A ver qué se puede hacer

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DÍA DE LAS ELECCIONES DE 1992: VOTANTES EN EL PAÍS DE LAS MARAVILLAS

¿Es demasiado tarde para notar que los tres candidatos son zurdos? Este hecho dejó, para decirlo de alguna forma, una impresión inquietante. No debido a los diversos prejuicios arcaicos contra los zurdos: que son siniestros, como la palabra italiana (sinistra), o torpes, como la francesa (gauche), o que tienen un cerebro organizado en el misterio y la improvisación.

No, fue inquietante, sobre todo, porque al observar a los candidatos daba la impresión de estar viendo un reflejo, como si todo estuviera teniendo lugar del otro lado de un espejo. Y ese aire a Lewis Carroll era enervante, en particular por la gente involucrada.

Supongo que lo que quiero decir es que el pueblo estadounidense (una frase que espero no volver a escuchar nunca más, pero la dije, y sin ese típico acento sureño que arrastra las palabras, el gangoseo texano o la mofa de Camp David). El pueblo estadounidense, tan veleidoso e indiferente. ¿Qué quiere? Mientras lo observé ser cortejado todos estos meses, se me ocurrió que los candidatos eran realmente pretendientes, que tenían estilos de cortejo: actitudes y trucos.

Intentaban conseguir una cita –el 3 de noviembre– con el pueblo estadounidense. Bill Clinton era el hombre salido de un aguafuerte, el tipo de mirada entrañable pero universitaria, la boca enroscada, tanto calor en la cara y tanta agitación impaciente dentro del traje, que parecía que la ropa iba a salírsele volando. En su casa había discos de jazz y obras de arte. “Es el momento de un cambio”, dijo, y miró a su alrededor.

Ross Perot vino directo a la puerta y tocó el timbre. “Estoy loco por ti. No tengo nada más para decirte”. El pueblo estadounidense notó el adjetivo, pero estaba encantado. Cuando Perot se fue de la ciudad para asistir a la boda de un pariente, el pueblo estadounidense se sonó la nariz y empezó a ver a otros hombres. Cuando dos meses más tarde apareció nuevamente en la oficina del pueblo estadounidense, este llamó al 911. (Por supuesto, marcó mal y lo conectaron con el 411: información, comerciales informativos).

George Bush prometió seguridad: “No beberé y conduciré, no como ya saben quién”. Pero el baúl de su auto estaba cerrado con llave: ¿drogas panameñas?, ¿recibos de depósitos de bancos iraquíes?, ¿ejemplares de Hamlet?, ¿de Ricardo II?

Fue doloroso verlos en Richmond negociar sobre las banquetas que ocuparían. Los asientos informales de este segundo debate imitaban los de un talk show diurno –como los de Oprah Winfrey y Phil Donahue–, y esta puesta en escena parecía serle particularmente incómoda al presidente Bush, el soltero número uno.

El haber robado ese formato vulgar para un debate era casi como una decapitación, y Bush parecía saberlo. Llegó anestesiado. Tenía demasiado orgullo como para coquetear. Tiró la toalla y saludó a su esposa en el público. ¡Hola, cariño! Seguía intentando descubrir cómo había hecho Ronald Reagan para zafar sin hacer nada salvo estar sentado ahí; cuando él, Bush, quiso hacer lo mismo, lo descubrieron. ¡Es muy injusto! ¡Hola, cariño!

Clinton permaneció a horcajadas de su propia banqueta pero luego se levantó como un cantante de baladas cuando fue su turno, micrófono en mano, brindándose a cada una de las personas que hicieron preguntas al estilo de Garland o Piaf. Mezcla entre trago de cóctel dulce y bloc tamaño oficio, habló del deseo y su difícil matemática.

Perot, mientras tanto, usó su banqueta como un zapato de elevación y parecía divertirse con su nueva estatura. Logró armar un chiste recurrente con el presidente. Se divirtió. Diablos, mira lo que estaba haciendo: ¡se estaba candidateando para presidente!

Pero todo esto tenía lugar del otro lado del espejo. En algún otro mundo. El mundo de Lewis Carroll. ¿O no?

¿Es este, el más largo y espantoso de los cortejos –la adulación televisada, los malos dulces, el estilo de cabello cambiante–, el futuro de las campañas presidenciales? Me recuerda el comentario que hizo una vez una transexual que antes había sido travesti: “Cuando era travesti, vestirme de esta forma era divertido. Pero ahora que soy mujer es realmente tedioso”.

