Za darmo

Su único hijo

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Llegaron al teatro, y la entrada de Emma en su palco produjo mucho más efecto del que ella pudo haberse figurado. Es más, ella no había pensado en esto. No iba allí a lucirse, aunque después le supo a mieles, y añadió una corrupción más a su espíritu, el placer de despertar la envidia, por su ropa, de las damas menos majas. Por una aberración, mejor, distracción, no se fijó antes de llegar en que era distinto entrar en un palco principal, el del brigadier, vestida con tanto lujo, ella que nunca iba al teatro, y entrar en el paraíso, disfrazada, escondiéndose del público, que no soñaba con su presencia, ni de ella supo aquella noche.

Ella iba dispuesta a gozar mucho; pero no era del público precisamente de quien esperaba estas emociones fuertes, a que se preparaba; su propósito iba a dar al escenario, y estaba complicado con los asuntos domésticos; pero a estos complejos y estrambóticos atractivos se agregaba de repente un agudísimo placer, con que Emma no contaba, y que le reveló un mundo nuevo de delicias intensas, en que no se le había ocurrido pensar, pero que vio bien claro, sintió con fuerza, desde el momento en que al penetrar ella en su palco, y dejar el abrigo al tío, y dar una vuelta en redondo antes de sentarse, notó fijas en su persona las miradas, y en los palcos cercanos oyó el murmullo del comentario, y en el aire, puede decirse, cogió el efecto general de su presencia. Después de sentada, y cuando ella se iba haciendo cargo de lo que tenía delante, la admiración persistía; en vano los coristas, que estaban solos en escena, como los gallegos del cuento, mal presididos por un partiquino, que sólo se distinguía por unas botas de fingida gamuza y por desafinar más que todos juntos, en vano gritaban como energúmenos; el público distinguido de butacas y palcos atendía el espectáculo civil que le ofrecía Emma; los abonados de las faltriqueras, que no veían la sala sin echar el cuerpo fuera del antepecho, se asomaban por grupos para ver a la de Reyes, y los de la faltriquera de la tertulia de Cascos saludaron a Bonis y a su señora; el brigadier comandante general de la provincia estaba entre ellos, y también inclinó la cabeza. Emma salía de su soledad voluntaria como de un encierro; las emociones de los paseos y romerías no eran como aquélla; aquélla sabía a gloria; ¡lo que se iba a divertir, contando con todo! Porque con las glorias no se le iban las memorias. Su plan era su plan, y todo se andaría.

Bien comprendía la hija del abogado Valcárcel que no era su hermosura lo que tanto llamaba la atención; que era, principalmente, su aderezo, y mucho también su vestido, y un poco la novedad de verla en el teatro.

–Vamos, esta se lanza al mundo otra vez—pensó ella que debían de estar pensando muchas de aquellas damas, que se la estaban comiendo con los ojos desde butacas y palcos.

–Sí que me lanzo; ¡ya lo creo!, de cabeza—se decía a sí misma; muy satisfecha, contentísima por haber descubierto aquel venero de placeres que tanto iban a contrariar los planes del tío, que consistían, por lo visto, en ir robándola todo lo que ella y sólo ella tenía.

Para muchas de las señoras y señoritas presentes, que, o no eran del país o eran muy jóvenes, la aparición de Emma en el mundo, si aquello era mundo, ofrecía una novedad absoluta, porque no podían recordar, como otras pocas, que años atrás aquella mujer, vestida con tanto lujo, de facciones ajadas, de una tirantez nerviosa y avinagrada en el gesto, había sido la comidilla de la población por sus caprichos y locuras de joven mimada y rica y extravagante como ella sola.

