Nunca perseguí la gloria

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Cuando llegué allá había un escándalo mayúsculo y todos lloraban, un verdadero drama. Entré como caballo desbocado al cuarto donde mi padre estaba golpeando de manera muy fuerte a mi hermano y le grité con una gran contundencia:

– ¡Lo dejas en este instante, ya nos tienes hartos!

– Así no le hablas a tu padre –me respondió. A mí se me triplicó la ira.

– ¿Tú, mi padre?

Y, como acto reflejo, lo fui orillando contra la pared.

– Soy tu padre y me respetas –insistió. Yo ya estaba en un nivel de furia tal que no lo escuchaba y más lo arrimaba hacia la pared, hasta que él osó decirme:

– Te voy a dar una cachetada.

– Dámela y te mato –contesté ya fuera de mí, él como incrustado en la pared y yo enfrente, encolerizada y sin el más mínimo temor. Sin exagerar, por primera vez en mi vida vi negro y con estrellitas, como lo dibujan en los cómics, plenamente convencida de que si él me tocaba realmente lo mataba. Él, supongo, también lo vio en mi mirada: la furia me había literalmente invadido. Nunca había pasado por semejante experiencia. Cómo serían mi tono y expresión, que él se detuvo. Para mí llegar a ese límite o cruzar esa línea me dio una fortaleza realmente desmedida, a veces hasta demasiada para poder controlarla de forma adecuada.

Frente a todo esto, mi mamá nos repetía que no lo podía dejar porque mi papá ya la había amenazado con que si lo hacía él la mataba. Yo siempre he pensado: “perro que ladra, no muerde”, pero eran sus propios miedos. Le costaba mucho trabajo asumir la responsabilidad de sus actos, de las circunstancias, enfrentarlas o cambiarlas. Generalmente los demás tenían la culpa de lo que le hicieran o le pasara, pues a ella le era difícil asumir los cometidos de sus acciones. Podía también ser muy manipuladora. Por supuesto que esa actitud engendraba una culpa mayúscula, con el correspondiente proporcional enojo que la manipulación conlleva, que es inmenso, cuestión que yo vería con claridad y asumiría mucho más tarde en la vida.

Siempre me sentí muy diferente a mi familia. A mí me gusta muchísimo la lectura, la música en general y la clásica en particular, el cine y todas las manifestaciones culturales y artísticas. Soy extremadamente sensible, hasta “sensiblera” podría decir. Me sentía muy fácilmente, pero ahora ya no tanto. Como que las cosas se me resbalan más y ya no les doy tanta importancia.

La cultura me llena el espíritu. En mi familia, excepto mi mamá, a quien siempre vi leyendo y me introdujo al buen cine, a ningún otro le interesa nada de eso. Ellos son bastante ignorantes y frívolos. Pero, en fin, puede decirse que son simplemente diferentes modos de vivir la vida.

El cine ha sido por mucho tiempo una de mis pasiones. Estaba muy al día de la cartelera y de las nuevas películas, y conocía básicamente a todos los directores, actores y actrices. No me perdía la reseña anual de cine en la Cuidad de México. Compraba el abono y procuraba ir a todas las películas, veintiún días de cine espléndido, además el cine de los setenta, ochenta y noventa fue maravilloso. Tampoco me perdía las películas de la Cineteca Nacional. Todavía hoy en día procuro ver al menos dos películas a la semana, pues el cine sigue atrayéndome enormemente.

