La cronología del agua

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Zombi

Parte de mi vida en Lubbock transcurría como si fuera un zombi. No de esos que comen carne. Qué asco, no soy caníbal. No, me refiero a uno muy funcional, como mucha de la gente que nos rodea, ¿no? Estamos… en todas… partes…

En el país de los zombis, una noche conocí a un doctor en Medicina en un club que esnifaba heroína como para matar a un elefante. La matrícula de su coche decía: «dr sta aki». Conocí a un policía con dolor de espalda crónico por una herida de bala que se la fumaba en pequeños cigarritos marrones liados por él mismo. Conocí a un escultor mexicano que la hervía con peyote. Conocí a una mujer que de día se dedicaba a cuidar bebés y de noche se evadía de la realidad, así que cuando iba a cuidar a los niños por la mañana aparecía con los párpados caídos. Mi profesora de escritura creativa, dos nadadores, un jugador de fútbol americano muy conocido, el dueño de un restaurante conocido, músicos, artistas… Sí, todos eran zombis adictos.

Me gustaba la dentellada de la aguja. Me gustaba fumar heroína. Aún me gusta ver la aguja penetrando en el brazo. Lo cierto es que se me hace la boca agua, incluso cuando lo veo en una película.

En treinta segundos pasaba de sentir a la nada.

Me gustaba la forma en que mi vida, lo que era y lo que no era, desaparecía como si nada.

Cuando entras en el país de los zombis todo se ve como si estuvieras debajo del agua, a cámara lenta y espeso. Las personas parecen caricaturas, se mueven demasiado rápido, y a veces la boca y los ojos adoptan formas extrañas, y los brazos y las piernas se transforman puntualmente en serpientes o en cabezas de animales. A veces te da la risa tonta en el momento más inoportuno. Ves las cosas como si estuvieras dormido. Es como un sueño lúcido.

En realidad, es exactamente como un sueño lúcido. Según la neurobiología, en un sueño lúcido la persona es consciente de que está soñando. Cuando el área del cerebro que normalmente está apagada se activa mientras soñamos, uno es consciente de que está soñando. La persona debe procurar dejar que el delirio continúe, pero sin dejar de ser consciente de que está soñando. Hay gente que dice que se trata de un recoveco entre el raciocinio y los sentimientos.

Los zombis también se mueven entre el raciocinio, los sentimientos y algo más. Pregúntale a cualquier zombi altamente funcional o rehabilitado y te dirá sin dudar que su vida era como estar soñando despierto. Ya lo creo que sí. Aunque para algunos es una pesadilla inefable.

En términos generales, a mí me gustaba el país de los zombis. Por ejemplo, podía tirarme todo el día sentada en el mismo sitio contemplando fascinada cómo cambiaba la luz en la pared hasta que se hacía de noche. En otra ocasión sumergí una mano repetidamente en pintura azul y cubrí de manos una pared blanca de mi apartamento. Aunque confieso que en un momento dado me sentí intimidada por ellas y me amenazaron con acabar conmigo; luego volvieron a ser buenas e incluso me cantaron hasta quedarme dormida con unas boquitas que tenían en las palmas.

Ahora que lo pienso, creo que estar zombi se parece mucho a estar hipnotizado o meditando. En la hipnosis y la meditación cambias la conciencia del mundo físico por un mundo subconsciente más profundo. Por eso a veces sientes que se te entumece el cuerpo. Ni a los zombis, ni a los hipnotizados ni a la gente que medita les asusta. En el país de los zombis, cuando estás tan relajado que se te afloja la boca como si fuera agua y los músculos se transforman en un torrente cálido es porque estás llegando a un lugar importante de tu mente. Muy profundo. Al mundo de los sueños.

Pero otra cuestión delicada sobre el país de los zombis es que en la dimensión de los sueños puedes experimentar distorsiones corporales, vibraciones y temblores extraños. La clave era mantener la calma. No significaba que te estuvieras convirtiendo en un cuáquero. Era normal. Significaba que tu cuerpo estaba listo para «ir» adonde lo estaba llevando tu mente. Significaba que ibas a empezar a volar.

