Pensar en escuelas de pensamiento

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Experimentación colectiva y redes

¿Sentirse afín a la experimentación no es ya una declaración sobre toda negativa a resguardarse tras de rostros identificables, cristalizados, definitivos? El tema de la experimentación es muy particular, en el sentido de que deja ver la cuestión de qué comportamientos nuevos prevalecen sobre los existentes actuales o históricos. Ubicar de pronto la investigación en ese terreno puede llenarnos de sorpresas, en cuanto deja admitir preguntas del tipo: ¿quién?, ¿cómo?, ¿cuándo?, ¿dónde?, las cuales traducidas al ámbito de la vida práctica se convierten en preguntas acerca de quién (es) experimenta (n), cómo, dónde, de qué manera… Horizonte experimental: a través de este se ahonda en algo más que los ejercicios individuales aislados de seres autistas reservados demasiado a menudo a sí mismos. Al mirar hacia el propio interior uno puede percatarse de las consecuencias visibles de tomarse como objeto de cuidado, esto es, puede uno verse como cualquier otro individuo de diseño de estos tiempos donde todo tipo de personalizaciones están dadas para ser consumidas. ¿Cómo evitar ese riesgo, el del llamado “individualismo moderno”? “Soy un espacio hueco”. El lugar de “chismes sociales, experiencias del exterior, materia arrastrada por el viento” (cfr. Sloterdijk, 2003, p. 52).

Convertirse en alguien, en sujeto, es para muchas cosas la medida del proceso por el cual cada uno de nosotros es forjado según un afuera social dado por anticipado y cargado de tantas y tantas identidades, modelos de comportamiento, sujeciones, etc.

Ahora bien, es cierto que la anterior es quizá una de las grandes conclusiones teóricas del siglo XX, la lista de las obras filosóficas y las de carácter más sociológico dedicadas a esta idea, es simplemente inmensa. Pero no tiene por qué ser definitiva. Como vimos, a fuerza de seguir la hipótesis de la experimentación colectiva es posible encontrarse en la situación de buscar situaciones, personajes, escenas, obras, comportamientos, etc., bajo las que se hallan líneas de descomposición de la identidad, de los patrones sociales de conducta, etc. Bajo esa directriz, lo importante es aquello que se hace con afán de búsqueda. Habría que privilegiar la necesidad de quienes cultivan —a lo mejor a tientas— la habilidad de hallarse en el juego de devenir. Es la ambición de transformación inmanente a la organización social la que habría de intentar ver en las diversas formas de actuar, de sentir, de pensar sabiendo que “experimentar […] se asemeja más a una intensificación de la escucha de las circunstancias” por las cuales es posible hacerse más y mejor “que a un debate “propio” o de tintes expresionistas del individuo consigo mismo” (Cano, 2003, p. 18).

¿Cómo estar decepcionado y al mismo tiempo profundamente enamorado de la Vida? Con la idea de que la Vida y el Devenir van necesariamente juntos se puede sufrir de una horrible y extraña asfixia: la que produce sentir que cada ocurrencia real o eventualidad posible no atiende más que a los efectos de fuerzas exteriores brutales e indomables al mismo tiempo. Como vimos, el Devenir sería el concepto de una especie de fuerza de imaginar o fuerza salvaje de producción presente en las cosas mismas. Fuerza que nos deja, al parecer, sin mayores oportunidades de decidir quiénes ser y cómo construirnos dignamente. Pero no solo es la asfixia de esa idea la que nos preocupa. Soledad y desamparo, angustia y exagerado amor por la nada y el vacío acompañan tanta falta de aire y desesperanza.

Presionados con la impresión de que el Devenir comanda cada paso, hemos debido considerar la posibilidad de realizar esfuerzos adicionales. Nos parece realmente inevitable, justo en el instante de la afirmación de la Vida como fondo de cada cosa y del Devenir como su principio, proponer la pregunta de si en la exasperación de una existencia monstruosa habría, no obstante, lugar para trazar el camino de una compresión que haga posible vivir en condiciones cuando menos interesantes.

