Canción del ocaso

Tekst
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Pooty movió la boca y tartamudeó en la oscuridad al verla, pero se volvió muy valiente cuando entendió lo que pasaba, afiló dos cuchillos de zapatero y fue temblando de ventana a ventana, que el tontito dejó sin tocar. Entonces Chris echó un vistazo por una ventana y lo volvió a ver: estaba hurgando en la cesta que le había arrojado a la cabeza e iba tirando todos los paquetes al suelo, hasta que encontró una gran pastilla de jabón y empezó a comérsela, qué asco, riéndose y quejándose para sí, y luego volvió a lanzarse contra la puerta de Pooty con espuma amarilla en la barba mientras seguía comiendo jabón.

Pero pronto tuvo sed y bajó al arroyo conforme Pooty y Chris lo observaban, y entonces apareció el propio Cuddiestoun en el camino. Al ver a Andy le gritó, y este saltó el arroyo y echó a correr, y Munro salió detrás de él haciendo mucho ruido hasta que desaparecieron por el camino de Bridge End. Chris desatrancó la puerta pese a los tartamudeos de Pooty y salió para volver a meter las cosas en la cesta; estaba todo menos el jabón, que se había tragado el pobre Andy.

Probablemente fuese lo único que comió ese día y ya no aguantaba más; y aunque corría como una liebre y Cuddiestoun no es que tuviera las piernas muy ágiles, tuvo la suerte de que Mutch, de Bridge End, cruzaba en ese momento el camino con sus hombres para empezar a gradar un campo y vieron a los dos corredores, que parecían verdaderos idiotas los dos: Andy iba casi el doble de rápido con el jabón y la locura llenándole de espuma la cara, y Cuddiestoun bramaba detrás.

Así que Mutch detuvo a sus hombres y le gritó a Andy ¡Eh, no corras tanto!, y cuando lo tuvo delante le puso la zancadilla y Andy cayó al suelo, y al momento tuvo a Cuddiestoun encima partiéndole la cara, mientras Alec Mutch se limitaba a mirar, tal vez prestando algo de atención con sus grandes orejas, pero aquello no era asunto suyo. El tontito se llevó las manos a la cara para evitar los golpes, y entonces Cuddiestoun lo agarró de sus partes, y Andy chilló y se quedó quieto como un saco en manos del otro.

Y ese fue el final de la aventura de Andy, pues se lo llevaron a Cuddiestoun y dicen que la señora Munro le bajó los pantalones y le dio una buena azotaina; pero la gente cuenta muchas mentiras, pues según otros fue al propio Cuddiestoun al que zurró por dejar que el tontito saliera de la casa esa mañana y pusiera su buen nombre en entredicho con sus marranadas. Pero no tuvo ocasión de hacer más, el pobre, pues al día siguiente fueron los del manicomio y se lo llevaron en una calesa con las manos atadas a la espalda, y esa fue la última vez que se vio a Andy en Kinraddie.

Padre se puso furioso cuando Chris le contó la historia, y una furia bien rara que fue; la llevó al establo y mientras ella se lo contaba no dejaba de mirarle el vestido de arriba abajo haciendo que ella se sintiera asqueada y agobiada. Entonces ¿te ha deshonrado?, susurró, y Chris negó con la cabeza, y entonces padre se relajó y el ardor de la mirada se le apagó. En fin, es la clase de cosas que cabe esperar en una parroquia sin Dios como esta. No creo que vuelva a ocurrir una vez que el reverendo Gibbon se haga cargo.

Tres pastores fueron a Kinraddie a optar por su púlpito vacío. El primero predicó a principios de marzo; era de lo más quisquilloso y remilgado que hubieras visto en la vida y no medía más de uno cincuenta, o por lo menos eso parecía. Llevaba una casulla con una muceta púrpura encima, como si fuera un católico de esos, y se sacudía y brincaba por el púlpito como una agachadiza con temblores y se puso muy cabreado al hablar de Las dudas actuales en la Iglesia presbiteriana escocesa. Pero Kinraddie no tuvo ninguna duda sobre él, y cuando Chris salía de la iglesia con Will y padre oyó decir a Chae Strachan que prefería sentarse debajo de una gallina clueca que tener a ese de pastor. El segundo que lo intentó era un hombrecillo viejo de Banff, tembloroso y anciano, del que algunos dijeron que a su edad haría mejor estándose tranquilito en lugar de ir buscando una iglesia más grande y mayor estipendio. Pues si hay alguien en el mundo que le robaría a un gitano la camisa y predicaría en el purgatorio con tal de recibir una pensión, ese es un pastor de la antigua Iglesia presbiteriana escocesa.

