A ver qué se puede hacer

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JONBENÉT RAMSEY POR LAWRENCE SCHILLER

Hay algo en el asesinato de una pequeña niña rica que desorganiza a todo el mundo. En el caso del homicidio de JonBenét Ramsey, primero estuvo la familia Ramsey, que puso torpemente en escena la nota de pedido de rescate y una llamada al 911. Luego estuvo la policía de Boulder, Colorado, que falló en preservar la escena del crimen. Luego estuvo la oficina del fiscal del distrito de Boulder, vacilante y detenida. Y ahora miren: acá viene el periodista Lawrence Schiller con su Perfect Murder, Perfect Town. Erratas, repeticiones, contradicciones, ningún brillo intelectual, ningún momento filosófico, ningún índice, ninguna foto. ¿Qué clase de libro de mierda es este?

Esencialmente, es un álbum de recortes armado con prisa a partir de materiales textuales que millones de detectives amateurs del caso de JonBenét Ramsey leyeron en los tabloides (y discutieron en internet). Es una sesión de revisión y un souvenir para los aficionados a las banalidades forenses. Al reunir seiscientas páginas de material no digerido, según sus propias palabras, Schiller ha intentado “crear el registro más preciso disponible para todos”. Pero esto solo sirve como un recordatorio de lo que admirábamos en otros textos sobre varios crímenes célebres: la narración inteligente. Más allá de la ficción posmoderna, el pegado exhaustivo de notas, recortes y declaraciones grabadas no hacen una narración, y es solo a través de la narración (con sus elementos de ambientación, tema, punto de vista, personajes; todo el trabajo autoral de actitud y selección) que nos sentimos cercanos de la importancia y verdad de algo. Un registro completo y acertado puede oscurecer la esencia de un tema: una narración, por otro lado, revela, apoya y contiene esa esencia. El apuro por juzgar, que Schiller critica de la gente, es simplemente un apuro por narrar: narración que los Ramsey, los fiscales y ahora el mismo Schiller fallarán en proporcionar públicamente o de forma efectiva (a pesar de que los Ramsey, habría que decirlo, sí lo intentaron).

En Mrs. Harris: The Death of the Scarsdale Diet Doctor, Diana Trilling fue capaz de ver una historia digna de la gran novela estadounidense, una historia tan rica como El Gran Gatsby en cuanto a la pasión y las implicancias sociales. Y la autora no guardó celosamente sus opiniones; criticó incluso la cruel cantidad de pomelo en la famosa dieta del doctor. En The Journalist and the Murderer, Janet Malcolm hizo del caso de Jeffrey Mac Donald una discusión brillante y culturalmente provocativa sobre la confianza y la decepción. Incluso Jonathan Hart –cuyos materiales de partida fueron el crimen corporativo y las tediosas maniobras legales– creó en Civil Action un conmovedor drama humano. Algo que jamás habría logrado si meramente se hubiera propuesto construir un registro preciso y no prejuicioso (léase “indiscriminado”).

Pero tal vez el caso Ramsey sea un torbellino imposible de elaborar. Está repleto de los ingredientes de una broma grotesca o un misterio gótico. (La pequeña Miss Christmas fue encontrada, el 26 de diciembre de 1996, apaleada y agarrotada en la “gruta” de su propia casa. Tenía un corazón rojo pintado en la mano). Pero a pesar de que la broma y el misterio están ambos hechos de incongruencias, las incongruencias de una broma hacen que rápidamente te sientas despedido; las incongruencias de un misterio, no. Es posible que un misterio irresuelto no te expulse en absoluto, pero te empujará para siempre hacia el agujero negro de sus contradicciones. Esto podría explicar el número asombroso de páginas de internet y chat rooms sobre JonBenét y la cantidad de conjeturas en general. Uno se deja atrapar.