Recuerdo que cuando tenía doce años, en un programa de televisión tocaban una melodía que a mí me gustaba muchísimo, tanto que la aprendí a tararear. Después, con el dinero de mis domingos, le pedí a mi mamá que me llevara a una tienda de música muy conocida. Entonces no había muchas disqueras en la ciudad, pero en esa tienda vendían música de todo tipo, aunque más música culta, si es que así se le puede llamar: era la famosa tienda de discos Sala Chopin. Ahí yo le tarareé la melodía al vendedor, quien inmediatamente la reconoció. Era un fragmento del Segundo concierto para piano, de Rachmaninoff. Desde entonces fui asidua a esa tienda y llegué a tener una muy buena colección de música clásica. Ese disco de acetato todavía lo guardo, no sé si como trofeo o simple recuerdo. Y es que a partir de él comencé a escuchar esa música, a conocerla y a asistir a conciertos. Tengo muy buen oído, lo que me permite conocer y reconocer la música fácilmente y, por ende, gozarla aún más. Me hubiera fascinado tocar algún instrumento. En una ocasión fui a la casa de una amiga en la que había un piano. Ella, junto con su madre, no habían regresado del dentista. Me puse a esperarla, me senté al piano y presionando las teclas, escuchando los sonidos de éstas, pude sacar un fragmento de una melodía que me gustaba mucho. En fin, que sí tengo buen oído musical, pero cuando uno pertenece a una familia de tantos hijos es imposible que los padres puedan observar bien a cada uno de ellos, tanto en sus cualidades como en sus virtudes y talentos y, por lo tanto, satisfacerlos. ¡Qué esperanza que pudieran cubrir las necesidades creativas y culturales! Eso ya era demasiado. Mi papá no era cercano a esas actividades.

Mi mamá mencionaba que todos mis hermanos y hermanas tenían su pareja menos yo, la mayor, y mi hermano, el menor. La prole se integraba de la siguiente manera: primero yo, después dos hombres, después dos mujeres, luego dos varones, dos mujeres y el benjamín. Yo le llevaba al menor dieciséis años. Entre los diez que éramos da un promedio de un año y seis meses entre cada uno. Curiosamente, esas parejas no se llevan nada bien entre sí. Por el contrario, son personalidades opuestas, y cuando vivíamos juntos se peleaban todo el tiempo y mal se soportaban.


La muerte en un zarpazo

Mi hermana Patricia, la octava, murió de un aneurisma cerebral a los diecinueve años, en 1980. Uno de mis hermanos, no mucho tiempo atrás, se había ido a vivir a Madrid por compromisos de trabajo, con su esposa y sus dos niñas. La menor, muy pequeña entonces, había nacido allí, y la otra no era mucho mayor. Así es que mi hermano invitó a Patricia a pasar el verano, que suele ser muy divertido en esa ciudad, y además ayudaría a mi cuñada con las dos niñas pequeñas. Ella era muy niñera y cuando regresara estudiaría para guía Montessori. Le encantaba entretener a los niños y era muy original y creativa en la forma de enseñarles y divertirlos, cualidades fundamentales para esa profesión que tanto le gustaba. La vimos partir feliz y ya nunca volvió. Mi mamá decidió dejarla enterrada allá. En 1980 no había cremación en España y no quiso hacer el papeleo para traer el cuerpo, trámite que no era fácil.

Llevaba diez días en Madrid. Fue auténticamente una aventura horripilante. Estaban cenando como a las ocho de la noche mi hermano, su esposa y Patricia, cuando ella se quejó de un fuerte dolor de cabeza y, sin más, se desmayó. Ellos conocían como doctor solamente al pediatra de sus niñas, quien les aconsejó llevarla de inmediato a un hospital de urgencias. Ella era alta y muy delgada, y con trabajos mi hermano la transportó al auto y la llevó al hospital más cercano, el que estaba camino a su trabajo. Llegó a urgencias y, antes de saber qué tenía, la conectaron a todo tipo de aparatos. Y así, entubada, vivió tres meses. La cambiaron a un hospital más especializado, la Clínica Puerta de Hierro, una afamada clínica de aquel entonces en España.

Mi mamá se fue de inmediato con su hermana, la tía Margot. Semanas después llegamos mi hermano, el que me sigue, y yo. La mayoría de los hermanos y parientes de mi mamá nos ayudaron económicamente. Fueron muy solidarios. Mi papá, ya divorciado de mi mamá, ni sus luces. No había dinero para que todos fuéramos, por lo que la mayoría de la familia no volvió a verla con vida.

