Cosas vivas

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Del don expuesto de este volumen, para usar la terminología de Bolaños, no me corresponde hablar. Lo único relevante aquí es decir que nada esconde. Y, por supuesto, que se reclama como antropología.

***

Toda clasificación es parcial y arbitraria. He optado por la simplicidad y conformé dos grupos de artículos: “Preferiblemente objetos”, “Preferiblemente sustancias”. Preferiblemente, porque los artículos no solo tratan con objetos o sustancias o potencias.

Tal vez lo primero que desafían los artículos de este volumen sea la idea misma de la clasificación. En todos los casos, nos enfrentamos a transgresiones de las fronteras de la razón o de lo social, de lo político o de lo jurídico, de la moral o de lo simbólico, de los géneros de pensamiento, incluso de aquellas fronteras que separan tan flagrantemente la teoría de la etnografía. Nos encontramos con gente que bebe (su) sangre y la trastoca en el mismo acto. O con montañas que paren gente y con gente que resbala por la montaña en juegos suicidas. O con muertos que se desocupan sobre sus asesinos y con regalos ocultos en regalos sonrientes. O con objetos poderosos que “ponen a temblar hasta los huesos” y con fuerzas que brillan temblorosas y provocan temblores. Con trampas en medio de los ríos y con ríos traicioneros que tienden trampas en remolinos. Con artículos extensos que explican con suma dedicación todo lo posible y con artículos breves que piden mucho tiempo para ser digeridos. Hay santos que bailan y santos que se desplazan ocultos, unos hacen surcos y otros, zanjas. Hay gallos y bandoleros, indios y guaqueros, tambores y museos, danzantes y trompos, alfareros y políticos, sombreros y picós. Muchas provocaciones. Cosas vivas.

Desde las vasijas envidiosas de Aguabuena hasta la tecnología mágica de las trampas para peces de los cotiria, los artículos de la primera parte aceptan la atribución de características que hasta ahora hemos considerado preferiblemente humanas a cosas que hemos tratado preferiblemente como objetos. De forma análoga, la segunda parte explora pintas, barros, vahos, sangres, aguas y montes como sustancias fundamentales que vinculan, en parentescos tanto o más complejos que los que producen las ciencias médicas y estéticas contemporáneas, a personas que a priori podrían considerarse como pertenecientes a distintos órdenes.

La juiciosa lectura y el entusiasmo de Cristóbal Gnecco Valencia y Daniel Ruiz Serna contribuyeron en partes iguales a la depuración del material final y a la convicción con que acometimos esta empresa. La gestión de la dirección del Departamento de Antropología, primero gracias a Carlos Luis del Cairo y luego gracias a Luisa Sánchez, así como el riguroso trabajo editorial de la Facultad de Ciencias Sociales y Humanas hicieron posible esta publicación.

Quien quiera sumergirse in media res en el volumen puede hacerlo ahora, obviando la discusión introductoria. Quien quiera acompañarme en un chapuzón por la pregunta acerca de Cosas vivas, puede continuar en la siguiente página.

El editor

1 Se trata de un alfarero excepcionalmente dotado para describir la naturaleza de las cosas (ver “La vida de las cosas y las formas del conocimiento...”).

2 O, como dice la canción, “porque existe la envidia ¡de tal manera!”: que es sorpresa por todas sus formas.

3 Con esta idea damos título al volumen y abrimos la discusión planteada en la siguiente sección.

4 Puede que se deba a que los intelectuales, sobre todo cuando escribimos, debemos parecer gente que no se enamora.

La vida de las cosas y las formas del conocimiento: desafíos para hacer otras antropologías*

