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Vasijas envidiosas de Aguabuena: un ensayo etnográfico sobre la vida del mundo material

Daniela Castellanos

Universidad Icesi

Helí Valero, a sus más de sesenta años, contaba sin exaltarse que “los boteros1 son muy envidiosos” y no se les pueden poner vasijas cerca porque “las chitean”.2 Metido en la bóveda del horno, hablaba apilando de manera cuidadosa y metódica la loza cruda, cerciorándose de dejar buen espacio entre los boteros, y entre estos y las demás vasijas. Mientras, afuera, su hijo y esposa hacían una cadena de manos que conducía otras vasijas crudas desde distintos rincones de la enramada del taller hasta la puerta del horno. Su comentario desprevenido fue el punto de entrada en mi trabajo de campo a la posibilidad de que las cosas y no solo las personas fueran envidiosas: ¿cuál es este mundo en el que los boteros pueden ser envidiosos? ¿Hay otras cosas-materia aparte de las vasijas con estos atributos-vicios?3 Y a propósito de esto, ¿qué hay de la vida que ostenta el mundo material? (figuras 1, 2 y 3).

Sobre la(s) envidia(s) en Aguabuena he escuchado muchas historias.4 Por ejemplo, que la gente de Aguabuena es la más envidiosa de Ráquira, un hecho incuestionable incluso para los habitantes de Aguabuena (Castellanos, 2015); que la envidia de los vecinos, a veces transformados en brujas nocturnas, rompe las vasijas mientras se cuecen en el horno (Castellanos, 2007); que a los artesanos los enferma su propia envidia o la de sus prójimos (Castellanos, 2012), entre otras más. La afirmación de Helí, sin embargo, presentaba otra perspectiva a propósito de la exacerbación de la envidia en este mundo: ya no eran las personas sino también las cosas las que envidiaban; era esta una especie de gran conspiración de todos contra todos.

En lo que sigue, quiero explorar la envidia como un problema de las vasijas y no solo de las personas: ¿cómo es la envidia de las vasijas?, ¿por qué las vasijas envidian y cómo es su envidia? y ¿de qué nos habla esta experiencia a propósito de la relación entre humanos y objetos? A continuación, presento algunos datos etnográficos que nos darán pistas al respecto. Para respondernos estas preguntas, más que partir de una definición de envidia por fuera de la experiencia misma de quienes la viven, propongo, en cambio, aproximarnos a las manifestaciones que esta tiene en el mundo material. Los alfareros no cuestionan la saturación que de la envidia hay en su mundo, y más bien lo que les preocupa son sus afectaciones. Por eso, si pretendemos entender lo que hace posible esta experiencia, debemos mirar su desenvolvimiento en el mundo, sus potencialidades, sus resonancias; todas estas manifestaciones concretadas en los cuerpos: la envidia sale del cuerpo, se encarna en el cuerpo, se lanza hacia otro cuerpo que así lo siente y necesita de cuerpos (humanos o no: nótese que las vasijas también tienen una anatomía que implica un cuerpo) que sepan reconocer sus improntas. Los siguientes datos etnográficos e imágenes nos darán pistas al respecto.

Primero: la envidia no es solo cosa de humanos

La envidia es uno de los siete pecados capitales, y entre estos, el más insidioso y sutil (Epstein, 2003, p. 2). Una historia más general, la de la cristiandad, nos dice que Satán, siendo Luzbel, sintió envidia y fue despojado de su condición celestial para pasar a una infernal. En otra historia mucho más local, el Diablo, escondido en el monasterio del desierto de La Candelaria fue sacado a empujones, incluso a puños, por la Virgen, escondiéndose luego en lo alto de un cerro y haciendo de la gente del lugar (esto es, Aguabuena) objeto de permanentes “niguas, pulgas y envidias” (Moreno, 2001; Castellanos, 2012).5


Figura 1. Terminando de cargar el horno, Helí trae un tipo de vasija cuya forma es la apropiada para los espacios que debe llenar en la bóveda. Ninguna de las vasijas que se observan es un “botero”. ¿Acaso su envidia es también con el lente fotográfico?