Mi hermano y su esposa, en extremo amables, amén de que les había tocado la parte mayor del drama, nos hospedaron a todos en su departamento, que era de buen tamaño, pero como sea alojaba a cuatro personas adultas más en ese espacio en el que ya había dos adultos y dos niñas viviendo permanentemente. Quedé agradecida para siempre con ellos por ese maravilloso gesto de generosidad hacia nosotros y de una magnífica actitud frente a un hecho tan desgarrador.

Estoy convencida de que un neurólogo muy afamado de la Clínica decidió operarla para ver si podía hacer algo con el aneurisma que le había causado el derrame sanguíneo, el que al pasar por el bulbo raquídeo bloquea de manera inmediata las funciones respiratorias y las del corazón, causando la muerte súbitamente. Sin embargo, a tan corta edad y tan sana, tenían que averiguar qué le había pasado y, si era posible, sacarla adelante de semejante estado. Después nos enteramos de que, cuando se le llevó a urgencias al primer hospital, el diagnóstico que estaba plasmado en su expediente era que había llegado clínicamente muerta. Luego comprendí que el neurólogo la había operado para adelantarle y asegurarle la muerte.

Éramos unos mexicanos en Madrid sin parientes ni conocidos y con una información confusa por parte de los médicos, los que no se atrevían a decirnos que ya no había esperanzas y que se quedaría en estado de vida vegetativa. Afortunadamente, ante esas expectativas murió. Yo llegué a pensar que no toleraría el dolor de su muerte, que éste sería tan fuerte que me quebraría. Creo que nunca me había sentido tan vulnerable. ¡Qué pavorosa es la cantidad de dolor que uno puede llegar a soportar!

Murió un domingo como a las cuatro de la tarde. El único sitio abierto para comprar el féretro y las flores estaba en la Puerta del Sol. Así que ahí nos aposentamos los tres hermanos para escoger, de una carpeta engargolada y dentro de unas micas, alguno de los diferentes ataúdes según su calidad, así como las correspondientes flores y coronas. No había nadie más para hacer esa horrible elección. Muchos años después, mi hermano y yo fuimos a que exhumaran y cremaran su cuerpo. Mi hermano trajo las cenizas a México. Yo vivía entonces en Suiza, donde estudiaba psicoanálisis con Dieter Baumann, y trabajaba en la embajada de México en Berna para costearme la vida, que es tan cara allá.

 

La muerte de Patricia fue muy dolorosa para todos. Era una chica adorable y todos la queríamos entrañablemente. Mis hijos la adoraban. Los había cuidado mucho tiempo, dos tardes a la semana durante dos o tres años, mientras yo acababa la carrera universitaria de Filosofía, en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Siempre estuve muy agradecida por ello y trataba de compensarla en las formas que a ella le gustaban. Empezaba a interesarle la lectura y me preguntaba sobre novelas que a mí me habían gustado. Era el pleno boom latinoamericano, así que le recomendaba y le compraba libros tales como Conversación en la Catedral, Pedro Páramo, Cien años de soledad… Y autores como Carpentier, Borges, Cortázar. Para mí fue una pérdida desgarradora: mi octava hermana, doce años menor y un poco como una hija. Sin Patricia, quedamos cuatro mujeres y cinco hombres.

Para la familia entera fue una pérdida inconmensurable. Mi mamá quedó devastada, mucho muy deprimida, y tardó bastante tiempo en reponerse. ¡No era para menos! Estoy plenamente segura de que no hay pena mayor que la de perder a un hijo o a un nieto. Cuando la naturaleza se revierte con la muerte y se comporta de una manera tan injusta, es indescriptible la aparición de una sensación de traición. Para quienes éramos más cercanos a ella fue muy difícil vivir su ausencia. Parece que en estas pérdidas los hermanos no contamos mayormente, y aunque sufrimos mucho, todos se vuelcan, por obvias razones, a la pena de la madre.