Didácticas de la memoria y de la paz

Porque ¿qué es lo que somos? y ¿qué es lo que queremos?, son interrogantes que nos conducen a pensarnos, a cuestionar la inercia de nuestras rutinas, de nuestros —por qué no— sueños medio automáticos y de —también por qué no— nuestras memorias. Rutinas en las que inevitablemente vivimos sumergidos. Si sobrevivir ha sido siempre nuestra consigna como especie, debemos decir que nuestra época es elocuente al respecto. Y elocuente porque nuestra moderna sociedad la ha proclamado abiertamente, ya no solo subrepticiamente, bajo el ropaje de la moral humanitaria sostenida por el Estado, sino franca y abiertamente en el cinismo de lemas publicitarios que pregonan la introspección y el hedonismo como las únicas verdades triunfantes de nuestra era. De hecho, la también franca y abierta claudicación del Estado, supuesto representante y garante del interés público, frente al capital (Anderson, 1999), y la incuestionable subordinación de la vida pública a las lógicas de la productividad y el interés privado, exhiben con contundencia el imbatible triunfo del egoísmo sobre todos los demás valores, los cuales ahora cada vez más aparecen como obstáculo para su imparable progreso. Y es que, sin ánimo fatalista alguno, es evidente para todos que nuestra vida cotidiana se halla sometida con fuerza creciente al supremo lema de la eficiencia y la rentabilidad, y estas dejan poco o nulo espacio a la autodeterminación del tiempo. El mercado, que hoy surge como la solución a todos los problemas sociales, y por lo tanto como el motor de la historia, copa —con sus lógicas de producción y consumo masivos— progresivamente todos los intersticios de nuestra existencia, convirtiendo la libertad conquistada por generaciones anteriores sobre gobiernos despóticos y regímenes abiertamente opresores, en nuevas formas anónimas e impersonales —y por la tanto más contundentes— de esclavitud y subordinación.

Lo anterior porque si algo queremos afirmar, es precisamente que lo que somos, y especialmente lo que somos hoy, está lejos de estar escrito en una nuestra supuesta naturaleza. No sé si nacemos con este insaciable apetito por el placer y la satisfacción de las necesidades, pero probablemente esta carga biológica con la que venimos al mundo —hedonismo primario (Freud, [1929] 1992)— no sea determinante, comparada con el cúmulo de ideas y razonamientos del que somos capaces como especie, cúmulo que ha hecho posible este complejo universo que llamamos civilización. Y si acordamos en llamar cultura a todo aquello que se deriva de nuestros complejos fenómenos mentales —por oposición a la naturaleza de nuestra existencia biológica—, si algo podemos decir es que ella, la cultura, es precisamente nuestra naturaleza, es decir, paradójicamente, somos por naturaleza seres culturales. Esto equivale a decir que lo que somos capaces de aprender es tanto, que en un punto de nuestra historia natural dimos un salto cualitativo que nos permitió orientar nuestras conductas, ya no por la ciega necesidad biológica, sino incluso por la forma en que la interpretamos y nos la representamos, otorgándole sentido a la existencia para convertirla en vida (Elías, 1994). De este modo, al estar precisamente sumergidos en las redes de convenciones lingüísticas, razonamientos, nociones y sentidos de las comunidades de las que hacemos parte, podríamos pensar entonces que el fenómeno humano, el de la vida pensante, llega a representar algo fundamentalmente distinto y sui generis frente al curso evolutivo del universo, haciendo de nuestra naturaleza un algo abierto, no fijo ni determinado, sino especialmente moldeable, escribible y fuertemente atado a nuestras particulares circunstancias de vida. Entonces, podríamos pensar que nuestra faceta rutinaria y costumbrista trasciende la mera superficialidad de nuestros más esenciales hábitos de supervivencia, y llega a los ámbitos más recónditos de nuestras razones para valorar la vida —¿alegría?, ¿bienaventuranza?— y de nuestra lógica y maneras de procurarnos su más fundamental preservación. No habría tampoco en nosotros entonces algo parecido a un ciego instinto de supervivencia que no pasase, ya en su misma inmediatez y espontaneidad, por el tamiz de nuestras más profundas convicciones sobre el mundo y sobre nosotros en él, aunque claramente no nos percatemos de ello. No somos animales.