Dado que Schiller se niega a realizar la más mínima hipótesis, nos deja el trabajo a nosotros, lectores promedio, ciudadanos amables. Lo que puede decirse con cierta seguridad es que el corazón del misterio es Patsy Ramsey: ingenua, ambiciosa y sin ningún talento teatral. Cuando Meryl Streep dice “un perro dingo se llevó a mi bebé” (¿un dingo?), le creemos. Pero hay pocas cosas que Patsy Ramsey haya expresado o declamado que convenzan a nadie de nada. Incluso en los concursos de belleza donde hacía competir a JonBenét señalaban su juicio estético incorrecto. “Exageraba”, notó un observador. En una ocasión vistió a su hija completamente de plumas, haciendo que incluso ese público la desaprobara por ser demasiado sexy para su edad. La de Patsy es una historia de vanidad desorientada y mal calculada. Su compulsión por exhibir no solo condujo a enormes fiestas con árboles de Navidad en cada cuarto, con las puertas de los placares de los dormitorios abiertas para que se los escrutara, sino también a la alteración cosmética y a la exhibición de su pequeña hija ante un mundo de concursos de belleza poco seguro. Patsy Ramsey atizó su interés por los medios y la industria del espectáculo incluso cuando estaba haciendo el duelo por su hija. Con la ayuda de un representante de prensa y una congregación que no sabía lo que hacía, coreografió un viaje de varias familias de su iglesia ante las cámaras. Llamó por teléfono a Larry King al aire. En respuesta a la muerte de Diana, la princesa de la gente, declaró fervientemente a su propia hija como la princesa de los estadounidenses.

¿Mató a su hija en un mezquino acto de furia? ¿La mató por accidente? ¿Atrapó a su marido abusando de la niña? ¿O (y esto sería lo más terrorífico) la mató como una ofrenda religiosa que sintió le era solicitada, un sacrificio debido a Dios (conforme al Salmo 118, en el que la Biblia de los Ramsey estaba perpetuamente abierta), porque había sido curada milagrosamente de cáncer de ovario nivel IV? Todo parece dudoso. Patsy nunca había sido una persona entregada a la violencia o a la ira parental. A pesar de que sus palabras no parezcan auténticas, su dolor sí lo parece. Aunque haya puesto a sus propios hijos en peligro, sus errores están muy lejos del homicidio.

El señor Schiller señala (o más bien, repite) que ninguna teoría (intruso, padre, madre, hermano) da cuenta de toda la evidencia. Pero si combinamos las teorías, como en Asesinato en el expreso de Oriente, de Agatha Christie, donde todos los sospechosos terminan siendo culpables, es posible elaborar una hipótesis bastante satisfactoria. Es decir, un intruso conocido, trabajando en asociación con el hermano, mató a la niña en alguna clase de juego sádico y los padres (con la película Rescate de Ron Howard todavía fresca y recordando la obra de teatro que había escrito su vecino sobre una pequeña niña que es asesinada en el sótano de su casa) tuvieron que cubrirlo. Esto explica el arma de electrochoque, la escenificación sexual, la alianza de los padres, el extraño afecto del muchacho (con quien la pequeña niña solía dormir) y otras evidencias que incluyen el cuchillo de bolsillo del muchacho, las huellas dactilares, el ananá, la cinta adhesiva y la llamada realizada al 911. También explica la nota de rescate falsa que es la pieza central del caso contra los Ramsey. La nota es desconcertantemente falsa, con sus problemas de ortografía y punto de vista (“Somos un grupo de individuos que representa una pequeña facción extranjera”) su orgullo por la familia Ramsey (“Respetamos su negosio [sic] pero no el país donde se desempeña”), y su poesía de guionista (“Si los agarramos hablando con un perro callejero ella muere”). La nota divaga y busca la palabra exacta para secuestro (hay una tachadura y un falso comienzo) y, con su extensión y la incoherencia de su ortografía, es un fraude composicional y un error táctico tan grande, que algunos detectives pensaron que era el trabajo de un profesional intentando parecer un amateur.

Tristemente, es más probable que sea el trabajo de un amateur tratando de parecer un profesional (el trabajo de alguien que le pondría a su hija el nombre de su esposo con un extraño accent aigu). Algo que llamaba la atención era que los Ramsey parecían ser los únicos que no vieron la torpeza de la nota. Patsy “exageró” otra vez. Y sin embargo, en esta hipótesis, ella, a pesar de su confianza fantásticamente grande, emerge criminalmente heroica. Conduce a la nación en una “persecución a baja velocidad de una camioneta Bronco blanca5 de dos años”, según las palabras del conductor del talk show de Denver, Peter Boyles. Según un conocido, Patsy “no tenía sentido de la proporción”. Pero tenía una energía, una arrogancia y un temple fenomenales cuando se trataba de sostener a su familia.

