portaban en su memoria y en sus destrezas la importancia de la construcción y ejecución de tambores, como parte de una compleja red política, social y ritual en su sociedad de origen, haya influido en el resto de la población esclavizada cartagenera, y haya aportado y generalizado elementos importantes de la actividad festiva. Este elemento organológico coadyuvó a la configuración del complejo ritual, oral y musical, con elementos de las distintas etnias de origen de los esclavizados. Configuración que se facilitó gracias a la reedición en Cartagena de los cabildos de lengua y nación5 africanos que se habían iniciado en España desde el siglo XIV, a la legislación colonial que permitía a los esclavos llevar a cabo sus fiestas de tambores y danzas los fines de semana, y a las reiteradas celebraciones del calendario festivo del santoral católico, en las que los cabildos festejaban públicamente por las calles de la ciudad con grupos musicales y comparsas. Paulatinamente, este texto se diseminó por todos los caseríos y veredas de la región, en donde las gentes de todos los colores, los pobres libres de todas las razas y mestizajes fueron haciendo sus particulares aportes y adaptaciones.

Las conexiones de los elementos de la red se hicieron durables con las técnicas implicadas en la fiesta de tambores: la fabricación y ejecución de los tambores, los cantos y danzas. Estos complejos festivos, con sus cumbiambas alrededor de un poste central, sus desfiles por las casas de los poblados, su escalamiento en la época de carnaval, se constituyeron, junto con los saberes y habilidades, en mediadores vigorosos entre los actores centrales de estas dinámicas sociales: los individuos, los conjuntos de tambor y las distintas agrupaciones de gentes que integraban la fiesta. Los textos precursores se fueron modificando y fortaleciendo simultáneamente, trasmitiendo de un sector a otro, a través de las mediaciones, o, según el concepto propuesto por Latour (1988), se iban traduciendo progresivamente. De las memorias remotas del ritual africano a los cabildos de esclavizados en América, a las fiestas patronales católicas, a las celebraciones sincréticas en alejados palenques y rochelas, a los cruces en todas estas situaciones con elementos españoles o indígenas, el texto festivo se tradujo incesantemente. Traducción que produjo las variaciones y matices locales, pero que también consolidó un complejo distintivamente regional: en los bullerengues del golfo de Morrosquillo, las chalupas de la zona del Dique, las gaitas y puyas de los Montes de María, las tamboras del Magdalena, los fandangos y porros de las sabanas cordobesas y sucreñas, los merengues y paseos del Cesar y La Guajira, la música del Caribe colombiano tiene una serie de elementos específicos comunes que han permitido la continua polinización cruzada entre las distintas variantes y su convergencia, como en el caso del Carnaval de Barranquilla.6