Foto: Daniela Castellanos. Tomada en el taller de Helí Valero en 2006.


Figura 2. Afuera y parado en frente de la entrada del horno, Jonathan le pasa al Mono, que está adentro, una matera tipo columna de tamaño pequeño

Foto: Daniela Castellanos. Tomada en el taller de Helí Valero en 2006.


Figura 3. En el umbral del horno, Helí da un último vistazo a la loza apilada antes de cerrar la puerta del horno

Foto: Daniela Castellanos. Tomada en el taller de Helí Valero en 2006.


Figura 4. Virgen de la Candelaria en el muro interior de una habitación. ¿Este descuido de la imagen es otra muestra de las faltas mutuas en las relaciones entre divinidades y seres humanos?

Foto: Daniela Castellanos. Tomada en el interior de la habitación de Lilia Bautista en Aguabuena en 2009. La imagen está ubicada al frente de su cama.

Ahora, no es novedad que el Diablo sea envidioso, esa es tal vez la fuente de su mal; sin embargo, que deidades como la Virgen y otros santos de la religiosidad popular de Aguabuena lo sean, sí lo es (figura 4). En principio, siendo la envidia un vicio, podría reñir con lo sagrado, ser su opuesto, pero en Aguabuena su relación es de continuidad. De hecho, la Virgen, según dos alfareras vecinas, Rosa y Flor, es envidiosa. Ella hace que la loza de los que no le rezan se rompa en el horno cuando se está quemando. Así lo cuenta Rosa, católica, de Flor, evangélica (y quien obtuvo su castigo por decirles a los otros que no adoraran a la Virgen). Flor también lo cree así, y por eso, si bien siguió recibiendo al pastor de la iglesia en su casa, también fue vista en la iglesia del monasterio de Nuestra Señora de la Candelaria (Castellanos, 2012).

Otra historia confirma cómo la envidia puede ser un atributo que no impide ir al cielo. “Santa Mónica es una santa muy envidiosa”, contaba Natividad en una tarde. El día que murió y fue al cielo, se encontró con una mujer muy flaca y hambrienta:

Santa Mónica tenía un canasto con comida pero solo le dio una cebolla larga. Ambas murieron, la mujer flaca fue al cielo y Santa Mónica al Purgatorio. En el Purgatorio Santa Mónica vio a la mujer arriba y le pidió ayuda. Ella le alcanzó la cebolla larga pa’ que trepara pero las llamas [del Purgatorio] la quemaron [esto es, la cebolla]. Al rato Dios mandó ángeles y ellos cargaron a Santa Mónica al cielo, mientras las otras almas se le pegaban a la falda de Santa Mónica, pero ella se sacudía para que se cayeran. (Castellanos, 2012, pp. 38-39)


Figura 5. Horno de Aguabuena

Fuente: Tomado de entrevista a Natividad en febrero de 2010.

Lo anterior sirve para ilustrar cómo la envidia es algo de lo que participan seres no humanos y no se restringe a los alfareros, sino que abarca otros aspectos que son significativos de su mundo. Así, vasijas y deidades –además de las personas– componen un conjunto de entidades que envidian, por lo cual la envidia, se puede decir, es un fenómeno de gran flexibilidad.