Pero el pobre bruto de Banff estaba como chupado; después de pasarse años escribiendo libros y otras cosas el ánimo se le había diluido en la pluma, y encima leyó el sermón, lo que ya lo puso en su lugar desde un principio.

Así que casi nadie prestó atención a su lectura, a excepción de Chris y su padre; a ella le gustó porque habló de las bestias largo tiempo desaparecidas de la tierra escocesa, en la época en que la jungla florecía en los bosques del valle y un sol rojo se elevaba sobre la tierra tórrida que los pies del hombre todavía no habían pisado; y recreó las tribus oscuras y lentas que vinieron de las tierras bajas de los mares del norte, a las que el gran oso vio llegar, y cazaron y pescaron y amaron y murieron esos hijos de Dios en la alborada de los tiempos; y mostró a los primeros navegantes que surcaron las sonoras costas y que trajeron los ídolos paganos de los grandes Círculos de Piedras, y con eso terminó la Edad de Oro, y la lujuria y la crueldad recorrieron el mundo; y habló del surgimiento de Cristo, un puntito de luz cósmica allá lejos, en Palestina, la luz que poco a poco iluminaba cada vez más y temblaba y nunca moría, la luz que seguiría brillando como el sol sobre todo el mundo, y también sobre los oscuros valles y colinas de Escocia.

Pero ¿qué se podía deducir de eso, si no era que pensaba que Kinraddie era un lugar inmundo ya que las junglas se habían secado? Y sus oraciones no podían ser más cortas; apenas dijo nada del rey o de la familia real ese reverendo Colquohoun. Eso molestó a Ellison y Mutch, que eran acérrimos del rey los dos y estaban dispuestos a morir por él cualquier día de la semana y dos veces los domingos, como decía Rob el Largo, el del Molino. Y su sermón tampoco gustó nada a Chae Strachan, que quería un pastor que ensalzara el socialismo y dijera que «ricos y pobres» debían ser iguales. Así que los pocos que lo escucharon no pensaron gran cosa del anciano escritor de libros de Banff, que lo tenía bien difícil y únicamente gustó a Chris y a su padre; Chris no contaba; John Guthrie sí, pero su voto solo era uno, y bien pocos consiguió el hombrecillo de Banff cuando se hizo el recuento.

Stuart Gibbon fue el tercero que intentó hacerse con la casa parroquial de Kinraddie, y ese domingo, cuando Chris se sentó en la iglesia y levantó la cabeza para verlo en el púlpito, supo igual de bien que conocía su propia mano que ese hombre los iba a complacer a todos, aunque apenas era más que un estudiante de pelo negro, buen rostro rojizo y hombros fuertes y fornidos, pues era apuesto. Y lo primero que los cautivó fue su voz, enérgica y fuerte como la de un toro, agradable y sonora, con la que dijo el padrenuestro de una forma que agradó tanto a los terratenientes como a la gente sencilla. Pues, aunque rogó que le perdonaran sus pecados igual que él perdonaba a los que pecaban contra él —o, como quedaba más refinado, suplicó que le perdonaran sus deudas así como él perdonaba a sus deudores—, lo hizo con un refinamiento y solemnidad que volvió a todos los que lo oían muy sobrios y serios; y hasta uno o dos se le unieron casi al final de la oración, que es algo que casi nunca ocurre en una iglesia de la Iglesia presbiteriana escocesa.

A continuación dio el sermón, sacado del Cantar de los cantares de Salomón, y excepcional fue lo que dijo sobre él, ya que mostró que el cantar tenía más de un significado. Era la descripción de Cristo de la belleza y encanto de la antigua Inglesa presbiteriana de Escocia, y por tanto había que leerla con reverencia; y era una representación de la belleza femenina moldeada a imagen de la gracilidad y elegancia de la Iglesia, y por tanto un manual eterno para que las mujeres de Escocia consiguieran llevar una vida como Dios manda en este mundo y la salvación en el siguiente. Y al minuto o así todos los fieles de Kinraddie lo estaban escuchando como si les estuviera prometiendo que les iba a pagar los impuestos al término del día de San Martín.20