Luis Alberto Suárez Guava

En memoria de Roberto Gómez y Helí Valero

Este artículo introductorio plantea que la antropología ha tenido sus grandes momentos cada vez que volvió a descubrir que las cosas adquieren vida, pero que las recientes formas de estudiarla (giro ontológico o giro material) corren el riesgo de no asir lo fundamental, dado que no se plantean un cambio en la forma de acercarse a esa vida. Para argumentarlo, presento, en la primera parte, un breve análisis de la forma en que Marx y Tylor estudiaron la vida de las cosas. En la segunda parte, expongo someramente algunos problemas y algunas virtudes del llamado giro ontológico en antropología, con la aclaración de que no es la reciente notoriedad de esta escuela la razón por la que se conformó este volumen. En la tercera parte, propongo que el ambiente cultural para la emergencia de la renovada sensibilidad por la vida de las cosas se encuentra prefigurado en cierto cine de efectos especiales; sostengo que los efectos especiales del cine dejaron de ser especiales y del cine, y son ahora efectos ordinarios que nos constituyen. En otras palabras, que la sensibilidad de los giros materiales parece fetichista y no laboral. En la cuarta parte, introduzco una discusión sobre la vida y la muerte de la riqueza a partir de algunas enseñanzas de Roberto Gómez y Helí Valero. Al final, presento una apuesta en proceso que aspira tanto a tejer una práctica etnográfica con las manos sucias, y no violenta, como a labrar una práctica etnográfica teórica. Algunos de los textos incluidos en el presente volumen se plantean ese tipo de trabajo, pero ninguno es producto de un cambio tal en la forma de hacer etnografía.

Pensamos con cosas: las cosas en Tylor y Marx

La antropología se ha enfrentado desde sus inicios a la afirmación de la vida de objetos, animales, plantas, piedras o accidentes del paisaje en diferentes sociedades. Parte de lo que se espera de quienes hacen antropología es que provean una “explicación”, académica o disciplinar, de las afirmaciones nativas, pero sobre todo del entramado de las relaciones sociales en las que se involucran. No solo porque las cosas pueden ser vistas como el referente material de las relaciones sociales entre personas (Larraín, Pardo y Castellanos, en este volumen), sino porque eventualmente las cosas son personas con “vida interior y con intención” (Gell, 1998; Torres, Holguín y Calderón, en este volumen). Y las personas a veces ocupan cuerpos humanos y a veces otros cuerpos (Anzola; Calderón; Chaustre y González, en este volumen). Muchas cosas-persona existieron antes que nosotros y seguirán existiendo luego de la desaparición de los humanos, afectándose unas a otras y conformando el reino por excelencia de las causas (Chaustre y González; García; Ospina, en este volumen).

Desde que Tylor, en 1871, propuso resolver los orígenes del pensamiento en la idea del alma como la base sobre la cual han evolucionado todas las grandes religiones, nos hemos venido encontrando con la evidencia de que, en contra de todas las aspiraciones por privilegiar la agencia humana o las decisiones racionales, las cosas parecen reclamar una importancia mayúscula en la conformación de la sociedad y en la configuración del mundo. Según Tylor, el pensamiento humano funciona según las mismas leyes en todos los tiempos; postula que en el pasado lejano de la historia humana existió “una rama filosófica salvaje” a la que llama animismo. La idea de alma está en el principio del pensamiento humano, y la idea de idea es una evolución de la idea de alma. Pese a que empieza por mostrar cómo en sociedades distintas a la suya ocurre la creencia de la existencia de las almas (y eso no fastidia al lector moderno, quien también cree en su alma individual), Tylor aborda las formas más extrañas del fenómeno cuando documenta la creencia en las almas de los objetos. Las primeras anotaciones se refieren a los objetos que acompañan a las apariciones fantasmales en diferentes sociedades: por ejemplo, la ropa y las cadenas de los condenados que se aparecen en los caminos, o las velas y las campanas de las procesiones de las ánimas. El autor concluye que estos objetos serían los fantasmas de los objetos y, por ende, las almas de las cosas.

Tylor argumenta que la teoría de los espíritus de los objetos estaría en cercana relación con “una de las más influyentes doctrinas de la filosofía civilizada”: la teoría de la percepción y el pensamiento según Demócrito, que ve desarrollada en la teoría epicúrea de la percepción (1958 [1871], pp. 80-81).1 Según Demócrito, las cosas siempre están emanando imágenes (eidola) que viajan por el aire y se van deformando en dicho viaje. Estas imágenes serían especies de membranas que afectarían al ojo humano, de tal manera que este las percibe como reales, más o menos de la misma forma y tamaño que las cosas de las que se desprenden. Otros tipos de emanaciones afectarían a los demás sentidos. De esta manera, el pensamiento sería formado por las impresiones que dejan esas emanaciones sobre ellos. La materia prima del pensamiento serían las emanaciones que se desprenden del mundo y se van deformando hasta afectar los sentidos (Tylor, 1958 [1871], pp. 81-82; Stanford Encyclopedia of Philosophy, 2014). Otra forma de decirlo es que las cosas son la materia prima del pensamiento. Tylor no cree que esta teoría sea obra de Demócrito y, al contrario, postula que es una derivación de “la doctrina salvaje de los objetos-alma” (1958 [1871], p. 81).

