El hospital del alma

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CAPÍTULO 2

LA CALLE

PUERTAS

Labradores

Nací en un pueblo de labradores. En una calle de labradores. El otoño entraba en ella descalzo para pisar la uva y las casas se teñían con el color del vino. Había restos de escarcha en el tiempo, rincones donde el registro de los años pasados había quitado el hambre cerrando bocas y el invierno a jornal podaba la palabra. El amor se prestaba sin esperar nada a cambio. Las mujeres cosían a la sombra mientras los hombres faenaban; el río cambiaba la muda los domingos. En primavera las cocinas florecían con los árboles y los atardeceres se vestían con el aroma del campo; la vida se ponía su falda corta y plisada y una diadema llenaba mi cabeza con el canto de pájaros alegres.

Los menos afortunados pagaban sus deudas con el dinero de las primeras fresas que en junio esperaban al sol para tachar con lápiz los préstamos apuntados en los cuadernos. En verano la distancia se acortaba y uno quedaba libre de culpa; el sudor de la siega se calmaba con el néctar de una bota y el porrón hacía el amor con la bodega.

Se compartía la comida y la tristeza, el caballo, el delantal, la tierra, la moraga, los surcos de la memoria, la risa, la radio… En enero se adobaba el corazón para mantenerlo a salvo del rencor y se recogía el agua de la lluvia. Los besos se aireaban en los altos entre cañizos y abril tenía otra lectura.

Nací en una calle de labradores, en un pueblo de labradores. La tierra no sacaba de pobres pero daba de comer.

Los secretos de los tacones

A la memoria de Ángel Ramírez, zapatero y capitán de calle…

En las mañanas de los sábados de invierno, el tic-tac de un reloj de zapatos nos llevaba a mi primo y a mí a un pequeño taller a la vuelta de casa. Mi “ángel zapatero”, como así le llamaba, rodeado de cueros y lonas y de una horma donde estoy segura ensanchaba su corazón me enseñaba los secretos de los tacones. Alguna vez, tras pedírselo mil veces, dejó que le lustrara algún par de zapatos de piel y parecía propiamente que le estuviera sacando brillo a mi sonrisa o a la suya que acababa en una de esas carcajadas al ver mis manos teñidas de negro. Solía cantar y era entre otras cosas hijo de cestero, capitán de calle y labrador de días. Y aunque su cadera le hacía cojear y a veces apoyar el pie en el suelo fuese un suplicio, él escondía el dolor al tiempo que me guiñaba un ojo, en uno de esos compartimentos secretos de los tacones y de las cuñas y a golpe de martillo terminaba la faena murmurando en mi oído: “ya está. De aquí el dolor ya no sale” Cada vez que doy betún a mi memoria me envuelven sus alas; cada vez que pongo un pie en la calle y miro su casa escucho el rumor de su risa y el traqueteo de un taller. Y guiñándole un ojo al silencio voy hasta la horma donde él ensanchaba su corazón y haciendo más ancho el mío a golpe de latido termino la faena murmurando con la mano en mi pecho: “ya está; de aquí ya no sales”

El Oeste de la memoria

A Luis.

De todos los oficios que había en mi calle, el de ojeadora de puertas era el que más me gustaba. Porque me hacía ocupar un puesto de guardia con el sol de las cuatro junto al hueco por donde Noble, mi caballo del alma, asomaba su cabeza. Como una niña buena, yo peinaba con mimo a las muñecas y apuntaba la hora en que un Paul Newman, jovencito y serrano, pasaba ante mis ojos. La tienda imaginaria de bicicletas y artículos de cine era una tapia enfrente de mi casa en cuyo escaparate estaban escritas las iniciales del nombre de mi abuelo. Mi Paul Newnam de calle llevaba los vaqueros ajustados y fumaba a escondidas. Yo filmaba discreta el hoyuelo insinuante de su barbilla, su andar de actor seguro de sí mismo, la infinita complicidad de su rostro, en unos exteriores donde la primavera ya no era detenida y el cielo azul comenzaba a ser fútbol. Nunca llevó sombrero, aunque luego los años desprendieron su aroma de cowboy o la magia de un Oeste aprendido en la calle o la camisa recién planchada del sol de las cuatro. Ahora, en la ventana que una vez fue hueco, la parte de una puerta por donde Noble asomaba su cabeza, miro las bicicletas de la imaginaria tienda de enfrente, la esquina de la tapia donde firmó mi abuelo y hago hierba en las piedras y el cemento; y casa en el desierto de la tarde. De puntillas regreso a mis muñecas, a un estudio de cine en donde el calendario ya ha rodado su historia, a la espalda del tiempo. En el primer ojal de la camisa de mis años, Noble vuelve a asentir cual confidente hecho a mis caprichos mientras suelto a una niña sus coletas oscuras y ojeo lentamente la puerta abierta del Oeste de la memoria.