Todo esto lo comprendía Emma, y no se hacía ilusiones respecto de los motivos de tanta curiosidad, y casi casi estupefacción; pero el resultado era que se la miraba y contemplaba, y se comentaba su presencia mucho; que nadie se acordaba del escenario por verla, y esto le producía, fuese por lo que fuese, una de las sensaciones más intensas y profundas que podía experimentar una mujer de su calaña. Sobre todo, lo que ella más saboreaba, y lo que tenía por más seguro, era la envidia. La envidiaban, no sólo las pobres, las que no podían permitirse el gasto que significaban aquellos diamantes y aquel vestido, sino también las dos o tres ricachonas presentes, que hubieran podido, sin hacer un disparate, presentarse aquella misma noche con algo tan bueno y todavía mejor. A pesar de esto, la envidiaban también, porque esta clase de gente se parece mucho a los animales, en no vivir más que de la sensación presente; y el hecho era que allí, en el teatro, en aquel momento, la más ricamente vestida y alhajada era ella, Emma; y el público no se había de meter a discurrir y calcular quién podía y quién no lucir otro tanto. Además, que «obras son amores». Tal vez la que más envidiaba a la de Valcárcel era la mujer del americano Sariegos, el más rico de la provincia, que podría aturdir a todos los Valcárcel del mundo envolviéndolos en papel del Estado y en acciones del Banco y otras mil grandezas; pero Sariegos no permitía tales despilfarros, que en él no lo serían, y su señora tenía que contentarse con un lujo muy mediano. Por eso rabiaba ella. En cuanto a Sariegos, que estaba presente, detrás de su mujer, también se puso a aborrecer de pronto a Emma, porque tenía la culpa de lo que en aquel momento su esposa estaría maldiciéndole y detestándole a él por avaro; y además, aunque parezca raro, también miraba con envidia el aderezo de la abogaducha. Mas luego se hizo superior a sentimientos tan humillantes para él, y, elevándose, mediante su filosofía crematística o plutónica, a más altas esferas, pensó, y acabó por decir, a media voz, desde la cúspide de su desprecio sincero:

–Esa muchacha va a quedarse sin camisa en muy pocos años.

Bien sabía, porque bien se veía además, que Emma ya no era una muchacha; pero no importaba; así creía él significar mejor su desprecio: esa muchacha… la abogaducha.

Pero estos comentarios y desahogos, y otros por el estilo, no los oía Emma; ella veía a la envidia, no la oía; veía sus ojos brillantes, sus sonrisas tristes, sus éxtasis sinceros y melancólicos en la cara de las incautas, que no sabían disimular siquiera, y se quedaban como Santas Teresas arrobadas en la meditación y el amor del pesar del bien ajeno.

Algunas muchachas, estas de verdad, que minutos antes coqueteaban alegres, muy satisfechas, con los cuatro trapacos que tenían encima, ahora languidecían, olvidaban a sus adoradores de las butacas; y como que se trataba de cosa mucho más seria, con rostro del que había desaparecido toda gracia, toda poesía, toda idealidad, se consagraban al culto envidioso del lujo ajeno, con gran veneración para las joyas y la seda, con gran rencor disimulado a la sacerdotisa, que tenía el privilegio de ostentar sobre su cuerpo los resplandores del dios idolatrado.

Un ruido de faldas almidonadas que vino de la escena llamó la atención de Emma, sacándola de aquel deliquio de amor propio satisfecho.

Por la puerta del foro entraba una elegantísima señora a paso ligero, barriendo las tablas con una cola muy larga y despidiendo chispas de todo su cuerpo, vestido de brocado de comedia y cubierto de joyas falsas, diadema inclusive.

–¿Quién es esa?—preguntó la mujer de Reyes.

Bonifacio, viendo que Nepomuceno no se daba por interrogado, dijo, no sin tragar antes saliva:

–Es la Reina, que viene desaladamente al saber que el Infante....

–No; si no pregunto eso—interrumpió su mujer, volviéndose a mirar a Bonis, que estaba detrás de ella en la penumbra—. Digo si es esa la tiple.

–Creo… que sí. Sí, justo, la protagonista....

–La de las botas. ¿Las traerá puestas?

Bonis calló.

–Di, hombre, ¿crees tú que las traerá puestas?

–Sería… un anacronismo.

–Calla, calla; ahora se sube al trono… ¿a ver?… No, no se le han visto los pies. Acaso cuando se baje....

