Pensar en escuelas de pensamiento

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A esta pregunta responde una última tipología de la relación escuelas de pensamiento y Universidad: la creación de escuelas. Todo en la Universidad debe favorecer la capacidad de crear de sus integrantes, ya que lo que distingue el ambiente universitario es la pasión por crear. No olvidemos que, “la capacidad creativa de una persona tiene que ver con distintos elementos, como su capacidad cognitiva, su ámbito familiar, su entorno educativo, su potencial intelectual, su inteligencia emocional y su propia personalidad” (Reina y Abultaif, 2013, p. 19). La universidad es la encargada de cultivar y modificar todos esos elementos, porque la creatividad es un talento que se puede formar y fomentar.

Pensando en el potencial de América Latina, Oppenheimer (2014) sostiene que hoy “lo más importante es contar con una masa crítica de mentes creativas respaldadas por buenos sistemas educativos” (p. 21). Y apoyándose en el periodista Richard Florida, quien se interroga sobre “¿Qué es lo que genera la creatividad?”, responde: “más que nada, la presencia de otra gente creativa […] la creatividad es un proceso social: nuestros más grandes avances vienen de la gente de la que aprendemos, de la gente con la que competimos, y de la gente con la que colaboramos” (p. 22). Formar y renovar nuestra reserva de mentes creativas sería el cometido de la Universidad al crear escuelas de pensamiento. Concluyamos, entonces, que es un laudable empeño el que la Universidad se encuentre explorando, entre otros frentes, las vetas que le permitirán generar sus propias escuelas de pensamiento. Concentrémonos de ahora en adelante en examinar tal fenómeno, sus coyunturas y devenires.

Tensiones del camino

Desde su fundación la Universidad de La Salle se ha caracterizado por el esfuerzo de dejarse impresionar por la realidad, por no situarse a espaldas de esta; al mismo tiempo, ha buscado interpelar esa realidad, hacerle frente. Ha sido un dinamismo enriquecedor de ida y vuelta. Es por ello que las escuelas de pensamiento han buscado su rumbo sumergiéndose de lleno en el entorno nacional, reflexionándolo e inquiriendo por sus demandas. También, en simultáneo, han deliberado sobre su ubicación en el paisaje de la institución, sus estructuras organizativas y sus articulaciones con otros dispositivos de conservación, reproducción, producción y distribución del saber. El derrotero se encuentra en construcción, como bien lo señala Pérez (2013): “nos encontramos frente a un reto especial y significativo, la construcción de nuevas búsquedas para explicar mejor eso que llamamos realidad y, en consecuencia, intervenir apropiadamente en las problemáticas concurrentes en el micro, meso y macrocontexto” (p. 44).

Como todo organismo vivo, este crece con la ayuda de las saludables tensiones que se van suscitando, ya sea por su mismo desarrollo o como producto del ambiente en el cual se encuentra inmerso. Según Basterrechea (1984), “el hombre está condicionado y, hasta cierto punto, moldeado por su entorno cultural. […] cada uno de nosotros sufrimos los vaivenes del impetuoso mar: nuestra conducta, nuestra forma de pensar, nuestra visión de la realidad están influenciadas por la sociedad” (p. 16). El caminar de las escuelas de pensamiento nos señala al menos cinco tensiones que vale la pena

tematizar.

Primera tensión: ¿Disciplinares o interdisciplinares? Salió imprevista al paso del camino. ¿Qué permite mayor fluidez y resultados, grupos integrados por profesionales de la misma área del conocimiento y de la misma facultad o departamento, o equipos conformados por distintos expertos pertenecientes a unidades académicas diversas? Parece que lo óptimo es permitir que haya la variedad de posibilidades, quien se sienta más cómodo y creativo en un ambiente disciplinar, pues adelante; y quien prefiera el interdisciplinar, tanto mejor. Ambos tipos de escuelas de pensamiento son necesarias para consolidar la academia en una universidad.