Segundo: lo natural también es envidioso, pero no todo

Otro elemento que se relaciona con la envidia (y que podemos añadir a la lista de arriba) es la arcilla. En un mundo de alfareros, es obvio que uno de los rasgos materiales imprescindibles de la vida diaria, fuente de vida para las vasijas, es la arcilla. Pero en Aguabuena son pocos los alfareros que tienen minas de arcilla en sus predios. La mayoría compra la materia prima a otros no alfareros que traen el barro de minas ubicadas en otras veredas o incluso en municipios aledaños. Terrones de arcillas grises, blancas y amarillas son traídos en volquetas para después ser mezclados con agua en molinos de tracción animal y obtener una mezcla plástica que después será amasada en rollos grandes (llamados chutacos; ver Laura Holguín, en este volumen), a partir de los cuales se manufacturarán las vasijas. A la mezcla no se le añade ningún desgrasante, pues las vasijas producidas hoy no cumplen ninguna función aparte de la decorativa.

El barro es voluble, según la gente. “Hay barro que merma y otro que no merma”, decía Doris, refiriéndose a lo maleable y en cierto modo caprichosa que resulta la arcilla al contacto con el agua. La razón, aunque no es clara, sí depende de las personas y no tanto de las cualidades intrínsecas del material. El humor desempeña un papel en esto. Por ejemplo, según Doris, y otros alfareros así lo confirmaron, las múltiples hornadas perdidas de Helí fueron a causa de su mal humor y envidia. De la misma manera razonaba Helí, pero con direccionalidad distinta, pues para él se debió, esa vez, sí a la envidia, pero de sus familiares y vecinos (figura 6).

 

Doris: Alguna vez le dimos regalado un material a Helí pa’ que trabajara. Como tenía tantas pérdidas pues se lo regalamos. Pero ese hombre no hacía sino maldecir, a toda hora de mal genio, la loza se le chitiaba en el horno, el barro no le crecía. Pero es que uno no debe maldecir al material con el que trabaja porque de esto es lo que come.

Helí: Doris me dio una arcilla pero estaba llena de piedras, ¡qué material pa’ malo! Yo que trabajo rápido, no, eso no, me demoraba el doble y era saque y saque piedras… a lo que armaba la loza después mermaba y otra se charrusquiaba [torcía], en ese tiempo no tuve sino pérdidas.


Figura 6. Doris empuja con la mano que está adentro la barriga de la vasija, mientras que con la mano que está afuera controla la fuerza de sus movimientos. Su atuendo, limpio, es deliberado para esta foto

Foto: Daniela Castellanos. Tomada en la enramada del Taller de Evelio Bautista, padre de Doris, en el 2007.

Los fragmentos anteriores fueron extraídos de conversaciones que tuve en días distintos con Doris y Helí, pero están conectados pues se refieren a un mismo evento (Castellanos, 2012). Ambos dan cuenta de los infortunios de Helí a causa de la conductividad del barro, que adquiere una valencia que casi siempre es negativa. Aunque también hay historias en que la arcilla (y por ende las vasijas) toma las virtudes de quien la amasa. De hecho, en otra de mis estancias en Aguabuena, la hermana de Helí, Josefa, contaba que para hacer una vasija “primero hay que consentir el barrito, sobarlo y luego durante la hechura hay que pensar cosas bonitas pa’ que las ollitas salgan bien” (Castellanos, 2007, p. 43).

Lo anterior pone de relieve que el vínculo entre la arcilla (como materia prima o producto terminado en forma de vasija) y su alfarero es muy fuerte en varios sentidos. El barro es el medio de sustento de las familias de Aguabuena y trae prosperidad o escasez a las familias. Es un oficio que imprime identidad cultural a los artesanos pero también carga con un estigma. Por un lado, hay un reconocimiento del valor patrimonial que tiene esta labor, promovido en parte por la identidad de Ráquira como un pueblo de olleros, pero también por las políticas impulsadas por entidades como Artesanías de Colombia, la Gobernación de Boyacá, el Ministerio de Comercio, entre otras, que desde hace varios años vienen desarrollando distintos planes productivos en el municipio. Por otro lado, los alfareros reconocen que es un oficio que enferma (por la alternancia de la arcilla, que es fría, con el calor del horno; por la contaminación por el humo que expiden los hornos, entre otros factores) y que hace que sus cuerpos, sus casas y en general todo el lugar esté impregnado de una suciedad que es física pero también moral.6 La polución del lugar se expresa en los cuerpos, no solo impregnándolos, sino también moldeándolos. En ese sentido hay una suciedad inherente a la persona envidiosa como un rasgo corrosivo de la subjetividad que además mina sus relaciones sociales.