Emma asestó los gemelos a los bajos de la tiple; y como esta no acababa de levantarse de su trono, subió la mirada hasta el rostro de Serafina.

–Vaya si es guapa—dijo—. Ya he visto yo esa cara. ¿Cómo se llama esa?, ¿la cuántos?…

–Serafina Gorgheggi, creo....

–¡Crees!… Pero ¿no lo sabes de seguro?

–Puede que la confunda con la contralto.

–Puede.

–Pero… no; sí, es la tiple; justo, la Gorgheggi.

–Ahora estás seguro, ¿eh?

–Sí, seguro.

Bonis se admiraba a sí mismo. ¡Aquello era crecerse ante el peligro! Allí estaban los polvos de arroz.... Ahora lo comprendía todo; su mujer se estaba burlando de él. Sabía de sus amores, y aquella ida inopinada al teatro era un careo… sí, un careo de los criminales. Porque él era un criminal, claro. No importaba; sucediera lo que sucediera, había que defenderse como gato panza arriba. Tuvo que sentarse, detrás de su mujer, porque las piernas le temblaban, según costumbre en casos tales (si era que jamás se había visto en caso parecido); pero estaba dispuesto a disimular, a mentir como un héroe, si era preciso, ya que el Señor se dignaba concederle aquel don del fingimiento, de que no se hubiera creído capaz a no verlo. ¡Lo que puede el instinto de conservación!, pensaba.

–¡Ah!—gritó, ahogando el grito antes de salir de los labios, Emma, que acababa de ver un pie de la Gorgheggi, al descender la tiple majestuosamente de su trono de madera pintada de colorines. Fuera un anacronismo o no, las botas de S. A. eran idénticas a las que había comprado ella por la tarde. Fuejos no había mentido.

–Lo mismo que las mías. Ese Fuejos es persona de verdad decir. ¿Lo ves, Bonifacio? El otro par lo trae esa señora; lo que me dijo el zapatero. ¿Por qué le levantas falsos testimonios? ¿Por qué has negado que le viste el pie a esa damisela esta mañana? ¿Qué tiene eso de particular? ¿Crees que voy a celarme, marido infiel?

Bonis calló. Por mucho valor que él tuviera, y estaba seguro de que lo tenía, aquello no podía durar. ¿Adónde iba a parar su mujer?

 

–¿Sabes tú si tiene querido esa doña Serafina? Si lo tiene, ese habrá pagado las botas.

Esta libertad de lenguaje no le extrañaba a Nepomuceno, que en cuanto veía a su sobrina con un poco de carne y regular color, ya esperaba de ella cualquier locura de dicho o de hecho.

En cuanto al marido, no veía en tamaña desfachatez más que el sarcasmo terrible de la esposa ultrajada. Le parecía muy natural que el cónyuge engañado se entretuviera en aquellos pródromos de ironía antes de tomar terrible venganza. Así sucedía en las tragedias, y hasta en las óperas.

Ensimismado en su terror, vuelta la cara hacia el fondo del palco, Bonis no pudo notar por qué Emma no insistía en sus cuchufletas, si lo eran aquellas preguntas al parecer capciosas. Si él se había puesto antes encendido, y enseguida muy pálido, al salir a las tablas Serafina, ahora Emma era la que tomaba el color de una cereza; y clavaba los gemelos en un personaje que acababa de llegar de tierra de moros, vencedor como él solo, y que se encontraba con que la Reina le había casado a la novia con un rey de Francia para no tener rival a la vista. El vencedor de los infieles era el barítono Minghetti, que lucía dos espuelas como dos soles, y tenía un vozarrón tremendo, no mal timbrado y lleno de energía. En vano la Reina le pedía perdón, colgándosele del cuello, previo el despejo de la sala, cubierta de coristas, todos ellos viles cortesanos. El barítono no transigía; huía de los brazos de la Reina y llamaba a gritos a la otra.

–Está muy guapo así—pensaba Emma—; pero me gustaba más con el traje de barbero.

