Canción del ocaso

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Chris y Will iban en el último carro, dieciséis años Will y quince Chris, y el camino seguía ascendiendo, recto y fijo, y a veces se tenían que guarecer porque la aguanieve les pasaba cantando a izquierda y derecha, blanca y brillante en la oscuridad. Y otras se bajaban del carro del que tiraba fatigoso el viejo Bob y corrían junto a él, uno a cada lado dando patadas en el suelo para entrar en calor, y veían los arbustos de tojo que subían negros por las blancas colinas, y a lo lejos los parpadeos de luces en los brezales, en los que la gente estaba acostada bien calentita. Pero entonces el camino ascendente giraba a izquierda o derecha por este empinado saliente o aquel y el viento volvía a azotarlos, y boqueando se volvían a subir al carro, Will con los pies y las manos helados y la aguanieve como si fuera agujas que se le clavaban en la cara, y Chris aún peor, cada vez más helada, su cuerpo entumecido e infeliz, rodillas y muslos y estómago y pecho; tanto le dolían los pechos que casi le daban ganas de llorar. Pero de eso no dijo nada; se quedó adormilada en medio del frío y tuvo un extraño sueño mientras seguían subiendo lenta y pesadamente por las antiguas colinas.

Pues de pronto surgió de la noche un hombre corriendo por delante de ellos; padre no lo vio ni le hizo caso, aunque en el sueño de Chris el viejo Bob bufaba y respingaba. Y según se acercaba se retorcía las manos, un extranjero loco que cantaba, de barba negra y medio desnudo, y que exclamó en griego ¡Las naves de Piteas! ¡Las naves de Piteas!, y les rebasó y se adentró en la tormenta de aguanieve que caía sobre las colinas Grampianas, y Chris ya no lo vio más; qué sueño más raro. Pues tenía los ojos totalmente abiertos y se los frotó sin necesidad, así que, si no había sido un sueño, tenía que ser que estaba atontada. Ya habían salvado el Slug y debajo estaban Stonehaven y los Mearns, y mucho más allá, a kilómetros de distancia en el valle, el punto de luz titilante que brillaba desde el asta de Kinraddie.

Y así llegaron a Blawearie, todos agotados en esa poca noche que quedaba, y durmieron hasta bien entrada la mañana siguiente mientras llegaban frío y llovizna del mar de allá por Bervie. Toda la noche oyeron ese mar, un murmullo que gemía junto a los acantilados del solitario Kinneff. No es que John Guthrie prestara atención a esa tontería de sonidos, pero sí se lo prestaban Chris y Will en la habitación en que se habían hecho los camastros. Por la novedad de ese lejano mar, frío y susurrante, Chris no conseguía dormirse, hasta que Will le susurró Durmamos juntos, y eso hicieron, abrazados para entrar en calor. Pero, en cuanto despuntó el día, Will se volvió a meter bajo las mantas de su cama, pues le daba miedo lo que pudiera decir padre si se los encontraba acostados así. Chris pensó sobre eso enfadada, confusa y enfadada, mientras el sueño volvía a la Chris inglesa. ¿Era posible que un hermano y una hermana hicieran algo si se acostaban juntos? Y además ella ni siquiera sabía cómo hacerlo.

Pero cuando Will se volvió a su cama apenas tuvo un minuto para entrar en calor ni para pegar ojo, pues John Guthrie se levantó y fue despertándolos a todos, y entonces los gemelos se echaron a llorar pidiendo pecho mientras Dod y Alec intentaban encender el fuego. Padre subía y bajaba las desconocidas escaleras de Blawearie tocando en todas las puertas y gritando que si no les daba vergüenza seguir metidos en la cama cuando ya había pasado la mitad del día. Luego salió y la casa quedó en silencio tras el portazo que dio, y entonces explicó desde fuera que iba a subir a la colina a ver la laguna del brezal de Blawearie: ¡Levantaos, desayunad y poneos con vuestra faena antes de que yo vuelva u os caliento las orejas!

