El escocés dorado

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Hecha una furia se dirigía a su casa, todavía en el interior de su pecho sentía cómo la ola del mar iba y venía con sus emociones causándole gran asfixia, mientras manejaba el auto se preguntaba cómo fue tan idiota para no poder llevar adelante la situación.

— Entenderá, señora Rodríguez, que ahora pertenece a la nación...— se recordó las palabras mientras refunfuñaba—. ¡Qué estúpida soy!, tenía que haber sido más dura— dijo Lidia mientras comenzaba a frenar la velocidad del auto por una caravana de otros tres autos que iban a paso lentísimo delante de ella.

Se asomó por la ventana para poder ver un poco mejor, en un primer momento creyó que hubo un accidente, pero cuando vio que uno de los autos ingresó a la casa vecina de la suya frunció el labio algo molesta sabiendo de lo que se trataba.

— Johanna— protestó Lidia—. Bingo— dijo mientras metía la cabeza en el auto, resignándose a que cada uno de los otros dos torpes autos estacionaran.

Cuando finalmente llegó a su casa se tiró en el sillón donde la esperaban algunos de sus gatos maullando como niños, similar a cuando una madre llega al hogar en espera de caricias, los rozaba con la punta de los dedos en un ritual de ida y vuelta una y otra vez, mientras analizaba qué pasos seguir con su problema laboral una melodía a todo volumen comenzaba a ingresar a su pacífico y silencioso living.

En un primer momento intentó ignorar el sonido como muchas otras tardes lo hizo, pero ese día estaba muy molesta y no estaba segura de poder tolerar las reuniones que hacía su joven vecina.

Permaneció un momento más en su sitio acariciando a sus gatos e intentando pensar, pero la música y risas parecían ingresar en su interior y balancearse como las olas que aún llevaba dentro irritándola. Intentó por un momento ignorarlo y bajó las persianas del living, aunque fuese de día, el sonido parecía querer desafiarla una vez más y allí estaba copando todo su espacio y escabulléndose en el aire, metiéndose sin permiso en su íntimo interior nuevamente.

Envalentonada por el desastroso día que tuvo se levantó de su elegante sillón y se dirigió a la casa de al lado. Golpeó la puerta de manera imponente sabiendo aún que no la oiría debido al alto volumen.

Lidia se imaginó a la joven en torno a su estúpida mesa rodeada de sus amigas, esas que iban una vez a la semana allí para tener una especie de reunión y debate sobre novelas románticas, ya las veía aglomeradas en la mesa con la montaña de libros que siempre llevaban, de los cuales parloteaban sin parar recomendándose uno y otro, poniendo la música a todo volumen y riendo como tontas, pero lo más indignante era cómo tenían los snacks y porciones de pizza y bebidas en la misma mesa donde ponían sus libros. Esto último irritó más a Lidia que volvió a golpear con más vigor la puerta.

Aguardó un instante más, aunque sabía que nadie iba a responder, estarían muy ocupadas intercambiando puntos de vista sobre un príncipe azul, «qué estúpidas eran», pensó Lidia mientras esperaba en la puerta, «en estos años que corren habría que ser una mujer muy idiota y retrógrada para desear un príncipe azul», pensó mientras aguardaba fastidiada.

No podía creer que en el siglo en que vivían y después de tanto haber sido hablado el asunto aún existieran mujeres a las que les gustase ese tema, acaso no sabían que la vida real era otra cosa, «¿un príncipe que las rescate?», se preguntó irritada Lidia. Y al pensar en lo importante por un momento su mente se fugó a su hoja, a su descubrimiento tan preciado y se sintió ella una idiota de cómo se lo habían quitado de las manos, se preguntó a sí misma quién de las dos era más idiota, si Johanna o ella. Este último pensamiento fugaz la llevó a intentar escapar de ella misma y decidió ingresar a la casa sin otro aviso, tomó el picaporte y al encontrarse sin llave lo giró hasta sentir el clic que la invitaba a pasar.