Hay otro nivel más micro, individual. Una vasija es el calco de la anatomía de quien la hizo y esto se aprecia a su vez en detalles anatómicos de la vasija, como la boca o jeta (borde), la barriga (cuerpo), el culo (base) o la oreja (asa), que copian la anatomía del alfarero (Castellanos, 2007). Por ejemplo, Elisa decía de Tránsito que sus vasijas le salían “así como tiene la jeta”, o Doris apelaba a una diferencia de género para hablar de por qué sus vasijas eran más redondas que las de su hermano, incluso cuando ambos habían aprendido el oficio de la misma persona (esto es, su madre), o Helí daba una definición del estilo de hacer vasijas de cada quien al considerarlo como “la huella dactilar” (Castellanos, 2007) (figura 7).


Figura 7. La paila de Tránsito

Foto: Daniela Castellanos. Tomada en el taller de Tránsito Vergel en 2006.

De vuelta al tema de la sección, si el elemento tierra conduce o conecta la envidia (entre una fuente y un receptor), el aire, en cambio, no lo hace. Para explicar mejor este punto, hay que desviar la atención de las vasijas (rotas o completas) que dominan el paisaje de Aguabuena y detallar, en cambio, otro rasgo igual de importante pero menos llamativo: las mangueras que trasportan agua desde las quebradas hasta las casas en un entramado que conforma un acueducto artesanal.

Aguabuena, pese a su nombre, es un lugar con poca agua, más árido que fértil y en donde los alfareros conviven con la carencia de servicios sanitarios. A falta de un acueducto oficial, funciona uno improvisado. Metros y metros de mangueras conectadas o desconectadas deliberadamente conducen o no el agua desde las fuentes hídricas (básicamente, dos quebradas) hasta los tanques de las casas. Hay mangueras principales, más gruesas y largas, que conforman una red primaria, y otras más cortas y de menor grosor, que son las redes secundarias y que se conectan a las mangueras principales en ramificaciones variadas y cambiantes según las alianzas o conflictos de las unidades familiares. Así, es usual que entre varias casas se asocien para comprar metros de manguera gruesa de la que saldrán varias ramificaciones, dependiendo de las casas involucradas. Pasar el agua es como se le llama a esta acción que crea una relación de solidaridad entre un responsable que pasa el agua y sus beneficiarios. Sin embargo, es usual que a causa de peleas familiares las mangueras se desconecten de un nodo principal o que presenten el flujo de agua interrumpido por huecos hechos intencionalmente o piedras colocadas encima que torpedean el flujo. En últimas, las mangueras, cuales vasos comunicantes de ramificaciones varias, mantienen en circulación (o pasan) no solo agua, sino también envidia, a través de una red que es cambiante en su composición y direccionalidad (a veces quien pasa agua se convierte en beneficiario de alguien más): los alfareros se agregan o disgregan mientras la red se contrae o expande y cambia de orientación. “Por envidia la gente troza las mangueras” dicen los alfareros de manera unánime, lo que hace que el agua se pierda, no llegue o llegue en pocas cantidades. Paradójicamente, estas mangueras que resisten la aridez de esa tierra, contribuyen, a veces, a empeorarla (Castellanos, 2015).

En tierra, las mangueras se envidian, pero no es así cuando van por el aire. Así lo explicaba Teresa mientras me contaba cómo su sobrino y ahijado, y quien le pasaba el agua, había tenido que poner por encima de los techos metros de manguera para conectar sus casas usando soportes de madera, cual postes, para que “volaran” como los cables eléctricos de las ciudades. ¿Y qué es lo especial del aire que hace que no pase la envidia?, pregunté a Teresa, quien mencionando lo del aire como una sentencia sin espacio para dudas, ignoró mi cuestionamiento.

