Cosas vivas

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Ya ha sido señalado que el llamado giro ontológico en antropología tiene varios problemas. Bessire y Bond (2014) argumentan que al no objetivar las diferencias y las desigualdades de las que participa la vida material en el presente, no parece tener un posicionamiento político claro. Bartolomé (2015) se preocupa por la lectura acrítica que en la antropología centroamericana conduce a la aplicación del mismo modelo de pensamiento para todas las sociedades indígenas, lo cual supone una de las tres ontologías no modernas (animismo, totemismo, analogismo), a la manera de Descola. Alcida Rita Ramos (2012) cree que el perspectivismo, a la manera de Viveiros de Castro, tiene consecuencias políticas perversas, al reducir en la práctica toda la variabilidad amerindia al modelo de una cultura y muchas naturalezas. Parece idealizarse un tipo de relaciones entre humanos y no humanos que pudo ocurrir en las sociedades indígenas del pasado, pero que no parece demostrado de forma contundente para el presente. Es más, el recurso a la sofisticada comparación etnológica parece rehuir la revisión juiciosa de las condiciones materiales de existencia, que son políticas y que se encuentran atravesadas por lógicas en disputa, de las que participa la vida de humanos y no humanos en contextos concretos y contemporáneos (Bessire y Bond, 2014). No hay que dejar de mencionar la posibilidad de que dicho giro obedezca al hecho flagrante de que los objetos probablemente nunca cobren una voz propia que les permita falsear los argumentos de los antropólogos. De este modo, podría decirse que el estudio de los objetos en la nueva versión metropolitana busca reclamar el lugar de la objetividad definitiva al tiempo que, al menos en las versiones canónicas de Descola (2005), Kohn (2013) y Holbraad (2012), logra cierto incómodo silenciamiento de las voces de los agentes humanos que interactúan con el poder de las cosas.

No obstante, y pese a las críticas que se han formulado, el giro ontológico parece ir viento en popa. Lo demuestran los numerosos artículos de revisión que dan cuenta de la puesta al día de nuestras antropologías periféricas (Bartolomé, 2015; González, 2015; González-Abrisketa y Carro-Ripalda, 2016; Ruiz Serna y Del Cairo, 2016; Tola, 2016). Algunos se limitan a señalar los temas y la bibliografía, otros hacen críticas más o menos fuertes y otros parecen colincharse3 al bus de la ontología, o porque encuentran en estas propuestas una antropología más satisfactoria, o porque la lectura estratégica parece señalar que ese bus va para El Triunfo, La Gloria o La Perseverancia.4 No es extraño que esto ocurra. Muchos de los artículos contenidos en este volumen, en cambio, hacen caso omiso de estas discusiones. Pese a tal circunstancia, resultan aportes significativos a la etnografía que vislumbra, y retrata con sorpresa, la vida de las cosas.

Pero no todo son problemas en el giro ontológico. La primera gran virtud que tienen estas discusiones es la recuperación del trabajo etnográfico como principal fuente del conocimiento antropológico. El llamado explícito del volumen editado por Amira Henare, Sari Wastell y Martin Holbraad (2007) a pensar a través de las cosas supone un retorno a los materiales con los que nos encontramos quienes hacemos etnografía. Este no es un logro menor. Si es cierta la afirmación de Miguel Bartolomé (2015) de que en México la etnografía no se ha actualizado en los últimos treinta años, las cuentas para la mayoría de los contextos en Colombia resultan más que escandalosas. Y no es porque seamos pocas las personas con título de antropología. Así que si resulta un buen número de trabajos etnográficos de relevancia, algo se habrá sacado del giro ontológico.

