Escritoras latinoamericanas

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Si bien en ambas historias de amor se imita el formato masculino del folletín romántico reafirmando el lugar subalterno de la mujer y la pasividad intrascendente de la heroína, en la narrativa de Soledad Acosta de Samper, la praxis de la mímica agrega otras connotaciones a los signos de “la flor marchita” (177), “el lirio tronchado” (154) y “la estatua de mármol” (177). Básicamente porque a la pasividad mistificada desde una perspectiva masculina, se añade el elemento patético de una existencia hermética que contrasta con la existencia múltiple y versátil de los hombres, no solo con respecto al amor sino también en un Hacer que a la mujer le está vedado. Ellos “cambian fácilmente de ídolo: el amor es el mismo pero el objeto diferente” (229) y aparte de esta pluralidad de alternativas, poseen también la posibilidad de realizar su existencia en un ámbito público al cual la mujer no tiene acceso.

En los relatos incluidos tanto en “El corazón de la mujer (Ensayo psicológico)” como en “Ilusión y realidad”, la vejez y la pérdida de la belleza se plantean como verdaderos castigos en una existencia femenina que depende de la mirada y el amor de un sujeto masculino. Es más, como demuestra Gilberto Gómez Ocampo, el ideologema de la hermeticidad se subraya en “El corazón de la mujer” a través del aislamiento de la narradora y su hermana en posición pasiva e impotente frente a los trágicos desenlaces de historias de amor que han tronchado la vida de mujeres cuya única meta posible era el amor y el matrimonio.

“Dolores. Cuadros de la vida de una mujer” se elabora desde una perspectiva ambivalente en la cual la modalidad hermética de la existencia también representa una apertura hacia la trascendencia espiritual. A primera vista, Dolores está condenada a la derrota y la clausura: el sueño premonitorio del sarcófago y la denominación de “extranjera en la vida”(225) en “Teresa la limeña” asumen ahora la forma exacerbada de la proscripción y el aislamiento absoluto. Es más, la típica enfermedad de la heroína romántica (tuberculosis, corazón enfermo) se desplaza a la deformación horrorosa producida por la lepra que deforma el cuerpo y lo hace repugnante en una exageración monstruosa de la enfermedad romántica que hace de la mujer, un ser lánguido y débil, pero aún hermoso. Como contratexto del arquetipo falogocéntrico que concibe a la mujer como dadora de vida, Dolores representa el contagio y la muerte. Sin embargo y de manera simultánea, la lepra que la obliga a aislarse del mundo produce una apertura significativa, como acertadamente señala Elisa Montes Garcés al afirmar: “El descubrimiento de su enfermedad y subsecuente aislamiento, postración y deceso es el proceso de la liberación de la joven y el logro de su autonomía como ser humano” (212).

El relato se estructura a partir de tres instancias cardinales: la armonía, el advenimiento de la fatalidad y el destierro. En la primera instancia, Dolores se presenta ligada a la naturaleza en una relación armoniosa que refleja el orden divino. Ella es “un precioso lirio en medio de un campo” (1) y elemento integral en un locus amoenus de flores, aves y aguas cristalinas (“En medio de sus flores y pájaros Dolores pasaba el día cosiendo, leyendo y cantando con ellos. Desde lejos se oía el rumor de la pajarera y la dulce voz de su ama”, 23). Tanto las aves, en su simbolismo tradicional de espiritualidad15, como el canto en su función sígnica de materialización de la armonía e imagen de la conexión natural entre todas las cosas (Cirlot, 330-331) ponen de manifiesto una concepción romántica de “lo femenino” unido a una totalidad cósmica que, en su armonía intrínseca, refleja la perfección de Dios. Del mismo modo, su amor con Antonio es un reflejo de Dios y la naturaleza en sus manifestaciones de belleza y fertilidad (“El amor entre estos jóvenes era bello, puro y risueño como un día de primavera”, 16). Según la concepción de la mujer presentada en este relato, el amor es también la instancia natural que viene a satisfacer una esencia hecha para amar, un sentimiento que integra a una armonía mayor. Razón por la cual en la trayectoria de Dolores, el conocimiento del amor posee un valor de iniciación.