Siguió el sonido de la música en busca de Johanna y comenzó a caminar siguiéndolo hacia el fondo de la casa, al pasar por la entrada echó un ojo al living alfombrado de abundantes pelos largos rosa, las paredes recubiertas con empapelado de flores doradas y los sillones tapizados de un verde musgo que le daban un tono antiguo, «muy Johanna», pensó Lidia que continuó hasta llegar al fondo de la casa.

— Buen día, Johanna— dijo seria Lidia al visualizar a la joven.

— ¡¡Lidia!!, ¡decidiste venir a mis reuniones!— dijo Johanna mientras se levantaba de la mesita que rodeaba junto a sus amigas en la cual se veían las montañas de novelas, snacks y tragos que Lidia miró de reojo. Johanna alegre se acercó a ella y la recibió con un amistoso abrazo—. ¡Bienvenida!— dijo Johanna

— No vengo a unirme por ahora, gracias, Johanna, de todas formas— dijo Lidia mientras se apartaba del abrazo de su vecina simulando cortesía, pero con algo de fastidio—. En realidad, vengo a pedir si no es mucha molestia que bajes el volumen de la música.

Johanna y sus amigas pararon sus movimientos y la contemplaron por un momento en silencio hasta que una de ellas comenzó a reír y en cadena la acompañaron las otras.

— Es en serio, no...— dijo dudosa Lidia sin comprender de qué se reían.

— No es cualquier música, son canciones que seleccionamos cuidadosamente pensando en las novelas que leemos— dijo Johanna con orgullo—. Es para los videos de internet que armamos. Mi amiga Penny es influencer.

Lidia la miró incrédula, «oficialmente esta muchacha ha perdido la cabeza», pensó, pero sabía que eran solo jovencitas veinteañeras, por lo cual decidió terminar pronto su pedido para poder irse.

— Johanna, me harías un gran favor si bajaras un poco la música o hacer quizá tu reunión en el living para amortiguar el sonido con las paredes.

Por lo general Lidia intentaba tener paciencia con su joven vecina, la veía como una niña inexperta, aunque con su corta edad ya había vivido quizás más en otros aspectos de la vida que ella. Mientras Lidia era una mujer de cuarenta y siete años, con casa propia en un exclusivo country de Buenos Aires y un buen trabajo, aunque nunca contó con una pareja estable como Johanna.

A veces cuando veía salir de la casa tomados de la mano a la joven de veintiún años con Dick, un muchacho joven, muy buen mozo, de veinticuatro años, se preguntaba si alguna vez ella estaría así. Pero cuando recordaba su trabajo y sus gatos no necesitaba otra cosa y de manera automática y veloz evadió alguna posibilidad en su mente de una persona que la acompañase en su vida al menos hasta el momento; estaba confiada en que aún le quedaba mucho tiempo para conocer personas y ese no era precisamente el momento adecuado en su vida.

Johanna de manera accesible cambió el sitio de reunión al living, pues era una joven amistosa y alegre que evitaba los problemas. Por lo general solía hacer sus reuniones en el patio trasero, donde tenía un precioso jardín con rosas variadas que le gustaba mostrar a sus amigas, las rosas rodeaban una moderna piscina con parrilla que casi nunca podía disfrutar porque Dick nunca estaba en la casa y aunque estuviese sabía que tampoco encendería el carbón para agasajarla, por lo cual aquella exclusiva parrilla se convirtió en un adorno más de la casa sin utilidad alguna. Esa misma casa que compró Dick con el dinero que le brindó su imagen corporal hacía tres años, producto de las telenovelas.

Johanna esperaba con anhelo el día de visitas, ya que casi siempre se encontraba sola en la gran casona. El patio quedaba lindero al living de la casa de Lidia, por eso esta última solía oír todo lo que sucedía allí con su vecina, los momentos alegres de grandes fiestas y los no tantos.