La verdad es que era raro que a padre se le ocurriera subir a la colina a esas horas, pues mientras ascendía entre las retamas oyó John Guthrie un disparo que restalló en la mañana tan oscura y acerada y quedó sorprendido, pues ¿no era Blaewarie suya y él el arrendatario? Y se puso furioso y dejó de caminar despacio. Entre la retama muerta subió por la colina a la velocidad de una liebre hasta que vio la laguna, bordeada de hierba y helada esa mañana de invierno, sobre la que una bandada de gansos salvajes volaban hacia el este en dirección al mar. Todos menos uno iban hacia el este con limpios aletazos bajo el cielo gris acero, pues ese uno cayó en picado agitando sus bruñidas alas, y John Guthrie vio que se le soltaban plumas y oyó que gritaba como un niño que se sofoca de noche bajo las mantas hasta que dio contra el lago a menos de diez metros de donde se encontraba el hombre de la escopeta.

Así que John Guthrie fue con sigilo por la hierba hasta donde estaba ese tipo con polainas y la cara roja y preguntó que quién parecía estar tan a sus anchas en tierras de Guthrie. El otro dio un respingo al oírlo llegar y luego soltó una risita nerviosa con su cara de tonto, pero John Guthrie no se rio. En su lugar susurró con mucha tranquilidad A ver, ¿no estaba usted disparando?, y el otro contestó Sí, solo eso. Y entonces John Guthrie dijo Ah, ¿entonces es usted un cazador furtivo?, y el tipo dijo No, nada de eso. Soy Maitland, el capataz de Mains, y John Guthrie le susurró Como si quiere ser el arcángel Gabriel, pero en MIS tierras no va a volver a disparar, ¿me entiende?

Las Piedras se erguían sobre los dos, con sus diversos colores y los bordes blancos de nieve, y sopló un viento que le podría haber helado los sabañones a un mono de latón mientras ellos se miraban con mala cara. Entonces Maitland farfulló Ellison ya se ocupará de esto en Mains y se marchó pitando, como si se temiera que le diesen una patada en el culo. Y justo ahí, en mitad de los pantalones, se la podría haber dado John Guthrie, pero se contuvo con astucia porque el ganso seguía tirado junto al lago sacudiéndose y baboseando sangre por el pico; y miró a John Guthrie con espanto con sus ojos gris pizarra, y este esperó todavía con astucia hasta que perdió de vista a Maitland y entonces le retorció el cuello al pájaro y lo bajó a Blawearie. Y le contó a todos el encuentro con Maitland y les dijo que si alguna vez oían disparar en sus tierras fueran corriendo a decírselo, que ya se encargaría él de cualquier maldito cazador furtivo, fuese judío, gentil o el mismísimo príncipe de Gales.

Así fue como padre vio por primera vez las Piedras y no le gustaron, porque una tarde de primavera, tras toda la jornada arando y tal vez un poco cansado, subió dando un paseo por la colina hasta el lago y encontró a Chris allí tumbada, del mismo modo que ahora estaba allí tumbada al calor del verano. Aunque estaba cansado fue rápidamente a su lado con los hombros rectos y su mirada aterradora fija en ella, sin que Chris tuviera tiempo de cerrar el libro de cuentos que estaba leyendo, que él le quitó y después de mirarlo exclamó ¡Tonterías! Más te valdría estar abajo en la casa ayudando a tu madre a lavar pañales. Y entonces miró a las Piedras con el ceño fruncido y Chris pensó la tontería de que se había estremecido como si le dieran miedo, a él, a quien no le daba miedo nadie vivo o muerto, rico o pobre. Pero tal vez el escalofrío fuera por haber ido tan rápido contra el cortante y frío viento primaveral; el caso es que se quedó mirando las Piedras unos instantes y dijo que eran bastas y asquerosas, que los que las habían erigido estaban ardiendo en el infierno, unos salvajes vestidos con pieles que ya no tenían ninguna piel para protegerse. Y Chris ya podía ir bajando a hacer su faena; ¿había oído algún disparo esa tarde?