Sin embargo, el advenimiento de la fatalidad se inserta como un quiebre de “lo femenino”convencional en su relación armoniosa, tanto con lo cósmico sublime como con el hombre amado. Víctima de un mal hereditario, Dolores enferma de lepra y su cuerpo empieza a deformarse haciendo de ella un espectro (“La linda color de rosa que había asustado á mi padre, y que es el primer síntoma del mal, se cambió en desencajamiento y en la palidez amarillenta que había notado en ella en el Espinal: ahora se mostraba abotagada y su cutis áspera tenía un color morado. Su belleza había desaparecido completamente y solo sus ojos conservaban un brillo demasiado vivo”, 51-52). Y es la fatalidad de la lepra la que la convierte en un ser condenado al horror de la monstruosidad de su propio cuerpo, a la enajenación y la locura.

El estigma de la lepra tiene sus orígenes en el Levítico del Antiguo Testamento. La palabra ritualística “sara’at” denota en el lenguaje hebreo: suciedad, depravación, corrupción e inmundicia como un castigo de Dios. A nivel simbólico, la lepra es sinónimo de enfermedad y abyección, dos elementos que van contra el orden y todo sistema, como señala Julia Kristeva: “It is thus not lack of cleanliness or health that causes abjection but what disturbs identity, system, order”16 (1982, 4).

El cuerpo físico del ser humano, como depositario de diversas inscripciones culturales, constituye un texto en el cual se da prioridad a la identidad genérica como sustrato básico. El cuerpo leproso de Dolores interrumpe el orden patriarcal, ya que ahora es un cuerpo del contagio y la abyección que la ha invalidado como mujer que debe ser elegida y amada por un sujeto masculino para cumplir su rol de madre y esposa.

Así, la dimensión monstruosa de su cuerpo constituye una amenaza contra el orden y por lo tanto, debe ser expulsada de la sociedad manteniéndose aislada en un lugar lejano y oculto hasta el momento de morir.

No obstante, es precisamente su aislamiento y monstruosidad lo que da paso a un ascenso espiritual y noble en una versión femenina de Frankenstein y el jorobado de Notre Dame, portadores de la antítesis romántica de un alma sublime en un cuerpo monstruoso.

De manera significativa, en el texto se establece un radical contraste entre Dolores como figura convencional dentro del orden patriarcal y Dolores fuera de las construcciones culturales de “lo femenino” prescriptivo.

Antes de su enfermedad, su primo Pedro quien enmarca las cartas de Dolores y cuenta su historia, la describe de la siguiente manera: “Desde lejos vi a Dolores vestida de blanco y llevando por único adorno su hermoso pelo de matiz oscuro. Recostada sobre un cojín al pie del asiento en que había estado sentada, apoyaba la cabeza sobre el brazo doblado, mientras que la otra manecita blanca y rosada caía inerte a su lado” (24). Esta imagen de Dolores concuerda con la tradicional representación visual de la mujer que da énfasis a su pasividad en su función de objeto de contemplación en una identidad fabricada para la mirada de los hombres. Mientras en esas imágenes, la pasividad solo refleja que ha nacido para ser vista o poseída en el caso de los desnudos en los cuales se convierte en objeto de deseo, las figuras masculinas conllevan siempre un sello de lo que son capaces de hacer, ya sea en la acción misma que están realizando o en los emblemas de su ropaje y escenario. En la tradición pictórica y escultórica del siglo XIX, el hombre era una presencia de poder en términos físicos, sociales y sexuales, razón por la cual su imagen conllevaba en sí una identidad basada en la actividad17.

Muy distinta es la imagen de Dolores recostada sobre un cojín y apoyando la cabeza sobre uno de sus brazos mientras el otro yace inerte. Dormida o semidormida, ella confirma los rasgos de un imaginario de “lo femenino” que, en una exacerbación de la pasividad y la ausencia de una identidad propia, asume la forma de La Bella Durmiente quien milagrosamente despierta cuando un príncipe la besa. Por otra parte, su abultado vestido blanco simboliza su pureza no solo a nivel síquico sino también en un cuerpo virgen y aún no penetrado por un sujeto masculino.

