Za darmo

Su único hijo

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Una mañana, muy temprano, Eufemia entró en la alcoba de Reyes, y le despertó diciendo:

–La señorita llama, quiere que el señorito vaya a buscar a D. Basilio.

–¿Al médico?—gritó Bonis, sentándose de un brinco en la cama y restregándose los ojos hinchados por el sueño—. ¡Al médico, tan temprano! ¿Qué hay, qué ocurre?

No se le pasó por las mientes que se pudiera necesitar al médico para curar algún mal; la experiencia le había hecho escéptico en este punto; ya suponía él que su mujer no estaba enferma; pero Dios sabía qué capricho era aquel, para qué se quería al médico a tales horas y cuál sería el daño, casi seguro, que a él, a Reyes, le había de caer encima a consecuencia de la nueva e improvisada y matutina diablura de su mujer.

–¿Qué tiene? ¿Qué pide?—preguntaba con voz de angustia, como implorando luces y auxilio y fortaleza en el preguntar; mientras, a tientas, buscaba debajo del colchón los calcetines.

Eufemia se encogió de hombros, y, acordándose del pudor, salió de la alcoba para que se vistiera el señorito.

El cual, a los dos minutos, se acercaba al lecho de su mujer, arrastrando las babuchas de fingida piel de tigre, y abrochándose hasta la barba un gabán de medio tiempo, gris, muy usado, que le servía de batín en las estaciones templadas. Temblaba Bonis, más que por el fresco de la madrugada, por la incertidumbre y el miedo. No había en el mundo cosa que más temblón le pusiera que la zozobra de la incertidumbre ante un mal próximo, de repente anunciado y ni remotamente temido poco antes, sobre todo si estas impresiones le cogían mal abrigado, a deshora, cortándole el sueño, la digestión o el placer de oír música, o de divagar imaginando: «Como este diablo de fantasía de liebre todos los peligros me abulta, pensaba, prefiero un mal como ocho conocido exactamente, a un mal como cuatro barruntado, pero que yo me figuro como cuarenta».

Tiempo hacía que sus relaciones con Emma y con el tío eran para él constante ocasión de sobresaltos. De ambos esperaba y temía terribles descubrimientos, quejas, acusaciones concretas, crueles recriminaciones, singularmente de su mujer. ¿Qué sabía? ¿Qué no sabía? ¿Qué tregua del diablo, que no de Dios, era aquella que le estaba dando, y por qué se la daba y hasta dónde llegaría?

¿Por qué, si le había cogido en flagrante olor de polvos de arroz (aunque, en aquel trance, inocente), no había sacado todavía la consecuencia de su maldita observación? ¡La que le estaría preparando! Le horrorizaba el momento de una explicación, como él se complacía en llamar a la escena que preveía; pero la prefería, o tal se le figuraba, al estado de susto perpetuo, de excitación leporina en que vivía de día y de noche. En cuanto Emma le hablaba, o le miraba, o le mandaba a llamar, creía llegado el momento.

–¿Qué pasa, hija mía?—preguntó a su cónyuge con la suavidad del mundo, y dando diente con diente, inclinado sobre la cabecera del lecho matrimonial.

–Quiero que vayas tú mismo a buscar a D. Basilio, ahora, enseguida, antes que salga a la visita; quiero verle inmediatamente.

–Pero, ¿te sientes mal? ¡Tú, que estabas ahora tan buena!…

–Por lo mismo, yo me entiendo. Anda, anda; tú, corre y tráeme a D. Basilio.

Bonis no discutió. Peor era meneallo; podían salir los polvos de arroz por cualquier lado. Se volvió a su cuarto; se lavó y vistió de prisa y se echó a la calle, ya un poco más valiente, gracias al chorro de agua fría con que se había regado el cogote. Tenía notado que el agua fría vertida por la nuca le daba mucho valor y le reconciliaba con la vida; le repugnaba esta dependencia del espíritu con respecto de la materia, pero tenía que reconocerla.

Por fortuna, la casa del médico no estaba lejos y no pudieron ser muchas las hipótesis dolorosas del miedo, tocante a la relación que pudiera tener la visita de D. Basilio con el drama conyugal de su casa, cuyo enredo llegaba a su mayor complicación, o poco entendía Bonis de teatro casero y de las mañas de su mujer. ¿Qué papel representaba allí aquel personaje inopinado y que tan tarde aparecía, D. Basilio? No podía sospecharlo.

El inopinado personaje era un hombre como de cuarenta años, que procuraba disimular más de diez; más bajo que alto, delgado, a su modo esbelto, de largo levitón-gabán, muy ceñido y de color manteca, sombrero de copa de anchas alas; su rostro era blanco, anémico; los ojos azules oscuros, vivarachos, y, al quedarse quietos, penetrantes; usaba gafas de oro, largas patillas, tal vez untadas de negro; tenía labio fino y mano pulida, pie pequeño y bien calzado; era homeópata, y muy sentimental; a pesar de la homeopatía, que profesaba acaso por moda y para el vulgo de las damas, era especialista en partos y en enfermedades de la matriz y de la mala educación de las señoritas y señoras que las hacía aprensivas, antojadizas, caprichosas. Reconocía ante las damas la eficacia terapéutica de la fe y de los cuarterones de aceite ardiendo en los altares; pero en cambio exigía que se diese crédito a los misterios de sus glóbulos. Creía, o decía creer mucho, en la influencia de lo moral sobre lo orgánico, y tenía una sonrisa singular, melancólica, de resignación e inteligencia, para comunicar con las señoras guapas esta su creencia.