Lidia se marchaba logrando su cometido, disfrutar del silencio de su hogar, podría haberlo hecho, aunque sabía que eso no sucedería, debía telefonear explicando durante gran parte de la noche cómo obtuvo el escrito escocés y cómo fue que dejó que se le escapara de sus manos, necesitaba refuerzos, encontrar el respaldo de varios colegas para que la pudieran apoyar en su causa y así recuperar su tesoro perdido para poder continuar con la investigación y realizar su ferviente deseo de terminar lo que había comenzado viajando a Escocia.

Telefoneó, como predijo que sería por largo tiempo, la noche llegó agotando su cuerpo y mente, aun así, siguió hablando a sus colegas buscando a quienes quisieran estar a su lado, pero también, como esperaba y sabía, ella cometió muchos errores en el proceso de conseguir la información rompiendo reglas al profanar una tumba... con información tan valiosa que debía haber sido al menos programada con colegas que pudieran estar a la altura de la situación, pues se puso a sí misma en un lugar complicado. Sabía perfectamente que ella estaba en falta y se lo hicieron saber todos del otro lado de la línea porque ninguno accedió a apoyarla para interceder en equipo a la junta que le quitó la hoja de las manos.

Suspiró agotada, más que nada agotada de sus pensamientos por la preocupación de su trabajo, las visitas en la casa de su vecina ya habían terminado hacía rato, ahora que el sol no estaba oyó a lo lejos el motor de un auto que se aproximaba, se dirigió a la ventana a husmear y observó llegar en un espectacular auto de alta gama a Dick, lo miró bajando del coche vestido con ropas de grandes marcas y anteojos de sol como hacía siempre.

— ¿Por qué usa anteojos de sol si es de noche?— dijo en voz alta Lidia sabiendo que él no la podía oír.

Lo siguió con la mirada notando el caminar arrogante del hombre que se dirigía a la casa de su vecina aflojando el botón de su costosa camisa. Lidia pensó que no era momento de distraerse y volvió a coger el teléfono para continuar.

 

Cuando estaba a punto de telefonear al último colega se detuvo, tragó de manera amarga saliva sabiendo que de nada serviría el apoyo de uno solo, lo que ella necesitaba eran varios respaldos, algo que no consiguió.

Frustrada apagó la luz del velador donde estaba el teléfono, con gran pesar en su alma se dirigió a la habitación para dormir, esa noche la temperatura rozó los cuarenta y un grados, su cuerpo hinchado lo sintió como parte del peso de su alma que cargó la responsabilidad de su trabajo echado a perder.

Mientras en la casa de Lidia ya no había luces encendidas, en la casa de su vecina se encendía una luz, Dick acababa de llegar y despertó a Johanna cuando arrimó la puerta. Alegre como siempre solía ser la joven bajó las escaleras como de costumbre, fue al encuentro de él recibiéndolo con una sonrisa, ambos se besaron de manera cariñosa, pues así era su rutina.

Dick era un hombre deseable para cualquier mujer, alto, con un físico muy cuidado, la cabellera negra brillaba como el de una publicidad, imposible de pasar desapercibido, solía lucir una sonrisa seductora que en muchas ocasiones era un exceso para el gusto de Johanna.

Se dirigieron a la cocina, allí la muchacha calentó la cena para los dos.

— Está muy bien— le dijo Dick cuando probó el primer bocado.

Llegaba de un largo día laboral por lo cual como siempre estaba hambriento, Johanna se sintió feliz con el cumplido. Cuando estaba a punto de entablar una conversación sonó el celular de él interrumpiéndola.