El tiempo deja de existir. No hay pasado, ni presente ni futuro. O bien existen los tres a la vez. La ralentización y la dificultad para hablar, la pesadez de las piernas, la extraña sensación de que tus manos se transforman en bolas de plomo gigantes que te cuelgan de los brazos y se balancean lentamente; el trozo enorme de funda de almohada que tienes en la boca… Son transformaciones corporales necesarias para ir donde vas. Aunque recuerdo perfectamente que todo iba mejor cuando me quedaba en el apartamento. A falta de una forma mejor de expresarlo, cuando salía al mundo exterior estaba ciega y muda. Y además estaba el problema de las piernas y los brazos.

O quizá veía el mundo como realmente era, un lugar en el que no había sitio para una chica como yo. ¿Por qué no… me iba?

Otras veces no era tan guay. Como cuando me desperté debajo de un paso elevado con la cara en el asfalto, rodeada de mi propio vómito y con los pantalones por los tobillos. O cuando me desperté en la cama de un karateca rubio de ojos azules con un cordón de cuero alrededor del cuello. O cuando me caí desde el balcón de un segundo piso y me partí la crisma, y la mujer de los guantes de látex me tocaba la frente mientras íbamos en la ambulancia y me decía: «Lidia, ¿me ves? No te duermas, Lidia, hazlo por mí. Muy bien». Parecía un pulpo blanco debajo del agua. Pero guapa.

Soy una persona fuerte. Y la cuestión es que las cosas que pensaba que acabarían matándome, o quizá incluso las que quería que acabaran matándome, no lo hicieron. Recuerdo perfectamente pensar en que no tenía nada que perder. Cruzar la barrera entre la sangre y el cerebro. Entre el cuerpo y la mente. Entre la realidad y los sueños. La euforia llenaba el agujero que había en mi interior. Sin dolor. Sin pensar. Solo unas imágenes a las que seguir.

Durante un tiempo fui un zombi en Lubbock. Y en Austin. Y en Eugene.

Pero no fue tan épico como el resto de las heridas de mi vida.

Rehabilitación, recaída y recordar empiezan todas por erre.

Lo que no es

Esto no es otra historia sobre la adicción.

No es ni The Heroin Diaries, ni Trainspotting, ni William Burroughs ni En mil pedazos, que quede claro. No voy a salir en el programa de Oprah ni tengo varias anécdotas elocuentes sobre el tema que puedan competir con las tropecientas historias que ya hay sobre la droga. Esto no es Crank, ni Tweak ni Smack. No importa cuán rentables sean las historias sobre la adicción a las drogas: esta no es una de ellas. Mi vida es más normal. Más como la de todo el mundo.

Yo siempre seré adicta, eso está claro. Pero quiero hablarte de otra cosa. Más pequeña. Una palabra más pequeña, una cosa más pequeña. Tanto que podría viajar a través del torrente sanguíneo.

Cuando mi madre intentó suicidarse la primera vez, yo tenía dieciséis años. Se metió en la habitación de invitados de la casa de Florida y estuvo un buen rato allí. Llamé a la puerta y me respondió: «Belle, vete».

Cuando salió más tarde, fue al salón a sentarse. Yo entré en la habitación y vi un bote de pastillas para dormir casi vacío. Estábamos solas en casa. Cogí un montón de botellas de vodka y pastillas y se las llevé al salón, con los ojos llenos de lágrimas y de miedo y la mente a mil por hora. Ella me miró con una dureza que no recordaba haberle visto jamás y con una concentración insólita para mí. Su voz sonó extrañamente seria y dos octavas por debajo del acento sureño alegre y pastoso al que estaba acostumbrada. Entonces me dijo: «Vete, esto no es cosa tuya. No voy a contarte nada». Y se puso a ver la televisión. Estaban echando Hospital general.

Me fui directa al baño, me senté en la taza y me comí una bola de papel higiénico. Tenía la cara ardiendo. Me eché a llorar desconsoladamente. Un llanto que más que sollozos eran gemidos guturales. Hice fuerza con el bíceps y di un golpe en la pared del baño. Apareció una grieta pequeña. Me empezó a doler la mano al momento. Me sentía sola, como si no tuviera madre ni padre, al menos no los que yo quería. Cuando salí del baño sentí ganas de matarla.

Eso me asustó muchísimo. No llamé a mi padre ni a una ambulancia. Llamé a mi hermana, que vivía en Boston, donde estaba estudiando un doctorado, intentando borrar sus orígenes. Me dijo que llamara a una ambulancia y luego a papá. Mi madre seguía en el salón viendo el culebrón.