En mis varias visitas a Aguabuena, nunca escuché de otros elementos del mundo que fueran envidiosos. Ni bosques, quebradas o piedras, ni animales de tenencia (como vacas o cabras), ni otros rasgos del mundo material (casas, hornos para quemar cerámica, etc.) fueron referenciados de tal modo. El que las mangueras sí lo fueran puede deberse (tal vez) a su relación con la tierra, que es el medio físico en el que se encuentran frecuentemente. El barro conduce envidia, ya lo veíamos líneas arriba, esto por el contacto con los alfareros. Del mismo modo, la tierra en la que yacen las mangueras (a veces sepultadas varios metros para que no sean pisoteadas por camiones o carros pesados a su paso por las carreteras o en superficie) sería ese medio potenciador según una hidráulica de la envidia, que no funciona así cuando el medio es aéreo.

Tercero: muchas direcciones

Generalmente, la envidia se ha definido como una relación de tres: alguien que envidia (sujeto), otro que es envidiado (rival) y un rasgo, posesión, capacidad o estado psicológico que el sujeto envidia en el rival (objeto) (D’Arms, 2002; Celse, 2010). En esto hay una direccionalidad clara, ya que siempre habrá un blanco, una víctima (Schoek, 1970, p. 7). Pero ¿qué pasa cuando hay muchas víctimas?, es decir, ¿hay una reciprocidad de forma tal que quien envidia es a su vez envidiado y, más aún, cuando no hay distinción clara entre el sujeto, el rival y el objeto de envidia?

Los datos hasta aquí mostrados desdibujan la transitividad de la envidia como acto o, mejor, crean múltiples transitividades. Existe una exacerbación o, como lo dirían en Aguabuena, cadenas que relacionan personas, objetos, deidades y tierra. Y los elementos físicos que participan de este conjunto son en cierto modo transformaciones propiciadas por los mismos alfareros, son sus ensambles.

Los boteros de Helí envidian a las otras vasijas que no son como ellos (y acaso también envidien al mismo Helí). Helí no especifica la fuente de su envidia, como nadie en Aguabuena lo hace (Castellanos, 2015). Allí, es incuestionable que existe(n) la(s) envidia(s), pero nadie se pregunta qué es lo que se envidia. Un modelo clásico (the limited good model) pone la escasez de los recursos y por consiguiente la competencia que se deriva como explicación. Así, en sociedades con bienes limitados –como las campesinas, alfareras o pesqueras–, la envidia aparece como mecanismo nivelador, asegurando que nadie quiera sobresalir, pues sería blanco de brujería (Foster, 1961, 1965, 1972; Bennett, 1966; Kennedy, 1966). Si bien Aguabuena es un mundo de recursos escasos (piénsese en el agua) y, por ende, una explicación como esta tiene cabida, desde lo etnográfico parece más provechoso preguntarse por las posibilidades que mantienen y actualizan un mundo saturado de relaciones envidiosas. En otras palabras, más que las causas, me interesa la experiencia en sí misma, y las condiciones materiales que la hacen posible, o sea su medio y por ende sus vehículos y catalizadores (físicos o no), o lo que la mantiene en movimiento.

La indiferencia por las causas de la envidia contrasta con un sinnúmero de manifestaciones o síntomas que, en cambio, sirven para denotarla (fracturas en vasijas cocidas, delgadez en las personas, aridez de la tierra y huecos en las mangueras son solo algunas). En Aguabuena, importa su performatividad más que su origen (Castellanos, 2015), pues siendo la envidia constitutiva de las relaciones sociales, siempre está fluyendo, así como el agua que transportan las mangueras. El flujo –que, como vimos, es en muchas direcciones– asegura a su vez este gran dinamismo.

