El hospital del alma

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Las casas del verano

El otoño cerraba las puertas a los besos. El jaleo se recogía en maletas envueltas por el paso del tiempo y la tristeza se acodaba en las esquinas de la calle y en las cuerdas vacías de los tendederos. El sonido de una guitarra se escondía en las rendijas de un banco de madera que a veces permanecía sobre el cemento a la espera de algún fin de semana donde el sol saliera de cuentas. Al principio, el silencio con las manos a la espalda saboreaba un beso o el resplandor rojizo de finales de junio, el nirvana de la segunda estación que, de nuevo, comenzaba su viaje hacia otras tierras. Desde la esquina donde un balón ocupó alegremente los años de mi calle, contemplaba aquella ceremonia de maletas que otra vez se llevaba el calendario. Entonces no contaban sino el agua y la risa, la dulce coincidencia de miradas que te hacían familia, cómplices de un territorio que yo aún no sabía que ocuparía un resto hasta el final, hasta igualar los años, las medidas de la respiración, el amor al fin y al cabo. La despedida guardaba los olores tras las puertas, el particular aroma de cada casa que salía a la calle en el verano: la lavanda poeta o el incienso de una vainilla virgen que nunca te empachaba. A veces me quedaba un ratito en la pared después de que el bullicio se hubiese marchado y cerraba los ojos y ponía nombre a los olores, que poco a poco a la vez que la tarde se acortaba se iban mezclando en la cercana humedad del invierno. Al abrigo de las cuatro, en los meses de frío, las cáscaras de almendrucos saltaban en la lumbre de los mayores mientras la escuela me refugiaba entre pupitres de números y volcanes. Las chimeneas hablaban como si fuesen recuerdos y los montes hacían más largos los aullidos de los lobos; entonces la soledad salía al escenario; como si la madera de mi pecho o el telón de mi memoria se abriera, los olores de cada casa del verano, del bullicio, de la alegría, caminaban despacio por un reloj de cuerda para representar su función, y el corazón, protagonista, aflojaba las tuercas a mis ojos en el primer acto de una obra que se llamaba Vida

El turrón de pobre

La Navidad se acercaba en bolas de cristal que se agitaban para hacer nieve. En el comedor donde una tele en blanco y negro mostraba los pies del comienzo de otra era, los días olían a mazapanes y la inocencia sacaba brillo a sus zapatos. Las manos de mi abuelo daban cuerda a un martillo que deshojaba los frutos de los almendros y las nueces del nogal que me llevaba al río en el verano eran molidas en el almirez donde mi abuela emprendía la laboriosa tarea de hacer turrón de pobre. En la escalera, un árbol no muy grande, vestido de espumillón, anunciaba vacaciones y señalaba el camino donde el frío tenía otro refugio: los botes de cristal con la conserva, las pasas sobre cama de cañizos, el último jamón, los orejones, aquel dulce de higo que endulzó las tostadas de mi abuelo, las pocas avellanas que como oro en paño guardaba para hacerme feliz de tarde en tarde. Las horas en el desván donde la casa custodiaba el esfuerzo y emparedaba el hambre pasaban despacio ante mis ojos, observando cualquier mínimo indicio de otra vida: un par de zapatillas, una cuna a cubierto del óxido, el cabezal de una cama donde el amor murió joven, las cartas de una adolescencia que creció en silencio o las fotografías de un soldado que nunca quiso serlo. La guerra de otro tiempo, la miseria de tejados abombados y barrizales pastosos se colaba en los tímpanos de la memoria como la voz del afilador que llamaba a su piedra a las navajas del almuerzo. Mi madre horneaba los mazapanes con un baño de azúcar que hiciera diferentes los recuerdos y mis manos de niña pintadas con papeles de colores los guardaban en cajas de cartón en el bolsillo de la despensa. En el pasillo, un belén simulaba el nacimiento del hombre y una estrella guiaba mis ojos hacia el cajón donde el betún me esperaba para dar brillo a los zapatos de los muertos que no tuvieron bolas de cristal… Al anochecer, la cuerda del martillo llegaba a las puertas del cansancio y el turrón de pobre se detenía en la cuchara que llenó mi paladar de un sabor que nunca olvidaría. Y dormía sobre un colchón de paz que el delantal sereno de mi abuela creaba en un instante. En el desván donde el frío se refugiaba, la Navidad del frente era cosa de hombres…