Aún no sabía que el deseo de morir podía adoptar la forma de un canto sangriento que habita en tu cuerpo de por vida. Aún no sabía la profundidad con la que la melodía de mi madre había calado en mi hermana y en mí. No sabía que algo como el deseo de morir podía personificarse en una de las hijas como la capacidad de rendirse en silencio y en la otra como la capacidad de mirar de frente a la muerte. Parece que no era consciente de que éramos hijas de nuestra madre.

Mi madre no murió, no ese día. Al final llamé a una ambulancia, la llevaron al hospital y le hicieron un lavado de estómago. Le diagnosticaron un trastorno maníacodepresivo grave, y el médico la mandó a psicoterapia como parte de su recuperación. Fue cinco veces. Entonces, un día llegó a casa y dijo: «Se acabó». Pero cuando llegó era una mujer muerta disfrazada de viva. Beber. Tranquila pero segura. Lo que hizo después… Bueno, a veces cuesta diferenciar entre la ira y el amor.

Cuando tenía diecisiete años, mi madre me metió en un centro ambulatorio donde trataban a adolescentes adictos a las drogas. Un día, haciendo la colada, encontró hierba en un bolsillo de un pantalón mío. El lugar al que iba a tener que ir todos los días durante ocho semanas era una versión suave de los Jemeres Rojos. Allí me dijeron que la «salud conductual» era «la puerta hacia la alternativa y la esperanza». Ese era el lema. No encontré alternativas ni esperanza al otro lado de la puerta. Encontré biblias y cristianos con boca de caimán, un marcado acento sureño y bronceados a punto de convertirse en cáncer de piel que me daban consejos sobre autoestima y sobre llevar una vida de provecho. Me alimentaron de pasajes bíblicos. Todos los días me llevaba el Frankenstein de Mary Shelley como apoyo moral. Siempre me obligaban a dejarlo en el mostrador, pero yo sabía que estaba allí. Sabía que me cubría las espaldas, no como mi madre.

 

Al otro lado de la puerta hacia la alternativa y la esperanza estaban las chicas más tristes que he conocido en mi vida. No porque las pegaran o porque abusaran de ellas o porque fueran pobres o estuvieran embarazadas o porque se pincharan en el brazo o porque se llenaran la boca de pastillas o los pulmones de hierba o su garganta, siempre obstruida, de alcohol. Eran las chicas más tristes que he conocido en mi vida porque todas y cada una de ellas llevaban en la sangre la posibilidad de perder una oportunidad y convertirse en sus madres.

Mi ira pasó a ser una ira atómica. Pero cumplí mi condena. Cuando terminé me dieron un diploma. Quería pegarle a mi madre en la cara, esa mujer hipócrita con la cara hinchada que se pimplaba casi un litro de vodka a diario. Pero era la misma mujer que un año después firmaría los papeles de la beca. Así que no le partí la boca a mi madre. Solo pensaba en una cosa: largarme, aguantar la respiración hasta que pudiera irme. Eso se me daba bien. Puede que mejor que a nadie. El dolor de esta mujer iba a matarme.

Años después, tras ser expulsada de la universidad, estuve viviendo sola en Austin en un apartamento de mierda cerca de la autopista. Me metí en algún que otro lío más cuando viví sola, lo que me llevó a una nueva ronda obligatoria de terapia para desintoxicarme de las drogas y el alcohol, esta vez de seis semanas, en un sótano muy extraño de una clínica para personas desfavorecidas: pobres, mexicanos, madres solteras, afroamericanos y yo.

Esta vez tenía que «dar sentido al tránsito de la vida derribando las barreras espirituales». Una consigna sanadora diferente. Más cristianos hipócritas y pretenciosos. Hasta había una mujer en las sesiones que se llamaba Dorothy, como mi madre, como en El mago de Oz. También cumplí mi condena y me fui con otro diploma. Créeme si te digo que acabé dando «sentido al tráfico de la vida». Con el tiempo.

Así que esto no es una historia sobre la adicción.

Es simplemente que tengo una hermana que, con diecisiete años, llevaba ya casi dos años yendo por ahí con cuchillas de afeitar en el bolso preguntándose si sería capaz de sobrevivir a la larga espera que le quedaba para dejar atrás su familia.

Su primera ronda.