Las acuarelas del mar

A Tomás.

“Al pasar la barca me dijo el barquero, las niñas bonitas no pagan dinero” — cantaban mi abuela y mi madre mientras me daban a la comba—.

El barquero pasaba en su barca las acuarelas del mar. En el estuario del verano y a veces, en abril, la casa del pintor abría sus puertas y la calle se llenaba de colores. En sus lienzos, la luna parecía poner en práctica su influjo y la asombrosa voz de las mareas susurraba en el blanco y rectangular tímpano que sobre un caballete narraba en azules y violetas su atenta escucha. A veces eran los barcos de los pescadores quienes llegaban al puerto de una Pasaia que él conocía de memoria y que imprimía seguro en un atardecer que sabía a pescado. Años más tarde, “Buenavista” puso en mis ojos su memoria, la barca y el barquero que amarraban la vida en las orillas de la luna, la paleta de colores de los veranos de sal y caracolas. La piedra de una puerta abierta al océano erosionó mis pupilas y tuve la sensación de haber estado allí antes, quizás transportada por el banco de madera que pegado a la pared de su casa me ofrecía un sitio de recreo desde el cual leía la escritura de sus pinceles. Ahora miro su trozo de mar y, desde la orilla donde el Txotxolo es aroma de marisco y vino, veo la entrada de los barcos que buscan las luces del amanecer y las casas que cuelgan sobre el agua. La calle del verano y de abril, se convierte en un puerto de regreso y un banco de madera en desembocadura de acuarelas.

“Al pasar la barca me volvió a decir, las niñas bonitas no pagan aquí” —cantan mi madre y mi abuela mientras salto a la comba—.

El barquero pasaba en su barca las acuarelas del mar.

Las postales del verano

A Luciano y Paco.

Cuando el candil del río se apagaba y el alba se lavaba la cara junto a los chopos, el cartero cruzaba el puente hacia el empalme del pueblo en busca de la correspondencia. Con el macuto al hombro y el silencio del sueño, emprendía después su viaje de regreso dejando en el camino el olor de la tinta de los nombres que serían escucha. Las cartas de América tenían unos sellos nunca vistos que mirados con lupa agrandaban el hueco y la distancia de familias separadas por el ancho océano y que, probablemente, jamás volverían a abrazarse; y la cenefa azul y roja del correo aéreo, en el que yo imaginaba azafatas de cartas que en las bodegas del avión podían adaptarse al frío y cambiar las malas noticias por primaveras de palabras. Porque la muerte en tiempos del noviazgo de mis abuelos llegaba por escrito y sin censura y el amor se guardaba en los cajones de una mesa de roble que tenía el poder de crucificarlo. Cuando yo era muy niña, la boina y la gabardina del cartero en los días de lluvia me esperaban con carta de Bilbao o Madrid o de una Pontevedra donde mi corazón de dieciséis fue bruja y aquelarre de mariposas. Mi abuela se ponía las gafas y en la silla chica me leía en voz alta las noticias alegres y guardaba las tristes para la almohada con mi abuelo. A veces, una foto narraba la belleza del tiempo y el desembolso de unos ahorros, el esfuerzo inmaculado en el alquiler de un vestido de comunión o de la costura de noches sin descanso. Las fotos de familia llegaban en Navidad, con participaciones de lotería y postales de nieve que yo miraba durante largas horas y que se guardaban en cajas para las tardes largas de brasero. Pero era en el verano de camisetas blancas de tirantes y faja en los riñones y campo y criba de sol a sol cuando llegaban postales de alegría que anunciaban la playa y las palabras parecían desprenderse de la ropa de abrigo, tumbarse en la toalla y besar las mejillas del calor o el abanico de la siesta. Porque en invierno todas las despedidas acababan en un cordial saludo o un abrazo sin adyacente, ni adjetivo ni adverbio; y los besos de las postales del verano acababan en la piel.