Por ello es que podemos decir que conocer el mundo, las costumbres, problemas y realidades propios y ajenos, es también conocernos un poco más a nosotros mismos, ya que desde niños la sociedad y el cúmulo de significados que nos hereda y nos inculca, cincela indeleblemente, a través de familia, amigos e instituciones, en nosotros su preconcebido libreto sobre nuestras propias vidas, forjando las más fundamentales e innegociables bases de nuestro carácter vital. No todo el tiempo estamos razonando todo de nuevo y respondiendo las preguntas más fundamentales de la existencia humana. Las generaciones anteriores se encargan de ello y constituyen de hecho un acervo de razonamiento, conocimiento y representaciones que le es administrado a cada subsecuente generación, en un proceso de reproducción de la cultura que se estudia de hecho bajo el nombre de socialización (Parsons, [1951] 1999).

Pero tampoco es cierto que la cultura nos haga completamente seres libres y racionales. De hecho, es ese mismo libreto cultural el que, paradójicamente, liberándonos de la obtusa biología a la hora de determinar nuestras vidas, puede sumergirnos en un nuevo régimen de subordinación, y es el cultural, el cual puede anclarnos abnegadamente a nuestra idiosincrasia y cerrarnos los horizontes mentales hacia otras formas de comprender el mundo, tiranía no menos opresiva por sutil y velada. Es por ello que el dogmatismo, religioso, político, cultural, ideológico, representa en nosotros un riesgo siempre a la mano, soberbia cultural si se quiere, cuya mayor amenaza reside en que naturaliza las convenciones y nociones sociales, todo lo que es —inconsciente— invento del hombre, atribuyéndoles existencia intemporal y convirtiéndolas irreflexivamente en esencias, obnubilando así nuestra comprensión de ellas como constructos. No es cómodo cuestionar nuestras certezas más vitales, nuestras definiciones incorporadas sobre el mundo y la vida, cuya solidez hace posible la regular cotidianidad y cuyo cuestionamiento permanente nos imposibilitaría la reiteración de rutinas en pro de la conquista de nuestros sueños. Y es precisamente por ello que con frecuencia solemos refugiarnos, más inconsciente que conscientemente, en esas certidumbres existenciales, adoptándolas como baluarte último de nuestra perspectiva de la vida y de nuestra propia valía personal-identidad, incurriendo de ese modo en su defensa a ultranza.

 

Por lo tanto, lo que somos y lo que queremos apunta también a nuestra sociedad, a nuestras particulares coordenadas en el tiempo y el espacio humanos, a la progresiva y necesaria profundización en aquellas de nuestras circunstancias que en gran medida nos han hecho también ser lo que somos y querer lo que queremos. Y si la sociedad moderna exhibe con elocuencia —como lo mencionamos anteriormente— el egoísmo como el último de todos los valores — y la consecuente subordinación de la solidaridad democrática a los objetivos de la prosperidad general—, nuestra nación en particular porta, como lo mencionamos anteriormente, las huellas de una (s) violencia (s) sin nombre, más que bicentenarias y sin duda engendradoras de unas actitudes encarnadas que terminan por reproducirse mecánicamente, pese a nuestra enorme capacidad de razón, aprendizaje y creación. La triste coincidencia de estos y otros procesos en nuestra desangrada historia patria, por más incluso que la ignoremos flagrantemente, la portamos contundentemente en nuestras espaldas, convirtiéndonos en parte del proceso de desangre, memoria inconsciente si se quiere, que configura subrepticiamente nuestra subjetividad y deja poco o nulo margen a la libertad de nuestro natural albedrío.