Es simplemente que mi madre, una mujer de mediana edad, se atiborró de pastillas para dormir mientras estaba sola en casa con su hija la nadadora, que fue testigo de su voluntad.

Su primera ronda.

Y ahora ya sé qué voluntad era esa. La voluntad de algunas madres e hijas heredada por vivir en un cuerpo que puede portar vida o acabar con ella.

La voluntad de destruir.

Canción de amor tortuosa

Philip acabó escribiéndome una canción. De verdad. Y no hablaba de cómo mi vida se alejaba vertiginosamente de la intrépida nadadora hacia la comodidad del letargo. Tampoco de los tres abortos que tuve antes de cumplir los veintiuno. Ni siquiera de lo mucho que gané chupándosela a texanos debajo de la mesa y bebiéndome su leche. Ni de todas las noches que le hice entrar en casas ajenas igual que mi padre entró en mí.

La canción que me escribió era básicamente instrumental. Pero has de saber, y mi arcángel y su pareja pueden corroborarlo, que tocaba la guitarra acústica mejor que…, sí, mejor que James Taylor. Así que la canción se caracterizaba por un tono bastante épico, ya mucho antes de que el sello discográfico Windham Hill ganara renombre. Pero tenía un estribillo breve y lleno de ternura que salía como de la nada, más bien, salía del mismo corazón de la música, de lo más profundo. Dice así: «Children have their dreams to hang on to. How they fly, and take us to the moon. They flow from you. They flow from you».

La primera vez que la escuché estábamos sentados en un tronco que había sido arrastrado por el agua, el día de nuestra boda, que fue en la playa de Corpus Christi, en Texas. Y yo no fui la única que se quedó sin respiración por el nudojoderquénudo en la garganta mientras de mis ojos manaba un agua salada que nada tenía que envidiarle al océano. Toda la cuadrilla allí reunida se puso a llorar a moco tendido. Nada, absolutamente nada de mí era merecedor de esa canción. Pero muy dentro de mí, en la caverna en la que la había escondido, había una niña muy pequeña y muy asustada que sonrió.

¿Es eso amor? ¿Qué era? Sigo sin saberlo. Quizá sí. Pero nadie sabe bien cómo referirse a él. Viene y va, como las canciones. Pero sí sé que es lo típico que pasa en los cuentos.

Philip y yo intentamos seguir adelante como eso que llaman «casados». En Austin, Texas. No sé explicar por qué se fue a la mierda. Vale, es mentira, y muy gorda. Sé perfectamente por qué se fue a la mierda, pero no quiero tener que decirlo. Bueno, ya lo contaré más adelante, ¿vale?

Mientras intentábamos comportarnos como un matrimonio en Austin, él consiguió trabajo en una empresa de rotulación; fue lo único que encontró. Eso es lo que pasa con los artistas: un hombre con el mismo talento que cualquiera de los pintores más respetados de la historia del arte acaba trabajando en una compañía de rotulación. Yo conseguí un trabajo en ACORN —sí, ese ACORN—, pero a mí no me importaban una mierda ni la humanidad, ni las causas comunes ni la comunidad. Por aquel entonces, poco quedaba que no me importara una mierda. Había fracasado tan estrepitosamente como deportista, como estudiante, como esposa y como mujer que me sentía como si me hubiera vomitado un animal. Era una bola de piel humana.

Pero si hay algo que tengo claro es que las mujeres malparadas creemos que no nos merecemos que nos traten bien. De hecho, cuando lo hacen, nos desquiciamos un poco. Nos sentimos amenazadas. Mucho. Porque si admito lo muchísimo que necesito que me traten bien también tendré que admitir que escondí esa parte de mí que se lo merece en un pozo de tristeza. No estoy de broma. Es como abandonar a una niña en el fondo de un pozo porque es mejor que la vida que le espera. No maté del todo a la niña pequeña que tenía dentro, pero, joder, estuve cerca.

Así que me puse manos a la obra y me lo cargué todo.

Lo primero que hice fue emborracharme una noche y darle un puñetazo a Philip en la cara. Sí, le di un puñetazo justo en la cara al músico y pintor con más talento que he conocido en toda mi vida, y a su vez el hombre más pasivo y amable que jamás he conocido. Con todas mis fuerzas. ¿Quieres saber lo que le dije? «No anhelas nada. Tu indiferencia me está matando.» Elegante. Inteligente. Maduro. Emocionalmente impresionante. Soy igual que mi padre.