La teoría epicúrea de las emanaciones, expuesta por Lucrecio en La naturaleza de las cosas (1999, IV, VV. 49-101), explica:

que existen cuerpos a quien llamo

Simulacros, especies de membranas,

Que, de las superficies de los cuerpos

Desprendidos, voltean por el aire

Al azar, de continuo, noche y día,

Y el espíritu agitan con terrores,

 

Nos hacen ver figuras monstruosas

Y espectros y fantasmas horrorosos

Que el sueño nos arrancan muchas veces…

Pues de la superficie de los cuerpos

Digo salir efigies y figuras

De gran delicadeza, que llamamos

Membranas, o cortezas, porque tienen

La misma forma y la apariencia misma

Que los cuerpos de donde se separan

Para andar por los aires esparcidas.

[…] Y puesto que sucede lo que digo,

Debe la superficie de los cuerpos

Enviarnos imágenes iguales.

Aunque sutiles; porque de otro modo

No se puede explicar cuál es la causa

De que existan figuras tan groseras,

Más bien que las sutiles y delgadas,

Siendo la superficie de los cuerpos

De infinitos corpúsculos compuesta,

Los que apartados pueden conservarse

En el orden y la forma que tenía,

Y arrojarse con tanta ligereza

Cuanto menos obstáculos se oponen,

Por ser tan delicados y sutiles

Y estar en superficie colocados.

Se colige entonces que, según los epicúreos, nuestra experiencia del mundo es producto de las emanaciones de las cosas, que viajan por el aire para afectarnos bajo la forma de cáscaras o membranas o pieles que tienen “la misma forma y la apariencia misma” de las cosas. Allí, Tylor ve el origen de “la doctrina de las ideas”. Explica que el término idea, que en principio se refería a “la forma visible” o a “las formas abstractas o a la especie de los objetos materiales” (Tylor, 1958 [1871], p. 82), y que era cercana a la noción de simulacra e imagen, se transformó en el agente por excelencia del pensamiento. No hay gran distancia entre decir que pensamos con ideas y decir que pensamos con simulacros o imágenes. Dicho de otra manera, la noción de idea encubre la noción de fantasma o la noción de alma.

En la misma línea argumental de Tylor, tendríamos que afirmar que, para cierta “doctrina filosófica salvaje”, las ideas que tenemos acerca del mundo, o son producto de las mismas membranas o son esas membranas o simulacros de las cosas. Más aún, nuestro pensamiento, el pensamiento humano, sería el conglomerado de las emanaciones de las cosas. Pero eso ya no aparece en Tylor, sino que es un fantasma argumental que estuvo a punto de ser dicho por diferentes pensadores, aunque es posible que no sean los pensadores los más indicados para entenderlo.