Pues era muy gracioso oír hablar de cosas como esas desde un púlpito, los pechos, muslos y todo lo demás de una mujer, con esa voz que era como el mugido de un toro santo, y saber que eran unas Escrituras decentes que también tenían un significado más elevado. Así que todos se fueron a casa a tomarse la comida del domingo encantados con el nuevo pastor, aunque no era más que un estudiante; y el lunes Rob el Largo, el del Molino, se hartó tanto de que le hablaran del sermón que ató cabos y dijo Bueno, esa clase de sermones están bien para obtener un poco de placer por poderes en el banco de una iglesia, pero yo prefiero obtener el mío de un modo más privado. Claro que así era Rob, como dijo la gente, un tío raro al igual que su Ingersoll, el que no sabía hacer relojes ni decir nada coherente. Y lo que dijo no echó atrás a ninguno de los que acudieron a votar a ese último candidato a párroco de Kinraddie.

Y salió elegido por una mayoría aplastante el reverendo Gibbon, que a mediados de mayo se instaló en la casa parroquial con su mujer, una inglesa con la que se había casado en Edimburgo. Ella era joven como él y bastante guapa, dentro del estilo flacucho, y con una voz casi tan peculiar como la de Ellison, pero distinta, y grandes ojos oscuros, y tan enamorados estaban que la chica que tenían de sirvienta contaba que se besaban cada vez que el pastor salía a dar un paseo. Y una vez, al volver de una excursión y encontrarla esperándolo, el pastor cogió a su mujer en brazos y subió corriendo las escaleras con ella, los dos acariciándose y besándose y mirándose a la cara riéndose y con los ojos brillantes, y en su dormitorio se metieron, cerraron la puerta y tardaron horas en bajar, aunque eso fue a mitad de la tarde. Tal vez eso fuese cierto y tal vez no, pues esa sirvienta había trabajado para la anciana señora Sinclair en la casa parroquial de Gourdon, y es más fácil que el arroyo de Bervie fluya hacia atrás en el valle que una chica de Gourdon diga la verdad.

 

Desde el principio de los tiempos todos los nuevos pastores de Kinraddie iban a conocer a los feligreses de su parroquia al ser elegidos. Algunos lo hacían con lentitud y otros con rapidez, y el reverendo Gibbon era de los rápidos. Subió un sábado a Blawearie justo después de la hora de comer y encontró a John Guthrie afilando una azada en el patio. Las malas hierbas salían de la tierra de Blawearie como los niños de la escuela al terminar las clases; era una tierra muy basta, húmeda y salvaje, de arcilla roja, y el genio de padre iba a peor cuanto más la veía. Así que cuando el párroco llegó y le dijo efusivamente Usted debe de ser mi vecino Guthrie, ¿no?, padre ladeó la cabeza con un brillo de ojos como el de un carámbano y dijo Sí, SEÑOR Gibbon, soy yo. Así que el pastor le ofreció la mano y, cambiando rápidamente de actitud, le dijo con sobriedad Tiene usted una granja muy bien cuidada que da gusto ver, señor Guthrie, y eso que tengo entendido que solo lleva seis meses aquí. Y sonrió de forma empalagosa.

Y después de eso congeniaron bastante y se sentaron en las asas de la carretilla del estiércol, justo en mitad del patio, sin que al párroco le diera miedo mancharse la distinguida ropa negra, y padre le habló de lo árida que era la tierra de Kinraddie, y el párroco le contestó que se lo creía totalmente y que solo un hombre del norte podría apañarse tan bien. Al minuto ya eran como hermanos, y padre lo llevó al interior de la casa, donde Chris estaba en la cocina y padre dijo Y esta chica es mi hija, Chris. El pastor le sonrió con sus brillantes ojos negros y dijo Según tengo entendido eres muy inteligente, Chrissie, y vas al instituto de Duncairn. ¿Te gusta aquello? Y Chris se sonrojó y dijo Sí, señor, y él le preguntó qué quería ser y ella le contestó que maestra, y él dijo que no había profesión más honrosa.