Chris contestó No, y cierto era que no lo había oído, ni ninguna otra tarde hasta que el propio John Guthrie se hizo con una escopeta, una de segunda mano que compró en Stonehaven de las que se cargaban por el cañón, y al pasar por el molino de vuelta a Blawearie salió Rob el Largo y al verlo exclamó ¡Ah, amigo mío, no me acordaba de que fueras veterano de 1745!, y padre contestó Por Dios bendito, Rob, ¿es que por entonces ya estabas timando a la gente en tu molino?, pues a veces sabía bromear, salvo con su familia. Así que llevó la escopeta a casa y la cargó con perdigones y le metió tacos con una varilla, y de noche salía con sigilo en el ocaso y disparaba a un conejo aquí y a una liebre allá, y absolutamente nadie debía manejar la escopeta, excepto él mismo. Y nadie lo intentó hasta ese día en que se fue al mercado de Laurencekirk, y entonces Will descolgó la escopeta, se rio de ella, la cargó y salió a disparar a una lata de arenques que puso encima de un poste hasta que casi lo hizo perfecto. Pero luego se arrepintió, porque al llegar a casa padre contó los perdigones esa noche y se puso loco de ira, hasta que madre se hartó del tema y exclamó Cállate ya, tú y tu escopeta, ¿qué tiene de malo que Will la usara?

Padre estaba sentado en el rincón del fuego cuando oyó eso, pero se puso en pie como un gato y miró a Will de un modo que a este se le heló la sangre en las venas. Entonces dijo con la voz serena que usaba cuando iba a azotarlos Vente al establo, Will. Madre se rio con esa risa extraña y risueña que había sacado de las primaveras de Kildrummie, tan amable y rara a la vez, mirando con pena a Will. Pero Chris ardió de vergüenza porque Will ya era demasiado mayor para eso y gritó ¡Padre, no lo haga!

Lo mismo le podría haber gritado a las mareas de Kinneff que no se acercaran a tierra, pues para entonces padre ya estaba muy enardecido y susurró Cállate, muchacha, o te llevo a ti también. Y al establo se llevó a Will y le bajó los pantalones, con casi diecisiete años que tenía, y le zurró hasta que los verdugones de las nalgas se le pusieron azules; y esa noche Will apenas pudo dormir por el dolor, y sollozaba en su almohada hasta que Chris se metió en su cama y lo abrazó, y le pasó la mano por debajo de la camisa y le acarició la carne herida para aliviarlo, y él dejó de llorar al rato y se durmió abrazado a ella, lo que a Chris le pareció entonces raro porque él era más grande y mayor que ella y de algún modo su piel, pelo y cuerpo eran distintos que antes, como si ya no fueran niños.

 

Recordó entonces las historias que contaba Marget Strachan y notó que se sonrojaba de vergüenza en la oscuridad, y luego pensó aún más en ellas mientras seguía despierta y veía por la ventana que llegaba la medianoche y una llama malva y dorada surgía y se deslizaba y temblaba en el cielo; era la llama de la noche que ardía como una gema sobre los Grampianos; y a la mañana siguiente tenía tanto sueño que casi ni pudo ponerse la ropa y partir por los campos hacia la estación a coger el tren de Duncairn para ir al instituto.

Pues la habían mandado al instituto, que bien raro que le parecía después de las clases en Echt; era un lugar pequeño y feo más abajo de la estación de Duncairn, feo como un pecado y casi igual de orgulloso, como decía la Chris que era una Murdoch. Dentro del edificio principal había una cabeza tallada de una bestia que era como un ternero con un cólico, pero aseguraban que se trataba de un lobo con un escudo, hiciera lo que hiciese ahí ese animal.