En el mundo de Lewis Carroll, lo extraño y lo vano son leyes de la física: las sonrisas cuelgan del aire. Las tortas dicen CÓMEME, escrito hermosamente con grosellas. Las tortugas cantan sobre su propia sopa. Pero luego de la elección, quien sea presidente tendrá que pasar por la densa niebla plateada del espejo, hacia nuestro lado, el lado del pueblo estadounidense, el lado real de la sala.

(1992)

SHADOW PLAY, DE CHARLES BAXTER

A veces, cuando los cuentistas se ponen a escribir novelas se vuelven desenfadados. Inspiran profundo y dejan de lado la vergüenza: algo parecido a lo que les pasa a los tímidos con el vino. Donald Barthelme se vuelve mítico y paródico, Alice Munro, una audaz costurera (que hilvana cuentos para hacer novelas). Andre Dubus nos pide que reconsideremos la nouvelle (como una forma equivalente). Quizás Grace Paley haya mostrado la mayor bravata de todas: simplemente no molestarse.

Charles Baxter, cuyas tres brillantes colecciones de relatos (Harmony of the World, A Relative Stranger y Viaje de invierno) lo ubican en el mismo nivel que los escritores antes mencionados, construyó su primera novela como una cronología inversa. Primera luz (1987), la detallada y conmovedora historia de un hermano y una hermana de Five Oaks, Michigan, es un intrincado deshacer, una progresión narrativa en reversa hacia el momento en que el muchacho, Hugh, toca por primera vez la mano de su hermana bebé. Es una estrategia que tiene dos fines: que Baxter se apropie del género y que demuestre lo indisoluble de los vínculos entre hermanos. En su segunda novela, Shadow Play, Baxter regresa a Five Oaks –una ciudad de mentiras “orgullosas”– y al tema de los hermanos y lo indisoluble.

Quizás porque ya ha estado antes allí, esta vez Baxter está más seguro. En Shadow Play, la novela ya no es una forma que hay que tomar y rehacer, sino un lugar amplio en el cual moverse libremente. Baxter está más suelto, es menos severo. La narración no ha sido domesticada; Baxter la consiente, le desordena afectuosamente el cabello, la deja ir a donde sea. Paradójicamente, el resultado es una novela construida de forma más convencional y, al mismo tiempo, un libro sorprendente y lleno de suspenso.

Shadow Play es en primer lugar la historia de Wyatt Palmer, un chico intensamente brillante y artístico que crece y se encuentra encerrado en la más pedestre de las existencias: de día es un burócrata municipal aburrido, de noche, un cansado esposo, padre y jefe de hogar. Cuando una compañía química llamada WaldChem se instala en la ciudad y presiona al gobierno (por el bien de la economía local, obviamente) para que ignore las violaciones de las leyes de salubridad, Wyatt es arrojado repentina y precariamente al centro de un drama en relación con el comportamiento ético en tiempos “poséticos”.

En el marco de una economía en contracción, hay demasiados ciudadanos en Five Oaks que desean hacer un pacto con el diablo: salud a cambio de dinero; vidas a cambio de puestos de trabajo. Como funcionario municipal, a Wyatt le gustaría “notificar al Estado que las normas y regulaciones de gestión de residuos in situ y las restricciones habilitantes están siendo violadas”.

Pero el director de WaldChem es un amigo de la escuela secundaria; Wyatt juega al golf con él; le ha dado a Cyril, su rebelde hermano adoptivo, un trabajo en la planta. Y como le dice el intendente: “Los tiempos están en tu contra”. Al permanecer callado, ser amable y ayudar a los que lo rodean, Wyatt hace un pacto nefasto: consigo mismo y con el mundo. Ha dejado de ser el cuidador de su problemático hermano adoptivo; ahora es un miembro más de la audiencia. Como escribió Baxter en Primera luz: “Nadie sabe cómo hacer eso en este país, cómo ser hermano”.

De manera similar al relato “La lotería” de Shirley Jackson, en Shadow Play Baxter toma los grandes temas del bien y el mal y los pactos primitivos y los sitúa en los términos de lo municipal y los rituales locales. Está interesado en esos rincones oscuros de la civilización donde la barbarie logra enclavarse y progresar. El Estados Unidos del que habla este libro se ha convertido en una especie de infierno. “Las casas emitían una luz sucia, la luz de ‘no lamento nada’, la luz de ‘escúchame’. De esa forma no se necesitaba el fuego eterno”.