Y si ser sujeto es también en alta medida estar sujeto, hacer parte de unas redes de sentido que enmarcan y engendran nuestras concepciones del mundo y nuestras actitudes predominantes, en Colombia, como venimos diciendo, hemos heredado de nuestra sangrienta historia esta, si se quiere, subjetividad violenta y narcisista de la que quizás irreflexivamente participamos, y que ha encontrado suelo propicio de germinación en el contemporáneo escenario de un capitalismo desregulado y salvaje, cuyo apetito amenaza los más esenciales requisitos ecológicos y sociales de la existencia humana. Así, y también sin ánimo de generalizar un pesimismo enfermizo sobre nosotros mimos, proponemos aquí que la construcción de un sentido de patria sobre las bases exclusivas del progreso y la virtud del trabajo y el sacrificio, sin contrapesos más comunitaristas de compasión y ayuda mutua, ha sido uno de los factores que, sumado a la irreflexiva admiración hacia la cultura del colonizador y el desprecio por lo autóctono en la génesis de nuestra cultura mestiza, ha forjado una actitud que, a pesar de la ingente variabilidad de nuestras personalidades, compartimos en la medida en que heredamos esta tierra a la que llamamos patria. Y ello, con alguna probabilidad, tiene algún peso en la comprensión de la recurrencia de nuestras violencias y en el carácter insistente y cada vez más aberrante de nuestras ignominias.

Cultura de la violencia

Hay quienes afirman que un pueblo tiene los gobernantes que se merece, que ellos reflejan sus virtudes. Pero, claramente a la luz de lo que hemos afirmado, esta consabida verdad de cuño puede ser cuestionada. Si bien es cierto que, al ser seres culturales, encarnamos las representaciones y los valores de la sociedad en la que fuimos gestados, también es cierto que la cultura no es algo estático y prefijado de una vez y para siempre (García Canclini, 2001). De hecho, cuando una cultura adopta explícitamente la actitud hermética y conservadora a ultranza de no dejarse permear por los cambios y por los nuevos entornos, para pasar a asumir nuevos contornos, se anquilosa y se musealiza, limitando su eficiencia socializadora al mero exotismo y folclorismo que tan servilmente se presta para la explotación económica. Y ello porque la cultura es fundamentalmente algo vivo, en evolución permanente, exhibiendo aquel cambio que es a la vez conservación y novedad —evolución— y que les permite seguir teniendo sentido a sus miembros, a pesar del hoy incesante cambio de circunstancias y mentalidades.

Y si la hegemonía de la ética basada en el lema de que el fin justifica los medios —que tan ingentemente ha alimentado nuestra guerra y nuestra cultura—, la hallamos tristemente corroborada tanto en nuestra élite gobernante como en nuestra cotidianidad como pueblo, claramente tenemos que dejar de concebir esta poco feliz coincidencia como la pretendida esencia de nuestra colombianidad, y comenzar a pensarla como algo que hemos aprendido a ser, como algo devenido, como algo que se ha reforzado por medio de ejemplos aquí y allá, los cuales terminan ratificando ante la sociedad la validez de aquel lema que finalmente se convierte en consigna y criterio fundamental de la ética. Es decir, la recurrencia de nuestras inclemencias frente al Otro —en toda la descarnada variedad de su repertorio—, vista desde esta orilla, está lejos de ser una supuesta estructura invariable de nuestra idiosincrasia, y se nos ofrece más bien como una encrucijada histórica en la que nuestra cultura se halla, y encrucijada que termina por naturalizarse ante nuestra mirada y presentarse como una celda sin salida de nuestra subjetividad nacional.

Y no solo nacional, sino que tal supuesto egoísmo innato no solo aparece hoy como patrimonio patrio exclusivo, sino como invariable verdad antropológica que pretende fundar una economía realista (neoliberal), en tanto libre de interferencias ideológicas que enmascaren ese instinto con los velos románticos e ilusorios de la bondad natural humana y que obstaculicen el final triunfo de un orden cuya incuestionable justicia se proyecta asentada en la irrefutable competencia (Anderson, 1999). De este modo, este individualismo egoísta hoy también es francamente predicado como verdad antropológica desde diversas instancias de credibilidad y poder que subrepticiamente permean nuestra mentalidad, y más enfáticamente si se reitera y ratifican en múltiples escenarios de la vida social. Y al encarnarse, un discurso se vuelve indudablemente actitud y visión del mundo, realidad si se quiere, que se reproducirá automáticamente en la espontaneidad del cotidiano, encontrando paradójicamente sus evidencias en sí misma. Es por ello que podemos decir con contundencia que no es solo que tengamos los gobernantes que nos merecemos, sino que han sido también ellos quienes nos han enseñado a ser como somos, círculo vicioso y espiral cultural en la que nuestros vicios públicos simultáneamente reflejan y adiestran —con la sutil elocuencia del ejemplo— nuestros vicios privados. Nuestras élites exhiben, es cierto, pero también practican y predican.