No deja de ser relevante el hecho de que durante los mismos años se gestó la obra cumbre de Karl Marx. La tesis doctoral de Marx se llamó Diferencia entre la filosofía de la naturaleza de Demócrito y la de Epicuro, y data de 1841. En ella, demuestra que mientras el primero era escéptico, el segundo era dogmático. Las emanaciones de las cosas dan forma al pensamiento, pero el pensamiento no puede saber si eso que sabe es correcto, según Demócrito. Epicuro, en cambio, cree que los sentidos son heraldos de la verdad; es un empirista. Es la duda de Demócrito lo que aprecia Marx, quien sospechará de la forma inmediata que adquieren las cosas (Marx, 1971 [1841]). El Capital empieza por un análisis de las mercancías. Para el caso, podríamos llamarlas simulacros o fetiches, jugando el doble juego de ver los simulacros o fetiches como heraldos de la verdad y como una impresión engañosa. En cualquier caso, las mercancías son la forma más simple de la riqueza. Si se desvela la naturaleza de las mercancías, se desvela la lógica del funcionamiento del modo de producción capitalista. El Capital (2010 [1872]) se fundamenta en un análisis de los objetos que garantizan la reproducción de las sociedades mercantiles. El carácter bifacético de la teoría del valor vertida en las mercancías hace de ellas, mucho más que quimeras, monstruos con dos cabezas de dos rostros. Una cabeza, la que supone un valor de uso y un valor de cambio. Otra cabeza, la que oculta el origen del valor, el trabajo humano abstracto, en la forma absoluta de valor, que es el dinero. En la forma dinero ha desaparecido la referencia a cualquier tipo de materialidad como fuente de riqueza. En la medida en que el valor de uso desaparece en la vida social de las mercancías, lo que queda es el valor de cambio. Pero en el valor de cambio ya no hay trabajo humano concreto: la riqueza aparece como una característica inherente de las cosas que son riqueza. El origen de la riqueza parece ser la riqueza misma. Yo creo que la misma operación de ocultamiento es la que supone que el origen del conocimiento es el conocimiento mismo.

El valor de cambio es la sustancia de las mercancías. De las mercancías ha desaparecido su condición material. Son puro valor, pura riqueza. Las mercancías no se relacionan con ninguna necesidad concreta o material. Para saber qué son, como explica Marx (2010 [1872], pp. 45-46), las mercancías se comparan con otras mercancías, se relacionan entre ellas como si su base material no existiera. Se relacionan entre ellas como si tuvieran una vida ajena al trabajo humano que las produjo. Los poseedores de mercancías se relacionan como representantes de las mercancías. Los compradores satisfacen los deseos, los antojos, los caprichos de esas cosas que existen para ser consumidas en el acto mercantil, que es un intercambio de valores de cambio. La compra que es venta y la venta que es compra son los eventos para los cuales existe la mercancía. En esos fugaces instantes, se realiza la sustancia de las mercancías. El deseo de las mercancías es ser intercambiadas por la forma equivalencial del valor, nunca quieren ser usadas; el uso no es más que la huella cada vez más borrosa de la compra. Todo está tan encubierto que los deseos de las mercancías se vuelven deseos de los humanos. Los humanos vamos al mercado a encontrarnos con nuestros deseos, que viven libres de nosotros intercambiándose entre ellos. En ese intercambio realizado al unísono, encuentran su razón de ser. Así superan las crisis existenciales propias de los simulacros que son. El uso no agota a la mercancía, porque una vez sale del mercado, deja de existir en esa materialidad: emana de ella para posarse en otras mercancías. Es mucho más perverso que el ejemplo del vendedor de linos que transforma su dinero en biblias y que el vendedor de biblias que transforma su dinero en aguardiente. La Biblia encuentra su valor en el lino y el aguardiente en la Biblia, pero todas ellas miran al dinero como quien se busca en el espejo. Las mercancías se relacionan como personas mientras que las personas nos volvemos objetos de los caprichos de su circulación. Las mercancías son voluntades que necesitan de otras voluntades para existir, pero las voluntades no existen objetivamente en los seres humanos sino en las otras mercancías: el zapato pide media y la media pide zapato. En realidad, las mercancías se convierten en la suma de las expectativas humanas, creando con sus emanaciones de valor puro los deseos, los pensamientos y los límites del conocimiento de los seres humanos.

Tylor y Marx, desde preguntas distantes, recorrieron caminos paralelos. El primero, con una pregunta acerca de la naturaleza del pensamiento humano (que caracteriza como fundamentalmente religioso); y el segundo, con un análisis del modo de producción capitalista (el cual requiere que las mercancías operen como fetiches religiosos). Podría leerse la obra de Tylor como una teoría materialista de los objetos y la obra de Marx como una teoría religiosa de las mercancías. Salvo que para el primero la materialidad se expresaría en almas y para el segundo el culto al dinero sería la práctica de la religión capitalista. Por supuesto que ambos descreen de los fenómenos que se encuentran. Tylor parece no creer en el alma de los objetos y Marx no parece un devoto del dinero. No obstante, dado que en Tylor el alma de las cosas es el origen del pensamiento y en Marx las mercancías son voluntades que constituyen al pensamiento, ambos autores concuerdan en que las cosas dan forma al pensamiento.