Otra virtud del giro ontológico es la implícita necesidad de replantear las teorías. Viveiros de Castro (1998), primero, y luego su discípulo Martin Holbraad (2007; 2012) enfatizan en la necesidad de tomar en serio las afirmaciones, muchas veces incomprensibles a primer oído, que hacen las personas con quienes trabajamos. Tomarlas en serio supone abordarlas como conceptos de la misma naturaleza que aquellos con los cuales trabaja la antropología y que nos ayudarían a “extender nuestra imaginación teórica” (Holbraad, 2007, p. 190). Sin embargo, Holbraad sigue la crítica que hiciera Lévi-Strauss de la inclinación que tenía Mauss a usar los conceptos indígenas como descriptores de fenómenos generales. Lévi-Strauss (1979 [1950], p. 33) afirmaba que Mauss se habría dejado engañar (aunque quería decir mistificar) por “una teoría neozelandesa”, cuando el cometido de una ciencia debería ser construir conceptos que abarquen a las teorías indígenas. Por tanto, Holbraad está frente a la alternativa única de proponer neologismos que comprendan a las categorías indígenas (p. ej., ontografía recursiva en lugar de etnografía). El camino fácil sería lo que hace la mayoría de los seguidores profesionales, que es usar los conceptos, recién comprendidos, que han propuesto las figuras visibles de un giro. Un riesgo que corremos es que, como ocurrió con Lévi-Strauss, con Foucault o con Bourdieu, los trabajos de campo empiecen a producir demostraciones ex post facto y resultemos descubriendo, como ya viene ocurriendo en Brasil, España, Argentina y México, que nada escapa a la imaginación teórica de Descola, Viveiros de Castro o Latour.

Este movimiento hacia una etnografía con intenciones teóricas supone una inclinación previa de la sensibilidad etnográfica. Tal vez el mayor logro del giro ontológico en antropología sea el intento por recuperar la posibilidad de que el mundo sea un lugar encantado o vivo (Kohn, 2013). Solo asumiendo esa posibilidad puede el trabajo de campo replantearse como una práctica en la que es posible el asombro. El prolongado escepticismo que creó la penumbra del poder y que compartieron los giros lingüísticos y las teorías de la práctica no daba cabida a la posibilidad de que existieran otros mundos u otras formas del mundo. Recuperar el asombro y el encanto supone también la posibilidad de que la experiencia de quien investiga ocurra y se pueda compartir a escala humana, biográfica y corporal. No solo asumir que la mirada también puede ser cercana, sino aceptar que el mundo puede lucir descomunal y trabajar menos con mapas y más con recorridos o, mejor, con siembras y recolecciones. Recuperar el asombro implica también volver a leer a los autores que a principios del siglo XX delinearon las teorías y las metodologías clásicas, desempolvando esos temas extraños, con nombres casi étnicos, acerca de los cuales la antropología ya no tenía nada que decir: alma, totemismo, mana, fuerza, espíritu, hau, etcétera.

Con todo, este nuevo giro, como ocurre con las propuestas teóricas que ganan momentum, rima con movimientos afines del mundo contemporáneo.

Juguetes, zombis y realidades virtuales-aumentadas: efectos especiales o pretextos para giros místico-materiales

Se puede dibujar otra hebra de tan renovada sensibilidad hacia los objetos como un movimiento propio del capitalismo postardío (o de la neonoche de las mercancías vivientes) en el cual los objetos-mercancía han venido ocupando el lugar de las personas o porque son, en la práctica, la suma de toda subjetividad o porque las relaciones entre objetos-mercancía son las relaciones fundamentales. En este apartado, quiero argumentar que los efectos especiales de la tecnología (no solo cinematográfica) se han vuelto efectos cotidianos que dan forma a la experiencia y al pensamiento.

Detrás de los objetos-mercancía acaso se notan las sombras de los agentes humanos que los inspiraron. Podríamos ubicar unos antecedentes ideológicos en el hecho de que ya no es tan claro para nosotros que los objetos sean inanimados e insustanciales ni que los seres humanos estén dotados de alma y sustancia. Habría que dudar de que el avance del capitalismo haya conseguido aclarar las relaciones sociales que perpetúan la reproducción de la riqueza; el carácter fetichista de las mercancías ya no es una realidad que sea necesario ocultar, ni siquiera por pudor, sino que es el motor de toda vida en el mundo contemporáneo. No será necesario poner en discusión el desdibujamiento de la personalidad artística gracias a la reproductibilidad técnica de la obra de arte, como lo hizo Benjamin (1989 [1972]), porque el mundo contemporáneo nos presenta el arte como cosa a la mano y cualquiera puede acceder, o por lo menos creer que accede, a la condición de artista. Más interesante es la redefinición del lugar de las mercancías y su relación con los consumidores. Habría que revisitar el cine de masas y la televisión durante las tres últimas décadas para poner en evidencia los rasgos de una sensibilidad renovada hacia la vida de las cosas. No creo que nos convenzan tanto los argumentos de los científicos sociales como las dudas bien construidas por el cine y todo el aparato de efectos especiales que hacen parte de la realidad contemporánea.