Y es allí donde, entonces, las didácticas de la memoria y de la paz que este país tanto requiere, deben a la vez recordarnos y enseñarnos —o viceversa—, que la enrevesada historia de nuestra sociedad, más que una recalentada sucesión de tragedias que no representa hoy nada más que un saber que nos es externo —cultura general—, y que poco o nada nos dice a nuestra ardua actualidad, es también un reflejo turbio de lo que sin saber heredamos y de lo que somos frecuentemente cómplices inconscientes. Ello, en cierta medida, equivale a decir que estás didácticas deben concebirse para que puedan reconciliarnos con la historia, hacernos reconocer a la vez ajenos e insertos en ella. Y reconciliarnos con la historia no implica necesariamente adentrarnos en lo recóndito de nuestros siglos pasados, de manera tal que entre más distante apunte la anécdota, más profundamente enraizada estará la conciencia histórica. Lejos de ello. Por el contrario, una genuina conciencia histórica, plural y pertinente, se planteará sin duda el presente no como inevitable, sino como accidente, no fortuito, pero tampoco necesario, conciencia esta que sabrá reconocer la densa sucesión de eventos que desemboca en la coyuntura, pero también podrá identificar las posibilidades latentes e imprevistas inscritas en ella.

Nuestro presente, por más oscuro que se ofrezca, está sin duda, dicen, preñado de futuro. La cada vez más indignada reacción —mediática e informática— a nuestras aún rampantes corrupción, discriminación y a los variados mecanismos de segregación; la multiplicación de las instancias de interlocución desde el púlpito y el altar hacia los medios y las redes sociales; el surgimiento de víctimas que, a pesar de haber sufrido las más ignominiosas violencias, apuestan por la paz y la reconciliación; la visibilización de formas de resistencia endógenas por parte de poblaciones indefensas frente al fuego cruzado de los grupos armados (Grupo de Memoria Histórica, 2012, pp. 359-395), y el surgimiento a partir de ellas de formas organizativas estables y de alta participación (Grupo de Memoria Histórica, 2014); la multiplicación de referentes identitarios —culturales, subculturales, religiosos— de hecho, que puede invitarnos a pensar una forma más abstracta de ser país y con ello, quizás, a ser más tolerantes (Arboleda Mora, 2011); estos y otros escenarios nos invitan a comprender los densos hilos de nuestra historia, que nos han conducido a devenir lo que somos, y simultáneamente las posibilidades de ser de otra manera. Estos y otros escenarios que pueden invitar a imaginar aquellas didácticas de la memoria y de la paz que sepan navegar entre el vaivén de la necesaria sensibilización frente a nuestra tragedia —algunas veces requerida terapia de shock, si se quiere, para combatir la amnesia consumista que nos invade—, pero también a través del fatalismo supuestamente realista que se niega a ver posibilidades de futuro —al considerar esas posibilidades como meros sofismas de distracción de una realidad considerada innegable—, y que son sin duda imprescindibles para construir redes genuinas de cooperación y de alegría, y para buscar nuevas tierras para nuestros desterrados sueños.

La discusión académica como una estrategia didáctica que orienta el trabajo en torno al posconflicto, la reconciliación y la paz

La Universidad colombiana, desde su compromiso social, manifestado en algunas instituciones en su misión, tiene una responsabilidad con la violencia y la guerra que vive el país. En este sentido, la Academia debe estar dispuesta a asumir retos y desafíos que lleven a una universidad que piense en una educación para el posconflicto, la reconciliación y la paz.