Este es un caso donde se ve la complejidad de la vanidad catastrófica y en el que se intenta ser fabuloso, al estilo de Miss West Virginia. Es sobre ser excluido de la comunidad, si es que en nuestra sociedad nómade uno todavía puede hablar de algo así: pero el caso Ramsey habla de eso. La historia se trata también del sufrimiento marital y la catexis narcisista de los propios hijos. Es la historia de esa farsa de pies torpes que es el ama de casa feliz; una farsa actuada, a veces, hasta el punto de la locura. Es también la historia de la cobertura mediática carnívora y la manipulación mutua de la policía, los periodistas y los sospechosos. Es también una historia sobre el orgullo profesional y las frustraciones de la policía de Boulder (que no puede permitirse vivir en un Boulder próspero), frustraciones que fueron exacerbadas y complicadas por el caso Ramsey y culminaron en la renuncia llena de enojo de dos detectives. Por último es –muy posiblemente– la historia de la fantasía siniestra de chicos ricos con clubes de golf y computadoras.

En este libro no encontramos ninguna de esas historias, aunque quizás sea demasiado pronto para esas narraciones. (Si nos enteramos de algo nuevo en Perfect Murder, Perfect Town es cuán pocas personas tienen coartadas que involucran la noche de Navidad, pero cuán útiles son los cajeros automáticos para ese propósito). Uno desearía que el libro del señor Schiller no fuera tan exasperadamente similar a la nota de rescate de los Ramsey: desvergonzadamente esmerada, caóticamente improvisada, y una suerte de ventriloquía de una inquietante falta de voz: como si nadie en absoluto lo hubiera escrito.

 

(1999)

5 Hace referencia a la persecución de O. J. Simpson, sospechado del asesinato de su exesposa, por parte de la policía en la autopista de Los Ángeles en 1994. Esta persecución fue televisada en vivo con altos niveles de audiencia. [N. de la T.]

BROKE HEART BLUES, DE JOYCE CAROL OATES

Nuestra manufactura voraz y nuestra fácil investidura de fama (con sus ilusiones gemelas de accesibilidad e inaccesibilidad) es una suerte de comunión: acerca a los dioses y los hace comestibles. En palabras de mi hijo de cuatro años: “Las estrellas están más allá del espacio exterior. Están más allá de América del Sur. Están en Rusia”. Un comentario que, a pesar del decrescendo y la falta de certeza sobre geografía, expresa de forma efectiva la idea de que el glamour y el misterio son tan elusivos, rápidos, arbitrarios y sorprendentes, que también pueden encontrarse más cerca de lo que se pensaría (aunque cerca, por otro lado, podría terminar siendo lejos).

Nadie sabe eso mejor que el novelista estadounidense, desde Henry James, pasando por Scott Fitzgerald, hasta Joyce Carol Oates. El efecto dramático del (con frecuencia nuevo) chico glamoroso o la chica glamorosa de la casa de al lado sobre la vida de los ciudadanos comunes –y viceversa– es una historia a la que los escritores estadounidenses han regresado una y otra vez, peregrinos hacia algo parecido a un santuario. Esta puede ser la historia de una desaparición (El gran Gatsby o Agua negra de Oates) o una semi desaparición (El retrato de una dama), o puede tener un rayo amenazante de sátira volviendo a encender los eventos, como en la increíble nueva novela de Oates, Broke Heart Blues. En una novela como esta, lo extraordinario y lo ordinario intercambian destinos, negocian secretos y –en Oates– combinaciones de lockers. El mundo febril y jerárquico de la adolescencia (Puro fuego. Confesiones de una banda de chicas, You Must Remember This, Because It Is Bitter and Because It Is My Heart, así como su relato más famoso “¿Dónde estás yendo, de dónde vienes?”) es la gran musa de Oates.