Propongo, a mano alzada y como sugestión para un estudio que debería hacerse, un trazo que considere Toy Story, Matrix y las sucesivas sagas de zombis (desde Resident Evil hasta The Walking Dead), para reconsiderar las preguntas fundamentales acerca de las relaciones entre humanos y no humanos. Probablemente, Blade Runner sea el arquetipo de estas preocupaciones, pero me interesa indagar en la producción audiovisual de la generación que se ve expuesta al encanto de las cosas en su consumo cotidiano y que termina alimentándose de las propuestas teóricas del giro ontológico.

¿Qué puede decirse de la historia de los juguetes que ocultan su vida mientras son vistos por los humanos? Ocultan su vida mientras viven la vida falsa de la que los dotamos en el juego. ¿Desde qué perspectiva estamos siendo partícipes de la tragedia de los juguetes? Toy Story plantea la posibilidad de que los juguetes tengan una intensa vida social cuyas jerarquías estarían marcadas por las preferencias de su dueño. Y luego, salimos a buscar Woodys y Buzz Ligthyears para coleccionar. Podríamos considerar, como sugiere Sebastián Anzola (en comunicación personal), cada acto de colección como una nueva realización, en miniatura, del proceso de acumulación originaria de mercancías. Cada una de nuestras vidas reproduciendo el evento originario del capitalismo. Si es así, tendríamos que admitir que ya no existen los productores de mercancías como una personalidad posible, sino que lo único que existe son poseedores de mercancías. Deberíamos entonces detenernos en el proceso de adquisición del juguete, mucho más misterioso cuando ya no nace de la necesidad de jugar y por ende no es la adaptación de un palo que se vuelve caballo (Gombrich, 1968), sino que aparece oculto bajo el árbol de Navidad o es un deseo postergado que espera su realización para ingresar en nuestro arsenal de deseos, en donde se objetiva lo que somos. Sin historia o con esa falsa historia que oculta su “verdadero origen”, que es la falsa historia de las maquilas, como ocurre con Buzz. Buzz Lightyear aparece, como tiene que ser, convencido él mismo de su particularidad en el universo, tan perfecta mercancía que no se sabe mercancía. Buzz es cada uno de los que nos sentimos únicos y que consumimos Star Wars y todas sus tragedias familiares. Pero es, también, un juguete, y la suya, una tragicomedia. Lo cual no deja de ser problemático o de habitar de forma problemática algún intersticio mental. Toy Story no solo trata de juguetes como personas, sino de personas como juguetes. Claro que la clave cómica de la historia nos salva y nos quedamos con el veneno de la compra por realizar. Pero el daño ya está hecho y en adelante la vida de Pixar es llevar la paradoja de Disney a un nuevo lugar. Una exacerbación de la confusión. Infraobjetos que se vuelven personas.

 

En Matrix, no se trata de juguetes tragicómicos sino de máquinas y engaños y destinos improbables. Los humanos son menos que juguetes; son pilas para mantener la vida de las máquinas. La Matrix es un superobjeto que contiene para siempre en ese útero infernal a los cuerpos-cosa que la habitan y viven en un sistema operativo. Si en Toy Story los juguetes tienen una posición subordinada que se invierte por un instante al final de la primera película, en Matrix todos los seres humanos ocupamos una posición subordinada en relación con el superobjeto contra el que no podríamos revelarnos sin dejar de existir. Los espectadores no somos Neo ni cualquiera de sus acompañantes, somos quienes escuchan la llamada telefónica al final de la primera película. La máquina es la inteligencia pura y la agencia total. Por supuesto, podríamos buscar antecedentes en Terminator o en el Gólem, pero lo perturbador de Matrix es la idea de la conexión a una red para existir o para garantizar una existencia engañosa. La conexión, que es la garantía de que existimos, es también la evidencia de la sujeción. En el universo distópico de Matrix ocurre la subjetivación total, pero no es el único ni el más logrado ejemplo de distopía. Por fortuna, las dos películas que siguieron a la saga no se propusieron continuar el juego de los conejos blancos ni la cotidiana sensación de déjà vu, ni se propusieron describir los días dentro de Matrix, y nos salvamos de llegar a considerar que nuestras vidas en la red pudiesen llegar a compararse con la anodina existencia de Thomas Anderson. Si en Toy Story los objetos son personas y los espectadores, versiones de la subjetividad de los juguetes, en Matrix las personas son objetos de objetos y los espectadores, potencialmente, los objetos mudos o silenciados, como Thomas Anderson en la escena del grito mudo. No es mera coincidencia que uno de los androides del libro clásico de Philip K. Dick en el que se inspiró Blade Runner tenga una iluminación terrible frente al conocido cuadro de Munch y divague sobre su condición, que recién descubre, y entienda que el grito es el de un androide que recién descubre que no es humano. En WhatsApp, el mismo grito es un efecto de sorpresa cotidiana y una sorpresa terriblemente trivial esperando a ser pulsada.