Segunda tensión: ¿Estructuradas o desestructuradas? Tras este interrogante se encuentra la inquietud por el protagonismo que debe jugar lo institucional como apoyo a la libertad y espontaneidad creadoras. Muchas invenciones e iniciativas no logran ponerse en acto por falta de recursos, respaldo empresarial o gubernamental, mecenazgo de una universidad con toda su capacidad logística. Las universidades contemporáneas planifican su accionar futuro, su agenda de prioridades y la canalización de sus recursos a través de planes institucionales de desarrollo quinquenales. Que las escuelas de pensamiento se incorporen como parte de la prospectiva de la Universidad, garantiza lo que más requiere este tipo de proyectos: visión y apoyo de largo plazo.

Tercera tensión: ¿Localizadas o deslocalizadas? En el transcurrir de los siglos la arquitectura universitaria fue incorporando a su campus edificios que les daban un lugar físico a expresiones concretas de su ideario educativo. De esta manera, fueron apareciendo las aulas, las bibliotecas, los templos, los espacios administrativos, los teatros, los paraninfos, los museos, los laboratorios, las clínicas, las fincas, los polideportivos, los gimnasios, los auditorios, las salas de informática, etc. Cuando una nueva función fue tomando carta de ciudadanía en el mundo universitario pronto apareció su correspondiente lugar arquitectónico en el campus. Así, el más reciente, la investigación, ha ido suscitando en las universidades las denominadas “vicerrectorías de investigación” con sus correspondientes edificios de ciencia y tecnología con equipos de punta. ¿Qué decir desde este punto de vista respecto a las escuelas de pensamiento? No demos respuesta por ahora, porque el planteamiento que se hacen las universidades del mundo entero se enrumba por contestar la pregunta: ¿cómo debe ser la arquitectura universitaria en el siglo XXI cuando los procesos pedagógicos evolucionan vertiginosamente sintiéndose el impacto, entre otros frentes, de la cibercultura y la

neurociencia?

Cuarta tensión: ¿Protagonistas monofunción o polifuncionarios? Vaya dilema. Lo que se avizora, al menos por un buen tiempo, es que quien trabaje en el mundo universitario colombiano le corresponderá afrontar de forma recurrente labores de producción académica, de investigación, de docencia, de gestión, de creación, de extensión y de educación continuada. Esto durará en tanto las condiciones del país y de las instituciones puedan contar con los recursos necesarios para privilegiar aquello que en sus agendas aparezca como prioritario.

Quinta tensión: ¿Deberes profesionales versus posibilidades creadoras? Una cuestión muy realista que proporciona el polo a tierra a los ideales, sueños y proyectos. Correspondería hacer el “máximo histórico posible” tomando en cuenta las circunstancias de cada uno para hacer opciones conscientes y operativas.

En resumidas cuentas, las tensiones, como las cinco anteriormente mencionadas, no deben inquietarnos, donde hay vida en efervescencia siempre habrá tensiones, principalmente en los espacios donde el saber emerge. De esta manera: “donde quiera que se genere conocimiento nuevo se tiene la posibilidad de construir una escuela de pensamiento. Nuevo conocimiento es sinónimo de innovación e innovación es sinónimo de creación. Para innovar hay que crear y para crear hay que pensar” (Coronado, 2013, p. 277), y el pensamiento es por definición tensión creadora, controversia, debate siempre abierto. Bienvenidas pues las tensiones porque de ellas nacen vigorosas las escuelas de pensamiento.

Un arquetipo común

¿Existen unas características esenciales que permitan identificar cuándo se da una escuela de pensamiento? Podemos inferir una respuesta afirmativa del completo estudio histórico sobre la Escuela de Fráncfort del alemán Wiggershaus (2011). En la introducción de su obra habla de al menos cinco rasgos que, para el caso de la Escuela de Fráncfort se concretizaron en algunas épocas, de manera continua o de forma recurrente. Tales atributos son: un marco institucional de apoyo que existe todo el tiempo o de manera rudimentaria en determinados momentos; una personalidad intelectual carismática, que está imbuida por la fe en un nuevo programa teórico, que está dispuesta y es capaz de llevar a cabo una colaboración con científicos calificados; un manifiesto originante —un discurso, un texto fundacional— al que constantemente se refieren las presentaciones que posteriormente la escuela hace de sí misma; un nuevo paradigma teórico; y una revista u otros medios para la publicación de los trabajos de investigación

de la escuela.