Cuando el caudillo no pudo gritar más, o reventaba, la tiple empezó a quejarse de su suerte y a pintarle su pasión con multitud de gorjeos, que acompañaba el flauta, jorobado. Como suelen hacer en tales casos los amantes desdeñosos, en vez de escuchar las lamentaciones y las quejas de la reina, el barítono aprovechó el descanso para toser y escupir disimuladamente, y después se puso a revisar con gran descaro los palcos, donde lucían su belleza las señoras más encopetadas. Llegó su mirada al palco de Emma, que sintió los ojos azules y dulcísimos de Minghetti metérsele por los tubos de los gemelos y sonreírle, a ella, como si la conociera de toda la vida y hubiera algo entre ellos. Emma, sin pensarlo, sonrió también, y el barítono, que tenía mirada de águila, notó la sonrisa, y sonrió a su vez, no ya con los ojos sino con toda la cara. La emoción de la Valcárcel fue más intensa que la experimentada poco antes al notar la admiración que su lujosa presencia producía en el concurso. Para sus adentros se dijo: Esto es más serio, es un placer más hondo que satisface más ansias, que tiene más sustancia… y que tiene más que ver con mis planes. Los planes eran burlarse de una manera feroz de su tío y de su marido, jugar con ellos como el gato con el ratón, descubrir medios de engañarlos y perderlos, que fuesen para ella muy divertidos. Contra el tío ya sabía de tiempo atrás qué armas emplear; echar la casa por la ventana, gastar mucho en el regalo de su propia personilla. En cuanto a Bonis… ni en rigor le quería tan mal como al otro, ni había pensado concretamente hasta entonces en un gran castigo para él; sólo se le había ocurrido tenerle siempre en un potro, tratarle como a un esclavo a quien amenazase un tormento que él no acababa de conocer; mas la mirada y la sonrisa de Minghetti aclararon como un relámpago la conciencia de Emma, que vio de repente en qué podía consistir el castigo de su infiel esposo. Porque, en efecto, le suponía infiel mucho tiempo hacía; sin contar con que Emma, en las meditaciones de sus soledades de alcoba, con el histérico por Sibila, había llegado a concebir al hombre, a todos los hombres, como el animal egoísta y de instintos crueles y groseros por excelencia, no creía en el marido rigurosamente fiel a su esposa; más era, tal ente de razón la parecía ridículo, y se confesaba que ella, en el caso de cualquier hombre casado, no se contentaría con su mujer. En cuanto a las mujeres, no les reconocía el derecho de adulterio en circunstancias normales, porque parecía feo y porque la mujer es otra cosa; pero en caso de infidelidad conyugal descubierta, ya era distinto; también había el derecho de represalia, y lo mismo podía decirse por analogía, cuando el esposo era tan bruto que daba a la esposa trato de cuerda… «Si Bonis me pegase como yo le pego a él, se la pegaba». Esto era evidente. «Y si él me la pega… si de seguro me la pega…». Aquí Emma vacilaba y recurría al tercer caso de infidelidad femenina disculpable. «Si me la pegase, yo le engañaría también… si alguien me inspirase una gran pasión». Aunque los extravíos morales de Emma nada tenían que ver con el romanticismo literario, decadente, de su época y pueblo, porque ella era original por su temperamento y no leía apenas versos y novelas, algunas frases y preocupaciones de sus convecinos se le habían contagiado, y esta idea vaga y pérfida de la gran pasión que todo lo santifica, era una de esas pestes. Por lo demás, ella sola se bastaba para hacer tabla rasa de cien decálogos y prescindir, según su capricho, de reglas de conducta que la contrariasen. Pero si en la pura región de las ideas, como hubiera pensado Bonis, esto era corriente, el sentido íntimo le decía a Emma que del dicho al hecho hay mucho trecho; que ella no llegaría a faltar a su Bonis, como no se la apurase mucho, como no fuera en un momento de locura, suscitado por un príncipe ruso u otro personaje de mérito excepcional; y que, aun así, tenía ella que convertirse en otra, violentarse mucho. Lo cierto era que su carne estaba tranquila, que sus gustos la llevaban a extravíos sensuales nada eróticos, y que al fin y al cabo, Bonis, lo que es como buen mozo era buen mozo, y estaba satisfecha de su físico.... Pero la mirada y la sonrisa del barítono, eran ya harina de otro costal. Por lo pronto, Emma se olvidó de todo para pensar en el placer de tropezarse dentro de los gemelos con aquellas pupilas y con aquella boca sonriente bajo el bigote castaño oscuro. Cada vez que Minghetti volvía a la escena, la de Reyes ensayaba la repetición del lance que tan bien le había sabido, y las más veces con buen éxito; pues, fuera casualidad, o que el cantante tuviera la costumbre de mirar mucho a los palcos y fijarse en quien le admiraba, y coquetear en toda clase de papeles y circunstancias escénicas, ello fue que el placer solicitado por los gemelos de Emma se renovó en varios trances de los más serios y apurados de la ópera; y eso que el barítono no cesaba de regañar con la Reina, siempre desesperado por la huida a Francia de la otra.