Shadow Play es también un examen de cómo los valores del Medio Oeste, como la amabilidad, la pasividad y la voluntad de ayudar y adaptarse, pueden contribuir con la pudrición y la muerte de una comunidad. Cuando su hermano adoptivo desarrolla un cáncer de pulmón y deja su trabajo de custodio en la planta, Wyatt permanece impasible. “No tenían que hacer WaldChem tan peligrosa esos bastardos”, despotrica Cyril, agonizante. “Podrían haberla hecho más segura”.

“Fuiste fumador”, responde Wyatt en voz baja. “Fumaste cigarrillos durante toda tu vida”. Es una respuesta tan malvada en su neutralidad que más tarde “estaba parado en su propio living, reprimiendo el impulso de gritar”. “El veredicto sobre él, ahora lo sabía, es que era servicial y negligente, un accesorio”. Cuando Wyatt acepta ayudar a Cyril a suicidarse (aquí pensamos en otro oriundo de Michigan, el doctor Jack Kevorkian),4 no solamente ha representado la metáfora central del libro sino que se ha arriesgado a sufrir un ataque de nervios; un ataque repleto de tatuajes, adulterio, un incendio intencional y ¡una mudanza a Brooklyn!

 

Esto último no es un estímulo menor: en el paradigma geográfico del libro de Baxter, la ciudad de Nueva York es el Edén y el anti-Edén. Aquí la fruta del árbol del conocimiento no se está pudriendo en la entrada para el auto de cada casa; las casas no tienen entrada para el auto; los árboles fueron cortados hace años. Desde entonces, las buenas luchas fueron peleadas y perdidas, y aquí, si bien no se la puede llamar paz, se puede vivir en algo cercano a la calma que sigue al desastre. Wyatt conocía de memoria el mapa del subterráneo de Nueva York, y cuando era joven fue artista, un pintor de retratos. Ahora, con su familia en Nueva York, puede retomar donde dejó antes de que el interior y el centro del país lo interrumpieran de forma tan grosera. Puede intentar algo atípico del Medio Oeste, algo como una coda, una secuela crepuscular; en tiempos no ecológicos, una ecología de la esperanza y la pérdida.

Una de las grandes fortalezas de Charles Baxter como escritor siempre ha sido su capacidad para captar las vidas interiores encalladas de los excéntricos reprimidos del Medio Oeste. Y aquí, en su segunda novela, aprieta el acelerador. Del personaje de la madre de Wyatt se dice que está loca, pero (ya sea que responda al talento de Baxter o debería ser causa de preocupación para esta lectora) los pasajes que le dan voz a su locura son lúcidos, agradables, empáticos: “Ella sabía que los pájaros a veces estaban de acuerdo y otras no con sus nombres, pero mantuvo esa información para sí misma”. “Los ángeles”, piensa, “eran tan vanos, tan bonitos. Llevaban aros de coral y sombreros angustiosamente desarmados”. Cuando Wyatt lleva a su madre a Nueva York, y esta encuentra simpática la vida de una vagabunda, Baxter trata este hecho con una cierta dignidad alentadora, antes que con un sombrío desdén.

También le da un lugar importante en el libro a la voz y el punto de vista de Ellen, la brillante e ingeniosa tía de Wyatt, que funciona como una sabia observadora del mundo de la novela. La tía Ellen no cree en un Dios benevolente sino en un Dios lleno de pura curiosidad; es más, cree que ella está escribiendo la Biblia de ese Dios. “No hay nada de amor viniendo a nosotros desde ese reino”, dice sobre la deidad más tradicional. “Nada en absoluto. Bien puedes rezarle también a un poste de luz”.

La tía Ellen, más que Wyatt, es el centro moral del libro: la suya es la más cáustica de las soledades aquí elaboradas y registradas. Para la ficción contemporánea, no debería ser notable en sí mismo el hecho de que Baxter pueda atravesar el género y ofrecer una interpretación tan profunda y auténtica de las voces y los pensamientos de una mujer, y sin embargo lo es.