Estos rasgos explicitados por Wiggershaus al caracterizar la Escuela de Fráncfort nos sirven de pretexto para nuestra disquisición en el ámbito universitario. De su planteamiento podemos derivar varios temas a examinar: el primero, si una escuela de pensamiento tiene origen en una persona o en un grupo; el segundo, si se inscribe en una tradición o hace parte de una innovación; el

tercero, si una escuela de pensamiento es cuestión de élites o de masas; el cuarto, si sus creadores son profesores júnior o sénior; y el quinto, si se visibiliza por obras de autor o por expresiones colectivas.

Persona o grupo: vivimos la era de los emprendimientos humanos colectivos, en los cuales la primacía la tiene el trabajo de grupo sobre el individual. Se premia más la iniciativa de conjunto que la de la persona en solitario. Es una especie de florecimiento del plural sobre el singular. Pero si bien este es un distintivo de nuestro tiempo, hablando de la creación de escuelas de pensamiento estas se distinguen por tener indistintamente su origen en uno o en varios individuos, primando en unas el genio individual, en otras el grupo constituido por gente notable, y en otras ocasiones la mezcla de los dos con diferentes intensidades. Sea lo uno o lo otro, lo cierto es que en las escuelas de pensamiento lo que encontramos es gente no convencional —no son necesariamente individuos bohemios o esotéricos, pues llevan vidas convencionales— pero su pensamiento es divergente, se aproximan a mirar las cosas de una manera nueva. Es natural que las relaciones interpersonales y las labores creativas se potencien, ya que son equipos humanos que se salen de la normalidad.

 

Tradición o innovación: en la idiosincrasia colombiana todavía hace carrera, en especial entre los políticos y entre todo aquel que anhela dejar su huella indeleble para la posteridad, el que las cosas comienzan con ellos. Es lo que el editorialista de El Espectador (2010) denominó “el síndrome de Adán”, inspirándose en el supuesto de que si Adán fue el primer hombre, fue el encargado de ponerles nombres a las cosas: “vio un fruto verde o rojo y lo llamó manzana, vio un animal rastrero y lo llamó serpiente, contempló absorto a la hembra que salió de su costilla y la llamó Eva, oyó la voz del ser omnipotente y le dio un nombre secreto, que en hebreo no se debe pronunciar jamás, pues su solo sonido tendría la misma potencia de Dios”, lo cual, traducido a la colombiana, se aplica a aquellos que “creen que al cambiar el nombre cambian la realidad o le conceden algún valor mágico al objeto, que como por arte de magia, pierde el apelativo que le ha dado la tradición popular para convertirse en un objeto nuevo”. A manera de ejemplo, el editorialista citaba, entre otros, los cambios de nombre de la capital de Colombia a lo largo de su historia (Bacatá, Santa Fe, Santa Fe de Bogotá, Bogotá), y el debate que se dio por el querer substituir el nombre del aeropuerto El Dorado por el de Luis Carlos Galán.

No es poca tentación tal síndrome cuando de escuelas de pensamiento se trata. Como afirma Vásquez (2012), “[…] reconocerse como continuadores o renovadores de una tradición en el pensamiento” (p. 100) vendría a ser el inicio del buen camino. En virtud de su propia naturaleza, una escuela de pensamiento combina necesariamente tradición e innovación, integra lo clásico con lo nuevo. El quid del asunto radica en la mayor o menor proximidad a las fronteras, pues el conocimiento nuevo se desarrolla en las fronteras; es allí, en las fronteras intelectuales y sociales, en donde las personas innovadoras son más libres para dejar vagar su imaginación, para responder de forma creativa y audaz a las urgentes necesidades de un país. Se trataría entonces, inspirándonos en las conclusiones del 45° Capítulo General de los Hermanos Lasallistas (2014), de una tradición e innovación que van más allá de las fronteras: de la frontera geográfica, de la

cultural o religiosa, de la frontera del prestigio académico y social, de

la de las estructuras preestablecidas, en fin, de la frontera personal, para ir a un lugar que desafía nuestra comodidad y, en ocasiones, la falta de medios, para generar un espacio de libertad y creatividad, para realizar un proyecto común compartido, para crear un mundo futuro más habitable, justo y solidario.