La primera postal que envié desde una playa, en un aquelarre de gabardina y lluvia, sin amor censurado, ni roble, ni cajones en forma de cruz, terminaba con: “besos de cartero”.

Planetas de mimbre

A Venancio y Chuchi.

En el camino que llevaba a la charca, el croar de las ranas anunciaba la hora de la algarabía. Los juncos de la orilla salían a mi encuentro para poner en mis manos el equipaje de un cestero que trenzaba la mimbre. Padre y abuelo de capitanes, su puerto era una calle donde amarraba cestos y cunachos y comportas con sueños de vendimia. Lo recuerdo sentado en mi puesto de guardia, en alguna mañana de un otoño templado al volver de la escuela. Las bases circulares rodeaban la sombra de sus piernas mientras esperaban los nudos de las ramas para simular un sol que podía tocarse. Después, sus manos, con el cuidado de un aprendizaje heredado, describían las órbitas de una habilidad que a mí me dejaba con la boca abierta. Los planetas de mimbre habitaban la galaxia del mediodía y la memoria de los juncos, la pana desgastada del pantalón de los años. En la charca, el influjo de Hipatia o de la luna, que ya habían precisado el horario de las mareas en mi vientre, descubrían la órbita del cestero y la perpendicularidad de los rayos del sol en las estaciones de los recuerdos. “Yo sí soy de esta calle” me decía a mí misma, como si lo tuviera delante y tuviera que mostrar la identidad que me hacía habitar en la galaxia en la cual él me juzgaba en broma, forastera. Al final de mi adolescencia, su nieto me enseñó la textura del verbo en una mesa de café de artistas con lenguaje de mimbre. Septiembre siempre es una base circular donde anudo verbos y ramas para simular un sol que puede tocarse.

 

Duérmete niño

Las cantadoras de nanas deambulaban por los pasillos de las calurosas noches del verano. El mecer de la carne y el olor de la leche amamantando el sueño refrescaba el sudor de una calle cerrada a las aguas del río por el toque de queda. Las ventanas eran sigilosas cuevas de murmullos donde manos entrelazadas bajo las sábanas de un tiempo de asperezas escuchaban el canto de las madres y obviaban la cantinela del sexo, fatigadas por la tarea de sufrir. Las vagalumes que llegaban en las cartas de América iluminaban el camino de la memoria, los arbustos que ofrecían cama a los amantes y brotes de sabor a las yemas de unos dedos aprendices de un cuerpo, los deseos que volaban con las estrellas fugaces antes de ser desterradas. “Duérmete niño, duérmete pronto” Y una cuna, un celemín, unos brazos… crujían y daban voz al suelo y alivio al insomnio. “Duérmete niño, duérmete pronto” Y agosto hipnotizaba las pupilas aun tiernas y el deseo cruzaba la frontera de almohadas y colchones… Las cantadoras de nanas moldeaban los corazones de barro con los pechos desnudos y el pie en el torno de las lágrimas de un niño. El pezón y la boca calmaban la sed impuesta por el verano y el hambre exigida a los pobres. Los besos de las nanas eran de leche y los lobos nunca se atrevieron a devorar la tierna partitura de la noche.

Matrioskas

Las muñecas de madera que ocupaban la estantería de un salón que parecía haber llegado de otro mundo decoraban la imaginación de Inés con historias de amor y secretos de enaguas. Había salido de su calle de pueblo un uno de septiembre con la tierra empapada de lluvia y el vértigo de las tormentas encajado en el costado del corazón. Las manos de su madre, encorvadas por la artrosis apenas daban tregua a la mujer que mejor había bordado ajuares y sus hermanas, hechas para la conquista de salmos y rezos, no encontraban remedio para su dolor ni para la memoria distraída de un padre que apenas distinguía ya la realidad. Inés contaba catorce años y una maleta hecha con el indulto de la adolescencia. La ciudad no le impuso otra norma que la de cocinar y limpiar sin descanso, sin cháchara en la escalera, sin amantes en las esquinas de los recados, sin escaparates donde los vestidos desnudaban la inquietud de una virgen. Así que reparaba en las matrioskas y deshacía sus cuerpos hasta quedarse con la última y pequeña muñeca irrompible, como si en ella estuviera el festón aún necesario de su madre. La guardaba en el bolsillo de su delantal como si fuese un amuleto que acortara la interminable tarde o templara el anochecer enfriado por una sopa de letras que no formaba palabras y por la mesa rectangular del silencio ordenado. Al final de cada mes, un boticario que la hubiese esperado el tiempo necesario le preparaba ungüentos para calmar el dolor de su madre y hierbas para relajar la incertidumbre de su padre. Pero su familia esperaba el dinero que acortaba el hambre y los días, con el que Inés sabía que bordaba un remedio para la miseria y un lugar en el corazón de la calle.