La edad de la inocencia

La sobremesa de un domingo colocaba una mesa de dulces en la plaza. Mi abuela, al otro lado de todos los manjares que solo se mostraban en los días de fiesta, esperaba la risa de los niños, la paga que en moneda compraba unos boletos o alguna piruleta y chicles que se llenaban de un oxígeno competidor cuya meta era un beso. En invierno, el carbón de un brasero calentaba sus manos mientras las castañas se asaban al calor de sus ojos, a la intemperie del dolor, a orillas por fin de la ceguera que le acompañó una temporada. Mi abuelo, en la partida de mus o dominó, de copa y puro, de camisa impecable y chaqueta que delataba el día de la semana esperaba la hora de la rifa y yo, en mi empeño por aprender el reloj, contaba y respiraba despacio hasta sesenta, hasta que el codo de mi abuela me anunciaba el momento y mis latidos quedaban recogidos en el ábaco de la tarde. Cuatro cartas pequeñas en tiras de cartón rectangulares simulaban la feria, la tómbola de fiestas de vendimia, la pequeña derrama de la ilusión. De docena en docena, las castañas besaban la piel de un cucurucho de papel que abrigaba la espera. Mi abuelo llegaba del mus con sus naipes y barajando el alma de aquel pequeño espacio me dejaba cortar mientras gritaba: “arriba la baraja” y el gesto indescriptible de algún niño o de la novia tímida que por fin aceptaba un abrazo o del hombre callado que buscaba alimentar su silencio delataba el ganador de un cucurucho caliente que agrietaba a la tristeza del frío. En verano, el premio eran almendras y era la risa de un pañuelo sobre unos hombros desnudos quien decía el nombre del afortunado y abría la temporada de conquista, porque en dosis pequeñas de tirantes y faldas y vestidos de flores que polinizaban los sentidos se rifaba entre murmullos la edad de la inocencia…

Relojes

… a mi madre.

Mi madre tenía en la cocina uno de esos relojes que me traicionaban, un plato donde crecía la comida y la voz hecha a un cuento para que yo abriera la boca. Que no tuviera hambre parecía un delito pero es que en aquel tiempo mi estómago se llenaba solo con levantar la tapa de la cazuela y además me gustaba escucharla. De vez en cuando yo miraba la hora, que nunca terminaba de maquillarse, y me llevaba una cucharada a la boca para que ella no se enfadara. Y así un cuento tras otro, un cuento tras otro, la escuela me libraba de rebañar el plato y de la carne que hacía bola en mis papos. Supongo, como la oía decir, que le quité mucha vida. Porque todos aquellos remedios caseros: que si el jugo de caballo, la leche a todas las horas o un filete pasado en el puré conmigo no funcionaban. Porque las calorías me las daba su voz, al igual que ahora. Bueno, tal vez ahora las calorías también me las den sus ricas comidas pero es para demostrarle que he aprendido bien, que ahora sé comer de todo.

Las tardes estaban hechas para sus manos, sus telas, sus dobladillos, sus revistas de moda y patrones que a mí me gustaba curiosear y que me hacían imaginarme en París de la mano de algún galán de cine o firmando ejemplares de una de esas novelas que algún día escribiría. Mi bocadillo crecía a una velocidad endiablada y no tenía el bolsillo de mi bisabuelo ni el hongo mágico de Alicia. Y aquella máquina de coser que ella manejaba con destreza era capaz de verlo todo. Hay días en que creo que me hilvanó el camino o el tiempo o la memoria porque las madres son costureras de pasos y madejas de remedios. Y en otros, al mediodía me hago niña para volver a escuchar aquellos cuentos. Porque ahora, quizás porque estoy entrando en el otoño de mi vida, tengo hambre de ella y necesito rebañar su plato…