Algunas entidades gubernamentales en el país han reconocido este compromiso social y han realizado propuestas claras que comprometen directamente a las instituciones educativas. Es el caso del Grupo de Memoria Histórica (GMH),15 que en el informe ¡Basta ya! (2012) expresa un conjunto de recomendaciones de política pública con el fin de consolidar condiciones sociales y políticas que reconozcan y dignifiquen a las víctimas, buscando los caminos hacia la paz y la reconciliación social. Estas propuestas están orientadas a la realización plena de los derechos a la verdad, la justicia, la reparación y las garantías de no repetición.

Entre las recomendaciones asociadas a esas garantías de no repetición, entendidas como “las medidas que el estado debe adoptar para que las víctimas no vuelvan a ser objeto de violaciones de sus derechos” (Grupo de Memoria Histórica, 2013, p. 401), y que atienden a un compromiso directo sobre las instituciones educativas, encontramos:

 • Recomendar, entre otros, a los centros educativos y a la Academia integrar en sus programas y acciones los informes de esclarecimiento histórico — producidos por el GMH, el Centro Nacional de Memoria Histórica, organizaciones no gubernamentales, centros de pensamiento y Academia— en los currículos y proyectos pedagógicos.

 • Recomendar, entre otros, a los centros educativos y a la Academia, integrar en sus programas y acciones capacitación en resolución no violenta de conflictos y competencias de mediación (Grupo de Memoria Histórica, 2012, p. 202).

Encontramos entonces evidencias de que la paz se puede orientar desde la universidad, para lo cual se deben plantear tareas en función de soluciones civilizadas a la reconciliación y la paz. Importa reconocer todos los ambientes con que cuenta este tipo de institución para hacer visibles y reales tales tareas. En palabras de Papaccini, al referirse a la vinculación de la universidad en los temas de conflicto, guerra y paz, “[…] la formación científica, el trabajo interdisciplinario y el patrimonio cultural y ético ponen a la universidad en una condición privilegiada” (2001, p. 228). Esto indica que en la universidad existen muchos frentes desde los cuales se puede abordar el compromiso social con la paz.

 

La Universidad de La Salle, en particular, reconoce este compromiso social y lo hace evidente en varios momentos. Es así como en su Proyecto Educativo Universitario Lasallista (PEUL) (2007), dentro de los procesos articuladores de la praxis universitaria, propende a una formación integral para el desarrollo humano que implique el mejoramiento de las condiciones de vida de todos como condición para la justicia y la paz (p. 15). En este marco, la opción ética está centrada en la dignidad como referente, lo que implica una continua reflexión sobre lo humano, la historia y la sociedad. Asimismo, la Universidad asume un compromiso con una sociedad más democrática y justa, en donde la democratización de la sociedad implica:

La ampliación de oportunidades tanto para las mayorías, como el reconocimiento de la pluralidad y los derechos de las minorías, y la posibilidad de incremento y ampliación de las potencialidades del ciudadano. (Universidad de La Salle, 2007, p. 16)

En el discurso académico, Gómez invita a que “[…] en nuestros corazones y mentes se anide la esperanza de que es posible alcanzar la paz y, que una vez interiorizada, podamos transmitir la fuerza que emana de una convicción profunda que llegue a tocar los corazones de quienes constituyen nuestro entorno y que tienen sed de vivir un país distinto donde las oportunidades y las posibilidades existan para todos” (2013, p. 15).

Asimismo, en la Universidad de La Salle, las escuelas de pensamiento, vistas como un escenario posible para la producción de conocimiento con sentido social, se han convertido, desde la identificación de algunas problemáticas, en un espacio que contribuye intencionadamente con el anhelo de la paz y la reconciliación social. Inmerso en dichas escuelas, el grupo que aborda la problemática “Asentamientos Humanos, Narrativas Socioculturales y Memoria Histórica”, enmarcado en el compromiso social de la Universidad de La Salle, ha decidido como estrategia didáctica iniciar una discusión académica relacionada con el conflicto armado en Colombia. Los ejes que han configurado la discusión se centran en el trabajo interdisciplinario y la precisión terminológica, considerados como tareas que la Academia puede integrar para materializar el horizonte institucional con sensibilidad social y contribuir a la solución de la densa problemática de un país: Colombia.