Ambas teorías oscilan entre la materia y la sustancia: hablar del alma de los objetos o del fetichismo de las mercancías es hablar de objetos y sustancias, de lo evidente y de lo oculto. Marx y Tylor encuentran que el pensamiento humano, sea occidental o no, tiene la forma de las cosas: los objetos para el primero, las mercancías para el segundo. Más aún, el alma y la vida de las cosas son lo que se hace preciso estudiar. Contra el sentido común de la ciencia, habría que iniciar pesquisas acerca de la vida de las cosas, sea a través de la búsqueda de almas o a través de la búsqueda de fetiches. Todos los estudios de la segunda parte de este volumen constituyen pesquisas por almas o fetiches.

Por supuesto que pocos antropólogos reconocerán en El Capital algo del origen de la disciplina; y aunque la formación profesional supone un rechazo tajante del evolucionismo, muchos afirman que los argumentos de Tylor fueron superados. En esos casos ya será más fácil enumerar los textos que desde el siglo XIX han redescubierto la vida de las cosas. La rama dorada (1890-1922), que también pudo llamarse El sacerdote asesino y rey, resulta del hallazgo de prácticas salvajes en el seno mismo de la civilización occidental. Prácticas que, sea porque lo semejante produce lo semejante o porque lo que estuvo en contacto permanece en contacto, redundan en la afirmación de que objetos y sustancias se afectan y esa afectación generadora nos constituye (Chaustre y González Quiñones; García; Holguín; Ospina, en este volumen). Los argonautas del pacífico occidental, que bien pudo llamarse El anillo del kula, según la lectura de Mauss, persigue la sinuosa existencia de collares y brazaletes que viajan en canoas y se acompañan de ñame y otros productos de trueque. “Sobre algunas formas primitivas de clasificación” (1901-1902) descubre y deja pendiente el estudio de la lógica doméstica y sentimental que vincula a los grupos de humanos con los grupos de cosas (García; Guzmán y Martínez; Chaustre y González Quiñones, en este volumen). El alma primitiva (1927) y Las funciones mentales de las sociedades inferiores (1910) dedican numerosas páginas a la vida de las piedras, los ríos y las montañas, y proponen la noción de cosa-concepto, tan relevante para algunos de los artículos de este volumen (Anzola; Torres, en este volumen). El Ensayo sobre los dones (1923-1924) puede ser leído como un estudio sobre la fuerza de los regalos y se ocupa deliberadamente de la confusión entre personas y cosas, que inspira de modos muy distintos los trabajos de Castellanos, Bolaños y de Guzmán y Martínez, en este volumen. Mitológicas (1964-1971) estrictamente parece considerar un extenso cuerpo de mitos sobre la vida de las cosas. Hijos del aroiris y del agua (1998) manifiesta desde el título los vínculos primordiales de los misak y ha sido un lugar de reflexión metodológica fundamental para algunos de los estudios de este libro.

La historia de nuestra disciplina es un gravitar constante alrededor de cosas que, al parecer, no quisiéramos que tuvieran fuerza, alma, sustancia o agencia. Pero ellas se sobreponen a nuestro espíritu y se muestran poderosas. Hemos querido domesticarlas a través de conceptos como símbolo o representación social; o las ponemos como telón de fondo de la actividad humana; o las ocultamos detrás de las teorías racionales de la acción; o las convertimos en narrativas que alimenten las teorías del poder de los discursos.