Levadura

Las maletas de mi tía Isabel traían el aroma del pan a la calle. Por el Carmen, como si no hubiesen pasado los años, la fiesta de los marineros llegaba a la casa de mis abuelos desde Bilbao y ocupaba la alcoba de los invitados. Era la panadera más guapa que jamás nadie había visto, la mayor de una familia de seis hermanos, la que escribió una historia de amor con harina y levadura. El mes de julio hacía higuera en sus ojos y la sombra de su mirada recuperaba el verde de una infancia en brazos de una madre. Cuando llegaba, su despacho de pan se trasladaba hasta una tarde sin siesta donde ella saboreaba las horas, hasta una piscina donde cinco hermanas hilvanaban secretos, hasta una bodega donde el único hermano respiraba en familia la vida regalada y me guiñaba un ojo en la memoria de un nueve de julio. La noche entre escabeche y baile de parrilla se adentraba en los platos y yo miraba el rojo de un tomate que en ellos era vida y el pan de cada día unos huevos cubiertos de fritada. El vino resbalaba por la obediente garganta que guardaba el peso de los años en baúl de silencio y las blancas mejillas de la luna simulaban la miga del pan tierno que vencía a mi sueño. Amasaba en sus brazos canciones de otro tiempo y cuando quedó viuda volvió a mis diecisiete para vivir un siglo. La corteza de la vejez le endulzó la sangre y le robó una pierna y la ciencia del amor al ver a mi madre asear sus penas, llenar de lavanda sus mañanas, hidratar su piel y tallar su equilibrio llenó de una inocencia necesaria mi perspectiva del invierno. Antes de morir me regaló su alianza comprada con el sudor del pan y horneada en el sacrificio. La llevo en mi anular cual currusco que quita el hambre o harina con que amasar el corazón, cual levadura que aumenta el espesor de mis latidos…

La suerte de la margarita

Los caminos del monte te llevaban al trueque de alimentos entre el hambre y las ganas; uno de los alimentos más preciados era la harina de trigo. El pan se amasaba en casa con un extraño temblor entre las manos y un ritual de oraciones que se ahogaban en la garganta a la hora de llevarlo a cocer al horno, escondido bajo el delantal. A veces había suerte. Otras, el horno era registrado y el pan blanco tomaba la senda del cuartel o la de otro reparto siempre desproporcionado. Las hechuras de la miseria eran grandes dimensiones de tierra baldía y los pobres, los perdedores, solo tenían dos opciones: obedecer y callar.

 

En enero de 1955 el invierno todavía era frío y mi abuela dio a luz al tercero de sus hijos entre carámbanos y calles blancas en un hospital amoldado a la austeridad y a los caprichos de la muerte. Ahora sé que la ceguera que padeció después del parto podría haber sido debida a una diabetes gestacional. Mi abuelo reunió sus ahorros; dejó a sus tres hijos bajo el cuidado de su suegra y una sobrina de catorce años que ejerció de aya y en un tren oscuro partió con mi abuela hacia Barcelona. Regresaron unas semanas más tarde con la luz del amor y del sacrificio en las pupilas y sin leche en los pechos de mi abuela…

En la escuela repartían leche en polvo que mandaban los americanos. Había otro reparto para las parturientas. No para todas. Una sotana que hacía las veces de juez, deshojando una margarita parecía decir: “me quiere”, “no me quiere”, “me quiere”, “no me quiere”, “vencedores”, “vencidos”, “vencedores”, “vencidos”... Y a mi abuela aquel reparto siempre la vencía, nunca la quiso. Una vecina que también acababa de tener un niño, agraciada con la suerte de la margarita, compartía su leche con ella a escondidas. Porque también había gente buena en otro reparto, en el del corazón. Mi tío y aquel niño son amigos del alma. Pero yo tengo la certeza de que son algo más, de que son hermanos, hermanos de leche en polvo.