Broke Heart Blues es sobre la maquinaria de la fama, local y de otro tipo. Especialmente la máquina fabricante de fama que es la escuela secundaria estadounidense. (Toda estrella necesita una audiencia atrapada e inclinada hacia la intoxicación). Dentro de ese escenario, se despliega la historia de un adolescente llamado John Reddy Heart, quien de niño se muda a “Willowsville”, un suburbio de la próspera ciudad de Buffalo en el estado de Nueva York, con su hermana, su hermano, su abuelo y su madre, Dahlia, una trabajadora del Black Jack de Las Vegas que ha heredado de alguna forma (¿los vecinos se atreven a preguntar cómo?) la mansión de un coronel viudo que se volvió un apostador patológico. Es la década de 1960 (en Willowsville, una continuación de los años cincuenta), y los Heart llegan a esta ciudad de estampado escocés, con tiendas tradicionales como Pendleton y Jonhathan Logan, como personajes de una película de David Lynch: figuras de glamour demente, desadaptación y sexo. Con el pelo platinado siguiendo a Lana Turner, Dahlia Heart (apodada la “blanca Dahlia”) solo se viste de blanco, usa anteojos de sol incluso al atardecer y es objeto de especulaciones y rumores procaces. En menos de tres años, logra crear un escándalo estilo Lana Turner: su hijo es arrestado y juzgado por el asesinato de un prominente hombre de negocios local, un bruto llamado Melvin Riggs, que era el amante (casado) de Dahlia. La defensa de los hijos de Dahlia es que su hermano estaba protegiendo a su madre de los puños asesinos de Rigg.

En este punto, o quizás antes, el apuesto John Reddy Heart se transforma en un héroe pop de secundaria y en una mascota psicosexual. Se habla de él en los medios a nivel local y nacional, y una banda de rock de nombre Made in USA graba un hit llamado “La balada de John Reddy Heart”, que afianza y mercantiliza su poder de seducción. (Oates utiliza fragmentos de esta “canción” para los epígrafes de sus capítulos). Por un breve lapso, John Reddy escapa de la justicia y es arrestado en “Nazarene”, Nueva York. Se reza por él, se escribe sobre él y es mitificado y comercializado. Cuando es absuelto por un jurado de gente muy distinta a él (no es solo un marginado sino también un menor tratado como un adulto), termina la secundaria mientras vive sobre un restaurante chino en el centro. Es amable y sexy; además, parece, puede hacer que los cojos caminen (una compañera se cura de esclerosis múltiple poco después de un dulce encuentro con él).

Los chicos de la escuela secundaria, enfermos por la devoción al ídolo, hablan de que él los ignora, de su aroma único, de su mística idiosincrática, así como de su Mercury lleno de manchas de óxido. Las chicas de Willowsville gimen y pierden la virginidad en su nombre. Al conseguir una lata de Coca-Cola en la basura usada por él, al rescatarla “del olvido”, se sienten extasiadas y se hiperventilan: “¡Su boca! ¡Su boca real!... La boca real de John Reddy Heart tocó esto”. En el desarrollo de la novela, es incierto si las fantasías eróticas de estas chicas de hacer el amor en grupo con él se hacen o no realidad. Pero en la narración surrealista e ingeniosamente recalentada de Oates, la fantasía de estos estudiantes de escuela secundaria es una realidad independiente de los hechos. La narración está demasiado ocupada para discusiones mezquinas.

Efectivamente, la estrategia narrativa es lo que hace de Broke Heart Blues un libro maravilloso y fuera de lo común. Mientras que la breve sección del medio es una suerte de interludio convencionalmente construido desde el punto de vista de John Reddy Heart adulto (ahora un “Señor reparaciones” para viudas sexys o ricas que necesitan arreglos en sus hogares), las secciones principales, que empiezan y terminan el libro, están escritas en una especie de primera persona coral: soliloquios múltiples que se superponen y periódicamente se funden dando lugar a una primera persona plural que es la más predominante. Se trata de una narración social, incluso si esta sociedad es solamente (¡solamente!) una escuela secundaria. (Después de la escuela secundaria, en Estados Unidos todo es póstumo). La narración es también profundamente musical, rítmica y alucinatoria en sus efectos: ¿qué novela sobre la escuela secundaria no lo sería?

Sin embargo, es difícil pensar que exista alguna novela similar a Broke Heart Blues. El editor de Oates afirma que está escrita en la “misma tradición” de Qué fue de los Mulvaney de la misma Oates, pero la narración de esta es más controlada, está escrita, de forma más segura y convencional, en primera persona. En los tiempos de la Reina de Persia de Joan Chase viene a la mente, pues está narrada en la primera persona del plural. Aunque la narración de Oates es muy diferente. En su circularidad (su movimiento tambaleante y su fusión de voces que vuelven a relatar la misma historia), se asemeja a una ronda. En su voz elaborada voz comunitaria, se asemeja a un coro, aunque es superior a un coro griego.