También las invocamos en el pasado reciente pero las conjuramos al condicionar la modalidad de su ingreso. Es lo que hicieron dos textos famosos que aceptaron el reto de abordar la vida de las cosas. El más conocido, editado por Arjun Appadurai en 1986 (1991), quiere ser la excusa para que dialoguen historiadores y antropólogos alrededor de las mercancías y muestren las formas en que las cosas pueden ingresar y salir de diferentes regímenes de valor. Pero para no ser tildadas de fetichistas, estas aproximaciones a las mercancías le pusieron apellido a esa vida y la llamaron social. Fue la forma que encontraron los autores para tomar distancia en relación con quienes también viven en el mundo de las mercancías, pero no las estudian. Tres de esos artículos lucen a la distancia como influyentes en desarrollos posteriores del estudio de la vida de las cosas: “La biografía cultural de las cosas: la mercantilización como proceso”, de Igor Kopytoff, el cual resultó ser una pista metodológica muy influyente en diferentes partes; “Mercancías sagradas: la circulación de las reliquias medievales”, de Patrick Geary, que señala el descuido con el que los antropólogos hemos estudiado el Occidente histórico y que se presenta como una especie de antecedente del Baudolino de Umberto Eco; y “Los recién llegados al mundo de los bienes: el consumo entre los gondos muria”, de Alfred Gell, en el cual se nos recordaba que las mercancías siguen teniendo vida por fuera del mercado y que el consumo tiene efectos localizados y formas localizadas.

 

El segundo volumen es más reciente. Editado por Fernando Santos-Granero, The Occult Life of Things. Native amazonian theories of materiality and personhood, se concentra en tres cuestiones principales: primero, la “vida subjetiva de los objetos”; segundo, la “vida social de las cosas”, entendida como las diversas formas en las que se relacionan los seres humanos y las cosas; tercero, la “vida histórica de las cosas” (2009, p. 3). Resulta especialmente indicativa la perspectiva constructivista desde la que se entienden esas “visiones de mundo” por parte del editor y los colaboradores. Dos características de los objetos sobresalen en el planteamiento de la cuestión desde la perspectiva constructivista. Los antropólogos “saben” que los grupos amazónicos “creen” que los objetos son gente o partes de gente y, en consecuencia, interpretan que las cosas “incorporan relaciones sociales” (2009, p. 6). Las certezas de los indios son concebidas como construcciones que deben ser interpretadas por los antropólogos.

Otra forma de referirse a la vida oculta de las cosas o a la vida social de las cosas pudo ser la falsa vida de las cosas. Un título semejante hubiese sido políticamente incorrecto, pero habría ilustrado el espíritu con que se planteaba la aproximación analítica a las aseveraciones de las sociedades sobre las que se hicieron dichas investigaciones. La misma inconformidad ha sido expuesta por diferentes autores. Voy a señalar dos posiciones distantes por su origen y sus imperativos sobre la antropología. Mientras para Holbraad hace parte de un problema fundamentalmente académico (2012, pp. 18-32) que a la postre debería transformar la teoría antropológica, para Vasco (2002) es un problema político que resulta del lugar subordinado que han ocupado las sociedades estudiadas por la antropología y del carácter siempre colonial de la práctica antropológica. Por ende, para el primero, basta con elevar a la altura de conceptos las categorías indígenas. Para el segundo, las formas indígenas de conocimiento obligan a los antropólogos a transformar el trabajo de campo, la escritura, la relación con las teorías de moda y la dirección de los resultados. Más adelante volveré sobre la teoría vasquista.

Redescubrimientos: problemas y virtudes del giro ontológico

Una parte de la antropología metropolitana con origen en Francia y Brasil2 y buena acogida y difusión en el Reino Unido ha venido a conocerse como giro ontológico. Se trata de ese conjunto de indagaciones que juntan a Descola, Viveiros de Castro y Latour y del que se desprenden publicaciones ya casi canónicas, como Thinking Through Things (Henare, Holbraad y Wastell, 2007), la colección de artículos cuyo título fue la primera puntada visible del redescubrimiento de algunos de los argumentos que le dieron forma a la antropología; How forest think (2013), la etnografía sobre aquello que es más que humano, de Eduardo Kohn; o Truth in Motion (2012), la pesquisa sobre la verdad y el polvo en las religiones afrocubanas, de Martin Holbraad. El conjunto de cosas ha venido a denominarse como lo no humano y otras veces como lo más-que-humano (Kohn, 2015; Holbraad, 2016), e incluso se ha propuesto la noción de antropología poshumana, para referirse a aquella en la que los humanos dejan de ser el centro de atención (Whitehead, 2009, p. 2). La antropóloga América Larraín (en comunicación personal) llamó mi atención sobre el hecho de que en diferentes países “los marcos jurídicos y las legislaciones han ampliado sus fronteras y han reconocido como sujetos de derecho a animales y cosas”: en Bolivia, los derechos de la madre tierra; en Francia, los derechos de las mascotas; en Nueva Zelanda, los derechos del río Whanganui. Uno diría que manifestar, tan entrado el siglo XXI, que los objetos, los animales, las plantas, las piedras o los accidentes del paisaje tienen vida no debería sonar escandaloso, pero sigue ocurriendo. Es más, mientras lo escribo me parece que los objetos sí pueden tener vida, pero no estos que son objeto de mi agencia, sino los de los demás. Es como si la actitud misma de objetivar o de pensar (no olvidemos que el pensamiento puede ser producto de las afectaciones del mundo de las cosas) el asunto desde la personificación de académico me obligase a considerarme exento de esas ilusiones. Esa es una de las paradojas de intentar acercarse a la vida de las cosas. Mucho más fácil es intentar dilucidar a mano alzada los antecedentes ideológicos de esa renovada sensibilidad por la vida de las cosas.