La efervescencia de las sagas de zombis es otra de las marcas de nuestra época. Puede considerárselas como una variación sobre el motivo del fin del mundo. Pero son también evidencia de una inquietud generalizada acerca de lo que podemos llegar a ser. Lo fundamental de las sagas de zombis en relación con nuestro problema es el descubrimiento de una naturaleza inhumana en nosotros. No es difícil enumerar las características del comportamiento social de los zombis: el canibalismo (que se cumple a cabalidad cuando los zombis devoran a sus consanguíneos), el desplazamiento en hordas, la ausencia total de conciencia y de memoria, el movimiento normalmente contrahecho del zombi, la iconografía del salvaje absoluto que Occidente ha reactualizado en todas las otredades posibles. En suma, la completa objetificación de los seres humanos (los animales también suelen aparecer en versión zombi, por lo cual el estado zombi no es el de animalidad), quienes son víctimas de algún virus producto de experimentos científicos fallidos. La enfermedad de los zombis emana de tubos de ensayo en algún laboratorio de la corporación x, y o z. Pero los objetos no tienen una versión zombi, y, además, las armas y los alimentos acumulados en supermercados devienen aliados en la lucha por la supervivencia de los falsos protagonistas de las sagas. Los verdaderos protagonistas son los zombis, pero ante su incapacidad para la articulación de sentido, se cuenta la historia de unos extras elocuentes que huyen o se pelean en medio de las hordas. Lo más interesante es la ambigüedad del estado zombi, esa nueva modalidad del ser: no están muertos y no están vivos. Son muertos que caminan, según uno de los títulos canónicos. Son muertos vivientes, según otro. En todos los casos, son contrahumanos: se alimentan de carne humana y son seres humanos invertidos. Seres humanos que exhiben sangre, intestinos, ojos colgantes y emiten un sonido desesperanzado, doliente y sin sentido. Lo paradójico es que nuestra época se ha esforzado por realizar, en los disfraces de los seres humanos actuales, su versión zombi; y hay hordas de zombis (disfrazados) que asolan las ciudades de todo el mundo. Allí, los muertos que caminan ponen en escena el sentimiento contemporáneo acerca de la otredad extrema en uno mismo. En una época en la que la otredad luce como un asunto del pasado, la experiencia del horror, ese descubrimiento que hace Kurtz del salvaje en él, se refugia en la ambigua figura de los zombis. En las sagas de zombis, los humanos devienen en objetos con una vida ambigua o con una muerte ambigua, y los espectadores posibles, en actuantes de la marcha zombi.

En estas tres películas es tan dudoso que los objetos sean inanimados e insustanciales como que los seres humanos estén dotados de alma y sustancia. La confusión entre objetos y personas que emergió de las formas arcaicas del intercambio según Mauss o que propició la solución tyloriana del animismo como la forma más primitiva de la religión o la pregunta por la naturaleza de las clasificaciones primitivas de la escuela francesa, vuelve a plantearse con inusitada actualidad en el consumo cultural contemporáneo. Más aún, en las renovadas subjetividades vueltas objetos, que son lo mismo que la masa gigantesca de objetos para reservar subjetividades, todas estas distinciones colapsan. El iPhone (que no es más que un yo), el iPad, la tablet, el pc o el Android (que no es menos que ¡un androide!) resultan tanto o más visibles que los sujetos casi fantasmales gracias a los cuales –¿o para los cuales?– se originaron. La escena por excelencia de la socialización contemporánea ocurre entre dispositivos inalámbricos interconectados. Esos dispositivos alumbran los rostros ansiosos de sus usuarios, quienes parecen creer que manipulan o dan su voz a esos avatares que crean avatares. Los “teléfonos inteligentes” lanzados a finales de 2017 y comienzos de 2018 prometen realidad aumentada y avatares más parecidos al usuario. También se habla de un “internet de las cosas” y una “inteligencia de las cosas”.