Francamente, es completamente mentira que John Reddy haya jamás pronunciado las palabras Ese será el día de mi muerte. Cualquiera que conociera a John sabía que era un individuo de pocas palabras, y nunca decía nada sofisticado. Cuando el resto de nosotros parloteaba y bobeaba continuamente como monos en una casa de monos, John Reedy tenía dignidad.

Aquí, el coro no entra y hace un comentario sobre la acción o aconseja al protagonista. El coro es la acción, es la única voz que cuenta, y se derrama hacia delante como un líquido (aquí están ausentes los párrafos prolijos y sólidos de los ensayos y la ficción más convencional de Oates), incluso si muta, incluso cuando repite y reexamina la misma información con una suerte de efecto extático y combinatorio. Por su tono y su suspenso, el coro es urgente y vibrante como el dramático final de Carmina Burana, pero con un poco de música pop de los cincuenta que añade sabiduría callejera y vigor.

Es una técnica que conjura y luego consume a su héroe, John Reddy Heart, lo rodea y lo exalta, y al mismo tiempo vuelve imposible cualquier retrato real de él. Ese es su punto. Ciertas formas oscuras de adoración. Un aparato de creación de fama local de escuela secundaria es, finalmente, temido y rechazado. (La celebridad inventada, alimentada por la energía erótica al mismo tiempo que la energía religiosa, según la describe Oates, no es por completo una histeria benigna). Este aparato devora lo humano en pos de un dios fantasmal; el coro de la comunidad de Oates prefiere una creación de su propia y grandiosa mente coral a cualquier cosa real. John Reddy Heart es acogido por la ciudad y por los medios: pero acogido como una idea oscura, un objeto mágico, un juguete poderoso, y de esa forma, finalmente, es también dejado de lado. La narración de Oates imita la foto que un compañero de clase intenta tomar de John Reddy Heart conduciendo por la ciudad: un “movimiento borroso por una ruta conocida… como el fondo en una foto en la que el primer plano, el tema, está ausente”.

El “tema” también está ausente, porque a pesar de toda su estridencia y diversión –una miríada de fragmentos sobre personas que no pueden dejar atrás a John Reddy Heart–, Broke Heart Blues es una historia sobre la segregación económica y las clases sociales en Estados Unidos. Esto se vuelve más explícito en la sección final del libro, donde no hay capítulos: los compañeros de la clase de la escuela secundaria de Willowsville a la que iba John Reddy Heart se reúnen para realizar un inventario de los logros de cada uno y volver a entrar en contacto con el adolescente que llevan dentro:

Fue un tiempo delirante. Fue un tiempo profundo. Un tiempo para celebrar y pensar: “Es como si en lo profundo de mi corazón todos ustedes fueran yo”. Un tiempo para la risa y la gratitud. Un tiempo divertido… pero también trágico. Un tiempo que ninguno de nosotros olvidará.

E históricamente, algo que sucede una sola vez en la vida: nuestra trigésima reunión de la clase de la secundaria de Willowsville.

–¿Quién crees que faltará este año?

–¿Quién faltará o quién estará muerto?

–Muerto y faltar son lo mismo.

Así comienza Oates pícaramente, con un tono de burla dickensiano, el recuento de “un récord de ochenta y siete de nosotros de una clase en la que se graduaron ciento treinta y cuatro”, que convergen “el primer fin de semana de julio en el pueblo de Willowsville. Llegamos por avión, en auto, casi a pie”. Quizás el estilo de la prosa la incitó a recordar los propósitos de Dickens como un retratista de la clase social, pero aquí los impulsos satíricos de Oates ya no son amables. Clase es una especie de juego de palabra, aunque reunión no lo sea. Y lo que Oates nos entrega es una espantosa colección de niños pudientes que crecieron para ocupar su lugar en el orden establecido. Los pájaros que volaron de vuelta hacia sus mimosos nidos son “triunfadores de alto perfil”: un magnate del software, un renombrado criminólogo y asesor del fiscal general, una estrella de cine, el presidente de una universidad, un famoso escritor, un poeta exitoso, un humorista gráfico para el Washington Post, etcétera.