La lepra, como interrupción del orden patriarcal, deforma el cuerpo de Dolores y produce horror en aquellos que la ven. Postrada, ahora en una inactividad engendrada por la enfermedad y no por un imaginario de carácter androcéntrico, solo desea morir y rehúsa comer. Por esta razón, llega su tía Juana y el padre de Pedro a la choza que habita en su destierro y ante la mirada horrorizada de ellos cuando la ven, huye en un estado de enajenación (“Creo que perdía el juicio: me parecía oír tras de mí la carrera de cien caballos desbocados que me perseguían, y oía el ladrido de innumerables perros… Subí desolada por la orilla de la quebrada, y al llegar a un sitio más inculto atravesé sus aguas sin sentir que me mojaba ni pensar que me hería en los espinos del monte”, 59).

El espacio de la naturaleza como entorno armonioso ha dado paso a una naturaleza salvaje, fuera del dominio del Homo faber y a diferencia de la conjunción falogocéntrica que asocia a la mujer con la naturaleza y al hombre con la cultura, Dolores ha sido herida y está cubierta de sangre (“No sentía dolor ninguno (…) y sin embargo me había desgarrado y estaba inundada de sangre y los vestidos hechos pedazos”, 59). A nivel simbólico, su cabellera desgreñada y su vestido blanco rasgado y lleno de lodo pueden interpretarse como el despojo de los signos de aquella identidad adscrita por la sociedad patriarcal. Ella es ahora el contratexto tanto de la heroína romántica como de la imagen impuesta por el sistema y este despojo de los signos inscritos en su cuerpo conlleva un proceso que la conduce a la autonomía de su subjetividad que le permitirá alcanzar la trascendencia espiritual que su sociedad únicamente permite a los hombres.

 

Entre los árboles y piedras cubiertas de musgo, como símbolo de la vida, descubre la magnificencia de todo lo creado:

La noche había llegado, y á medida que el suelo se cubría de sombras, el cielo se poblaba de estrellas. Las lámparas celestes se encendían una á una como cirios en un altar. ¡Cuántas constelaciones, qué maravillosa titilación en esos lejanos soles, qué inmensidad de mundos y de universos sin fin...! Poco á poco la misteriosa magnificencia de aquel espectáculo fue calmando mi desesperación. ¿Qué cosa era yo para rebelarme contra la suerte? (60-61).

La belleza cósmica como manifestación de la perfección divina motiva en ella el amor a la vida, el impulso de aferrarse a su cuerpo deteriorado en el cual, de manera paradójica, su espíritu se fortalece. No obstante Dolores es, a nivel de su cuerpo, un espectro monstruoso y la negación absoluta de la belleza femenina, su deformación repugnante afianza los soportes de su identidad ahora inserta en la relación espiritual con todo lo creado. Junto con el desmantelamiento de la mujer dicha por la hegemonía masculina, el hombre amado se desplaza de su lugar de agente para constituirse en elemento intrínsecamente unido a la naturaleza cancelando así la oposición establecida en las conjunciones falogocéntricas entre mujer-naturaleza y hombre-cultura (“¡Si supieras cómo me persigue tu imagen! Resuena tu nombre en el susurrante ramaje de los árboles, en el murmullo de la corriente, en el perfume de mis flores favoritas, en el viento que silba… veo tus iniciales en el ancho campo estrellado, entre las nubes al caer el sol, entre la arena del riachuelo en que me baño”, 67-68).

El carácter trágico de la típica agonía romántica se da en el enfrentamiento no-disyuntivo de un yo portador de la muerte y de la nada ante el ciclo eterno de la naturaleza, de un cuerpo asquerosamente deformado en medio de la belleza natural e inmutable. Enfrentamiento que produce la vivencia de “una espantosa hermosura” que desestabiliza el orden patriarcal no solo al nivel social del deber-ser de la mujer sino también en un ámbito metafísico que le ha sido vedado. De este modo, la lepra moviliza la subjetividad de Dolores en los márgenes de los valores ya dados y desde una autonomía que cuestiona y busca su propia verdad.

La duda y la ira revierten finalmente a una experiencia mística en una vía purgativa que guía a un encuentro con Dios a través de la trayectoria de un yo propio y fuera de las consignas de la Iglesia con una estructura igualmente patriarcal.