Cada semana más o menos el profesor de dibujo, el viejo señor Kinloch, se llevaba a una clase u otra al patio de delante del lobo y, sentados en las sillas que portaban con ellos, intentaban dibujar a la bestia. Le tenía mucho cariño Kinloch a los terratenientes, y si llevabas un vestido bonito y el pelo bien peinado, y tu padre era alguien destacado, se sentaba a tu lado y te acariciaba el brazo y hablaba con un lento sonsonete que hacía que todos se rieran a sus espaldas. Noooooo, eso no está muy bien, decía con su voz aflautada, se parece más a la cabeza de uno de los cerdos del paaaaaadre de Chrissie que a un animal heráááááááááldico, me temooooooo.

Sí, le encantaban los terratenientes al señor Kinloch, y sabe Dios que no era ninguna excepción a los demás profesores de allí. Pues la mayoría de ellos eran hijos e hijas de pobres campesinos y pescadores, y con los terratenientes se sentían seguros y lejos de esos lamentables pozos de gachas de avena y caldo y camas sin sábanas en que se habían criado. Así que trataban con condescendencia a Chris, hija de un granjero sin importancia, pero a ella lo mismo le daba, pues como se decía a sí misma era seria y sensata. ¿Y no decía padre que a ojos de Dios un hombre honrado era igual de bueno que cualquier maestro de escuela, y por lo general mucho mejor?

Pero de todos modos te molestaba un poco que el señor Kinloch abrazara a esa chica, Fordyce, cuando tenía la cara como un tazón de gachas roto y la voz como un clavo deslizándose por una pizarra. Y no es que sus dibujos se merecieran los abrazos, sino que más bien se los ganaba el dinero de su padre, aunque tampoco es que Chris dibujara como una artista; ella en lo que destacaba era en latín, francés, griego e historia. Y el profesor de inglés le puso a la clase que escribieran una redacción sobre Las muertes de los grandes, y la de ella era tan buena que al profesor no le quedó más remedio que leerla en voz alta a toda la clase, y la Fordyce esa venga a burlarse por lo bajo y a hacer comentarios desdeñosos de lo muerta de celos que estaba.

El señor Murgetson era el profesor de inglés, pero no era inglés, sino que procedía de Argyll y hablaba con un quejido gracioso, el de las Highlands, y los chicos juraban que le crecía pelo entre los dedos de los pies como a las vacas de las Highlands, y cuando lo veían por un pasillo asomaban la cabeza por una esquina y hacían Muuu como el ganado. Él se ponía furioso, y una vez que lo hicieron entró en la clase en que Chris aguardaba el inicio de la lección y dijo cosas horribles, y agarró una regla negra y miró a su alrededor como si tuviera intención de matar a alguien. Y tal vez lo habría hecho de no ser porque la profesora de francés, que era muy guapa, entró con una sonrisita en el aula, y entonces él bajó la regla, resopló e hizo una mueca y dijo ¿Eh? ¿Canaille?, y la profesora de francés sonrió más y dijo Cariño mío.

Así que ese era el instituto de Duncairn, al que iban dos Chris cada mañana, una que era seria y estudiosa y otra que se reclinaba en el asiento y se reía discretamente de las payasadas de los profesores, y pensaba en la colina de Blawearie y en el ruidoso masticar de los caballos, y en el olor a estiércol y en las manos morenas y estriadas de su padre, hasta que se moría de ganas de volver a casa. Pero se hizo amiga de Marget Strachan, la hija de Chae Strachan, que era delgada, dulce y guapa y estaba bien conocerla, aunque hablaba de cosas que al principio te parecían horribles, pero luego no lo eran en absoluto y querías oír más, y Marget se reía y decía que era Chae el que se las había contado. Siempre lo llamaba Chae y era raro hablar así de tu padre, pero tal vez fuese porque era socialista y pensaba que «los ricos y los pobres» debían ser iguales. Pero ¿qué sentido tenía creer eso y luego mandar a su hija a que recibiera una educación y se convirtiese en uno de los ricos?