Lo segundo que hice fue conseguir que me despidieran de ACORN, lo cual es difícil, pero lo odiaba. Odiaba tener que ir casa por casa bajo el sol texano para pedir dinero a unos gilipollas a quienes lo único que les importaba era su próximo café con leche y qué vaqueros más caros que mi alquiler se iban a comprar. Solía ir a unas diez casas o así, las justas para conseguir dinero para cerveza. Luego me sentaba en el bordillo, fumaba hierba y bebía. Y luego rellenaba las encuestas con direcciones y nombres falsos.

La tercera cosa que pasó es que me quedé embarazada. Todavía no tengo claro cómo, porque tomaba la píldora. Y JT y yo cada vez hacíamos menos el amor, qué sorpresa. Pero un espermatozoide logró subir y, contra todo pronóstico, entrar. Se me partió el puto corazón.

Mira, sin rodeos. Dejando a Philip al margen, mi yo de entonces habría abortado. Pero algo en él y algo aún más profundo dentro de mí, como una piedra azul lisa escondida, hizo que me fuera imposible elegir. Y, aun así, no era viable seguir fingiendo que la vida que teníamos juntos no era más que una canción country triste, así que cuando mi barriga empezó a transformarse en una montaña hice lo único que podía hacer teniendo en cuenta el Frankenstein que llevaba dentro. Llamé a mi hermana, que vivía y trabajaba en Eugene como profesora de Estudios Ingleses en la Universidad de Oregón, y le pregunté si podía irme a vivir con ella. A pesar de que me dejó sola cuando era pequeña; a pesar de los muchos años que nos llevábamos, y a pesar de su fructífera vida académica y de mi vida, una bola de fuego temeraria, lo cierto es que ambas nos habíamos convertido en mujeres adultas que tenían vidas de mujer adulta. Y eso significaba que teníamos algo en común: la tiranía de la cultura diciéndoles a las mujeres cómo deberían ser.

No es posible explicar con palabras la rapidez y la seguridad con la que dijo que sí. Quizá llevara tiempo esperando a que volviera con ella, a cuestas con mi enorme barriga, para traer al mundo y criar juntas a un niño, para formar una familia atípica. Esa era la única historia que me veía capaz de vivir. Y a pesar de que se marchó y me dejó sola para poder sobrevivir, supo cómo hacer hueco para la hermana, el bebé y ella. Pero también sé que para ella fue un sacrificio acoger a una hija como si nada.

Philip acabó yéndose a Eugene también, pero vivía en la otra punta de la ciudad. Apenas nos veíamos. Encontró trabajo en la librería Smith Family, y yo me puse a estudiar lengua y literatura. A veces nos topábamos y nos clavábamos la mirada, y a mí me costaba respirar. Me llevaba la mano al vientre para sentir lo que había entre nosotros. Era lo único que podía ofrecerle.

Y esa es la razón por la que no quise contarlo antes. Yo era el problema. Yo soy la razón por la que lo dejamos. No podía con su amabilidad y su bondad. Pero tampoco podía cargármelas.

Drama familiar

Cuando mi hermana tenía dieciséis años y yo ocho, ella me obligaba a «hacer» cosas.

Por ejemplo: «Dale un mordisco a esta manzana y sujétala con la boca. Sí, así. Y ahora, quieta, quieta…». Después me la arrancó de los dientes y la lanzó al otro lado de la habitación; mi cabecita rubia salió disparada hacia la izquierda por el impulso y me mordí el labio inferior.

O esto: «¿Ves ese cenicero? Sopla sobre él. Una, dos y tres».

Se me llenaron de ceniza la nariz y la cara.

O esto otro: «¿Has visto qué bonitos los carámbanos que cuelgan del tejado? Venga, chupa este. ¡Qué guay!».

Habría hecho lo que fuera por ella.

Voy a decirte una cosa desde ya: de pequeña adoraba a mi hermana hasta el punto de ponerme bizca y desmayarme. Para mí era como una diosa. Por un lado, tenía el pelo caoba más grueso, largo y bonito que he visto en mi vida. Era mejor que el de esas estúpidas muñecas que mi madre seguía comprándome, que con solo tirar se lo arrancabas de la cabeza: Crissy, que tenía el pelo color caoba, y Velvet, más baja y con el pelo rubio platino. Pero mi cabeza era como… un bastoncillo para los oídos; tenía el pelo muy fino, como pelusilla, y decolorado por el cloro. Por mucho que lo intenté, nunca conseguí arrancarme el pelo.