La autonomía lograda a través de una trascendencia espiritual es reforzada por la escritura misma como una actividad que reinscribe el yo en un discurso autobiográfico que se construye a medida que el cuerpo se va deteriorando. En las cartas que envía a su primo, Dolores se centra en sus sentimientos y reflexiones insertando en la narración de Pedro, fragmentos de una subjetividad femenina expresada por una voz diferencial (González Stephan, 182). Y es precisamente esta voz diferencial la que pone de manifiesto la dependencia cultural con respecto a los modelos literarios masculinos en una escritura que intenta inscribir las vivencias de una mujer desde la perspectiva interior de una mujer diciéndose a sí misma. No obstante, el discurso de Dolores no logra exceder los límites del modelo reapropiado y en una retórica romántica, hace evidente la carencia de una intertextualidad femenina, de un discurso e imaginario cultural en “palabra de mujer”. En esta primera etapa de las escritoras latinoamericanas, el único recurso escritural era imitar los formatos hegemónicos desde una perspectiva subalterna. Por lo tanto, los vacíos y silencios que detectamos en el discurso autobiográfico de Dolores develan las limitaciones del lenguaje y la cultura como sistemas producidos por una élite masculina que los “universaliza” borrando las voces subalternas de las minorías genéricas, de grupos de sectores desposeídos y sectores indígenas a través de los mecanismos de poder del sujeto excluyente.

Estos mecanismos totalizantes que hacen del hombre sinónimo de toda la humanidad sin distinciones genéricas implica una sistemática exclusión de las voces subalternas a través de un acto de violencia, como señala José Lorite Mena:

La violencia totalizante del sujeto solo se puede realizar eliminando otros espacios de posibilidad de realización de nuestra especie. El poder de exclusión de otros sujetos del proceso de elaboración de la naturalidad humana no solo significa la eliminación del espacio en el cual puedan realizarse, sino también, y más profundamente, la negación de su capacidad para constituirse como sujetos para elaborar su ámbito de probabilidad vital. La historia de nuestra especie está construida sobre estas dos líneas paralelas de acción: la violencia totalizante del sujeto y la violencia excluyente de otros sujetos. Una relación binaria cuyos ejes se implican mutuamente. Ya que la violencia totalizante arrastra necesariamente la violencia excluyente (48).

El sujeto excluyente, en sus discursos e imaginarios, ignora e invisibiliza tanto las voces de las minorías como las hibridaciones culturales, las heterogeneidades sociales y las identidades transversas. Al referirse a la carencia de voz del subalterno, Gayatri Spivak afirma:

Dentro del itinerario borrado del sujeto subalterno, la marca de la diferencia sexual es doblemente obliterada. El problema no tiene que ver con la participación de la mujer en la insurgencia o las reglas básicas de la división sexual del trabajo porque para ambas existe “evidencia”. Se trata más bien, de que tanto como objeto de la historiografía colonialista y como sujeto de la insurgencia, la construcción ideológica del género mantiene al hombre en posición dominante. Si, en el contexto de la producción colonial, el subalterno no tiene historia y no puede hablar, la mujer como subalterno está aún más en la sombra (82-83).

Dentro de este contexto, resulta significativo el hecho de que la escritura de Dolores omita todo detalle acerca de su cuerpo enfermo cumpliendo con la etimología de lo abyecto (“aquello que debe ser expulsado”). A pesar de las prolíferas imágenes de la mujer dicha, el cuerpo femenino desde una perspectiva de mujer no se elaborará literariamente hasta la primera mitad del siglo XX en novelas tales como Ifigenia (1924) de Teresa de la Parra y La última niebla (1935) de María Luisa Bombal.

Dada la carencia de discursos e imaginarios producidos desde una perspectiva femenina, “Dolores” no solo se resuelve en la muerte sino también en una claudicación al orden patriarcal. La narración de Pedro es, en el texto, una enmarcación editorial que ordena y por lo tanto autoriza los fragmentos de las cartas infundiendo en su relato coherencia y legibilidad de acuerdo a parámetros falogocéntricos. Es más, no obstante el desmantelamiento del modelo patriarcal de la mujer, Dolores al final pierde su autonomía y sucumbe a la prescripción existencial que la define como un ser nacido exclusivamente para amar.