De vuelta a los boteros, podemos aventurar varias explicaciones. Por ejemplo, pensar que son envidiosos porque Helí es envidioso. Así lo describen Doris y otros, pero esto es solo una cara. Otra cara es que las vasijas también envidien, además de a las otras vasijas, al mismo Helí. De hecho, hay siempre una falta de confianza o sospecha de los alfareros no solo hacia otros alfareros, sino también respecto a sus vasijas. Nunca se está seguro de los resultados de una hornada. El barro, el horno, el hornero,7 el alfarero y, de manera importante, las vasijas conspiran en contra del éxito de un taller. Y, como si fuera poco, una vez superada la quema vendrán otros riesgos: por ejemplo, el intermediario que no viene, bien sea por el camino polvoriento que en época de lluvia no es transitable, o bien porque no quiere volver a causa de las vasijas que pudieron romperse en su tránsito a los mercados, entre otras razones. Como sea, siempre habrá una responsabilidad que recae en la cerámica misma: hay por lo tanto un campo de acción propio de las vasijas.8

Cierre

Pensar a través de las cosas es la propuesta metodológica de un grupo de autores para hacer de los objetos una estrategia analítica que los aborda en sus propios términos (Henare, Holdbraad y Wastell, 2007). Inspirada en estas ideas, he querido tomar los datos etnográficos como lente analítico. Así, he asumido las cosas como conceptos para no concebir su significado como algo añadido o separado de las cosas mismas (p. 3).

Desde esta perspectiva, el interés no ha sido por las creencias o sentidos que a manera de telón de fondo están detrás de los objetos o les sirven de contexto (Strathern, 1990; Ingold, 2000), sino por las cosas mismas y sus posibilidades.9 Para mi caso, esto implica desviar la atención de las explicaciones del origen o la causa de la envidia en las cosas y, en cambio, partir de que en Aguabuena hay de por sí cosas envidiosas, para luego explorar las posibilidades de ser que tienen dichas cosas o sus realidades, por ejemplo, sus comportamientos, los actos que realizan, los medios en que están presentes, etcétera. Este interés en lo concreto me ha llevado a interesarme por una física de la envidia.10

 

Y es que la envidia, más que una abstracción, se vive de manera concreta, tanto que incluso tiene atributos físicos, es material. Otra forma de verlo es que la envidia es siempre una experiencia netamente corporal, tiene una anatomía. El cuerpo de un alfarero o de una vasija o de un terrón de barro o de una manguera, incluso de una deidad (como se veía en la sección dos), es la expresión, el medio de este mal.11 Esto contrasta con una visión de la envidia como emoción y, por ende, la tendencia a verla como un fenómeno del mundo de las ideas opuesto al de los cuerpos, perspectiva que incluso puede ser más radical al pensarla como una fuerza irracional o inconsciente (Schoeck, 1970; Rorty, 1980).12

Es claro que el camino elegido reclama una forma distinta de ver las relaciones entre alfareros y vasijas, y, de manera más general, entre personas y objetos. Y algunas de estas preocupaciones no son para nada nuevas. En su ensayo sobre el don, Mauss (1990 [1950]) no asume que el hau de los taonga fuera un asunto de superstición o animismo, sino que lo reconoce como un problema teórico –cuya base es etnográfica– relacionado con la identidad que los maoríes establecen entre las personas y las cosas que hace que los taonga sean hau. Los resultados de esta forma de abordar el problema, como todos conocemos, llevarían al desarrollo de una teoría –todavía hoy influyente– sobre la obligación social basada en la reciprocidad.