Mi padre, ya separado de mi mamá hacía bastante tiempo (es más, creo que ya se había casado de nuevo, y como si hubiera tenido “pocos” hijos tenía uno más), ni se presentó ni cooperó económicamente. Yo no concebía un entierro de una hija sin ambos padres presentes. Pero así fue.


Duele en todas partes

Mi composición genética, en algunos aspectos, no fue de lo mejor. Sin embargo, en otros sí fue bastante buena. Siempre he estado satisfecha con mi físico y con mi personalidad. Pero, por otro lado, no fue de lo mejor porque heredé los genes de depresión de ambas familias, la paterna y la materna, que son tan heredables. Así que recibí de mis ancestros esa disfunción, la que he tratado de manejar de la mejor manera posible a lo largo de toda mi vida, empezando con un largo psicoanálisis que, entre muchísimas otras cosas, me enseñó a darle el debido peso y tamaño a cada eventualidad, sin que éstas se me vinieran encima y me arrasaran.

He tomado antidepresivos casi toda mi vida. Cuando, por una cosa o por otra, se da la poca producción de varios neurotransmisores, entre otros la serotonina, fundamental para el estado de ánimo y para regular la depresión, tengo que tomarlos, y, después de elevar el ánimo y seguir por un tiempo en ese nivel, es tiempo de dejarlos. Tengo que estar muy atenta para que no me invada y me suma en el hoyo negro de la vida y así no tardar más en salir de éste. Es un malestar indescriptible que literalmente se apodera de uno y lo desborda. De ahí que mucha gente no lo tolere y se quite la vida. Había un anuncio en Estados Unidos (viví ahí durante algunos años) de antidepresivos que decía: “La depresión duele”. “¿Dónde?”, preguntaba alguien, y le respondían: “En todas partes”. Nada más cierto.

Estoy absolutamente convencida de que mi papá era un depresivo profundo y crónico que, por supuesto, no se atendía. Su hermano, Miguel, el menor, se suicidó con una escopeta en el patio de su casa. Vivían en una de esas casas con patio en medio, de herencia tan española, y decidió volarse la tapa de los sesos justo cuando la abuela llamó a todos para sentarse a la mesa, con toda la agresión que eso implicaba. Mi papá, que ya estudiaba Derecho en la UNAM, venía entrando a su casa justo para comer cuando se encontró con semejante escena. Se hizo cargo del espeluznante incidente. Jamás nadie de la familia habló de este hecho tan grave. Se decía que aquel tío padecía epilepsia y que había muerto de un fuerte ataque. Mucho más tarde en mi vida leí la verdad en la nota roja de un periódico que me mostró mi madre.

Por el lado de mi mamá, una de sus hermanas hizo un intento de suicidio abriendo por la noche las llaves del gas de la estufa cuando estaba con sus niñas pequeñas. Vivían en una pequeña casa al final del jardín de la casa de los abuelos. Ellos las encontraron antes de que murieran. Este episodio tampoco se mencionó jamás. Se consideraban sucesos muy vergonzantes. Y la importancia de la genética no contaba en aquellas épocas.

Esa tía era bastante rechazada por toda su familia. Y es que siempre hay un chivo expiatorio, aquel que congrega lo que existe oculto en las familias y el enorme sentimiento de culpa volcado todo en ese personaje. Son tan necesitados de pertenencia que con su “problema” ayudan a mantener la cohesión del grupo familiar y así permanecen en él, aunque este grupo los repudie y los dañe aún más.