No es solo gracias a las películas que la sensibilidad acerca de la vida de las cosas inunda las ciencias sociales. Es que la tecnología contemporánea distribuye nuestras vidas en un sistema de cosas que nos consumen mientras las consumimos, incluso desde cuando las deseábamos. Eso, sin embargo, no es un fenómeno de los últimos treinta años. Estuve tentado a usar el argumento de que la mercancía perfecta es fetichismo puro, o valor desprovisto de cualquier materialidad, y referirme a la conexión o a la cobertura (eso que es internet). Pero en realidad toda mercancía es valor puro, lo mismo que vale por fetichismo puro. De tal forma que existen las condiciones materiales para que emerja una sensibilidad mística hacia las cosas. La confusión entre personas y cosas hace tiempo dejó de ser monopolio de los textos que fundaron la antropología o de las sociedades en las que la antropología aprendió sus argumentos. Los efectos especiales del cine dejaron de ser especiales y del cine, y son ahora efectos ordinarios que nos constituyen.

Adenda sobre la muerte o la eternidad de la riqueza

Salvo los artículos de Pardo y Larraín, al grueso de este volumen no parece interesarle un acercamiento a la vida de las cosas en el marco del capitalismo y, en esa medida, la disquisición sobre juguetes, zombis y realidades aumentadas, así como la tozuda referencia de este texto a ciertos análisis del capitalismo, parecen sobrar. Esos dos artículos son los que menos se inclinan a dotar de agencia a los objetos o a las cosas y, en cambio, son los más dispuestos a privilegiar la agencia de los actores humanos involucrados. Es posible que la conciencia de los fetichismos del capitalismo impida aceptar la convicción nativa de la vida de las cosas, incluso, y sobre todo, en el seno de las relaciones sociales capitalistas. Otros ejemplos de esa duda están en el mismo Alfred Gell (1998), quien sospecha que la agencia de las obras de arte reside, en últimas, en la abducción de la intencionalidad por los usuarios, o en Goody (1999), quien hace de la contradicción la otra cara de la representación.

El exotismo de la antropología más clásica tiende a desaparecer cuando objetiva a las sociedades capitalistas, y en esos casos desaparecen los fetichismos detrás del uso de un lenguaje racionalizado para describir las relaciones sociales, excluyendo a las mercancías. Pareciera que lo incomprensible del capitalismo no se objetiva o que en el capitalismo todo es comprensible, sobre todo si usamos el lenguaje del modo de producción, que por obvias razones tiende a ocultar lo fundamental. En mi opinión, eso se debe a que la mitología del mundo contemporáneo es el capitalismo. Algunos autores sobradamente reconocidos han argumentado que la ciencia es el mito de Occidente. Lo hacen desde la convicción, profundamente anclada en la modernidad, de que el conocimiento es producto del pensamiento. No es raro que los santos de la modernidad sean siempre teóricos. Es la misma certeza según la cual lo humano ocurre como producto del desarrollo del cerebro. Una verdad de la cual no dudamos por un instante y que rima con la seguridad de que el pensamiento proviene del pensamiento y de que el conocimiento es producto del conocimiento: por eso en las universidades nos refugiamos bajo las sombras del conocimiento como si ese abrigo fuera a producir más conocimiento. Con la misma convicción afirmamos que la plata produce plata y oro el oro. Las relaciones con la materia –la más fundamental de las cuales es el trabajo– nunca son origen del pensamiento y menos del conocimiento. Lo necesario para pensar es el tiempo libre, es decir, excluirse de la producción. La ciencia no produce los convencimientos de Occidente, es un campo de batalla por el monopolio de la razón. El capitalismo, por otra parte, produce las verdades objetivas con arreglo a las cuales actuamos y, por ende, produce convicciones. El pensamiento es otro producto del modo en que se producen las mercancías; uno y otras comparten la ambición y la esperanza de nunca tener contacto con el trabajo del que provienen. Las mercancías por excelencia son aquellas en las que la materia ha desaparecido: el software es puro pensamiento en potencia; las mercancías son deseos cumplidos o postergados; la razón pura y la pura lógica, desprovistas de materia (tanto como lo están las representaciones y el discurso), son la aspiración de las formas más acabadas del pensamiento en el mundo contemporáneo, tienen la misma pureza inquebrantable del dinero. Contra la ética hipócrita de la opinión pública, no existe el dinero sucio. Todo dinero es limpio: nadie bota un billete porque caiga en el fango. Todo dinero es valor inquebrantable e inmortal.