Yo creo que ese tipo de antropología puede leerse como una escapatoria de ciertas formas de investigación que se estuvieron practicando desde la década de los ochenta y que parecían señalar el fin mismo de la antropología y de la etnografía. Por un lado, la realización exacerbada de la antropología llamada posmoderna, en la que la suprema subjetividad de investigadores e investigados redundó en textos escépticos que tendieron a refugiarse en la enunciación de la imposibilidad de comprensión y que llevaron al límite la idea geertziana de la antropología como textos sobre textos (Tyler, 1991). Una de las más perversas entre dichas certezas fue la máxima según la cual no es posible entender al otro en sus propios términos (Geertz, 1973). Eso tenía un telón de fondo más oscuro: era imposible que el otro fuera como uno. Ese uno, hay que decirlo, era un antropólogo metropolitano, aunque también hay que decir que cierto efecto de blanqueamiento y distinción hace que la lectura de la antropología metropolitana, tal vez por contagio o por el fetichismo del libro-mercancía, genere la ilusión, en los antropólogos de las nuevas colonias, de que están leyendo y escribiendo su antropología en Central Park; al negarse la posibilidad de comprensión, se salva el mundo de los antropólogos de la invasión de la barbarie... Otro tipo de investigación de la que escapa el giro ontológico es aquella que, de la mano de la teoría de la dependencia y su reencauche en ideas –la del sistema-mundo o la aldea global–, aceptó, no sin alacridad, al capitalismo como la última y más acabada realidad cultural. Allí se acuñó la misma máxima geertziana de imposibilidad y se abandonó el trabajo de “representación etnográfica”, por cuanto la etnografía, una “técnica” en la que no vieron posibilidades de transformación política ni epistémica, delataba una “práctica colonial”. Comprometidos en una lucha contra el capitalismo (y por la distinción), un buen número de antropólogos ya no hicieron etnografía, lo cual los obligó a refugiarse en la teoría política o en los estudios culturales en busca de estrategias de investigación que partían de una parcial lectura de Marx, según la cual toda vida en las cosas es engañosa. Esto deja como paradoja la certeza, practicada al unísono, de que la naturaleza es capitalista: de los mismos realizadores de la libre competencia en el mercado, la supervivencia del más apto.

Así que frente al fin de la antropología pregonado por posmodernos y estudiosos de la cultura y contra el fin de la etnografía, que fue rápidamente reemplazada por todas las variaciones posibles de los análisis de discurso, surgió esta antropología sorprendida por viejas noticias de la disciplina. Los representantes del giro ontológico redescubrieron que la oposición entre naturaleza y cultura no ocurría en otras sociedades y parte de su evidencia residió en que muchas etnografías clásicas, tanto como algunas del presente, demostraron que las cosas tienen vida. Aparecieron los objetos, los animales, los accidentes geográficos, las sustancias, etcétera, que ahora devienen agentes (Gell, 1998), seres (Viveiros, 1998, 2010; Kohn, 2013), fuerzas (Holbraad, 2012), factiches (Latour, 2010) o almas (Descola, 2005), y que llegaron para salvar a la antropología de la desaparición, como manifestara Marshall Sahlins (2013) en el prólogo a la edición en inglés de Descola.