Pedro le ha enviado la noticia de que Antonio se acaba de casar en una alternativa que destaca el fuerte importe del factor genérico en el amor. Anteriormente Pedro ha contado que Antonio sufrió la imposibilidad de casarse con Dolores, pero “ese rudo golpe no fue para él causa de desaliento: su carácter enérgico no permitía eso, y al contrario, procuró vencer su pena dedicándose a un trabajo arduo y a un estudio constante. Pronto se hizo conocer como un hombre de talento, laborioso y elocuente, y alcanzó a ocupar un lugar honroso entre los estadistas del país” (79).

De manera significativa, la única alternativa para Dolores no es debido a su enfermedad sino al dolor que le produce la noticia de que Antonio se ha casado (“Como que mi alma esperaba este último desengaño para desprenderse de este cuerpo miserable”, 86). Así se cumple “el morir de amor” —leit-motiv tan típico del Romanticismo— dando paso a la clausura de toda transgresión. Por lo tanto, la autonomía y trascendencia espiritual de Dolores resulta ser apenas un resquicio fugaz y condenado a cerrarse.

“EL BARRO DE ADÁN”:

VISIÓN DE LA HISTORIA Y LA VIOLENCIA MASCULINA DESDE LA PERSPECTIVA SUBALTERNA DE JUANA MANUELA GORRITI


En el recuento oficial de los hechos históricos, la mujer ha sido un otro ausente que únicamente en casos excepcionales se destaca en su rol de esposa, madre o amante de aquellos hombres quienes, a través de sus acciones heroicas o su liderazgo político, contribuyeron al devenir de la historia. También se destacan aquellas que disfrazadas de hombre combatieron en alguna lucha armada modificando radicalmente la conducta asignada a la mujer.

En su calidad de margen, muy poco conocemos de las “bomberas” en la Guerra Gaucha de Salta en la cual realizaron una importante labor de espionaje; solo sabemos que al ser algunas descubiertas, fueron condenadas al castigo de azotes atadas a un cañón o, en el caso de Juana Robles, forzadas a avanzar por las calles arriba de un burro y con el cuerpo desnudo cubierto de plumas, como en España ocurría a los acusados de herejía por la Inquisición. Tampoco sabemos cuál fue exactamente el rol complementario en los enfrentamientos bélicos de las “mamitas” del Alto Perú y las “vivanderas” (mujeres que viajaban con el ejército para preparar la comida y que, en varias ocasiones, engañaron a los realistas anunciando con su llanto la supuesta derrota de los patriotas).

Los datos históricos son escuetos y deplorable es el hecho de que los historiadores, cancelando toda dimensión política o ideológica, hayan descrito a estas mujeres dentro de los parámetros falogocéntricos de “lo femenino”. Así, al referirse a Magdalena Güemes de Tejada, hermana de Martín Güemes, héroe de la Guerra Gaucha, el historiador Bernardo Frías afirma:

Era el verdadero ministro de su hermano, para quien no tendría Güemes secretos de gobierno; no realizando, por consiguiente, acto alguno difícil sin su mediación y parecer; que así lo acompañaba en sus consejos, nacidos de la perspicacia y delicadeza de sentimientos de su sexo, tan desarrollados en ella, aun los mismos de guerra, montando a caballo, recorriendo las filas y arengando las tropas. Por eso fue doña Machaca para el General Güemes la más querida de las mujeres; la primera entre sus hermanos; el ser de toda su confianza; el corazón donde derramaba sus dudas, donde hallaba luz su espíritu en los momentos de la turbación; donde encontraba consuelo, donde se desarmaban sus enojos…18.

En este discurso, las preconcepciones acerca de la femineidad motivan al historiador a interpretar y recodificar la participación política de Magdalena Güemes de Tejada en términos del rol subordinado y complementario que se le ha asignado a la mujer. Más que un sujeto en acción, ella es la fuerza etérea de inspiración para el héroe, en términos del “corazón” y no de la inteligencia o la habilidad bélica. Ella es una fuente de consuelo por la delicadeza de sus sentimientos, y sus consejos, lejos de surgir del intelecto, se nutren, más bien, de una actividad irracional que reside en el ámbito de la intuición femenina. Ignorando que ella continuó participando en política aún después de la muerte de su hermano, Bernardo Frías reduce su actuación al nivel convencional de las relaciones familiares que hacían de la mujer simplemente la compañera íntima del héroe público.