La tía había cometido el horrible pecado de la infidelidad: había tenido relaciones sexuales con su ginecólogo. Este hecho imperdonable no tendría indulto por parte de su marido ni de sus padres, que se la llevaron a vivir con ellos para vigilarla y que no se fuera nunca más de puta. Porque para los abuelos, en aquellas épocas, ser infiel y ser puta era lo mismo. Por supuesto que de este tema tan indecoroso no hablaba nadie de la familia de mi mamá.

De esto me enteré porque un día, mi prima, su hija mayor, quien a su vez era mucho mayor que yo, me llamó para preguntarme si la invitaba a comer. Corría el año 1984. Yo tendría 35 años y ella 45. No es que me llevara mucho con ella, por lo que me sorprendió la petición e, intimidada por lo mismo, le dije que sí, que por supuesto. Platicamos de la familia en general, y ya en el café me soltó: “Quien acusó a mi mamá con los abuelos de su infidelidad fue tu mamá”. Me quedé sin habla ante el presunto reclamo y la hipotética acusación del pecado. Me pareció horrible por parte de mi mamá acusar a su hermana de algo tan delicado, algo que, quizá, ella le había confiado. Era una traición y más sabiendo cómo eran sus padres de mochos, de sociedad y guanajuatenses. Claro que mi mamá no los veía así. Los consideraba unos extraordinarios padres que habían formado una excelente pareja y familia.

Viendo y analizando a mi madre y a sus hermanas y hermanos, considero que distaban mucho de venir de padres perfectos, con extraordinaria relación, una familia ejemplar, como ella lo manifestaba. La mayoría eran muy neuróticos e intransigentes. Estaba convencida de que hacían muchas distinciones entre los hijos y de que éstos, a su vez, repitieron el mismo patrón con los suyos. Las diferencias que hacía mi madre entre nosotros eran abismales, notorias y dolorosas para aquellos que estaban lejos de ser sus preferidos. A mí no sé cuánto me quería, quizá para ella bastante, pero no de la forma que a mí me habría gustado ser querida, cuidada cariñosamente, contenida, mimada, pero sí sé que me respetaba mucho. Además, le parecía la más guapa y elegante de sus hijas. Yo tenía un lugar muy importante para ella, pero no precisamente el de hija.

En una ocasión fuimos a una terapia familiar porque uno de mis hermanos estaba metido en drogas y las vendía en la casa de mi mamá y mis hermanos. Yo ya me había casado y no vivía ahí. Entre los tres hermanos mayores se la confiscamos y nos pusimos en contacto con un psiquiatra dedicado a adolescentes con problemas de drogadicción. Se la llevamos y él se encargó de entregarla a las autoridades. Pero nos recomendó hacer una terapia familiar. Como éramos tantos, dos psicoterapeutas, un hombre y una mujer, llevaban a cabo las sesiones, que duraban bastante, como dos horas, y eran una vez por semana. Lo hacían muy bien los dos, muy profesionalmente. Íbamos siempre mi mamá y casi todos los hermanos, menos el interfecto, quien por su misma irresponsabilidad no asistía. Ahí surgieron muchas cosas profundas de la familia. Por ejemplo, una vez, nos dijeron que nos abrazáramos. Nos pusieron en dos hileras, divididos en mitades, una frente a otra. Todos guardamos silencio y tardamos como media hora en poder hacerlo. No teníamos esa costumbre, no la habíamos aprendido. Nos pedían a alguno de nosotros montar una escena, la que se le ocurriera al que la quería actuar y posteriormente explicarla. Los personajes a los que se les asignaban los papeles se revolvían. Y así era para el que representaba la escena y para casi todos los demás. A mí me ponían en un lugar preponderante, y a mi mamá generalmente detrás de mí. Y así eran de hecho las funciones, así de revueltos, difusos y confusos eran los papeles al interior de la familia. Para mí, que ya estaba en mi propio proceso de psicoanálisis, me era absolutamente evidente lo que ahí sucedía, así que constataba muchas cosas que yo ya había trabajado sobre mi familia.