Por otro lado, era capaz de leer y después recitar de memoria escenas de Shakespeare. Había visto la versión adulta de Romeo y Julieta y tenía el disco. Pintaba cuadros de verdad que acababan colgados en paredes. Tenía un portafolio negro casi tan grande como yo (que yo pensaba en secreto que podría servir de trineo). Escribía poemas, hablaba francés, tocaba la guitarra y la flauta dulce, cantaba, patinaba sobre hielo… Y lo hacía todo muy muy bien. ¿Y yo? Con ocho años menos, aparte de nadar, lo único que sabía hacer era vestirme. Era raro el día que ni lloraba, ni me meaba encima ni me balanceaba como un mono.

Y, además, tenía tetas.

Las tetas son la varita mágica de las mujeres. Blancas, grandes e inexplicablemente apetecibles.

Pero cuando antes dije que habría hecho lo que fuera por ella no me refería a nada de eso. Me refiero a sentir cierto placer ingenuo cuando me sometía a pequeños actos de humillación, que yo asociaba a una forma femenina. Las cosas que me obligaba a hacer me producían quemazón y hormigueo en la piel. Tenía una belleza severa e imponente.

Cuando mi hermana empezó a hacerse mayor, mi padre comenzó a mostrar interés en sus muchos talentos. Alardeaba de ella y decoraba su oficina con sus fotos. Donde solo salía ella.

Su profesora de arte la fue sacando poco a poco al mundo exterior. Ella la ayudó a enmarcar sus acuarelas, flores gigantes con tintes eróticos, un poco como las de Georgia O’Keeffe, y a exponerlas en galerías de arte locales.

 

Tocaba la guitarra y cantaba en su habitación con la puerta cerrada para dejar al otro lado la palabra «familia», pero, en el mundo exterior, su profesora de arte la ayudó a ella y a un amigo a que actuaran juntos en bares locales para sacarse algo de dinero. Y cuando aprendió a hacer flores de papel gigantes, su profesora también la ayudó a venderlas. Su arte se estaba abriendo camino.

No es que me diera cuenta de todo eso con ocho años. A esa edad lo único que veía era la forma en que él le miraba el pelo. Lo único que oía eran sus gritos, que duraron el mismo tiempo que duró su paso de niña a mujer, terremotos que lo dejaban todo sin vida y sacudían los cimientos de la hija.

Pero puede que no recuerde bien la edad que tenía. Puede que tuviera diez años. O quizá seis. O tal vez treinta y cinco y a las puertas de mi segundo divorcio. No sé cuántos años teníamos entonces. Solo sé que la ira de mi padre era la base que sustentaba nuestra casa.

Una vez, estando en el recibidor a punto de salir de casa para ir al instituto, le gritó: «Madre mía, pareces un vagabundo con esos vaqueros y esa camisa tan ancha que parece un saco. ¿Quieres que te confundan con un hombre? Joder, es que pareces un hombre». Yo observaba escondida tras la puerta de mi habitación y vi que tenía la cara muy cerca de la de ella, que miraba al suelo tras una cortina de pelo caoba. Luego levantó la cabeza y lo miró a los ojos, con los libros de literatura y arte en el pecho a modo de escudo. Eran prácticamente iguales. Me estaba meando y eso hizo que me doliera.

Cuando era más mayor, mi hermana empezó a ir al instituto con un vestido largo antiguo de un color gris polvo tirando a morado. Y a veces salía con unos chicos, Victor y Park, mucho más mayores que ella, hombres que se la llevaban lejos de casa durante horas y horas; mi padre se fumaba un cigarro tras otro y transformaba el salón en una chimenea mientras veía Todo en familia y daba golpes en el mullido brazo del sillón.

Pero para mí el gran acontecimiento fue cuando se mudó al sótano, a una habitación espeluznante que no usábamos nunca. A mi padre no le quedó más remedio que presenciarlo, porque mi madre le había dado permiso a sus espaldas. Mi hermana, cuando estaba en el instituto, ya era más lista que mi madre, que no había ido a la universidad, pero mi madre tenía la astucia del superviviente, la destreza de un animal.