Bonis no volvía de su asombro al notar, muy a su placer, que Emma no hablaba ya de la tiple ni de las botas, verdadero anacronismo, como él decía muy bien, ni de cosa alguna que remotamente pudiera referirse a lo que él llamaba «lo de los polvos de arroz».

Terminada la ópera, volviéronse a su hogar los Valcárcel, o si se quiere los Reyes, aunque más propio es decir los Valcárcel por lo poco amo de su casa que era Bonifacio; despidiose del matrimonio Nepomuceno, que se acostó madurando sus planes para el porvenir, que, o él veía mal, o tenía barruntos de un cambiazo no exento de peligros. Y cuando Reyes iba a pedir permiso a su mujer para retirarse también a su cuarto, a Emma se la ocurrió hacer uso… de lo que en las relaciones de aquel matrimonio podía llamarse la regia prerrogativa.

–Mira, Bonis, yo no tengo sueño; el ruido de la música me ha puesto la cabeza como un bombo… voy a estar desvelada; y sola y despierta y nerviosa, tendré miedo.

Hubo un momento de silencio, y después prosiguió:

–Quédate tú.

Estaban en el gabinete de la dama. Ella se despojaba de sus joyas frente al espejo de su tocador, alumbrado por dos bujías de color de rosa. El marido la veía retratada por el cristal de fondo misterioso y de sombras movedizas. Sin que él se diese cuenta del cómo y el por qué, aquel «quédate tú» le hizo mirar de repente a su esposa con ojos de juez de la hermosura. ¡Cosa extraña! Hasta aquel instante no había reparado que Emma se había quitado muchos años de encima aquella noche, sobre todo en aquel momento; no le parecía una mujer bella y fresca, no había allí ni perfección de facciones ni lozanía; pero había mucha expresión; el mismo cansancio de la fisonomía; cierta especie de elegía que canta el rostro de una mujer nerviosa y apasionada que pierde la tersura de la piel y que parece llorar a solas el peso de los años; la complicada historia sentimental que revelan los nacientes surcos de las sienes y los que empiezan a dibujarse bajo los ojos; la intensidad de intención seria, profunda y dolorosa de la mirada, que contrasta con la tirantez de ciertas facciones, con la inercia de los labios y la sequedad de las mejillas: estos y otros signos le parecieron a Bonis atractivos románticos de su esposa en aquel momento, y el imperativo quédate tú le halagó el amor propio y los sentidos, después del mucho tiempo que había pasado sin que Emma hiciera uso de la regia prerrogativa.