Este proceso de despolitización es muy semejante a aquel de los dirigentes de las nuevas repúblicas quienes al reconocer la activa participación de las mujeres en la lucha por la independencia, lo hicieron a partir de una perspectiva mistificante que le atribuía a la mujer, las virtudes de la belleza y la candidez. Así, Simón Bolívar en su proclamación al ejército que liberó la provincia de Trujillo en Venezuela decía:

…hasta el bello sexo, las delicias del género humano, nuestras amazonas han combatido contra los tiranos de San Carlos, con un valor divino, aunque sin suceso. Los monstruos y tiranos de España han colmado la medida de la cobardía de su nación, han dirigido las infames armas contra los cándidos y femeninos pechos de nuestras beldades; han hecho expirar a muchas de ellas, y las han cargado de cadenas porque concibieron el sublime designio de libertar a su adorada patria (Las fuerzas armadas de Venezuela, 242).

 

Como ha demostrado Evelyn Cherpak, no obstante la labor significativa de la mujer en las guerras de la Independencia, una vez instaurada la república, ella fue marginada de toda actividad pública y se la hizo retornar a su rol primario de madre y esposa reforzando su papel de engendradora de nuevos ciudadanos para la nación con un fundamento en la familia como núcleo básico. Puesto que estas mujeres que participaron activamente en los movimientos de independencia no tuvieron acceso a cargos públicos o militares, no disponemos de documentos para determinar en qué consistió su compromiso ideológico que, en el caso de “La Regalada” en Argentina, significó arriesgar la vida19. Solo podemos afirmar que hicieron un uso estratégico de las imágenes asignadas por el sistema patriarcal: llanto en el caso de las “vivanderas”, espionaje en su rol de sirvientas o seductoras de un militar realista, cuerpo desnudo para sorprender y escandalizar.

Durante la dictadura de Juan Manuel de Rosas que se extendió desde 1835 a 1852, las mujeres se dividieron en federalistas a veces tan exaltadas como las mazorqueras, y en unitarias quienes dentro de Argentina o en el exilio conspiraron activamente contra el régimen dictatorial. Sin embargo, es importante destacar el factor genérico puesto que mientras los hombres letrados poseían una firme plataforma ideológica, en el caso de las mujeres, la mayoría aún sin acceso a la educación, estas asumieron una posición más inmediata y menos doctrinaria. En su calidad de élite intelectual, los líderes de la Independencia y la nueva nación poseían como modelo el sistema republicano europeo basado en un ideario político y filosófico influido por los principios de los enciclopedistas franceses. En cambio, las mujeres y las clases populares tomaron una posición desde los márgenes de toda conceptualización teórica acerca de la organización de la nación y los derechos inalienables de sus ciudadanos.

Como en el caso de las mujeres, los hombres de los estratos sociales más bajos, no obstante haber combatido en las facciones militares, no adquirieron el derecho a voto en una nación que solo dotaba de este derecho a los que supieran leer y escribir y poseyeran algún título que los declaraba dueños de una propiedad. Se sentaron así las bases elitistas de la nación latinoamericana fundada en una marginalización y exclusión tanto genérica como económica dando paso a una hegemonía blanca y masculina que, a través de la estrategia del sujeto excluyente, le dio a la nación el falso significado de una comunidad homogénea compartida por todos los que habitaban dentro del territorio nacional.

La narrativa de Juana Manuela Gorriti pone de manifiesto una visión de la historia escindida por el factor genérico tanto a nivel ideológico como vivencial. Si bien los historiadores se han centrado en la descripción épica de los enfrentamientos bélicos, cabe preguntarse cómo estos afectaban al sector femenino ante la muerte o encarcelamiento de algún familiar, ante una violencia que introduciéndose en la casa, ya sea por el ruido de cañones, la invasión o la destrucción creaba la experiencia de lo “unhomely”20.