 

Helí Valero y Roberto Gómez, en Ráquira y Murillo, dos pequeñas poblaciones de las cordilleras andinas colombianas, entendieron que la riqueza vertida en oro y esmeraldas tiene un misterio. Lo dijo el primero de ellos en un artículo poco leído (Valero, 2008) y el segundo nos lo repitió generosamente tantas veces a mí y a muchos estudiantes de antropología en los cafés del norte del Tolima. Ambos estaban seguros de que esas riquezas pican al que las toca. Y sus charlas estaban repletas de asuntos que entonces poco o nada calaron en nuestra forma de entender la realidad. Nos decían convencidos que el río era traicionero o que los armadillos encuentran las guacas (acumulaciones de riqueza y mucho más que eso) o que los lugares misteriosos se aparecen en los sueños o que ciertos objetos saben cuando la envidia se aproxima y se van o se quiebran. Helí Valero, con su bigote encanecido y los sombreros maltrechos de una recién desaparecida bonanza, iba en las noches con la guitarra destemplada a cantarnos en la cocina de su hermana con esa voz oscurecida por efecto de los incontables cigarrillos Caribe. Y entre una y otra canción, hacía lo posible por que entendiéramos que el mundo está lleno de misterios. Roberto Gómez era hijo del páramo. Soñaba con lugares en los que brillaban diamantes y calaveras. En las noches, sabía encontrar la cama de pajas que había en la tierra generosa y se quedaba mirando el cielo helado y lleno de fulguraciones. Sabía que los ríos llevan fiestas porque la riqueza hace fiestas. Sabía que el agua emboba y marea. Sabía que el mundo está sostenido por vigas de oro, pero sospechaba incluso de las cosas que sabía y apostaba que eso que llaman oro es, al fin de cuentas, agua pura. Atesoraba una máquina de escribir para escribir los pleitos de las luchas campesinas que lideró y que le dejaron un montón de papeles amarillos que nos mostró en su cuarto frío y arrendado. Emergió del frío en una noche que empezaba entre la neblina de Murillo y nos enseñó a jugar billar y que el universo es unidiverso. Era sensible a todas las cosas que se precipitan. Sabía que el mundo seguiría vivo después que él mismo y que la mejor comida es con hambre.

Ambos sabían que la riqueza vertida en oro y esmeralda puede morir, ya que está viva. Y que ese vaho que sale del oro es un yelo que daña, que mata lentamente. En el mundo real de Valero y de Gómez, la riqueza se pudre y pudre a quien la atesora; algo que no le ocurre al dinero en el mundo plenamente capitalista. David Harvey (2014, pp. 49-50), siguiendo al comerciante y teórico Silvio Gesell, ha propuesto que una alternativa para evitar la plutocracia campante es hacer que el dinero tenga fecha de vencimiento, de tal manera que deba ponerse en circulación y no se acumule, que el dinero no utilizado se desvanezca al cabo de un tiempo. O, como decía Gesell, que se oxide. A ese óxido del oro, una especie de lama verde, lo conocen en Cumbal y en Aldana, al sur de Colombia, como Solimán. Roberto Gómez nos mostró una tarde de noviembre de 2011 al hombre que en el norte del Tolima se había encontrado una romana de oro pero no podía cambiarla; le decían el loco. Tenía que bañarse una llaga de su pierna, producida por el contacto con el oro, con infusión del mismo objeto que lo hacía rico. Haberse encontrado ese tesoro le produjo la herida purulenta, que se mantenía de un tamaño tolerable con infusiones del oro que se pudre. Y tenía ataques de locura en los que lanzaba fajos de billetes, como si la acumulación de trabajo humano le alterara la conciencia.

En las convicciones de Valero y Gómez se cumple parte de la aspiración revolucionaria de Harvey. Es potencialmente más justo (o más real) un mundo en el que la riqueza se pudre. Y así como con ellos, nos hemos encontrado con otros maestros y maestras en lugares distantes. De unas y otros aprendimos la incomodidad con las formas en que los académicos nos hemos venido relacionando con indios y campesinos y obreros y otras gentes que trabajan. Helí Valero y Roberto Gómez, y muchos otros que citan los artículos de este libro, nos enseñaron a hablar de las cosas y con las cosas. Hemos llegado a afirmar, y hemos querido aprender a practicar, que sería justo y deseable relacionarse con el mundo como gente que trabaja más que como gente que piensa; y nos gustaría afirmar que el trabajo nos ha enseñado o que, como dice el habla popular en Cumbal refiriéndose a las cosas materiales o a los procesos productivos, “nos hace entender, nos hace ver”.