SABORES

Las musas

La siesta convocaba a las musas en la escalera. El olor a lejía refrescaba la boca de las baldosas mientras la tarde comenzaba a resbalar por el sudor de la memoria. El orden estricto del silencio hacía el amor bajo las sábanas que olían a campo y una cortina de incertidumbre me llevaba descalza al hueco de la casa donde escribir me transportaba a otro tiempo. Tú me esperabas en el primer escalón, envuelto en el apetito de los secretos, haciendo noche en el inicio de las horas gastadas y día en la piel desconocida de mis piernas. Tus dedos caían como pequeñas gotas de agua por la redondez de mis muslos tempranos hacia el verde valle de algodón que frecuentaba las ganas. Los renglones de mi escritura se torcían irremediablemente hacia el sabor de tus manos. “Las musas —te susurraba al oído—. Que se me escapan”. Y salía corriendo a la vez que los ruidos de la hora levantaban de su colchón de campo al deseo. Al cabo de un rato volvía con mis trenzas arregladas y mi cuaderno al escondite donde cada tarde tú intentabas descifrar la criptografía de aquel extraño sentimiento. Ni la muerte ni el dolor existían en aquel espacio. La edad de la inocencia, la que es cómplice del principio de una escalera me dejó en un papel arrugado, a la orilla de mis pies, tu letra: “las musas no existen— escribías en cada siesta— pero tú sí…”

La última fila

Por aquel tiempo, todos los sabores confluían en la espalda de un cine. En la última fila, las manos se adentraban en otra pantalla más pequeña donde los protagonistas eran cuerpos inexpertos que necesitaban sentir. Aprenderse en la penumbra bajo una cazadora era como poner al tiempo cuellos almidonados y camisas de seda; porque el rumor de los besos irrumpía despacio en una sala donde el sexo era dirigido por la incertidumbre. Los años necesarios para saber nunca llegaban; siempre era demasiado pronto para explicar el placer, y los secretos de una piel eran como pequeños murmullos desordenados que se adentraban por la mirilla de una nuca. El nombre de una película llevaba a unos labios, a un eterno hormigueo en la cintura, a las caderas de una tela que no había forma de desenredar de la memoria. Porque hasta los segundos de aquellas tardes en brazos del séptimo arte se hilvanaban en los bolsillos de un pantalón que delataba las ganas. Si me acerco hasta el consuelo de aquella espalda, me viene al pensamiento El nombre de la rosa, el frío en las aceras en aquel enero de 1987 y el rubor de mi estómago a tu lado, el miedo entre las yemas de mis dedos que aunque no destilaban tinta azul parecían morir solo por el hecho de leerte. Pero como todos, fuimos escribanos bajo una cazadora, en aquellas tardes de última fila donde las caricias se rodaban a oscuras.

Mirillas

Las pupilas de una puerta la llevaban a un espacio de luz desde el cual él la miraba. Las baldosas de un cuarto de baño adquirían la forma de una cerradura por donde su cuerpo, transparente, caía entre los brazos del sexto mandamiento. Él no comprendía aquella conducta, que años más tarde le haría perder el sentido hasta querer volver al catecismo del otro lado de la puerta. Porque había un extraño desconsuelo en los años, una frontera entre el placer y las sábanas, una amarga creencia que hacía al sexo cosa de hombres. Ella imaginaba su rostro desconcertado y en la pila bautismal de aquel espacio de carne y cerámica templaba el agua que había de derramar por su frente para iniciarlo en la doctrina de la piel y las manos. Apadrinado por aquel tiempo de cerezas, los faldones de una tradición desgastada le inclinaban a otras creencias. Las mirillas eran jornaleros que a tiempo parcial mostraban el sencillo mecanismo de los sabores, pizarras que describían el equipaje frágil de la sensualidad, órbitas boquiabiertas que susurraban al sudor. Después de aquel ritual húmedo, de aquella oración que arrodillaba el sentido común, las escaleras del abismo se llenaban de caramelos de incomprensión y de monedas que expiaban las culpas. Y él, sin saberlo, recibía su premio…