Dick se disculpó atendiendo el teléfono, era un compañero de trabajo que le hablaba sobre unas entregas. Mientras hablaba por teléfono comía, Johanna siguió con su plato para que no se enfriara, mirando el bocado y cada tanto a Dick, lo observaba cómo hablaba deseando en su interior que la llamada terminara. Por un momento se sintió algo hastiada de ese plato de pastas, pues ese era el único lujo de su vida con respecto a la comida, vivía a ensaladas o aire, como su demandante trabajo de modelo y la misma sociedad le exigían para mantener una figura que era mal llamada hermosa. Varios años pasaron del vegetarianismo de Johanna y muchos años también los momentos que extrañó comer un simple trozo de carne. Hacerse llamar vegetariana era una manera simple para salirse de los cuestionamientos cuando se reunía con personas y así evitar la mayor cantidad de comida posible.

— No voy a repetir eso, estuve estupendo— dijo Dick a su compañero, mientras Johanna lo miraba. Finalmente se despidió y le tendió la mano a ella. Le acaricio los dedos y se volvió a disculpar, Johanna suspiró haciendo un gesto para continuar con la comida. Ella no sabía qué le sucedía, pero se sentía algo fastidiosa, como si su vecina por ósmosis le hubiera transmitido la tensión, no tenía ganas de oír nuevamente lo que oía todas las noches y de lo único que podía hablar con Dick, porque así él lo quería, «trabajo».

Esa noche en su interior una fibra muy íntima suya hizo cortocircuito, y cuando levantó la vista a él, se dio cuenta de que ya no brillaba ante sus ojos como antes. Vio frente a ella a un hombre que solo hablaba de él, de su actuación y de cómo los periodistas se atrevieron a preguntarle tal cosa o no preguntarle. Dick le hablaba por supuesto de trabajo, Johanna sonrió y le pidió que le hablase de otra cosa.

— Pero, cariño, no sé...— le respondió Dick perplejo— contame algo vos.

Johanna iba a comenzar a hablar, pero algo la frenó esa noche, no pudo o no quiso hablar, las pocas palabras que dijo, algo raro en ella, no fueron nada habituales—. Estoy cansada de tener que hablar yo, podrías hacer un esfuerzo y hablarme vos de algo diferente, ¿no?— dijo ella desafiante.

Esa, de manera definitiva, no era ella, no era la joven alegre y compañera, sino más bien se asemejaba a una persona bipolar, se tornó como un niño que juega en un subibaja, alguien que se comenzaba a apagar, cansada de sonreír para los demás.

Si esa noche Dick no hubiese cogido su móvil quizá ese cambio no se producía, pero como era algo que sucedía desde los tres años que estaban juntos, fue casi imposible evadir o dilatar el impulso en su interior que la invitó a subir a la tabla del juego para caminar como en una cornisa hacia el otro lado, cambiando la altura y las reglas del juego.

Dick la miró con incógnita, pero luego la ignoró dirigiendo su mirada a otra cosa diciendo algo que volvió a provocar en ella que esa fibra íntima vuelva a hacer ese pequeño contacto dentro de ella.

— Ya se te va a pasar, cariño— dijo Dick mientras se limpió la boca con la servilleta dirigiéndose a encender el televisor.

Johanna se levantó de la mesa, molesta, sin hablar, dirigiéndose a guardar su último book en una mochila, a la mañana siguiente tenía que trabajar y debía llevarlo a unos clientes que se lo pidieron, resignada subió las escaleras y se fue a dormir sabiendo que Dick seguiría inmerso en su propio mundo. Pero antes de dormir esa fibra que en su interior despertó comenzó a molestarla, sin darse cuenta, como si fuera un cerebro haciendo sinapsis comenzó a despertar otras fibras en ella.

Más tarde la última luz en la casa de Johanna se apagó como así en la de Lidia, pero en la casa de Johanna la diferencia radicó en que, sin que Dick tomara dimensión, esa noche ella se quedó recostada con la cabeza en la almohada sin poder dormir, miró a la pared con los ojos como búho hasta que el sol volvió a salir.