Desde esta posición marginal, Gorriti desde niña debió ser testigo de la violencia. Como descendiente de una familia de labor destacada en las luchas por la Independencia y la creación de la nueva república, sus evocaciones de la infancia giran precisamente alrededor de circunstancias bélicas que modificaron su espacio lárico. En 1831 y a la edad de trece años, la autora debió huir de Salta con su familia cuando la ciudad estaba siendo atacada por Facundo Quiroga. Su largo exilio en Bolivia y posteriormente en Perú añade, por lo tanto, una nueva dimensión a su sentido de nacionalidad forzándola a vivir, desde el territorio de la proscripción, los numerosos conflictos políticos de la Argentina, haciéndola superponer al lugar de asilo, el recuerdo nostálgico de la patria desde una perspectiva transcultural con respecto a Sudamérica. Por otra parte, la huida al destierro y la muerte violenta de sus hermanos Tadeo y Rafael, de su esposo Manuel Isidoro Belzú, presidente boliviano asesinado en 1866, y de su yerno Jorge Córdoba marcan experiencias de una violencia gestada entre los hombres.

Dentro de este contexto, no es de extrañar que la violencia masculina sea el sustrato básico en varios de sus relatos folletinescos en los cuales el argumento explícito se nutre de la típica intriga amorosa con sus triángulos y dolorosas separaciones en el escenario bélico dividido entre vencedores y vencidos, entre víctimas y victimarios. Esta división conflictiva configura una intriga del poder en la cual el leit-motiv del verdugo, el dictador o el conquistador español genera una ruptura que trasciende la esfera de las relaciones amorosas. Surge así una antinomia básica entre la libertad y la subyugación, entre el orden impuesto y el orden derrotado presentada desde la perspectiva de una mujer que concibe la historia no como una evolución dialéctica sino como un lamentable desplazamiento hacia la degradación.

Esta visión de la historia difiere bastante de aquella postulada por los intelectuales de la Generación de 1837 quienes concebían la tiranía de Rosas como un suceso inserto en el proceso dialéctico de la evolución del país. Así, en el pensamiento de Juan Bautista Alberdi, la dictadura correspondía a una tesis cuya antítesis residía en los fundamentos políticos y filosóficos que establecerían las bases para lograr, en la síntesis, una nación unificada, libre, próspera y civilizada (Canal-Feijóo). Omitiendo esta visión hegeliana y más comprehensiva de la historia, Gorriti reacciona a la situación inmediata con una actitud de decepción que hace caso omiso del principio positivista del progreso, base fundamental de los intelectuales argentinos quienes, desde el exilio, no solo contribuyeron a la caída de Rosas sino que también se dedicaron a diseñar el proyecto liberal de nación.

La proscripción de Juana Manuela Gorriti traspasa el significado explícito de esta palabra: en su marginalidad histórica por ser mujer y no poseer una plataforma política a nivel teórico, la autora contempla la violencia como un fenómeno propio del hacer masculino en el cual la mujer solo actúa de manera tangencial como víctima, como bienhechora o como agente de fuerzas sobrenaturales.

La incógnita de la violencia masculina y su re-modelización ética

Un aspecto que llama la atención en la narrativa de Gorriti es la presencia persistente del poder —ideologema que se reitera a partir de la conquista española—. En su primer relato “La quena” publicado en 1845 y más tarde incluido en Sueños y realidades (1865), el leit-motiv del amor imposible se implementa a través del triángulo amoroso en el cual Rosa ama a Hernán, el hijo bastardo de una princesa inca aunque debe casarse con Ramírez, un criollo descendiente de español, quien mata a ambos amantes. Después de su muerte, Rosa se transforma en una quena que hace presente en el espacio de la subyugación española, la melodía ancestral de la raza vencida de los incas. La melodía de Rosa cuyos huesos se han convertido en una quena simboliza tanto la resistencia indígena frente al poder invasor como la conexión entre raza y género en circunstancias de dominación que los unen.

Esta visión de la historia latinoamericana como un devenir marcado, desde sus inicios, por la imposición violenta del poder posee un contexto homológico y alegórico en la situación histórica del presente bajo la represión de Juan Manuel de Rosas quien impuso el orden de los federales por medio de una violencia sanguinaria. Al mismo tiempo, hace eco de la posición disidente de Martín Güemes quien, con una conciencia indigenista excepcional para su época, abogaba por la restauración de los derechos usurpados a las minorías étnicas.

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