Porque su trabajo no se ofrece de formas estridentes para el consumo popular o el juego intelectual (los teóricos y críticos no han podido descender sobre él en masa con sus tenedores y tijeras), Baxter ha adquirido la reputación de ser esa cosa tan rara y placentera: un escritor de escritores. Ininterrumpidamente, ha utilizado un lenguaje bello y preciso para entrar en los lugares ordinarios y secretos de la gente: sus dilemas emocionales y morales, sus típicas circunstancias estadounidenses, sus inteligencias en llamas, sus negociaciones con lo bloqueado, lo violento, lo atrofiado, lo decente o milagroso en sus vidas. Al escribir sobre personas comunes, su autoridad narrativa deriva de haber imaginado más y con más profundidad que nosotros, y eso hace que su presencia narrativa sea necesaria e importante. Shadow Play es una novela grande, emocionante, llena de vida e historias: algo que va mucho más allá de las vacaciones que un escritor ansioso desea tomarse de las formas breves.

(1993)

4 Jacob Kevorkian fue un médico, político, músico y activista estadounidense que aplicó la eutanasia a 130 pacientes. En 1999 fue sentenciado por homicidio e indultado por razones de salud en 2007. [N. de la T.]

LA NOVIA LADRONA, DE MARGARET ATWOOD

Margaret Atwood siempre ha tenido una propensión hacia lo tribal: en sus trabajos de ficción y de no ficción ha descrito y transcripto las ceremonias y experiencias asociadas con ser mujer, o canadiense, o escritora… o las tres cosas. Y como sucede con muchos practicantes de la política de la identidad, literaria o de otra clase, mientras que un lado de su pancarta exclama desafiante “¡Nosotros somos!”, el otro lado, igual de desafiante, advierte: “No nos agrupes”. En La novia ladrona, Atwood ha reunido (no agrupado) a cuatro personajes femeninos muy diferentes.

Probablemente el tema de las mujeres sea el que ha dominado de forma más completa las novelas de Atwood (aunque donde dice “mujeres”, podemos también leer “una variedad de personas en general”). Que las mujeres son individuos, difíciles de encasillar, una hermandad heterogénea e incómoda; que el feminismo es con frecuencia un trabajo penoso y esforzado, saboteado tanto desde adentro como desde afuera; que en la guerra entre los sexos hay colaboradores tanto como enemigos, espías, refugiados, espectadores y objetores de consciencia: todo esto ha sido brillantemente dramatizado en el trabajo de Atwood.

Las crueles juventudes de las chicas de Toronto descritas en sus novelas Doña Oráculo y Ojo de gato, repletas de madres insensibles y muchachas sádicas, son, a su modo, distopías feministas similares a la América del Norte totalitaria de su trabajo más conocido, la novela futurista El cuento de la criada. Para recuperar la humanidad de su representación cultural, parece sugerir la escritura de Atwood, las mujeres deben observar a las mujeres de forma discreta y no sentimental. Con demasiada frecuencia, los hombres están en el poder, o en el amor, o en la oscuridad, o en la casa del perro, o en la niebla. Entonces Atwood, atenta, mira. Y las mujeres que ve están deformadas por su propia simpatía o entregadas a las travesuras, la ensoñación o el descuido. En una sociedad sexista improvisan una vida de forma sumisa pero creativa. O si no, se lanzan para arrebatar. Algunas se esfuerzan. Algunas gritan. Algunas se esconden, algunas marchan, algunas beben, algunas dicen mentiras piadosas. Algunas muerden el polvo, la bala, la mano que les da de comer. Algunas mandan en el gallinero. Algunas cuentan sus pollos antes de que rompan el cascarón. ¡Dios, qué colorido tapiz de mujeres ha hilado el mundo!

Que esto sea algo novedoso en cualquier sentido nos habla de la subestimación y el pensamiento cerrado de ese mundo. En una reciente introducción a la antología Women Writers at Work publicada por Paris Review, Atwood señaló que los editores eligieron reunir a quince escritoras diversas, “por sobre lo que en algunos casos sería, sin duda, sus cadáveres”. Más adelante escribe: “A los editores les preguntaron: ‘¿Por qué no una reunión de escritoras?’. Bueno, por qué no: eso no es exactamente lo mismo que por qué”.

En La novia ladrona conocemos a tres amigas de la universidad –Tony, Charis y Roz– y su némesis común y compañera de clase, la hermosa y malvada Zenia. En esta novela los hombres aparecen solo en el margen. En este juego, son la apuesta, las fichas, pero no los jugadores, ni siquiera las cartas. Los hombres son marginales, simbólicos. Como textos son malos, menores, obvios, predecibles. Es en las mujeres que la señora Atwood está interesada. Quiere un desafío. Quiere divertirse. Como en las historias de hadas que piden las hijas de Roz, quiere mujeres en todas partes.