Entonces salió madre de acostar a los gemelos y estuvo muy tranquila y amable, igual que estaba siempre, ya fuera con un terrateniente o con un pobre, coronada con el oro de su precioso cabello. Y le hizo té al pastor, que él ensalzó y dijo que en Kinraddie tomaba el mejor té de toda su vida, y era por la leche. Y padre le preguntó de dónde era la leche que tomaban en la casa parroquial, y el pastor contestó De los Mains, y entonces padre lo miró incisivamente y dijo Ya puede ser buena, porque esa escoria tienen la mejor tierra de toda la parroquia, y el pastor dijo Bueno, me tengo que volver a casa. Ven a vernos alguna tarde, Chrissie, por si mi mujer y yo te podemos dejar algunos libros que te sirvan para tus estudios. Y se marchó, con bastante presteza, pero sin llegar a la agilidad con que padre lo acompañó hasta el extremo del campo de nabos que daba al camino.

Chris fue a la casa parroquial al lunes siguiente por la noche; pensó que tal vez sería la mejor hora, pero no le dijo nada a padre, sino solo a madre, que sonrió y dijo Claro, aunque parecía distante y perdida en sus ensoñaciones como tan a menudo ocurría desde hacía un mes o así. Así que Chris se puso el vestido de los domingos y las botas altas de cordones, se arregló el pelo delante del espejo de la sala y subió por la colina junto a la laguna de Blawearie mientras la noche cubría los Grampianos y las agachadizas gritaban a cientos más allá de las aguas grises del lago, quedas y grises como si no pudieran olvidar el último verano ni esperasen que llegara otro.

Las Piedras proyectaban largas sombras hacia el este, tal vez igual que habían hecho alguna tarde de dos mil años atrás en que los salvajes subieron por la colina y entonaron sus cánticos bajo esas sombras, mientras el ocaso aguardaba sobre las mismas colinas tranquilas. Y una extraña sensación se apoderó de Chris entonces; miró atrás medio asustada, hacia las Piedras y la blancura de la laguna, y luego se fue deprisa por los senderos de los campos hasta que llegó al cementerio y la casa parroquial. Más allá se elevaba la Gran Casa, sofocada por todos los árboles que la rodeaban; se veían sus paredes ruinosas y la luz del asta ya brillaba; enseguida anochecería.

Abrió la puerta del muro del cementerio y fue por él hacia la casa parroquial; las viejas lápidas se elevaban a su alrededor en silencio; no eran tan viejas si se comparaban con las Piedras de la colina de Blawearie, pero bastante viejas de todos modos. Algunas se remontaban a los antiguos y crueles tiempos de los presbiterianos que firmaron las Alianzas;21 una tenía una calavera y huesos cruzados y un reloj de arena encima, y estaba tan cubierta de musgo que casi no se podía leer la letra como de tontos en que las eses parecían efes, y te entraban escalofríos al verla. Los tejos crecían por todas partes en ese lugar en que se encontraba la lápida más antigua, y al pasar Chris apoyó una mano en ella y una rama baja de un tejo susurró y soltó una risita a sus espaldas, y le tocó la mano con un tacto frío y velludo que hizo que estuviera a punto de pegar un grito absurdo; ojalá hubiera ido por el camino abierto y normal en lugar de coger ese atajo que le había parecido tan práctico.

Así que aceleró y se puso a silbar, y justo fuera del cementerio se encontraba el nuevo párroco, que apoyado en la verja miraba entre las lápidas y, como la vio antes que ella a él, su voz la sobresaltó. Vaya, qué alegre eres, Chrissie, dijo, y ella se avergonzó de que la hubiera oído silbando en un cementerio; y él se quedó mirándola fijamente de un modo raro y pareció olvidarse de su presencia unos instantes, tras lo que soltó una risita extraña y murmuró para sí, pero ella lo oyó, Con una ya está bien en un día. Entonces pareció despertar y le mugió Vendrás a por un libro, claro. La casa está patas arriba esta tarde, porque están haciendo limpieza general o algo de eso, pero si te esperas un momento voy corriendo a buscarte algo ligero y alegre.

Y se marchó dejándola sola entre los negros árboles que se inclinaban sobre el gris cementerio. La hierba invisible susurraba incesantemente sobre las figuras yacentes y oscuras de las lápidas, y Chris pensó en los muertos que había debajo de ellas, granjeros, labradores y sus mujeres, y niños pequeños y recién nacidos con sus cuerpos ya convertidos en esqueletos, de manera que si cavabas en la tierra solo encontrarías sus huesos, salvo en el caso de los enterrados recientemente, y tal vez en la oscuridad los gusanos y otras cosas asquerosas se arrastraban y cebaban en la carne podrida y negra; era un lugar aterrador.