Dick se levantó primero como todas las mañanas, ella lo observó tendida desde su cama, de repente algo la paralizó cuando lo vio observarse a él mismo incansablemente en el espejo probándose elegantes ropas.

— ¿Me queda bien? ¿Estoy bien?— preguntó Dick. Johanna sin poder responder se dirigió al lavabo y se aseó de manera sonámbula con la mente perdida.

Cuando bajó a desayunar junto a él, intentó hacer un esfuerzo por salir de ese extraño estado que la envolvía, observó a su marido de manera detenida cómo la ignoraba mientras leía el diario, ella lo miraba y probó conversar, pero más que sonidos como respuesta asintiendo o negando no obtuvo un diálogo, «ni siquiera me mira para responder», pensó la joven.

Al cerrar la última página Dick se puso a chequear el celular como lo hacía todas la mañanas sin percatarse de que frente a él estaba ella esperando alguna atención; «eso es lo que hacen las familias, estar juntas y hablar al levantarse, ¿no?», se preguntó la muchacha de manera interna, al menos eso creía que era lo correcto, que al levantarse deberían desayunar juntos, que la mire a los ojos y le dedique cinco minutos de atención antes de comenzar su día, pero Dick no era así, un beso al despertarse y ninguna palabra, ninguna mirada, ninguna caricia hasta el fin de semana.

Johanna sintió que se ahogaba, algo estaba mal. Notó que ya no podía sonreír; pensó en las sesiones de fotos que tenía ese día y se preocupó porque sabía que no quería o no podía reír. Se detuvo por un instante a pensar lo que sus amigas le recriminaron, que se precipitó al casarse con ese hombre galán de telenovelas.

Dick bajó su celular y la miró.

— Hoy vuelvo tarde, me van a entrevistar en...— dijo él, pero su voz fue desapareciendo en los oídos de Johanna, solo podía ver la imagen frente a ella de un hombre que dejó de brillar y se preguntó por dentro: «¿en qué momento sucedió esto?».

Volteó para mirar la imagen de ambos que se proyectaba en un gran espejo, vio a una joven bella, pero triste e ignorada, y a un hombre que solo pensaba en él y las apariencias.

Se asustó y con disimulo se paró, lo dejó hablando solo, él meneó la cabeza con disgusto y de manera provocadora le habló mientras ella se dirigía a buscar su bolso.

— Ya me voy, cariño, ¿otra vez estás así?, debés ponerte linda, hoy tenemos una cena, quiero que vistas sexy, así ven la hermosa mujer que llevo— dijo él orgulloso.

Johanna se detuvo en la escalera volteando para mirarlo, sin decir nada, ofendida comenzó a subir a la habitación.

— No estás de humor— sentenció Dick, lo cual encendió una ira desconocida dentro de Johanna, y desapareció al pie de la escalera roja de furia.

Dick tomó su saco, se colocó los anteojos de sol y salió de la casa contento a realizar su labor, él sabía que ella había enfurecido, pero no se molestó en preocuparse por cómo estaría o si podría ayudarla, ese no era su problema, la vida que a él le gustaba lo esperaba afuera y no estaba dispuesto a no disfrutarla perdiendo el tiempo.

Ella sabía muy bien que él no la interrogaría para obtener explicaciones, quizá eso afirmó el cambio repentino y determinante en ella, sabía que para él ella no valía ese esfuerzo. Ambos en cierto modo eran muy jóvenes y orgullosos.

Johanna se cambió de ropa y hurgó entre sus prendas lo más feo que tenía para luego colocárselas. Recolectó todas sus finas ropas y las puso en grandes bolsas de basura. Salió luego de la casa y depositó todo en el container de basura.

En el jardín de al lado estaba Lidia intrigada mirando lo que hacía su joven vecina mientras les cambiaba las piedras a las cajas de sus gatos. Cuando cerró el container Johanna se sintió aliviada de tirar todo su hermoso vestuario, cuando se miró con las viejas calzas y remera desgastada se sonrió.