“¿A quién quieres que mate [la novia ladrona]?”, pregunta Tony, la narradora del cuento que es una narración revisada de los hermanos Grimm. “¿Víctimas mujeres o víctimas hombres? ¿O quizás una mezcla?”.

Las chicas “se mantienen fieles a sus principios, no se echan atrás. Eligen mujeres para todos los papeles”.

Tony es Antoinette Fremont, historiadora de la guerra y profesora en una universidad de Toronto. Investiga y enseña la historia de la guerra mientras la Operación Tormenta del Desierto avanza en el exterior. En su oficina, usando granos de pimienta, lentejas y piezas del juego Monopoly para los diferentes ejércitos, arma dioramas de antiguas batallas francesas. Se siente más feliz “en compañía de personas que murieron hace mucho tiempo”. Su amiga Charis le dice que ese interés en la guerra es “negativo” y “cancerígeno”. Una de sus colegas de la universidad le dice que al no hacer hincapié en la historia social Tony está “decepcionando a las mujeres”. El Departamento de Historia, piensa Tony, es “como una corte del Renacimiento: rumores, bandos, traiciones mezquinas, resentimientos y broncas”.

La “fortificación” de Tony es su casa, donde vive y estudia, sin hijos salvo por West, su esposo. Para Tony “la guerra está acá. No se irá pronto… Lo personal no es político, piensa Tony: lo personal es militar. La guerra es lo que sucede cuando el lenguaje falla”. Además, las guerras tienen su lado positivo: mientras tienen lugar, caen los índices de suicidio.

El punto de vista de Tony empieza y termina la novela. Al darle un lugar estratégico a su personaje, Atwood anuncia y refuerza sus temas y metáforas: que las víctimas vienen en todas las formas; que no es posible ser más listo que el mal; que combatir el fuego con fuego puede tener, para los observadores, su atractivo artístico e intelectual.

Atwood trenza los puntos de vista de otros dos personajes en la narración. Uno pertenece a Charis, que está medio destruida pero es vidente. Charis es una mujer de la tierra New Age que en la década de 1960 “atravesó, a la deriva, sus años universitarios como si caminara por un aeropuerto”. Charis cree en los ejercicios de respiración y los tés y los jugos. Cree que uno puede negarse a participar de ciertas emociones.

–Me gustan las hamburguesas pero no las como –dice.

–Las hamburguesas no son una emoción –dice Roz.

–Sí, lo son –dice Charis.

El otro punto de vista es el de Roz, la editora fundadora de Wise Women World, una exitosa revista femenina que no ha perdido su consciencia social por completo. Roz se asegura de que la revista, aunque sea con poca energía, done generosamente a caridades: “Corazones, Pulmones e Hígados, Ojos, Oídos y Riñones”.

Roz, nos dice Atwood, “tiene su propia lista. Sigue trabajando con mujeres golpeadas, con víctimas de violación, sigue con las madres sin techo. ¿Cuánta compasión es suficiente? Ella nunca lo supo y hay que trazar el límite en alguna parte, pero todavía sigue con las abuelas abandonadas. Aunque ya no va a las cenas de gala”.

Escandalosa e irreverente, durante su matrimonio, Roz fue también indulgente, vigilante y sabia. Inspeccionaba a su esposo mujeriego “en busca de manchas de óxido, como se hace con un auto”. Tenía la esperanza de que si empezaba a quedarse calvo “no hiciera que le trasplantaran la axila a la parte superior de la cabeza”. Roz ve los problemas de su vida principalmente como problemas narrativos. Juntos, ella y su terapeuta intentan “averiguar en qué historia se encuentra inmersa”. Si lo logran, pueden volver a recorrer sus pasos y cambiar el final”. Aunque quizás las historias de hadas estén bien, piensa: “No importa lo que hagas, siempre alguien se enoja”.