En una sesión, la psicoterapeuta le preguntó a mi mamá qué significaba yo para ella, a lo que respondió: “Es como una amiga, una hermana, una madre”. Más evidente no podía ser, no me veía como a una hija y así era como yo necesitaba ser vista y tratada. En dos o tres ocasiones que nos peleamos o discutimos por algo fuerte, lo hizo de tú a tú, como si fuéramos iguales. Incluso se lo señalé en varias oportunidades. “No somos iguales, yo soy tu hija y lo que me estás diciendo me duele y me lastima mucho más, porque tiene mucho más peso de lo que yo te pueda decir a ti”. Pero ella seguía, no escuchaba y lograba ser tremendamente agresiva.

Mi papá era un personaje peculiar, muy inteligente e hiperactivo y muy obsesivo. No podía quedarse quieto, se movía todo el tiempo. Fumaba mucho y cuando de niños nos llevaba al cine, jamás veía la película completa: se salía a fumar cada media hora. Parecía que en ningún lugar estaba cómodo. Tenía una ansiedad que lo corroía. Muchos de nosotros heredamos esa hiperactividad en mayor o menor medida, unos mucho más que otros, al igual que los nietos y bisnietos. Algunos tendemos a ser muy acelerados y otros hasta impulsivos. Qué ganas de que se conozca más sobre el cerebro, de su composición y de su genética. ¡Cuántas cosas más se explicarían con ello!

Era un hombre muy trabajador que alcanzó éxito y dinero, meta que se había propuesto para demostrarle a sus padres que él podía solo, sin la ayuda de ellos, ayuda que sí les brindaban a sus otros dos hermanos.

Por otro lado, para mis abuelos mi papá era el hijo menos querido por ambos. Tanto el abuelo como la abuela eran muy altos, de hecho, mucho para su época. Los dos tenían ojos claros y eran de pelo rubio. Mi papá no era muy alto y tenía un tipo muy mediterráneo, muy velludo, bastante pelo oscuro ondulado, de ojos café profundo, piel trigueña, un tipo bastante guapo. Yo considero que era el más bien parecido de toda su familia. Sus hermanos, un hombre y una mujer, mi tío Vicente y mi tía Socorro, eran de ojos y pelo claro, y en este país tan racista los abuelos no lo eran menos, así que a mi papá ellos lo consideraban “morenito” y lo querían bastante menos que a los otros dos “güeritos”. Esas diferencias lo marcaron hondamente y abonaron a su no muy equilibrado estado emocional. En vida, el abuelo le dio muchos bienes y dinero al tío y a la tía, pero no así a mi papá, quien con su propio esfuerzo se compró su primer coche. Cuando se casó, el abuelo le regaló un terreno, bastante menos que las sendas casas que les regalaría a sus otros dos hijos a lo largo de los años. Estas injusticias le acrecentaron la soberbia a mi papá. Era extremadamente orgulloso y decidió llegar a hacer y tener mucho dinero por su propio esfuerzo para demostrarle a su padre que podía llegar a tener lo mismo o más.

Tenía su propio despacho de abogados y, a la vez, trabajó para la industria azucarera poco después de que yo nací y hasta muchos años más tarde, cuando en esa época era un sector económico muy importante en el país. México era el primer productor de azúcar de caña en el mundo. Fue abogado y consejero de esta industria por muchos años y más tarde compraría dos ingenios de azúcar, uno en el estado de Jalisco y otro en el de Tabasco. Siempre consideré que esta compra fue su perdición. Para mí, fue un acto de boicot contra sí mismo. No sé si no pudo con la culpa para con sus padres por tantos éxitos y se metió un autogol.