Sin embargo, Marget afirmaba que esa no era la intención de Chae, sino que tenía que aprender y estar preparada para la revolución que algún día llegaría. Y si nunca llegaba, de todos modos ella no debía buscar riqueza, sino hacerse médica, porque Chae decía que la vida salía de las mujeres a través de túneles de dolor, y si Dios había decidido que las mujeres hicieran otra cosa además de tener hijos sin duda tenía que ser el salvarlos.

Y los ojos de Marget, azules y tan profundos que te recordaban a un pozo al que te asomabas, se tornaban más profundos y oscuros, y su dulce rostro se volvía tan solemne que la propia Chris también se sentía solemne. Pero eso solo era un instante, y al siguiente Marget ya estaba riendo y burlándose e intentando escandalizarla contándole cosas de los hombres y las mujeres y lo tontos que eran bajo la ropa, y cómo llegaban los niños y cómo había que tenerlos, y las cosas que había visto Chae en las cabañas de los negros en África. Y le habló de un lugar en el que guardaban cadáveres blanquecinos de hombres en salazón en grandes cubas de piedra hasta que los médicos tenían que cortarlos, cadáveres de mendigos eran, así que ve con cuidado y no termines de mendiga, Chris, porque no me gustaría nada llamar un día al timbre y que sacaran de la cuba y me trajeran tu cuerpo desnudo, viejo, arrugado y cubierto de sal, y yo miraría tu cara rara y muerta con el escalpelo en la mano y de pronto exclamaría «¡Pero si es Chris Guthrie!».

Eso era espantoso, tanto que Chris se puso mala y se detuvo a mitad de camino en el luminoso sendero por el que iban entre los campos a Peesie’s Knapp esa tarde de marzo. Limpio, intenso, salvaje y despejado, el olor de la tierra arada se te metía esa tarde por la nariz y por la boca cuando la abrías, pues las cuadrillas de Netherhill habían estado en ese campo todo el día y a Chris el olor le resultaba extraño, encantador y querido.

Y algo más vio al mirar a Marget mientras se ponía mala por la idea de que su cadáver era llevado ante ella. Era una vena que le latía a Marget en el cuello, una azul y pequeña por la que le pasaba la sangre con lentas palpitaciones; eso nunca lo haría cuando uno estuviera muerto e inmóvil bajo la hierba, metido en la tierra que olía tan bien y que uno no olería; o encerrado en la oscuridad helada de una cuba sin volver a ver nunca la llama de los tojos ardientes ni oír el estruendo del mar del Norte de más allá de las colinas, un estruendo que atravesaba la neblina de la mañana; las cosas que estaban bien y no duraban y tan pronto desaparecían. Y solo ellas eran auténticas y reales; aparte de eso no había nada que pudieras lograr jamás, salvo algún sueño tedioso y ese último silencio oscuro… ¡Ay, solo a los idiotas les encantaba estar vivos!

Pero Marget la rodeó con los brazos cuando dijo eso y la besó con sus labios amables y rojos, que de tan rojos que eran parecían flores de espino, y dijo que había cosas maravillosas en el mundo, cosas maravillosas que no duraban, y eso las volvía más maravillosas. Espérate a estar entre los brazos de tu chico, que será en la cosecha con las garberas a tu alrededor, y él dejará de hacer bromas (siempre las hacen, y ahí es cuando se les altera la tensión) y te cogerá de este modo…, espera, que no nos ve nadie…, y te sujetará de este modo con las manos así y te besará de este modo.

Terminó en un momento, rápido y vergonzoso, que aun así estaba bien, pero te producía un estremecimiento que tan extraño te resultaba como te llenaba de vergüenza. Tiempo después de que se despidiera de Marget esa tarde se volvió y miró hacia Peesie’s Knapp y se sonrojó de nuevo; y de pronto en Blawearie los vio a todos como si fueran desconocidos que hubieran salido desnudos del mar, y se sentía fatal cada vez que miraba a padre o madre; pero eso se le pasó al día o dos, ya que no hay nada que dure.