El tiempo acomodó sus caderas a los ojos de un señorito caprichoso, a las noches de mano en la boca y trote rápido, a los jadeos de un hombre que deshacía su cuerpo cual si fuera una muñeca de madera. Pero Inés no tenía una pequeña Inés irrompible y nunca pudo regresar, ni a fin de mes siquiera, al bolsillo del delantal de su madre.

Recaderos

Después de comer, cuando el calor se convertía en siesta y apresaba el deseo de los mayores, los recados eran la forma de alejarnos a mi primo y a mí de la calle, de las ruidosas fechorías de las que siempre algún vecino daba queja. Mi abuelo sacaba el caballo y daba el ramal a mi primo y había que ir hasta el pilón que hay debajo del cementerio para darle agua. Entonces, los sábados en la tele daban una serie sobre una niña pelirroja y con pecas, llamada Pipi, que vivía sola y hacía tortitas y tenía un mono, como uno de los hijos de los feriantes que llegaban en fiestas. También tenía un caballo al que pintaba de vez en cuando y dos trenzas que le daban un aire divertido. Si en una de esas tardes de pilón, mi madre me había hecho trenzas, al llegar al Arco de la Villa, camino de calmar la sed de Noble, el caballo de mi abuelo, éste se paraba porque ya se sabía de memoria el ritual: mi primo me daba el ramal y yo me quitaba las trenzas por si acaso aquel chico rubio que vivía en la plaza se asomaba a la puerta o estaba echando un “primi” en el frontón o jugando al “matarro” en la terraza del bar de la serrana. El pelo suelto parecía poner perfume a mis andares, las gomas recoger mi infancia en mis muñecas y el ramal poner años al ejercicio de un recado o a la vergüenza de mi primo. Al llegar al pilón, la gran lengua de Noble, sosegaba en el agua la sed y su paciencia y los “cucharones” llamaban al cristal de nuestros ojos. Una bolsa de plástico o un bote eran los enseres propios de una pesca de pilón que acunaba la siesta de los mayores. De regreso, el ramal de la incertidumbre aceleraba mis pulsaciones y mis mejillas se llenaban de pecas imaginarias que sonreían a un tiempo que todavía no había llegado. Ser recadero, aparte de ser casi un rey godo, te daba una recompensa: a mí la del sabor del vértigo, a mi primo una bolsa de renacuajos, a Noble la fresquera de la garganta y a los mayores… a los mayores la lectura desnuda de la siesta.

Susana

En la casa de mi bisabuelo Cacho el portal es de piedra y huele a sopa de la tía Salo. Una silla roja pequeña me recuerda las veces en las que me sentaba a esperar a mi prima Susana mientras leía una revista o cruzaba las piernas y capturaba musas. Ayer, me esperó ella, en el bar de las piscinas, en una silla blanca que yo pinté de rojo por eso de la nostalgia y en una mesa con amigos y buena comida que me supo a sopa de la tía Salo y a portal empedrado. Me olvidé el abanico aunque el aire de la buena tertulia o el color de sus ojos me trajeron una brisa de mar y los achaques propios de mis años se marcharon y me dejaron comer y disfrutar a gusto. Su sonrisa, que es como un caramelo de café con leche me recuerda a su padre, no lo puedo evitar, y ahora que dedico buena parte del día a observar el pasado, le veo en la parrilla de un sábado, en el aceite de un tomate o en un seiscientos amarillo que parecía el camarote de los hermanos Marx. Y luego recité; el vino, el bacalao y las croquetas, los hielos del cubata o el helado que hace pliegues en mi tripa pusieron en mis labios el poema que ella eligió; sabía que sería el de una Lourdes subida a la escalera ¡dónde va a ser si no! Sacando versos a un limpiacristales mientras pulía al estilo de Kárate Kid. “Luego escribirás algo”—suplicó tras cinco horas de sentada—. Y en la ermita, feliz y agradecida de encontrar tanto tiempo de mi vida en una sobremesa de palabras, mirando hacia la casa de mi bisabuelo, Montalbano inmortalizando en una foto mi sonrisa, le dije: “luego, luego me sentaré en la silla roja y cruzaré las piernas”.