Élites o masas: el gusto contemporáneo no es muy amigable con todo lo que lleve el apellido de élite. Se da cotidianamente una hipersensibilidad a que todo tiene que ser popular, democrático, igualitario, cortado con el mismo rasero. Nos olvidamos que desde los tiempos bíblicos la humanidad aprendió que los talentos están repartidos de manera diversa y que todos no nacieron para ejercer las profesiones y oficios con los mismos grados de excelencia. “Zapatero a tus zapatos”. En una universidad no todos están predestinados para ser creadores de escuelas de pensamiento. En esto hay mucho de gusto, talento, dedicación y disciplina. Hacer parte de una minoría selecta, de una élite en un campo del saber, conlleva la responsabilidad de destacarse del común de los mortales, no por el simple prurito de considerarse superior a los demás, sino porque se ha demostrado que se ha “puesto la camiseta” y se ha “corrido la milla extra”, la cual siempre está hecha de arduo trabajo, tesonera constancia, fatigas sin cuento, horas robadas al sueño, sacrificios para sacar adelante una creación, una innovación, algo nunca visto. Toda universidad, en virtud de la finalidad que la sociedad le ha otorgado, educar en lo superior y para lo superior, está obligada a contar con cuerpos de élite: “Pero no en aquellos que quieren aprovechar una oportunidad institucional para hacer gala de lo que no son o nunca han sido, sino en aquellos que verdaderamente tienen el deseo de integrarse a un proyecto que principalmente requiere de la humildad, la sencillez y el compromiso que la sabiduría adquirida con esfuerzo y tesón, otorga y proporciona” (Coronado, 2013, p. 277).

Júnior o sénior: ¿Usted ha escuchado hablar o ha leído a los gurús de la guerra de civilizaciones o de la lucha de generaciones? Yo al menos sí. Y créanme que no deja de sorprenderme la seguridad sofística con la cual sostienen sus argumentos. Al menos en esta Universidad uno percibe un gran esfuerzo cotidiano y callado por lo contrario, un diálogo entre el experto y el no experto, entre los más jóvenes y los que ya peinan canas. Una conversación posibilitada por nuevas relaciones, no las asimétricas que se dan entre quienes saben y los que no saben, sino por el contrario, aquellas surgidas del considerarse pares en la búsqueda de la verdad. Si júnior es un profesional joven y, por tanto, con menos experiencia que otro, y un sénior es un profesional de mayor edad y, por tanto, de más experiencia que otro, es recomendable que las escuelas de pensamiento sean lugares de encuentro entre generaciones de jóvenes y veteranos profesores. Como lo aconseja Coronado (2013), “también es necesario aprovechar la experiencia de quienes la tienen y crear sinergia con el personal más joven para establecer una relación simbiótica que se constituya en la fuerza invisible motor de esas mentes inquietas y brillantes que harán de su proyecto de vida un constante repensar de la escuela, para darle forma, proyectarla y posicionarla” (p. 278). Conforme aumenta ese intercambio de experiencia, también puede hacerlo la creatividad. Se trata de darles a todos la oportunidad de trabajar en conjunto.

Obras de autor o expresiones colectivas: ¿quién en Colombia no ha escuchado desde niño la cantaleta de que la vida es para “sembrar un árbol, tener un hijo y/o escribir un libro”? Detrás de ella se esconde el normal anhelo inconsciente de trascendencia e inmortalidad, del ser fértiles y fructíferos en los años que la vida nos depare sobre esta tierra. Las escuelas de pensamiento existen cuando son fértiles, sus frutos son los que las hacen visibles, de lo contrario seguirán estando diseñadas en el papel. Como bien señala Berdugo (2013), “la escuela de pensamiento surge o se constituye con el fin de generar conocimiento, promover el estudio, la investigación de un fenómeno, de un problema, la enseñanza de una disciplina, de forma novedosa, diferente a la existente, a través del empleo, apropiación o construcción de teorías, categorías, enfoques teóricos y metodológicos” (p. 276). La universidad colombiana lo será tanto más cuanto trabaje denodadamente por seguir siendo fuente y no solamente reflejo de los saberes. Dime cuántas escuelas de pensamiento has creado y te diré qué tipo de universidad eres. En tal sentido seguirá siendo válido el que una escuela de pensamiento logra su consagración cuando posiciona en el campo intelectual autores, ya sea de forma individual o colectiva.