— Quiero ver tu cara Dick— se dijo mientras sonreía levantando la mano para saludar a su vecina.

Lidia se quedó pensando qué fue esa gran cantidad de bolsas que su vecina lanzó al container e ingresó luego a la casa con sus gatos.

Las dos sabían que algo iba a suceder, aunque no cuándo ni cómo. Pero lo que les esperaba ahora era mucho más de lo que jamás pudieron creer.

3

Lidia se encontraba en la habitación preparando una maleta con gran prolijidad, se dirigió al armario y con gran paciencia seleccionó cuidadosamente cada ropa, planchó obsesiva las prendas que se ajustaban como un papel a otro en la valija.

Caminaba de salida en su casa cuando sonó el teléfono, dudaba si atender o no ya que tenía temor en demorarse, por la madrugada despertó y había comprado un pasaje a Escocia, si nadie la apoyaba en la investigación y la hacían a un lado, pues sería ella misma la que se arriesgaría a tomar las riendas por su propia cuenta, sabía por dónde debía encarar aquella exploración y de lo que se sintió segura era de que nadie la detendría, investigaría en aquel viejo continente sin que nada se interponga entre esa hoja y ella. Se sintió aliviada de que había fotografiado y filmado todo lo que estaba en el papel. Mientras sonaba el teléfono de la casa se preguntó si sería importante y sobre todo quién la llamaría, ella no tenía familia ni amigos, su difícil y exigente trabajo nunca le permitió establecer vínculos que perduren en el tiempo, eso era lo que ella no tenía en ese preciso momento, tiempo.

La intriga pudo más con ella.

— Hola— dijo Lidia con curiosidad quedando en ese preciso momento en alerta al oír la voz de Rafael al otro lado de la línea.

— Hola, Lidia, soy Rafael, necesitamos que se acerque a la sede, es importante.

Ella se quedó en silencio y miró la maleta que llevaba en la otra mano asombrada por lo que oía.

— ¿Qué pasa?, en realidad... lo siento, señor, en este mismo momento estoy por tomar un vuelo al exterior— dijo Lidia.

— Se trata sobre su hallazgo, hay algo que debe saber— le respondió Rafael.

— Entonces voy a tener que pedirle que me lo diga ahora, realmente tengo que irme o perderé el vuelo, lo siento— dijo Lidia preocupada por el llamado.

— Eso no va poder ser posible debido al tipo de clasificación de la cual se trata. Esto podría cambiar la historia, es una oportunidad que le estoy brindando si desea ser parte de este acontecimiento, si no, señorita Rodríguez, la oportunidad termina acá y continuamos por nuestro lado. Esta llamada solo es a modo de cortesía para invitarla, entenderá que tampoco es necesaria para continuar y se lo digo con mucho respeto, este es un gesto por traer a nuestras manos la carta, si no lo toma no diga después que no se le avisó— dijo Rafael en tono amistoso, pero con advertencia a modo de informe.

Lidia cerró los ojos con frustración sin comprender por qué justo en el momento en que iba a partir se presentó ese asunto. Realmente estaba convencida de que las palabras de Rafael cuando la despidió la última vez eran reales, no bromeaba cuando la invitó a retirarse. «Pero claro que eran reales», pensó Lidia, ese hombre mayor que parecía ser el más grande del planeta no daría lugar a ningún tipo de chiste a esa altura de su vida. Sin duda también le surgió la idea de que el descubrimiento al cual la invitaba a participar era más grande de lo que ella misma pensó, si no jamás la hubiese invitado a formar parte de él.

 

Ahora la encrucijada de Lidia estaba en dos lugares y muy diferentes cada uno de ellos, pero sobre lo mismo. Uno en Escocia, donde ella estaba a punto de ir hasta que atendió el teléfono, y el otro en Buenos Aires, junto a la honorable junta directiva de la Asociación de Antropología, a la cual ella siempre admiró, sin saber el motivo, aunque tenía en claro en la mente que era importante y tenía que ver con su carta.