Trashumancia

A Mero y Piano.

En Logroño, uno de los relojes que cuentan con música las horas junto a los quehaceres del espolón, te hace pastor y te lleva a Extremadura. La trashumancia, que yo no conocí, habita la cañada real de lo narrado en las tardes de invierno y acerca los lobos hasta el comienzo de una sierra que se queda triste y oscura. En mi calle, el invierno de los pastores era almuerzo de lana y de balidos, el monte mediodía y la tarde regreso. No había tren de piedras, ni huida de una nieve que nunca se quedaba más de siete días; si acaso en el verano, los corrales del monte que simulaban balnearios de hierba apartaban tres meses a las ovejas del ajetreo de los vecinos, de las tardes de cartas y abanico, de los balones, del regreso del campo. En junio, los esquiladores llegaban de la sierra y contábamos los días que quedaban para comenzar las vacaciones. Los vellones parecían patrones de un abrazo y una piel sin estancia se exhibía desnuda mientras las manos del tiempo se llenaban de piedras y de espera. A veces, nos dejaban probar y un mechón era el premio que nos bautizaba conquistadores, caballeros andantes de un ejército de metáforas. Y después era el sol quien desnudaba el silencio y la risa, el balar de las horas, el canto de un reloj, los años que pasaron sin darnos cuenta, la trashumancia del tiempo. En mi calle hubo ovejas y queso y cabras y leche, cabritos que no montaban y que fueron pasando de pastor en pastor, secretos de lana y hasta sueños de torero con espada de palo y capote de chaqueta.

Vendedores de vida eterna

La primera vez que desobedecí a mi padre tenía casi siete años y era abril. Mi prima Charo (no sé si se acordará), la del pastelero de Casalarreina, hizo de espía y me preparó el terreno y en cuanto mi padre salió de la habitación donde su abuelo se moría yo me colé en ella para que no se fuese sin mi beso. Después salí corriendo entre la gente que esperaba lo inevitable y que yo no entendía y me fui hacia el castillo como si fuese el mejor escondite del mundo. Mi bisabuelo murió de pulmonía, como don Guido y su entierro que quiso la casualidad que fuese en domingo lo ofició el obispo; yo, desde la puerta del cine vi salir el sepelio y me decía: “ahora, en cuanto huela a anillo de obispo, a cirio y a puerta de evangelio, resucita”. Porque mi bisabuelo era alérgico a los salmos y al vino de cáliz. Si no llega a ser porque Poli, el cura que más quiero, estaba al lado y porque yo llevaba en la mejilla el beso de su última fatiga y porque mi abuelo y mis tías lloraban y porque mi padre llevaba la caja y me miró al pasar… me planto cual Miguel Ángel delante de la puerta de la iglesia, con los guantes de parar balones y allí no entra ni Dios. Pero yo era una chica y el fútbol era cosa de hombres, así que me metí en la iglesia con todos los ahorros de mi hucha en mi pequeño bolso de abalorios y busqué el puesto donde se vendía esa vida eterna de la que oía hablar para comprársela y volver a casa, que era ya la hora de su partida de brisca conmigo y de guardarme el pan de la merienda en el bolsillo de su chaqueta de pana. Durante muchos días leí su nombre en la esquela recortada de un periódico, bajo una cruz de tinta, esperando con la moto del afilador o las voces del azafranero algún vendedor ambulante de “vidas eternas y pasajes de vuelta.” Pero no llegó ninguno, quizás por aquello de lo que hablaban todos los mayores más serios que un plato de habas, algo de estar en plena transición… y los vendedores de vida eterna seguro andaban preocupados por su futuro.

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