Como mediación para hacer posible la discusión, se ha desarrollado un curso electivo para estudiantes de diversos programas, con la participación de todo el grupo que conforma la problemática. Atendiendo a las propuestas del Grupo de Memoria Histórica, de incluir los informes de esclarecimiento histórico, se ha relacionado dentro de la bibliografía del curso el informe ¡Basta ya!16 En el marco de este espacio académico, el trabajo interdisciplinario ha permitido comprender y explicar el origen y las modalidades de violencia que sufre el país, desde la pobreza y carencia de medios como una estrategia de supervivencia. Una de las sesiones, por ejemplo, estuvo dedicada a discutir cómo ha sido el desarrollo de algunas zonas rurales del país afectadas por el conflicto armado y que no poseen servicios básicos, como por ejemplo energía eléctrica, y se obtuvieron conclusiones interesantes que van desde la responsabilidad del Estado hasta el análisis de las soluciones que han nacido de la Academia a estas situaciones. También hallamos que resulta necesario que los y las estudiantes reflexionen en torno a lo que significa ser ciudadano y ciudadana, particularmente en cuanto al reconocimiento como parte de una sociedad en conflicto y por tanto responsables de sus conciudadanos. La reflexión de la situación de los otros pretendió generar empatía a partir del reconocimiento de la igual dignidad humana y por tanto fortalecer los lazos sociales mediante los cuales estos jóvenes se insertan en la sociedad. Y por otra parte, la creación de juicio moral, el uso de dilemas y debates conducen a la autorreflexión, proceso que permite la transformación de las propias subjetividades, así como modificar las relaciones intersubjetivas que constituyen el campo social.

La precisión terminológica y precisión conceptual de nociones como las de guerra, violencia, poder, inclusión social, sociedad civil, memoria histórica, se ha abordado desde el planteamiento de los objetivos del curso electivo, encaminados a:

 • Discutir, desde los aportes individuales y colectivos, en torno a la relación entre memoria e historia, tomando como base una parte del informe ¡Basta ya!, relacionado con el conflicto armado en Colombia.

 • Plantear de forma crítica preguntas y establecer diálogos entre nuestras condiciones de vida y las realidades en las cuales nos desenvolvemos, para ampliar nuestras comprensiones.

 • Sustentar crítica, sólida, respetuosa y coherentemente, frente a situaciones divergentes, nuestras comprensiones de las realidades, para alcanzar el entendimiento con otros. (Departamento de Formación Lasallista, 2011, p. 11)

La estrategia didáctica (pedagógica) incluyó en el desarrollo del curso sesiones presenciales y virtuales. En lo presencial, se abordaron discusiones conjuntas —entre estudiantes y profesores de varias disciplinas— con intervenciones protocolarias y exposiciones cortas. Las temáticas abordadas incluyeron: la historia de las luchas y las luchas por la historia; las masacres en Colombia como ejercicio de la memoria; memoria y presente; las memorias del conflicto y la reconciliación en Colombia; la memoria de la historia y la palabra transformadora en 1984 de George Orwell; los riesgos de la memoria: entre el olvido y la victimización, y la cobertura del servicio de energía eléctrica como mejora de las condiciones de vida de los habitantes de regiones colombianas y su impacto en el conflicto sociopolítico

del país.

En el trabajo virtual se desarrollaron foros de discusión. Este espacio fue considerado dentro de la estrategia como un medio adecuado para deliberar tranquilamente y construir conocimiento desde los aportes individuales y grupales. En lo individual, se trabajó a través de la formulación de preguntas y reflexiones basadas en lecturas de documentos seleccionados, y lo grupal desde debates argumentados, que dieron lugar a la formulación de preguntas y respuestas consensuadas. Como productos, los estudiantes generaron documentos escritos atendiendo a la formulación y respuestas a preguntas construidas y sustentadas desde las lecturas propuestas. A continuación se muestra un aparte de los productos escritos por los estudiantes dentro del desarrollo del curso:

Pregunta: ¿la toma de las calles por parte de un pueblo víctima del conflicto se puede ver como un acto de rebeldía y valentía o simplemente como un reto a los victimarios?

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