Hasta aquí, hemos dedicado varios párrafos a considerar los elementos que en su conjunto conformarían una aproximación a la descripción del arquetipo de una escuela de pensamiento, entendiendo por arquetipo la representación colectiva o el constructo teórico modélico de una realidad. Esta formulación que hemos intentado elaborar sin duda alguna es incompleta, pudiendo ser enriquecida con otras perspectivas. Sin embargo, es clara y suficiente para nuestro propósito. Esta idea general de escuela de pensamiento nos permite argumentar que es tiempo de privilegiar la generación de procesos más que la búsqueda de resultados inmediatos.

Vamos culminando un trienio de ambientación motivacional de ese escenario académico conocido por todos como escuelas de pensamiento. El camino recorrido ha sido fructífero. Mas es importante recordar en este momento que en la historia las personas pasan pero los fenómenos importantes son las innovaciones en las prácticas y las costumbres, los hechos culturales y sociales que cambiaron los paradigmas. Así lo sostiene el historiador colombiano Álvaro Tirado en entrevista concedida a Bautista (2014), “la historia la hacen los individuos, pero a la larga, sin menospreciar su función, lo que mueve la historia son los procesos” (p. 9). En consecuencia, se trata ante todo de sentar las bases, tanto teóricas como prácticas, que permitan en el mediano y largo plazo la creación, el desarrollo y el sostenimiento de escuelas de pensamiento en la Universidad.

El papa Francisco, al reflexionar sobre el tiempo como horizonte que se nos abre, advierte que los ciudadanos vivimos en una permanente tensión entre la coyuntura del momento y la utopía del futuro, y en ella nos invita a trabajar más en el largo plazo sin obsesionarnos por resultados inmediatos, ya que podríamos enloquecer al querer tenerlo todo resuelto en el presente. La prioridad está en ocuparse de iniciar procesos sin camino de retorno. Francisco escribe: “Se trata de privilegiar las acciones que generan dinamismos nuevos en la sociedad e involucran a otras personas y grupos que las desarrollarán, hasta que fructifiquen en importantes acontecimientos históricos” (2013, p. 172). He aquí por qué el empeño está en generar procesos que construyan academia universitaria, más que obtener resultados inmediatos que producen un rédito político fácil, rápido y efímero, pero que no contribuyen a la realización humana.

Manos a la obra

Me comentaba un profesor con más de treinta años de trabajo en la Universidad que la idea de las escuelas de pensamiento le parecía una iniciativa con gran potencial de futuro, pero que no era muy optimista frente a su puesta en práctica, pues durante muchos lustros había visto aparecer y desparecer con singular velocidad muchos proyectos prometedores, cuya fugaz trayectoria no dejó sino el recuerdo de un buen debate académico. Con gran franqueza me preguntaba: “¿Han pensado cómo hacer para que la idea de las escuelas de pensamiento no se vaya a quedar en un discurso bonito, llamativo, inquietante y provocador?” A decir verdad, no le falta razón. Es una tarea pendiente por realizar. Ya Maquiavelo había escrito, con especial finura de buen pragmático, al referirse a la introducción de cambios o nuevas leyes: “que no hay cosa más difícil de realizar, ni de más dudoso éxito, ni de mayor peligro para manejar que el establecimiento de grandes innovaciones” (1975, p. 108). Y a renglón seguido, al referirse a sus tímidos defensores, daba como una de las razones de dicha timidez “la natural incredulidad de los hombres, que no se convencen de que una cosa nueva es buena hasta que no se lo demuestra la experiencia” (1975, p. 108).