Uno de esos dos ingenios, el que compró primero, llevaba veinte años inactivo, con maquinaria muy vieja y hasta obsoleta y él se dio a la tarea de sacarlo adelante, objetivo muy cuesta arriba. Le invirtió el dinero de todas las propiedades que había adquirido en la vida, lo de él y préstamos de los bancos, y cuando ya estaba por sacarlo adelante, con una producción de azúcar adecuada para empezar a ganar y ser rentable, el gobierno decidió expropiar los ingenios. Y el de mi papá en particular, que debía mucho dinero y que habría podido librarla algún tiempo más tarde, en ese momento se consideró que estaba en quiebra, y además fraudulenta. ¿Por qué, dónde estaba todo el dinero que había pedido prestado e invertido allí? Pues había ido a parar por varios años al sustento de doscientas familias, las que habitaban y trabajaban allí y que colaboraban con entusiasmo viendo sus fuentes de trabajo, su pequeño pueblito, recuperando su vitalidad. Mi papá estuvo a punto de ir a la cárcel, pues le era imposible pagar el dinero que debía. Había pedido prestado unas cantidades exorbitantes y ya no le quedaba ninguna propiedad, excepto la casa en la que habitaban él, mi madre y mis hermanos, que se encontraba en una zona residencial de lujo de aquel entonces. Por esa época yo ya me había casado.

 

Intentamos ayudarlo y, en lugar de ir a la cárcel, fue a parar a un hospital psiquiátrico. Estaba muy mal emocionalmente. Bebía una botella de whisky scotch diario y se ponía muy violento. Además, sus abogados, un poco para defenderlo y evitarle la prisión, junto con su psiquiatra, le iniciaron un juicio de interdicción. Mi mamá, mi hermano abogado y yo estuvimos de acuerdo. Fue algo tan duro y tan fuerte que nunca nos lo perdonó.

En aquella época los hospitales psiquiátricos no aceptaban pacientes que no ingresaran por su propia voluntad, lo que era un arma de dos filos, pues así no se internaba a alguien injustamente, pero a la vez, alguien en mal estado, que le es difícil reconocerlo, no iba a entrar por propia convicción. Éste era el caso de mi papá. Deambulamos mi mamá y yo buscando psiquiatras que pudieran hacerse cargo de él. Mamá contaba la misma historia a cada uno de ellos, las crueldades que éste cometía y el inmenso sufrimiento de ella ante estos acontecimientos y de su incapacidad para poder actuar debido a las horribles amenazas que él le hacía, y de cómo se sentía paralizada ante la vida por causa de él. En una ocasión, uno de los doctores escuchó todas sus quejas y sufrimientos; cuando ella hizo una pausa, le preguntó:

– Y, a todo esto, ¿cómo están sus hijos ante estas atrocidades?

Pregunta que a mí jamás me había pasado por la cabeza, supongo que a ella menos. Él volteó hacia mí gesticulando la pregunta. Me quedé pasmada. Nunca lo había siquiera considerado. Guardé silencio por unos instantes, y espeté sin más:

– Pues mal.

Me pareció, en suma, pertinente que le preguntara por esa cuantiosa descendencia; hijos que al igual que ella habíamos vivido aquellas brutalidades, un absoluto infierno. Su protagonismo y su dolor opacaba el nuestro. Acostumbrados a su pesar y conmovidos por él, no nos permitíamos voltear a ver el nuestro, el de nosotros, sus hijos.

Uno de esos días, buscando y buscando, encontramos a un psiquiatra que tenía un hospital que internaba a los pacientes sin que reconocieran su enfermedad ni ingresaran por voluntad propia. Mi papá era muy inteligente y algo se olía, porque desapareció por dos meses con el argumento de que estaba trabajando fuera del país. Jamás supimos a dónde se fue o dónde se metió. Finalmente, un día apareció. Mi mamá me llamó por teléfono para decirme que se había presentado a desayunar. Yo estaba embarazada de seis meses de mi primer hijo. El psiquiatra que lo internaría nos había proporcionado unas gotas para ponerlo en un estado medio anestesiado y llamar a una ambulancia en ese momento para que lo llevaran al hospital.