El mediodía del vino

Hacia la conquista de un castillo partía el mediodía del vino. El verano ponía punto de abeja a los vestidos de niña y sayas de luna a las madres. Las mozas casaderas lucían bajo el delantal blusas que abotonaban el diccionario del frío en el comienzo de un escote. La calleja que nos llevaba a las eras de tierra y mariposas o a las laderas de tomillos y caracoles servía a la vez de escondite a las bocas en celo. La sombra ocultaba allí los nombres y la memoria, la prisa por escribir en el corto espacio del sol de los emperadores una historia de amor condenada a la distancia. Siempre había un porrón, mediador de las ganas, un fruto de bodega que cronometraba el tiempo de la tarea obligada en la cuba de unos labios frescos. Apenas el cortejo rozaba las mejillas de un sentimiento que anudaba el ombligo, septiembre regresaba el campo a la siesta, el vino a las cepas y el amor de una calleja a las cartas. Los días de otoño se hacían en el macuto de un cartero, las mozas descalzaban el desconsuelo si las palabras escritas llegaban a fermentar ante sus ojos. A veces, morían los suspiros, envenenados por el carbónico paso de los días sin carta. Pero la mayoría de las veces, un lago de cartón oculto bajo la cama dejaba reposar aquel amor de tinta en sus entrañas. Después se embotellaba el corazón en las barricas de un calendario de roble y el invierno silbaba en la calleja…

Antes de que me diese cuenta, la primavera descorchó su botella en el comienzo de mi escote. El verano llegó a mi blusa con su calleja y el otoño con sus cartas. Porque el mediodía del vino nos hace sumilleres de una conquista.

Vías secundarias

En el horizonte del invierno, el amor dibujaba en su cabeza las “vías secundarias”. En el viaje obligado o en la triste partida que apenas integraba un equipaje de hambre y lágrimas, la búsqueda de otra vida mejor avanzaba por raíles de misericordia. Siempre rojos los labios y los ojos abiertos a un mundo diferente eran parte de la estrategia que calzaba tacones los domingos de cine y vestía uniforme entresemana. La ciudad no entendía de árboles caducos; el tiempo pasajero al final se instalaba en una portería a la que no llegaba el campo y te daba un apellido de casada. De los días, labraba las sordas escaleras que ocultaban un hueco para fregar los besos o el portal donde la rutina se cerraba a las diez para encerar los secretos. Apenas había tiempo para ocultar el hambre de la piel; en las noches, la sombra de un despertador condenaba al amor a las prisas y el turno de una fábrica a un desayuno en penumbra. Nunca pudo ahorrar lo suficiente para salir de pobre porque el progreso se pagaba a plazos y el sexo en hijos a los que se les debía otra educación. Y cuando la vida, por fin, le ofreció una tregua y un cristal desde el que contemplar la tarde, los años y el cansancio llenaron su memoria de andenes y equipajes; se pintaba los labios del color de las cerezas y abría bien los ojos tras la ventana mientras subía a un tren que dejaba atrás los recuerdos de una ciudad perenne y la llevaba de vuelta a casa…

La espera de almíbar

Sobre la hierba de las tardes de junio repasábamos los apuntes de todo un año. Los exámenes se teñían de calor y mientras el silencio echaba una cabezada en un sofá de mimbre, los trece años se rodeaban de cuadernos sobre la verde y embaucadora alcoba de la primavera. Las piernas guardadas durante todo un año eran una tierna descripción de la metamorfosis y un principio brutal de incertidumbre donde el tacto de la edad asumía el papel de partícula. La espalda se templaba contra el tronco de un árbol y las rodillas sujetaban el conocimiento. Pero las frases escritas entraban y salían por los ojos ataviadas con adyacentes que cambiaban el sentido de los años y su distancia; de las partes de la célula estudiada en el invierno, el citoplasma se asemejaba ahora a un paladar húmedo donde la energía era suministrada por mitocondrias de piel que hacían de la respiración un universo de murmullos. Todo ello se complementaba con la tentadora lujuria de los cerezos que nos sorprendían desde el valle, la extraña voluptuosidad con la que el espejo rojo del atardecer se mimetizaba con sus frutos. Las hojas de papel se convertían en espera de almíbar y el tronco de las horas en el resumen concreto de una lección donde lo más importante se subrayada con tinta de cerezas…