Tener una idea nueva y llevarla a la realidad es el gran reto de los creadores, mas la experiencia enseña que los fabricantes de sueños no siempre cuentan con la capacidad de concretizarlos. Necesitan de la ayuda de sus colaboradores, de aquellos que son capaces de aterrizar al creativo, de darle polo a tierra a la visión mediante el poner los medios prácticos para su realización: recursos, invenciones, tecnología, metodología, planes y estrategias. La mayoría de las innovaciones se mueren por falta de gerencia, por carencia de uno o varios hábiles administradores del sueño. Nadie hace una innovación en solitario; es toda la universidad la que contribuye a tal fin. Lo importante es que cuando haya una idea creativa, se ofrezcan las condiciones necesarias para aplicarla y ponerla a funcionar. Bien lo dice el refrán popular “innovación sin ejecución es vana ilusión”.

Las nuevas ideas no son de evolución cortoplacista; toman su tiempo para aparecer y requieren de largo plazo para concretarse y hacer parte de la cotidianidad. Si pensamos en las innovaciones tecnológicas, lo cual podemos aplicar a otros campos de la inventiva, al menos demandan de tres tipos de actores: el del visionario o genio que concibe la idea, la piensa, es quien se adelanta a su época; el del práctico, aquel que es capaz de hacerla funcionar, de ejecutarla contra viento y marea; y el tercero, el del espíritu empresarial y de negocios, que todo lo que toca lo torna producto y le encuentra un nicho en el mercado. Fácil es deducir que no es lo común el que las tres cualidades se encuentren en la misma persona, por eso el trabajo en equipo ha sido siempre la clave, grupos exitosos que han combinado gente con talentos complementarios.

 

En los colectivos de escuelas de pensamiento y, en general, en todos los ámbitos de la Universidad, se encuentran personas que encarnan los diferentes tipos de liderazgo, por tanto el éxito está asegurado. Sin embargo, hay que ser conscientes de que las innovaciones toman su tiempo para madurar, y que los grupos van creciendo y encontrando su camino poco a poco. Se trata de darle tiempo al tiempo. Cuestión nada fácil para nuestra época que vive fascinada por la velocidad y por la aceleración, en una carrera por quién trabaja más rápido, más eficientemente, procurándose logros y éxitos lo más pronto posible. Para que las escuelas de pensamiento no se esfumen como flor de un día se debe huir de ese ritmo vital desasosegado, siendo conscientes de que nuestra cultura: “[…] valora más el presente, desplazando la comprensión del futuro como proyecto social y humano; además, se vive en una colectiva urgencia de tiempo, es decir, una sensación de falta de tiempo constante” (Barragán, 2013, p. 72). Frente a este virus de la prisa, el mismo Barragán propone el antídoto: “La ruta está en pensar de forma serena en aquello que nos acontece” (2013, p. 73).

Junto a este antivirus de celeridad que evita la productivitis aguda, es igualmente importante una buena dosis de silencio. ¿Por qué las universidades colombianas no son más creativas? Las respuestas posibles son múltiples. Una de ellas es que se tornaron muy ruidosas. No nos referimos aquí a la contaminación sonora de la ciudad que las envuelve. Pensamos ante todo en el cúmulo de tareas y funciones que cada uno debe desempeñar, las cuales de por sí no dejan mucho tiempo libre, y el escaso que queda ha sido colonizado por los dispositivos electrónicos de última generación, que pareciera hubieran sido inventados a propósito para invadir los escasos espacios de soledad de los cuales disponemos. ¿Existe algún universitario —profesor, estudiante, directivo— que libremente se desconecte, al menos, por un breve tiempo? Parece que es misión imposible. Nadie se puede escapar del vertiginoso ritmo que asfixia a las universidades. Sin embargo, sabemos que en la medida en que una persona se aplique al silencio, allí radica toda su creatividad. Es la experiencia de todo artista, filósofo, científico, escritor, profesor o investigador que se precie de tal. Sin adecuado silencio interior y exterior, es imposible que surja lo nuevo. En palabras de Smedt: “La variedad infinita de los silencios se revela plena de significados, es un tesoro, porque es una verdadera fuerza activa” (1992, p. 6). Tal energía se asemeja a las fuerzas telúricas que operan en el silencio de lo profundo de la tierra modificando las estructuras y los comportamientos imperceptiblemente. En resumidas cuentas, serenidad y silencio, como condición sine qua non para la consolidación de las escuelas de pensamiento.