El dilema la invadió, sabía que debía responder de inmediato. Se preguntó por dentro «¿debía tomar el vuelo que la llevaría a Escocia?, ¿o debía quedarse en Buenos Aires para saber de qué se trataba la información tan celosamente guardada?».

Salió del pensamiento que la teñía de ansiedad cuando Rafael interrumpió con su quebrada y vieja voz el silencio de la conversación que habían iniciado un momento atrás.

— Señorita, ¿me oye?— insistió Rafael aguardando la respuesta. Lidia sabía que debía responder de inmediato, la intriga pudo más que la pesada maleta que sostenía de manera fuerte entre sus manos.

— Sí, doctor, muchas gracias por permitirme ser parte de esto, ahora mismo voy para allí.

Caminaba de un lado a otro tensa, sin saber si lo que hizo fue lo correcto. Tenía todo preparado para viajar a Escocia en un vuelo que en esos momentos sabía que perdería, al igual que el lugar donde hospedarse sin mencionar al escocés guía que había contratado y pagado para que la acompañara en su recorrido en aquel país.

— Todo echado a perder— dijo Lidia a punto de largarse a llorar—. ¿Y si la información no vale la pena o me vuelven a hacer a un lado?— se preguntó, pero algo en su interior la movilizó a decidir quedarse. Confiaba en ese sabio y viejo hombre, sabía que no se hubiese tomado la molestia de investigar la hoja, menos de llamarla si no era algo realmente grande—Hice lo correcto— se autoconvenció Lidia dirigiéndose a paso firme, pero nerviosa, a buscar su auto.

Mantenía en una mano las llaves del auto, en la otra la valija, por algún motivo no podía soltarla, la cargó en el baúl, quizá el instinto de supervivencia la obligó a mantenerla junto a ella hasta el final.

Se marchaba para reunirse con Rafael a la velocidad que se le permitía circular en aquel barrio privado, un barrio elegante pero aburrido, adinerado pero rebalsado de roedores bien sabía ella, salvo por su vecina Johanna; si bien la jovencita era molesta con los ruidos parecía ser la única que sabía o parecía disfrutar de la vida, al menos eso le parecía a Lidia, la sonrisa de la pequeña vecina era auténtica, así como cada estupidez que salía de vez en cuando de su boca.

Cuando estaba por salir del portal que separaba el barrio de la calle vio salir a pie del lugar a Johanna vestida muy desdichada, casi no la reconoció, no llevaba maquillaje y el gris de su vieja ropa nada tenía que ver con los colores pasteles que ella solía usar. «¿Qué le habría sucedido a su vecina?, ¿estaría de luto?», pasó por su mente. Pero la idea se marchó de prisa porque ya había visto a Johanna en el velorio de un vecino a dos manzanas de su casa y el atuendo que llevó en aquella ocasión era tan majestuoso como una duquesa vestida de negro brillando entre la multitud.

— No— se dijo a sí misma, algo le pasaba a la joven, pero ella ya tenía suficiente con lo suyo como para preocuparse en ese momento por la muchachita.

Continuó con su auto saliendo de la puerta del country, también lo hizo a pie Johanna, que lucía preocupación o tristeza en el rostro. Lidia no lo supo descubrir desde su espejo retrovisor cuando la dejó unos metros atrás, pero cuando la curiosidad la volvió a llamar detuvo el auto, aguardó con el motor en marcha mientras la joven se aproximaba, pudo contemplar con más cercanía su rostro, un instinto maternal perdido en su ser tiró de ella.

— Algo le pasa, no la puedo dejar— se dijo a sí misma Lidia en voz alta para autoconvencerse. Dio marcha atrás hasta llegar a la joven.

— ¿Estás bien, Johanna?— dijo Lidia interceptándola.