Yo no daba crédito a ese movimiento: mi hermana se iba a mudar al vientre de una casa encantada por voluntad propia. Yo ni siquiera era capaz de pisar el suelo de cemento a medio acabar del lavadero del sótano sin un adulto, más allá de las horribles escaleras enmoquetadas de azul, más allá de los aparadores inacabados de un negro traicionero que había en el pasillo del sótano. Con esos olores innombrables y esos ruidos estremecedores de mazmorra, el golpeteo de las tuberías y los crujidos de la madera. Se iba a la otra punta de la casa, a una habitación a la que a mí me sería imposible llegar sin desmayarme en el intento. Recuerdo que le pregunté a mi madre si se podía morir de «hipoventilación».

A veces me quedaba parada en el rellano de la escalera enmoquetada de azul mirando la garganta que formaban los escalones, deseando verla. Entonces levantaba un pie para dar un paso, pero acto seguido me entraba vértigo. Me acababa rindiendo, suspirando melancólicamente y con un nudo en la garganta. Incluso aunque consiguiera llegar hasta la mitad de la escalera, llegaba un momento en el que empezaba a marearme y a arderme el pecho. Me agarraba a la barandilla como si me fuera la vida en ello y decía su nombre al aire, con la esperanza de que fuera a buscarme.

Si lograba bajar la escalera sola hasta el comienzo del pasillo de los horrores —un pasillo sin luces—, la única forma que tenía de estar con ella era cerrar muy fuerte los ojos y los puños, contener la respiración y correr… Cuando llegaba al interruptor de su habitación dejaba escapar un pequeño y triste susurro. No sé cómo hacía para no darme contra la pared.

Sin embargo, su habitación… Estar en su habitación era como estar dentro de un cuadro. Tenía la colcha que nos había hecho a mano nuestra abuela, con los colores de las estaciones extendiéndose a lo ancho de su cama. Música y libros y velas y cajitas de madera llenas de bisutería o conchas o plumas. Incienso y brochas y peines y flores secas. Pinceles y trozos de papel grandes y cuadrados y lápices de dibujo. Vestidos de terciopelo y mocasines de piel y vaqueros con pata de elefante. Una guitarra. Una grabadora. Un tocadiscos con altavoces.

Cuando estaba en su habitación era imposible imaginar que la sala de tortura del lavadero estaba apenas a un metro de distancia.

Me dejaba meterme en la cama con ella y nos revolvíamos debajo de las sábanas, formando un útero con el calor de nuestros cuerpos. «Sábanas de acuarela», decía ella, y yo casi hipoventilaba de placer. A veces contenía la respiración o hacía circulitos repetidamente con el pulgar y el resto de los dedos. Sonreía como un pequeño trol atolondrado. El olor a piel de chica me colocaba.

Volver arriba no era nada, porque ella me acompañaba. Volvía al supramundo de las cosas.

Qué gran ocurrencia dejarnos arriba y vivir allí abajo ese año. Qué ingenua era yo, que no entendía dónde estaba el peligro.

Una vez llamaron a casa del instituto de mi hermana. Se había metido debajo de una mesa del aula de arte y le había dicho a su profesora Baudette, con mucha calma pero con una firmeza inquebrantable, que no iba a volver a casa.

Nunca.

Mis padres tuvieron que ir a ver a los responsables del instituto, y la profesora de arte, Baudette, que mi hermana había convertido en su familia, le explicó a la boba de mi madre que mi hermana no podía estar cerca de mi padre. Que iba a ser necesario ir a sesiones de orientación. Cuando oí los nombres de sus profesores me parecieron mágicos: señor Foubert, señor Saari, Baudette. Yo me senté en una esquina de la secretaría del instituto y me comí un trocito de papel para reprimir el llanto.

Todavía me acuerdo del nombre del orientador: doctor Akudagawa. Recuerdo que cuando se iban a las sesiones me abandonaban en casa de algunos amigos de mis padres. Recuerdo que mi padre nunca bajaba al sótano y que ella rara vez subía.

Recuerdo que mi hermana cada vez estaba más cerca del último acto: irse a la universidad. (La hija hace mutis por la izquierda del escenario.)

Recuerdo que la ira de mi padre se instaló en casa para siempre.

Recuerdo pensar que yo sería lo que quedaba de ella cuando me dio un mechón de su pelo a modo de recuerdo.

Recuerdo pensar que la mirada de mi padre cambiaría de dirección.

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