Por segunda vez el amante de Serafina tuvo remordimientos por su infidelidad en el pecado. Su gran pasión disculpaba a los ojos de Bonis aquellas relaciones ilícitas con la cómica; pero desde el momento en que él faltaba a Serafina, dejándose interesar endiabladamente por los encantos marchitos, pero expresivos y melancólicos, llenos de fuego reconcentrado, de su legítima esposa, quedaba probado que la gran pasión pretendida no era tan grande, y, en otro tanto, era menos disculpable. Fuese como fuese, sucedió que Bonis empezó a despojarse de su terno inglés en el gabinete de su mujer; se quedó sin levita ni chaleco, luciendo los tirantes de seda y la pechera de la camisa blanca y tersa, con tres botones de coral; y en este prosaico, pero familiar atavío, se volvió sonriente hacia Emma, que lamía los labios secos, echaba chispas por los ojos, y seria y callada miraba el cuello robusto y de color de leche de su marido. Bonis se sintió apetecido; se explicó, como a la luz de un relámpago, la escena de aquella noche de los polvos de arroz; leyó en el rostro de su mujer una debilidad periódica, una flaqueza femenina, como sumisión pasajera de la hembra al macho, además una misteriosa y extraña corrupción sin nombre: todo esto lo cogió al vuelo, confusamente; tuvo la conciencia súbita de cierta superioridad interina, fugaz; y enardecido por su propio capricho, por las excitaciones que aquel ocaso interesante de hermosura, o, mejor, de deseo, con que se iluminaba Emma, producía en él, se arrojó a un atrevimiento inaudito; y fue que, de repente, se dejó caer de rodillas delante de su mujer, se le abrazó a las almidonadas blancuras, que crujieron contra su pecho, y con voz balbuciente por la emoción, entrecortada y sorda, dijo mil locuras de pasión habladora, que se desborda primero por las palabras; palabras de lascivia en jerga amorosa, en diminutivos, tal como él las había aprendido de todo corazón en su trato con la Gorgheggi.

Emma, en vez de levantar a su marido de la postrada actitud, después de dar un grito, como los que daba al entrar en su baño de agua tibia, fue doblándose, doblándose, hasta quedar con la boca al nivel de la boca de Bonis; con ambas manos le agarró las barbas, le echó hacia atrás la cabeza, y, como si los labios del otro fuesen oído, arrimando a ellos los dientes, dijo como quien hablando bajo quisiera dar voces:

–¡Júrame que no me la pegas!

–Te lo juro, Mina de mi alma, rica mía, mi Mina; te lo juro y te lo rejuro.... Mírame a los ojos; así, a los ojos de adentro, a los de más adentro del alma… te juro, te retejuro que te adoro, con eso, con eso, con eso que ves aquí tan abajo, tan abajo.... Pero, mira, me vas a desnucar, se me rompe el cogote.

–Qué más da, qué más da… deja… deja… así, más, que te duela, que te duela con gusto.

Hubo un silencio que no se empleó más que en mirarse los ojos a los ojos, y en gozar ambos del dolor del cuello de Bonis doblado hacia atrás. Emma le soltó para decir, poniéndose en pie:

–Mira, mira, yo soy la Gorgheggi o la Gorgoritos, esa que cantaba hace poco, la reina Micomicona; sí, hombre, esa que a ti te gusta tanto; y para hacerte la ilusión, mírame aquí, aquí, aquí tontín; granuja, aquí te digo… las botas lo mismo que las de ella; cógele un pie a la Gorgoritos, anda, cógeselo; las medias no serán del mismo color, pero estas son bien bonitas; anda, ahora canta, dila que sí, que la quieres, que olvidas a la de Francia y que te casas con ella.... Tú te llamas, ¿cómo te llamas tú?… Sí, hombre, el barítono te digo.

–¿Minghetti?

–Eso, Minghetti, tú eres Minghetti y yo la Gorgoritos.... Minghetti de mi alma, aquí tienes a tu reina de tu corazón, a tu reinecita; toma, toma, quiérela, mímala; Minghetti de mi vida, Bonis, Minghetti de mis entrañas....

 

«Pero, oiga usted, señor matamoros; si usted quiere que sea suya para siempre su señora reina de las botas nuevas, apague esas luces del tocador y véngase de puntillas, que puede oírle Eufemia, que ahora duerme ahí al lado».