Por una etnografía con las manos sucias, no violenta y con aspiraciones teóricas

La motivación fundamental de este intento por llamar la atención de quienes hacen antropología es proponer un replanteamiento del ejercicio de la etnografía. Las experiencias que inspiran este cometido son tres: la lectura del trabajo de Luis Guillermo Vasco, al cual él llamó antropología vasquista; el aprendizaje, en campo, de una parte del conocimiento campesino e indígena en el centro de Colombia y en el sur de Nariño; y la experiencia docente y editorial en diferentes universidades. El replanteamiento de la etnografía tiene, por ahora, dos brazos: uno intenta tejer una práctica etnográfica con las manos sucias y no violenta, de la que heredamos, como quien hace uso de un bien común, una parte y otra la tenemos en obra; el otro intenta labrar una práctica etnográfica teórica.

Mi interés, cuando empecé a participar en el Grupo de Estudios Etnográficos desde 2014 y de la propuesta de los simposios en congresos de antropología en Colombia desde 2007, ha sido el de propiciar lugares para hablar de una etnografía humilde. Me ha interesado reiterar un llamado para que algunas de nuestras investigaciones volvieran al terreno y se ocuparan de asuntos que han venido siendo invisibles; nuestra antropología me parecía, y me sigue pareciendo, corta de trabajo etnográfico. Ha perdido el gusto por las palabras y las labores de los que no parecen tener poder. Ha abrazado metodologías de atajo que prometieron resultados en corto tiempo y que tienen nombres más políticamente correctos. Creo que en la medida en que tuviésemos más contacto con el “mundo material”, entenderíamos mejor cómo ocurre el mundo, o qué mundos ocurren, en los contextos sobre los cuales investigamos. He supuesto también que en el proceso nos veremos obligados a pensar y hacer de modo diferente la antropología misma. No es tan fácil como se dice. Daré algunas puntadas, para caracterizar a esa etnografía con las manos sucias, no violenta y con aspiraciones teóricas que quisiéramos construir.

Debemos asumir que el trabajo de campo es una prolongada instauración de relaciones que tienen un punto de partida en la desigualdad social que caracteriza a la sociedad en la que trabajamos y de la cual somos parte, incluso si trabajamos en otro país –y sobre todo si trabajamos en otro país–. Recién graduado y como profesor principiante, yo actuaba como si no existiesen las desigualdades, con el propósito explícito de no hablar de lo que no podía cambiar. Pensaba que mi mera intención y el buen corazón que pide toda iniciación eran cierta garantía contra los abusos de las normas clásicas, que entendí, con el resto de mi generación, de Renato Rosaldo. Confiaba en que si hacía mi trabajo de escritor de manera honesta, sobre todo enfatizando la imposibilidad de cualquier certeza, podía llegar a interpretar las paradojas de la cultura, aunque con la lejana esperanza de que eso que escribía pudiese ser usado en beneficio de las gentes de las que hablaba. No advertía que este modo de proceder encubría las razones materiales de mi poder de investigador (concedido a esta persona por las clases), incluso en los autocomplacientes momentos de flaqueza en los que me reconocía como cronista o escritor porque lo mío era, a lo sumo, una entre muchas lecturas; es decir, hacía uso de mi posición dominante para hacerme del lado de las relaciones dominantes, creyéndome, como gritaba mi generación con Fito Páez, “al lado del camino”. Y obviando lo evidente, que yo podía pasar mi tiempo especulando acerca de razones simbólicas o de discursos modernos de orden profundo porque podía vivir entre paréntesis de dos formas: 1) de espaldas al trabajo del que participaban los que yo trataba como informantes pese a que los llamaba amigos; 2) de espaldas a la gente de la que hago parte porque mi educación me enseñó a parecer el intelectual de tradición que no soy. Me han hecho ver, como es notorio que a otras personas también entre las que escriben en este volumen, que las formas de proceder reproducen formas de pensar y que es necesario cambiar el procedimiento para cambiar al pensamiento (Vasco, 2002).