Pidió un café con leche, como solía hacerlo, y yo, en la cocina, le puse la cantidad de gotas que nos había indicado el psiquiatra. Mi papá era un hombre muy fuerte, muy difícil de tumbar –yo me parezco a él en eso. Así que se tomó su café con leche... y no pasó nada en el tiempo que el doctor había mencionado. Yo, sin más, le di otra dosis de gotas en otro café con leche que solicitó. Como a la media hora dijo que tenía sueño. Se fue a la cama. Era el momento de llamar a la ambulancia, que llegó relativamente rápido, con dos monos trabados y una camisa de fuerza. Mi papá, entre que medio entendía lo que estaba sucediendo, no podía responder adecuadamente porque estaba demasiado dopado. Era en extremo impresionante cómo le ponían la camisa de fuerza y él se resistía lo más que podía dado su estado, pero gritaba que no se lo llevaran. Era una escena desgarradora, impresionante y triste a la vez. En eso llegó uno de mis hermanos. Éste nunca se había involucrado en ningún conflicto de la familia ni tomado ninguna responsabilidad de los desastres que ahí sucedían. Sin embargo, era uno de los que mi papá golpeaba con saña, uno de los que yo defendía. Entonces mi mamá le dijo que se fuera en la ambulancia con él, cosa que hizo y que por mucho tiempo lo platicó como gran suceso y hazaña, pues parecía que con ello cubría su cuota de responsabilidad ante la familia. En la ambulancia, camino al hospital, a mi papá casi le da un paro cardíaco por la cantidad de gotas que yo le había suministrado. Iban preparados para sacarlo de estas vicisitudes. Y salió, debido a su fortaleza, aunque no me explico cómo con la cantidad de alcohol que para entonces ya ingería. No menos de una botella enterita él solo todos los días.

Fue un episodio muy duro, espantoso. Por la noche, yo estaba sangrando. El ginecólogo me ordenó reposo en cama durante varios días para evitar males mayores que podrían incluso hacerme perder a mi bebé. ¡Aquello había sido muy fuerte para mí y más en el estado en que me encontraba!

En la clínica psiquiátrica lo medicamentaban mucho e incluso le dieron electrochoques para disminuirle la violencia. Cuando salió de ahí, estaba más calmado, hasta muy dopado, diría yo. Él ya no trabajaba y mis padres y hermanos vivían de la renta de la casa del Pedregal, última casa en la que vivieron, que era muy grande y lujosa y se rentaba por mucho dinero. Ellos se habían mudado a una casa mucho más pequeña cerca de esa otra, en una colonia vecina. Una casa agradable, en una calle cerrada.

Pero mi papá poco a poco fue dejando de tomar los medicamentos y empezó a robar dinero para comprar su scotch. Llegó un momento en que ya no quiso tomar los medicamentos, volvió a beber y la violencia contra mis hermanos regresó.

Eso ya era demasiado, no se podía permitir. Decidí que lo echaríamos de la casa. Mi mamá, como siempre, entró en pánico por el hecho de correrlo, y por aquella loca idea de que la podía matar. Organicé todo.

Mi mamá y mis hermanos se irían durante el fin de semana a la casa que tenía la familia de mi exesposo en Valle de Bravo, y yo iría el sábado, cuando él estuviera solo, a decirle que acababa de llamar a un camión de mudanzas para que se fuera de la casa a casa de sus papás o a donde él quisiera o pudiera, pero que se largara ya. Que esa situación era insostenible, que ya no era posible que él viviera ahí, sin tomar los medicamentos y bebiendo como bebía, con esa violencia inmanejable que le brotaba para golpear a mis hermanos de la manera en que lo hacía.

Por supuesto que él no quería irse y se resistía. Yo le decía:

– No me voy de aquí hasta que tú te vayas. Toma lo que quieras de la casa y lárgate.

Me senté a esperar a que lo hiciera. Finalmente, después de un buen rato, empezó a tomar sus cosas, sus libros y se fue.

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