Pero al fin volvió el párroco sin darse ninguna prisa, sino acercándosele lentamente, y le dio un libro y dijo Bueno, aquí tienes, y espero que te guste. Ella cogió el libro y al mirarlo a la luz mortecina vio que se titulaba Religio Medici, y consiguió vencer su timidez y preguntó ¿Le gustó a usted, señor?, y él la miró y contestó sin alterar la voz Sí, es la hostia de bueno, y dio media vuelta y la dejó a merced de tener que volver a pasar por entre los espantosos tejos. Pero esa vez no le dieron ningún miedo, sino que mientras subía hacia casa iba pensando en la palabra que había usado, que no era ni más ni menos que una blasfemia, y preguntándose si debería contárselo a padre.

No, de eso nada, un pastor solo era un hombre y este le había prestado un libro, lo que era muy amable de su parte aunque estuviera tan raro. Y además padre no sabía que había ido a la casa parroquial, y tal vez pensaría que ella intentaba relacionarse con los terratenientes y se pondría él mismo a blasfemar. No es que padre blasfemara a menudo, se dijo mientras corría por la colina y al llegar arriba salía de la oscuridad, a la última luz de ese día de mayo en la que el crepúsculo era un trémulo brillo que bailaba entre sus pies esperándola; no lo hacía a menudo padre salvo cuando se agobiaba mucho, como aquel día en que sembrando el campo de debajo de Blawearie primero se rompió la vara del carro y luego se rompió el martillo y luego empezó a llover, y casi se volvió loco y gritó a Will y Chris que les iba a dar una azotaina hasta que no les quedara piel ni para ponerse una moneda de tres peniques encima del culo, y al final, totalmente fuera de sí, agitó el puño contra el cielo y bramó ¡Sí, tú ríete, destripaterrones!

Chris echó un breve vistazo a Religio Medici y casi se le parte la cabeza en dos de tanto bostezo mientras leía; era más divertido, en un día libre y con poco que hacer, ayudar a madre a lavar las mantas. Jean Guthrie retiró todo lo de las camas de Blawearie y amontonó las mantas en tinas medio llenas de agua tibia y jabón bajo el sol de aquel tiempo seco y rojo, y Chris se quitó las botas y las medias, se subió los calzones bien arriba de las piernas y, metiéndose entre los grises pliegues enjabonados de las mantas, empezó a pisarlas de un lado a otro. Era agradable sentir que el agua te borbotaba azul e irisada entre los dedos de los pies y se volvía cada vez más espesa; luego se pasó a la otra tina mientras madre vaciaba la primera; era un trabajo entretenido, y pensó que podría pasarse toda la vida pisando mantas, aunque cada vez hacía más calor esa roja mañana mientras lavaban. Así que cuando madre fue dentro Chris se quitó la falda y luego la enagua, y al salir con otra manta exclamó madre ¡Dios mío, te has desnudado!, y le dio una palmada cariñosa en los calzones y dijo Serías un muchacho muy guapo, mi niña Chris, y le sonrió a su modo alegre y siguió con la colada.

Pero entonces llegó John Guthrie de los campos con Will, y en cuanto Chris vio la cara de su padre se quedó muy parada y encogida, y él le gritó ¡Sal de ahí inmediatamente, fresca descarada, y vístete! Y ella se salió, pálida y avergonzada, más avergonzada por padre que por ella misma, y Will se puso rojo y se llevó los caballos como si se sintiera violento, y padre atravesó el patio a grandes zancadas y en la cocina se puso furioso con madre. ¿Qué diría la gente de la chica si la vieran ahí casi desnuda? ¡Seríamos la comidilla y el hazmerreír del lugar! Y madre lo miró fría y dulce: Bueno, no sería la primera vez que veías a una chica desnuda, y si tus vecinos no la han visto será que han engendrado a sus hijos con los pantalones puestos.

Padre se puso aún más furioso al oír eso y dejó a madre y salió fuera con la cara blanquecina, no roja, y no dijo nada más ni habló a madre en toda esa tarde ni al día siguiente. Cuando Chris se acostó esa noche y pensó en lo sucedido, hecha un ovillo y sola, era como si hubiera visto una bestia enjaulada asomándose por los ojos de su padre al verla en la tina. Como un fuego que ardiera por el patio, seguía y seguía como si ella todavía estuviera ahí y él la fulminara con la mirada. Ocultó el rostro bajo las mantas, pero no podía olvidarlo, y como a la mañana siguiente ya no soportaba estar dándole vueltas, y la casa estaba tranquila porque los hombres ya se habían marchado, fue a madre y le preguntó directamente; jamás le había preguntado sobre nada de eso.