Las chicas en su gran mayoría han regresado como “valientes y sonrientes mujeres rubias con piernas fibrosas por el golf y antebrazos fláccidos, cuellos que en unos años más necesitarán habilidosos arreglos de bufandas”. Los chicos regresan, quizás, con “cabezas como bulbos sonrojados y lisos, ojos de ostra, abrigos sport color guinda y suéteres blancos de red”. Son “rostros como almas perdidas que son tu propia alma… ¿sabes?”. Oates se divierte con todos ellos, especialmente con el poeta Richard Eickhorn, autor del poema “Felicidad: una elegía” (“Aplaudimos a Ritchie, estábamos orgullosos de Ritchie… ¡Estados Unidos necesita poetas!”) y la novelista Evangeline Fesnacht, autora de Crónicas de la muerte y ganadora de un premio nacional de literatura, cada uno de sus libros encuadernados “en rústica, por Dios”.

 

En la fiesta también se busca la distinción y se entregan premios (el cabello y la figura mejor conservados); el premio más controvertido es para “el individuo que hizo el uso más astuto de la ley de bancarrota desde la última reunión”. Solo una persona se queja por no haber sido invitada al asado del cerdo: “Es exactamente lo que los forasteros solían decir de Willowsville: ¡es una comunidad cerrada y privada! ¡Una comunidad de privilegios!”. El resto se involucra en un catálogo incesante de logros, hablando de forma vaga y despiadada sobre las difíciles vidas de los menos afortunados. La copresidente de la reunión dice, hablando con la misma voz que en su juventud: “Soy copresidente de este fin de semana y no voy a dejar que nada lo arruine. ¡Es nuestra vez número treinta, amigos!”.

Los festejos hacen que un deck de secuoya roja colapse, poco después de la medianoche y, por un breve lapso, se esperan verdaderos daños. Pero lo más probable es que solo haya un divorcio.

Mack Pifer se consideraba hacía mucho tiempo un “jugador duro” en el competitivo mundo de las aseguradoras médicas de alto riesgo, y él y Millie habían soportado las adolescencias extendidas de tres niños típicamente estadounidenses, pero sus nervios estuvieron cerca de rompérsele en esta fiesta.

–Incluso si el deck no hubiera colapsado, era muy probable que los Pifer se separaran pronto. La forma en que Millie bailaba con algunos de los tipos… en la secundaria nunca se había comportado así. No era solamente que hubiera estado bebiendo, nuestra Millie era sexy.

A las cuatro de la mañana, llega el pedido de media docena de pizzas. Lo entrega “un chico de ojos negros y grandes con una camiseta de Cornell que pasó entre nosotros con una precaución cómica, como Odiseo descendiendo al país de los muertos”.

¿John Reddy Heart fue a la reunión? La novela se niega a decirlo con exactitud. Lo que el lector sí sabe es que él está presente porque ha sido invocado espiritualmente: todo Willowsville ha salido a cenar en su memoria, lo ha transformado en alguna forma de pornografía, incluso los distinguidos escritores: quizás especialmente los distinguidos escritores. Sus compañeros han hecho peregrinajes a sus antiguas casas y lugares favoritos, incluso a los lugares donde estacionaba su auto. Se han permitido estremecimientos grupales y suspiros de pena. Pero aunque efectivamente ha vuelto, nadie logra reconocerlo (ah, alegoría) y se va. Más tarde, se escucha el sonido de un golpe en la puerta sin contestar, el rugido de una motocicleta, y solo entonces algunos gritos desesperados de mujer. De forma más prosaica, hay un hombre de edad mediana con un traje de baño rojo sentado al borde de una piscina. Nadie puede identificarlo y no le cae bien a nadie.

En su catálogo de la parafernalia cultural, Broke Heart Blues tiene un toque de John Updike (el Updike de la saga de los conejos), y de hecho, Oates le ha dedicado a él este libro. Con su fantasía infernal y sus tonos contradictorios, tiene también un toque de Bertolt Brecht. Por cierto, hay bastante de Brecht en el llamado final de la novela a las personas que no vinieron a la reunión (chicos sin importancia, chicos invisibles, chicos más difíciles con vidas más difíciles), y el teatral grito final de “los extrañamos, pensamos en ustedes, queremos verlos otra vez, los amamos” es conmovedor por su bulliciosa insinceridad típicamente estadounidense. El cierre es Oates en llamas y es posible que al terminar este libro complejamente ingenioso y desesperante, uno recuerde las más entrañables letras de Anderson y Kurt Weill que reflexionan sobre el abandono del hombre por parte de Dios: “Y estamos perdidos aquí en las estrellas…”. Joyce Carol Oates ha establecido el cosmos en Buffalo y le ha escrito su himno escolar.

(1999)

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