Nada de nada, aunque eres demasiado joven para pensar en esas cosas, que tienes tus clases y tus estudios, Chris inglesa, y vives y comes y duermes en esa otra Chris que estira los dedos de los pies por ti en la oscuridad de la noche y susurra somnolienta Yo soy tú. Pero no había forma de dejar de pensar eso cuando justo al día siguiente Marget, que ya era parte de tu vida, vino corriendo haciéndote gestos cuando llegabas a Peesie’s Knapp para darte la noticia de que se iba a vivir a Aberdeen con una tía suya de allí, que dice Chae que es mejor lugar para un estudiante y podré empezar antes la carrera.

Y tres días después Chae Strachan y Chris bajaron en el carro a la estación con ella, y la despidieron en el andén y ella les dijo adiós con la mano, tan joven y guapa, y Chae parecía tan atontado como se sentía Chris. Luego Chae la llevó desde la estación y de camino solo habló una vez, pero parecía que a sí mismo, no a Chris: Sí, mi Marget, te irá bien siempre que mantengas a los chicos a raya y no les dejes que te besen tu bonito pecho.

Así que se marchó tu Marget y no parecía que hubiese nadie en Kinraddie que pudiera ocupar su lugar; las sirvientas de la edad de Chris no eran más que unas tontas torpes de entendederas que daban chillidos alrededor del establo de los Mains de noche mientras los labradores las perseguían riéndose de ellas. Y John Guthrie tenía tan mal concepto de ellas como de la propia Marget. ¿Amigas? Tú dedícate a tus estudios y hazte alguien importante; no tienes tiempo para amigas.

Al oír eso madre levantó la mirada con buena cara sin tenerle ningún miedo, que nunca se lo tenía. Ten cuidado no sea que no se le ablande la sesera con tantas lecciones y esas cosas, que de tanto estudiarse los libros dicen que se volvió loco el tontito pelirrojo de Cuddiestoun. Y padre giró rápidamente la cabeza hacia ella y dijo ¿Eso dicen? ¿Y tú que prefieres, que se vuelva loca de estudiar o loca de…? Y entonces se calló y empezó a gritar a Doc y Alec, que estaban haciendo ruido en un rincón de la cocina. Pero Chris, enfrascada en la lectura de sus libros a la luz de la lámpara de queroseno, dejó de prestar atención a la llegada de César a la Galia y al follón que montó allí pensando que sabía lo que padre había estado a punto de decir: tal vez fuera loca de lujuria. Y pasó una página del pesado del César ese y pensó en las locuras que había hecho el tontito de Andy por los caminos y bosques de Kinraddie.

Marget se acababa de ir cuando pasó a principios de abril aquello, que se convirtió en la comidilla del lugar. Como era la época de siembra, John Guthrie iba echando pasto y avena en dos campos con una mano y la otra mientras avanzaba, y Will le daba la avena de los sacos que bordeaban los surcos. La propia Chris ayudaba a primera hora de algunas mañanas cuando el rocío desaparecía pronto; era tan alegre y agradable hacerlo al fresco, con el silbido de los mirlos de los árboles de Blawearie y el destello del mar del otro lado del valle, y el viento que subía por las laderas con un olor limpio e intenso que se apoderaba de ti y te hacía jadear. Tan silencioso estaba el mundo a esas horas en que el sol apenas empezaba a despuntar sobre el horizonte que hasta oías con toda claridad, como si estuviese caminando por el campo de al lado, los sonoros pasos de Chae Strachan, y eso que estaba muy abajo y no era más que una sombra y un punto iluminado que sembraba sus campos de detrás de las edificaciones de Peesie’s Knapp.

Esa mañana pasaban alondras, recordó Chris, que silbaban y trinaban oscuras e invisibles contra el resplandor del sol, ahora una alondra y luego otra, hasta que la dulzura de sus trinos te mareaba y tropezabas con pesados cubos llenos de avena y padre te gritaba con su barba pelirroja ¡Maldita sea, es que estás tonta, muchacha!