Y entonces ocurrió algo horrible: el rostro de madre se tornó gris y viejo, y dejó la faena que hacía en la mesa de la cocina conforme palidecía por segundos cada vez más, y Chris casi perdió el juicio de verla así. ¡Ay, madre, no quería enfadarla!, exclamó abrazándola muy fuerte y fijándose en lo blanca y fea que se le había puesto la cara en el último mes. Y al fin madre le sonrió y le puso las manos en los hombros. No eres tú, mi niña Chris, sino solo la vida. No te puedo decir nada ni aconsejarte nada, mi niña. Tendrás que enfrentarte a los hombres por ti misma cuando llegue el momento, porque no hay nadie que te pueda ayudar. Y entonces dijo algo aún más extraño después de besar a Chris: Hazme el favor y que no se te olvide eso si yo no pudiera soportarlo más, y se calló y se rio y volvió a estar alegre. Pero qué tontas somos; venga, sal corriendo y tráeme un cubo de agua. Y Chris salió con el cubo y subió a la bomba bajo ese tiempo rojo y caluroso, pero entonces algo le vino a la cabeza y regresó con sigilo a la casa, y vio que madre seguía igual que la había dejado, pálida, sola y triste. Chris no se atrevió a volver junto a ella, sino que se quedó allí mirándola.

Algo le pasaba a madre; a todos ellos les pasaban cosas; nada seguía nunca igual, salvo tal vez ese tiempo que hacía, y si continuaba mucho más pronto las junglas del reverendo volverían a brotar por todos los campos del valle. Qué tedioso era trabajar de mala manera la tierra y su vida mientras esperabas la lluvia o el deshielo. Estaría encantada cuando terminase los exámenes y entrara en la Universidad de Aberdeen, donde la Chris inglesa conseguiría la licenciatura y luego una escuela propia, habiéndose olvidado por completo de las malas caras y gruñidos de padre, y tendría su casa y se pondría lo que quisiera y jamás ningún hombre se molestaría al verla, que ya se ocuparía ella de eso.

 

O tal vez no lo haría; qué raro que nunca estaba mucho tiempo segura de sí misma, y eso que ya casi era una mujer. Padre decía que la sal de la tierra eran la gente que llevaba una sembradora bien recta y nunca miraba atrás, pero ella aún no era más que tierra arada cuyos surcos se entrecruzaban, y lo mismo querías esto que querías aquello, y a veces los libros y todas sus excelencias no eran más que un galimatías sin sentido, pero entonces estaban los excrementos y los gritos que tanto te disgustaban y que te hacían volver a los libros…

Se giró sobresaltada en la hierba, inquieta por pensar eso. El atardecer iba pintando la laguna, pero hacía el mismo calor de siempre y llegaba una de esas noches en que no soportabas taparte con una manta, e incluso la oscuridad era como una manta asquerosa y negra. El viento había parado mientras estaba allí tumbada pensando, lo que le daba exactamente igual, pues no había indicio alguno de que nada lo fuera a sustituir. Las retamas se erguían ese atardecer inmóviles, grandes caras concentradas y amarillas como las de un ejército de hombres amarillos que miraban hacia todo Kinraddie esperando que lloviera. Abajo madre necesitaría que la ayudase, Dod y Alec ya habrían vuelto de la escuela y padre y Will pronto regresarían de los campos.

¡Ah, ya la estaban llamando a gritos!

Se levantó, se sacudió el vestido y fue por la hierba hasta el final de la colina, desde donde vio abajo a Dod y Alec haciéndole señas. Gritaban su nombre muy alterados; sonaba como los mugidos de los terneros que han perdido a su madre, y fue bajando lentamente para hacerles rabiar hasta que les vio las caras.

Fue entonces, mientras volaba colina abajo con la cara también blanca, cuando el cielo crujió detrás de ella, un largo relámpago recorrió en zigzag las cimas de los Grampianos y por los campos de las laderas de las colinas oyó el sonido de la lluvia. La sequía había terminado al fin.

To koniec darmowego fragmentu. Czy chcesz czytać dalej?