Además de haber estudiado juntas, estas tres chicas tienen una cosa en común: han perdido hombres, espíritu, dinero y tiempo con su antigua conocida de la universidad, Zenia. En diferentes momentos y con diversos disfraces emocionales, Zenia ha logrado entrar en sus vidas y prácticamente demolerlas. Hermosa y encantadora, Zenia es de una misoginia grotesca: seductora incansable, brutal, patológicamente deshonesta. Su pasado es ficticio y poco claro: de forma alternada se hace pasar por la hija huérfana de rusos blancos, gitanos rumanos o judíos berlineses. A veces, está en bancarrota. A veces, está muriendo de cáncer. A veces, es una periodista que investiga y otras veces una espía independiente, parte de una operación de espionaje internacional. Para Tony, que casi perdió a su esposo y puso en riesgo su carrera académica, Zenia es un “comando enemigo acechante”. Para Roz, que sí perdió a su marido y casi pierde su revista, Zenia es “una perra fría y traicionera”. Para Charis, que perdió a un novio, litros de jugo de vegetales y algunos pollos que tenía de mascotas, es una especie de zombi, quizás “desalmada”: “Tiene que haber gente así dando vueltas, porque hoy hay más humanos vivos sobre la Tierra de los que vivieron en su totalidad desde que empezó la humanidad, y si las almas se reciclan, entonces debe haber gente viva en la actualidad que no recibió ninguna, algo así como el juego de las sillas”.

 

Sin embargo, curiosamente, a pesar de toda su maldad inescrutable, Zenia es lo que hace avanzar este libro: es imposible, fantásticamente, mala. Es puro teatro, pura trama. Es Ricardo III con implantes de senos. Es Yago con minifalda. Manipula y explota todas las vanidades y cicatrices de infancia de sus amigas (heridas dejadas por madres negligentes, un tío abusivo, padres ausentes); Zenia se mete en la intimidad de las personas y en sus vidas cómodas, y luego empieza a blandir una piqueta. Moviliza todo el taimado arte para seducir que ya fue capaz de utilizar con los hombres y lo dirige también hacia las mujeres. Zenia es una enfermedad autoinmune. Es viral, mutante, oportunista (la narración la analiza en relación al SIDA, la salmonela y las verrugas). Es una “come-hombres” desbocada. Roz piensa: “Las mujeres no quieren que todos los hombres sean devorados por las come-hombres: quieren que queden algunos así ellas también pueden comer un poco”.

Sin embargo, todo lo que pasa, pasa gracias a Zenia, entonces el lector se interesa y espera a ver qué hará. (Cuando parece haber muerto, Zenia, como una especie de Rasputín, revive. ¿Qué más?). El hecho de que nunca la descifremos o entendamos la extremidad misteriosa, caricaturesca, de su patología o, al menos, por un minuto, comprendamos su punto de vista, es decepcionante. Pues, como Yago o Ricardo III, no es una idiota. Y rodeada de tetas y bobos, o incluso de urbanidad rutinaria, puede darse un banquete digno de un tiburón. Pero Zenia nunca tiene su propia aria o soliloquio, no realmente; permanece desconocida, sin resolver.

Quizás Atwood tenía la intención de que Zenia, al final, fuera un símbolo de todo lo que es inexplicablemente malvado: la guerra, la enfermedad, las catástrofes globales. Zenia no tiene voz propia: es solamente una reelaboración loca de las voces de todos los demás. Pero una historia que de otra forma podría ser fantástica, sufre a causa de esta particular incertidumbre; una historia que solo se resuelve en una suerte de revoltijo narrativo. En su ritmo y puesta en escena la conclusión de Atwood es torpe, errática, descabellada… aunque, por cierto, también entretenida. Los finales de sus novelas siempre parecieron dejarla perpleja y derrotada, y en La novia ladrona, se rinde conscientemente: “Todo final es arbitrario”, escribe de forma un poco débil, “porque el final es donde escribes FIN”.

De todas maneras, La novia ladrona es tan inteligente como todo lo que Atwood ha escrito, y ella es siempre inteligente. (En el cuento de los Hermanos Grimm “La novia del bandolero”, la aguda heroína se salva al narrar un sueño, una historia, una ficción que contiene la verdad). En La novia ladrona, Atwood evitó las listas etimológicas de detalles recolectados que fueron centrales en su última novela, Ojo de gato, pero conserva su don para la observación poética de las pequeñas especificidades de las vidas físicas y emocionales de sus personajes. Un traje de cuero negro hace que Tony “luzca como un puesto de sombreros italianos”. Las luces de neón de Toronto “emiten un brillo, como un parque de diversiones o algo incendiándose de forma segura”.

Es más, la novela abre con la que quizás sea la imagen más elocuente y prototípica de una mujer a finales del siglo XX (¡a pesar de la gran variedad que existe!): una trabajadora (Tony), temprano por la mañana, en pantuflas y con camisón, corre frenéticamente tras un camión de la basura con una bolsa de plástico en la mano, porque su esposo (ineficiente y luego arrepentido), “tiene que sacar la basura, pero se olvida”.

(1993)