Siguiendo estas ideas, he querido que lo dicho por mis conocidos de Aguabuena no tenga un mero valor discursivo que haga de sus narrativas un problema epistemológico para el antropólogo. Esta orientación me llevaría a usar conceptos familiares para explicar situaciones no familiares, por ejemplo, pensar la agencia que tienen las vasijas para dar cuenta de su envidia, desde una teoría animista o una aproximación marxista (entre otras posibles). Otro recurso sería problematizar el contexto como estrategia para darle sentido a lo expresado por los alfareros (Dilley, 2002). Así, explicaciones por fuera del fenómeno mismo, más englobantes, entrarían a mediar (Castellanos, 2015). De nuevo la escasez de recursos y la precariedad de la vida en Aguabuena, como se discutía líneas arriba a propósito de la teoría del “bien limitado”, o las dificultades que enfrentan para competir en el mercado de artesanías serían algunas de las opciones.

Como se ha visto ya a lo largo del artículo, he optado en cambio por hacer de la descrita por Helí, Doris y Teresa una situación no familiar y desde allí elaborar una relectura de la envidia como fenómeno (Henare, Holbraad y Wastell, 2007, p. 18).13 Con tal propósito, he enfrentado una dificultad adicional que tiene que ver con la familiaridad del lenguaje que hay entre los alfareros y yo (el español) y la naturalización de la envidia como experiencia.14 De hecho, desde mis primeras visitas a campo, la envidia fue un tema recurrente del que hablaban mis conocidos, pero se convirtió en objeto de estudio solo cuando fue referida como causa del rompimiento de las vasijas en el horno (Castellanos, 2004; 2007). Ese interés me llevó posteriormente a replantear la envidia en sí misma y a aventurar una reformulación de lo que implica como fenómeno (Castellanos, 2015). Al hacerlo, he asumido otros compromisos y, por ende, otros riesgos, uno de los cuales ha sido el de evitar (pero inevitablemente contribuir, depende desde donde se mire) exotizar a las personas con quienes trabajé. Si bien lo expresado por ellas puede resultarnos fabulesco e incluso inverosímil, y en ese sentido las construye como unos otros distintos, el propósito no es meramente enfatizar en sus diferencias. Al respecto, cabe señalar que por más condenable que sea, la envidia es ante todo un asunto de humanidad (Benfell, 2007). El propósito más bien ha sido usar el caso de Aguabuena para, desde un escenario muy local, dialogar y cuestionar ideas más universales señalando también sus vacíos (Castellanos, 2015).

Si reconocemos que la envidia es un asunto de los seres humanos, el que las vasijas, entre otras cosas, sean también envidiosas, las hermana y emparenta con nosotros (tanto que son el espejo del alfarero). Retomando las ideas de Gell (1998) sobre la agencia de las obras de arte y usándolas en nuestro caso, podríamos decir que la capacidad de actuar de las cosas en Aguabuena está dada en cuanto inciden en las relaciones sociales de los individuos. Con esta premisa, la agencia es primordialmente un asunto humano. Pero ¿qué pasa si reconocemos la envidia como un asunto también de las vasijas? Es decir, ¿y si la problematizamos también como un vicio de las cosas en sí mismas? Al respecto, el punto de entrada del capítulo es de nuevo diciente, como ya lo señalaba al cierre de la sección tercera. Por más que Helí sea para el resto de alfareros uno muy envidioso, el que sus vasijas también lo sean es un problema. Y literalmente, un problema para el propio Helí, que sufre por la envidia de sus vasijas, y de paso para aquellas otras vasijas que no son como los boteros, pero también para nosotros que debemos dar cuenta de esto.

Una salida es preguntarnos por qué tan cerca están las vasijas de los humanos –y en esa medida la envidia de las vasijas sería una experiencia compartida o no con los alfareros–. Al respecto, es impensable no reconocer el nexo fuerte que hay entre una vasija y su alfarero, al punto de ser, a la vez que el resultado, una extensión de su cuerpo: al parecer de Clotilde, el sudor del alfarero junto con el calor de sus manos hacen que la arcilla sea más fácil de trabajar, en otras palabras, es su vitalidad la fuente de la vitalidad del material (Ingold, 2000; Castellanos, 2007).