Tornemos nuevamente a Maquiavelo, quien nos hace pensar con su practicidad y realismo: según él, toda innovación necesariamente tiene adversarios que la combaten porque no la comprenden por lo novedosa, o porque sencillamente les afecta a sus propios intereses. Ante tal asunto, propone: “[…] examinar si los innovadores lo son por propia iniciativa o tienen quien los apoye; es decir, si para ejecutar su empresa necesitan apelar a la persuasión o pueden emplear la fuerza […]” (1975, p. 108). Su dilema se reduce a “rogar” (motivar) u “obligar” (imponer) para que las cosas acontezcan. Sin demeritar su postura, en este punto nos toca distanciarnos de Maquiavelo en virtud de la naturaleza propia de la universidad. En esta, todo lo que construye auténtico tejido académico, no se hace por la presión de una fuerza externa sino como fruto de una vivencia de construcción participativa, por proyectos intelectuales libremente creados, asumidos y puestos en marcha. Pero también es cierto que las estructuras y lo institucional coadyuvan para contrarrestar la fragilidad de la condición humana, magistralmente perfilada por nuestro autor en referencia: “[…] el carácter de los pueblos es tan voluble, que fácilmente se les persuade de una cosa; pero difícilmente persisten en ella” (Maquiavelo, 2005, p. 51).

Energías para crear

Singular coincidencia que el primer cincuentenario próximo a cumplir la Universidad de La Salle haya coincidido con un periodo de 50 años de violencias de todo género en el territorio nacional. La historia en su caminar es paradójica, en un mismo lapso pueden darse cita destructores y creadores. Pareciera que un pueblo al experimentar el mal en todas sus formas, por esa misma circunstancia, desencadena con más vehemencia sus anhelos de plenitud, de desarrollo, de ascenso, de búsqueda de perfección en todos los dominios. Esto lo han vivido los lasallistas colombianos —como tantas otras agrupaciones— quienes, al mismo tiempo que en el país se suscitaban destrucciones de todo tipo, se empeñaron en la tarea de construir, para el caso, una universidad en lo superior y para lo superior.

Hacer balance de cinco décadas de creaciones en la Universidad es, siguiendo el pensamiento de Barragán (2012), entrar en la dialéctica de la memoria que hace del pasado un presente viviente: “Este proceso, que no es el simple recuerdo de lo acontecido, se denomina memoria (que no es más que el hacer presente la historia para reconfigurar la propia historicidad)” (p. 65). Cincuenta años después de la firma del acta de fundación de la Universidad el 15 de noviembre de 1964, es posible también hacer un inventario de propuestas creativas en curso que le proporcionan unas bases sólidas de cara a su segundo cincuentenario. De ellas hace parte la iniciativa de las escuelas de pensamiento, las cuales son centros de concentración creadora, referentes simbólicos para la Universidad donde acontece lo nuevo, se suscitan los descubrimientos, se dan los avances en pro del desarrollo y de la calidad de vida. O como bien las llamara Ramírez-Orozco (2014): antecedente visionario, proyecto prioritario de la Universidad de La Salle en su tarea de educar para el posconflicto, en donde “[…] las escuelas de pensamiento invitan y desarrollan prácticas para la generación de pensamiento auténtico abierto a toda polémica” (Ramírez-Orozco, 2014, p. 40).

En Colombia son muchedumbre los que madrugan cada mañana a construir y a buscar un porvenir mejor. Los podemos encontrar en la urbe, en el campo, en los centros de investigación, en las fábricas, en el enorme laboratorio de paz que es nuestra sociedad. En todos ellos es patente la energía creadora del esfuerzo humano que se niega a dejarse entrampar por las mezquindades y bajos instintos de los protagonistas de la violencia, la destrucción y la muerte. Gracias a todos los que viven para crear es que progresamos, a pesar de los vientos en contra. Todo cuanto por ellos fermenta —arte, ciencia, pensamiento, industriocidad— manifiesta lo mejor de nuestra idiosincrasia y es garantía de un porvenir mejor. Parodiando las palabras de Teilhard de Chardin (2000), digamos: creemos y basta, creemos con mayor fuerza y más desesperadamente cuando la realidad parezca más amenazadora, incambiable y oscura, entonces, poco a poco, veremos alumbrar un nuevo amanecer.