 

Y fue esa mañana cuando el tontito de Andy se escapó de Cuddiestoun y empezó a hacer sus escandalosas tropelías por Kinraddie. Luego Rob el Largo, el del Molino, diría que había tenido un caballo que hacía ese tipo de cosas a principios de primavera, y saltaba sobre diques y zanjas y sobre todo ser mortal si oía pasar a una bonita yegua. Aunque estaba castrado eso hacía el caballo, y al fin y al cabo el pobre diablo de Andy no era más que un castrado, si bien la señora Ellison no pensó que lo fuera, ya lo creo que no.

Dijeron que la señora Ellison echó a correr tan deprisa después de encontrarse con el tontito que perdió doce kilos de peso. El muy bruto la persiguió hasta casi llegar a los Mains, y luego se metió por el terreno agreste de detrás del camino de peaje.

La señora Ellison había salido más temprano de lo habitual en ella e iba andando por el camino a Fordoun cuando Andy salió de un salto de entre unos arbustos con su basta cara toda agitada y los ojos húmedos y ardientes. Ella pensó al principio que estaba herido, pero entonces vio que intentaba reír y después la agarró del vestido diciendo ¡Ven aquí! Ella casi se desmaya, pero no lo hizo y el paraguas que llevaba se lo rompió al tontito en la cabeza, tras lo que dio media vuelta y echó a correr, y él la persiguió a saltos por el camino, saltando como un enorme mono, mientas le gritaba cosas horribles. Cuando al ver los Mains puso punto final a la persecución debió de quedarse en las colinas una hora o así, y luego vio a la señora Munro, la comadreja, que bajaba con cautela por los senderos hacia los Mains, Peesie’s Knapp y Blawearie preguntando en tono severo, como si le echara la culpa a todo el mundo menos a ella misma, ¿Han visto al Andy ese?

Mientras ella iba hacia Blawearie él debió de volver por las colinas, muy por arriba de Cuddiestoun, hasta llegar a Upperhill, pues después uno de los labradores dijo que creía haberlo visto arrastrando los pies y recortado contra el horizonte cogiendo un gran manojo de acedera y comiéndoselo. Entonces se metió en el bosque de Upperhill a esperar allí, y a las nueve Maggie Jean Gordon tenía que ir por ese bosque a la estación, un bosque espeso de alerces recorrido por un sendero en el que apenas entraba la luz, y los conos crujían y se pudrían bajo los pies, y a veces una verde barrera de tojo trepaba por una zanja y te miraba, y en invierno los ciervos bajaban de los Grampianos y se refugiaban allí.

Pero con el tiempo que hacía ese abril no había ciervos que asustaran a Maggie Jean, y ni siquiera el tontito la asustó. Él había estado esperando en lo alto del bosque antes de cogerla, pero tal vez previamente hubiera ido corriendo junto al sendero por el que iba ella, ya que luego Maggie Jean recordó que de vez en cuando oía algún crujido y se extrañó de que las ardillas hubieran salido tan temprano. Era una Gordon, lo cual quizá no fuera gran cosa, pequeñita y alegre, delgada y de bonito cabello castaño, que andaba muy tiesa, miraba de forma muy directa y tenía una risa agradable.

Así que yendo por el bosque cayó en manos del tontito y ni siquiera cuando él la cogió en brazos se asustó, ni tampoco cuando la llevó a las profundidades del bosque, mientras las ramas de retama les golpeaban la cara y se mojaban de rocío, y la metió en un lugar pequeño rodeado de retamas a cuya oscuridad solo llegaba un largo dedo de sol.