Johanna levantó la desesperanzada vista, miró por un segundo seria a su vecina. Cuando fue consciente de que se trataba de alguien que la conocía hizo un esfuerzo por sonreír mostrando aquella cara alegre que la caracterizaba, aunque no lo logró del todo y lo supieron tanto ella como Lidia.

— Estoy bien, solo, solo voy a... unas sesiones de fotos, no, en realidad voy a cancelar un trabajo... Creo, no puedo tomar el trabajo así— dijo Johanna con algo de carraspeo a lágrimas en la garganta que se hizo sentir en su voz.

Lidia la observó de arriba abajo, no necesitaba ser un genio para saber que algo sucedía, la vio tan joven e indefensa que por un momento un instinto protector la embargó por dentro.

— Subí al auto, te llevo y conversamos, ¿qué te parece?— dijo con cautela intentando ayudar.

Johanna levantó la mirada vidriada a los ojos negros de Lidia que por algún motivo le dieron confianza, subió al auto algo temblorosa sabiendo que ya no podía volver atrás.

— ¿Dónde está Dick?— preguntó Lidia.

— No lo sé, no estoy segura— dijo Johanna.

— No hay problema— le respondió mientras palmeaba la rodilla de Johanna a modo de consuelo.

Lidia aparcó el auto a un lado cuando la joven rompió en llanto, escuchó atenta a Johanna que sucumbió en una crisis, permitió que se tomara un tiempo para retomar la calma y así apaciguar las angustiosas lágrimas.

Lidia creyó que lo más acertado era detener el vehículo y prestarle atención, nunca imaginó que aquella hermosa y sonriente vecina tuviese su vida al borde de un precipicio, con belleza y soledad, con pareja e indiferencia, con tantas ganas de vivir sin tener dónde volcarlo.

Pensó de inmediato en sus gatos, que si bien mucho distaban en compararse con Dick, ellos sí le fueron siempre de compañía y mientras la acompañaron estos felinos nunca sintió soledad ni tuvo que mendigarles amor, ellos siempre estaban dispuestos en su vida. Esa insólita comparación interna le recordó que debía avisar al señor que iba a quedarse ese mes en su casa con los gatos que no fuera, ya no era necesario. Miró la hora y se percató de que era algo tarde, Rafael la esperaba.

— No deberías afligirte tanto, Johan, a tu edad la vida te pone muchas oportunidades— le dijo Lidia intentando consolarla.

— Pero no puedo ser feliz, sé que debería ser más agradecida, tengo quizá mucho de lo que otras jóvenes quisieran, pero muy dentro de mí algo me dice que una pizca está mal, que no es lo que parece— respondió Johanna en tono ya tranquilo pero desesperanzado.

Lidia sintió pena por la joven, fue desconcertante verla tan diferente a lo que estaba acostumbrada, por un instante se cruzó en su interior esa ola que a veces la invadía, esa ansiedad que no le permitía usar la lógica y la llevaba a cometer impulsos sin siquiera analizar lo que su boca transmitía. Quizá el modo correcto en el cual llevaba su vida, donde todo funcionaba como un reloj alemán, donde el tiempo era exacto, donde todo estaba planeado como en la agenda que compraba dos meses antes de que terminase el año. Lidia era tan correcta que cuando las olas de impulsos aparecían en su vida lo hacían también de la manera correcta, «a lo grande», y embarcada en su ola interna, que era lo único con lo cual no podía luchar en su prolija vida, permitió que de su interior salga hasta la última palabra que inútilmente intentó reprimir.

— ¿Irías a Escocia?— dijo Lidia, ambas se miraron permaneciendo unos instantes en silencio dejando actuar al pesado aire que ocupaba el espacio entre ellas en ese momento—. Tengo una investigación que hacer allí muy, muy importante, pero en mi trabajo surgió... algo relacionado con ese mismo asunto y debo quedarme, necesito a alguien que me reemplace, alguien que sea mis ojos.