A propósito de esto último, son ilustrativos los ejemplos de otros estudios etnográficos que abordan las relaciones de sujetos que transforman la materia con el trabajo corporal. Por ejemplo, en el caso de los mineros de Potosí, como lo ilustran Nash (1979) y Absi (2005), la mina o “el Tío” de la mina toma vida de los mineros muertos dentro de la mina misma. Otro tanto revelan los estudios de Leitch (1996; 2010) con trabajadores del mármol en Italia, al considerar su oficio como un trabajo incorporado que muestra la relación intersubjetiva entre los trabajadores y el material, entre las minas y su trabajo, y que al tiempo que transforma el material, transforma también a los trabajadores. Llevando esta última idea a nuestro caso, por ejemplo, la transformación física y el detrimento de salud que sufren los alfareros a causa de su oficio (siendo los problemas de artritis o respiratorios los más comunes) son un dato ilustrativo de la modificación que propicia la arcilla en el alfarero mismo, por poner solo un ejemplo que, como en el caso de los mineros, nos habla de lo paradójico de que un material adquiera vida a costillas de la vitalidad menguada de quien lo trabaja.

Si asumimos esta intersubjetividad, entonces es impensable tomar la vasija o al alfarero por separado, como entidades discretas o mundos analíticos aparte. Y de hecho no lo son para los alfareros mismos que, por ejemplo, al ver una vasija terminada y cocida, la remiten al alfarero que la hizo sin importar si quiera que las formas en Aguabuena (y en Ráquira en general) estén bastantes homogenizadas por tipos de vasijas. Ciertamente esto necesita de ojos, pero también de manos, nariz y oídos sincronizados y entrenados en el mundo de los detalles mínimos de la materia. Así, además de ver diferencias, los alfareros las palpan, pero también las escuchan y huelen. Esto también es cierto para la envidia, que implica una agudeza de los cuerpos y los sentidos potenciados. Por ejemplo, así como el rugir del horno es un indicativo de que ya es tiempo de “dejarlo”, es decir, que no se debe añadir más combustible, o el sonido agudo de la cerámica cocida al ser golpeada nos habla de una vasija “bien hecha” (Castellanos, 2007), también el sonido del agua que llega o no a través de las mangueras nos habla de los actos de envidia de los vecinos (Castellanos, 2012).

Lo anterior pone en el centro del debate, además de la forma como construimos nuestras categorías, la forma en que concebimos el campo donde hacemos nuestras observaciones, o, en otras palabras, problematiza eso que es asumido como dado, como externo a quien observa (Candea, 2007). En ese mismo sentido, varias de las relaciones que propongo líneas arriba, incluso las preguntas de partida del escrito, son impensables a priori y solo surgen a partir del trabajo etnográfico (Henare et al., 2007). Así, desde la experiencia de la gente de Aguabuena (y de mi propia experiencia haciendo trabajo de campo), la envidia de las vasijas importa porque de por sí la envidia ya existe, remitiéndonos a la envidia múltiple y multiplicadora de las personas y de la materia que ellas transforman y que las transforma. Por eso, más que sobre vicios o inmoralidades de objetos en sí, la atención reside en la vida que ya ostentan las cosas, en este caso las vasijas, y que las vincula permanentemente y de muchas maneras con los humanos, así nosotros, los analistas, no estemos dispuestos a reconocerlo o sea un hecho que pase desapercibido. Vasijas y ceramistas no son las orillas opuestas de una relación, no existen por separado, sino que están al tiempo, son un continuum, una categoría conjunta. Asumirlo así, de entrada, nos sitúa de manera distinta frente a lo que observamos. Es claro que es una construcción, una escogencia del analista. Sin embargo, la envidia de los boteros es real tanto para Helí que la padece como para el resto de sus vasijas, que pueden o no romperse. Y este hecho, de entrada, merece toda nuestra atención.