Ella se puso en pie y se sacudió la ropa después de que él la dejara en el suelo, y le dijo que no podía seguir jugando porque de verdad que tenía que darse prisa o perdería el tren. Pero él no le hizo ningún caso, y agachado sobre una rodilla movía la cabeza a un lado y otro, escuchando y escuchando, de manera que Maggie Jean también escuchó y oyó a los labradores que gritaban a sus caballos y a su madre que en ese momento llamaba a las gallinas para darles de comer: ¡Pitas, pitas…! En fin, que me tengo que ir, le dijo cogiendo el bolso, pero aún no había dado un paso cuando él la volvió a sujetar, y al cabo de un minuto más o menos, aunque ella seguía sin tenerle miedo ni siquiera entonces, vio que aquello no le gustaba y le pidió que por favor la soltara porque se tenía que ir. Y levantó la mirada al tiempo que lo empujaba para apartar su cabeza loca y horrible, y entonces él empezó a ronronear como si fuera un enorme gato montés, que bien espantoso que debió de ser verlo y oírlo.

Y solo Dios sabe lo siguiente que habría hecho de no ser porque en ese momento, ya que nunca había habido una mañana tan clara y despejada, muy lejos, al otro lado de los campos de abajo, un hombre empezó a cantar, en la distancia pero con mucha claridad y una bonita cadencia de voz. Y terminó la canción y la silbó, y luego la volvió a cantar:

Cosita bonita,

alegre cosita,

cosita preciosa,

si fueras mía,

contra mi pecho

te abrazaría,

y así mi joya

nunca perdería.

Y entonces, agachado y escuchando, el tontito soltó a Maggie Jean y se puso él a cantar la canción, y luego la volvió a coger entre sus brazos, pero con ternura, como si fuera un gato, y la puso en pie y le estiró el vestido que llevaba, y la cogió de la mano y la llevó de vuelta al sendero que atravesaba el bosque de alerces. Y ella se marchó, y una vez miró atrás y lo vio observándola detenidamente, y como se dio cuenta de que estaba llorando volvió corriendo junto a él, la buena muchacha, y le dio unas palmaditas en la mano y le dijo No llores, y vio que su rostro era como el de una bestia atormentada y se marchó de nuevo hacia la estación. Y solo cuando regresó a su casa esa noche contó la historia de su encuentro con el Andy de Cuddiestoun.

Pero según transcurría el día, Rob el Largo, que estaba trabajando en ese páramo de arriba del molino, todavía cantando, sudando y gritando a los animales, debió de atraer con sus cantos a Andy, que bajó del bosque de alerces y fue arrastrándose entre los setos sin que lo vieran los hombres de Upperhill que estaban en los campos. Y en una ocasión Rob levantó la cabeza y le pareció ver una sombra que se movía en una zanja que delimitaba el páramo, pero supuso que sería un perro y solo le tiró una piedra por si se trataba de un animal en celo o que quería matar pollos. La sombra dio un grito y un gruñido, pero ya no estaba en la zanja cuando Rob cogió otra piedra, así que siguió con su trabajo y el tontito se marchó por el camino de Kinraddie hacia Bridge End con la roja sangre cayéndole por su lamentable rostro sin que Rob llegara a verlo en ningún momento.

Sin embargo, justo en la esquina en que el camino rodeaba la granja de Pooty, casi se choca con la propia Chris, que volvía de Auchinblae de hacerle recados a su madre con la cesta en el brazo y la cabeza muy lejos, enfrascada en los verbos latinos en -are. Se le cayó la baba al verla y echó a correr hacia ella, y Chris gritó, aunque no es que estuviera muy asustada, y luego le lanzó la cesta a la cabeza y se dirigió hacia casa de Pooty. Este estaba sentado justo tras la puerta cuando ella llegó con el bruto pisándole los talones; podía oír sus jadeos, y luego se extrañaría a menudo de la frialdad que le sobrevino entonces; pues se metió en la casa rauda como un pájaro y le cerró la puerta al tontito en la cara, y puso la tranca y vio que las tablas se hinchaban y crujían mientras fuera el loco se lanzaba contra ellas una y otra vez.