D. Basilio Aguado dividía a los parroquianos o clientes en dos razas; los que le llamaban D. Basilio y los que le llamaban Aguado. Estos últimos le comprendían; los otros eran, o tontos o malvados. Emma tenía la habilidad de no equivocarse nunca; le llamaba siempre por el apellido. Bonis, siempre D. Basilio; a pesar de sus esfuerzos, le vencía la costumbre, que era en todo el pueblo llamar al médico don Basilio, en su ausencia. Lo de D. Basilio era símbolo de su mal sino, de las culpas de su padre, de la prosa miserable que le ataba a su oficio de médico provinciano, oscurecido: el Aguado representaba sus sueños de ambición, sus instintos de delicadeza, sus triunfos entre las damas, la homeopatía y otra porción de cosas ideales y bonitas que no son del momento.

Era el homeópata madrugador y comenzaba muy temprano sus visitas. Bonis le encontró vestido y acicalado, como para ir a pagar la visita a un embajador, que así era como él siempre se vestía para acercarse a la cabecera de sus enfermos.

Mientras se abrochaba los guantes, oía a Bonis su tartajosa explicación, dando grande importancia, a fuerza de cabezadas de inteligencia y asentimiento, a todo lo que decía. La verdad era que Reyes no tenía nada que explicar en rigor, pero no importaba; de todas suertes, aquello le parecía interesante al médico, que, serio en medio de sus sonrisas corteses, siguió al esposo atribulado por la calle. Disputaron con ademanes y pasos atrás acerca de quién dejaba a quién la acera; venció al fin Bonis, que insistió más, y cuya humildad era muchísimo más cierta que la del médico. Por el camino éste siguió enterándose, por que lo creyó de su deber, y Bonis siguió diciendo nada entre dos platos. Por lo demás, Aguado se sabía de memoria a doña Emma Valcárcel. Era su médico predilecto, a temporadas, porque ella, fijo y único, no lo quería. Cambiaba de médico como pudiera cambiar de favorito si fuese una Cristina de Suecia o una Catalina de Rusia, y siempre tenía en movimiento un ministerio de doctores. Aguado era de los que más tiempo ocupaban el poder, por ser especialista en enfermedades de la matriz, y en histérico, flato y aprensiones, total flato.

Bonis admiraba en general la ciencia, a pesar de la repugnancia instintiva que le inspiraban las exactas y las físicas, que sólo hablan a la materia; creía en la medicina, no por nada, sino porque en los apuros de la salud, si no se recurría a los médicos, ¿a quién se iba a recurrir? Había que tener fe en algo; su débil espíritu no le consentía en ninguna tribulación quedarse sin ninguna esperanza, sin una tabla a que agarrarse. Recordaba que en las enfermedades de sus padres y de sus hermanos, todos ya muertos, siempre había tomado al médico por Providencia; en vano era que en los tiempos de salud en casa participase del general escepticismo de que los mismos doctores solían hacer alarde; caía un ser querido en cama, y ya estaba Bonifacio creyendo en la medicina. Algo había leído de lo que somos por dentro, y pensaba leer mucho más si llegaba a tener familia, para criar bien a su hijo, y aunque no la tuviese, que ya no la tendría con aquella matriz estropeada de su mujer, para hacerse filósofo cuando tronase con Serafina y se fuera sintiendo viejo (era su plan para la vejez solitaria, hacerse filósofo). Pero a pesar de todas estas lecturas pasadas y futuras, se figuraba el organismo humano con una especie de conciencia en cada dedo y en cada víscera y en cada humor; y lo de agradecer el estómago, por ejemplo, las medicinas, lo tomaba al pie de la letra. Además, la relación de los medicamentos a las enfermedades era toda una magia para Bonis, y la idea del veneno y del elixir completa mitología milagrosa e infinitesimal; quiere decirse, que por gota de más o de menos del líquido más anodino, podía, según él, reventar el paciente o ponerse sano en un periquete. Esto lo había aprendido de su mujer, que por gota de más o de menos, vertida por él con pulso trémulo, en una cucharilla de café, le había puesto como un trapo en infinitas ocasiones.

En suma, respetaba en el Sr. Aguado la ciencia oculta, al favorito de su mujer, al homeópata y al partero que él había soñado cuando había acariciado la esperanza de tener un chiquillo.

Llegaron juntos a la alcoba de Emma. Don Basilio, con sus labios estrechos, sonreía, apretándolos.

Así como, si a Sagasta o a Cánovas, caídos los llamase la Reina al amanecer, poco más para formar Ministerio, a ellos no se les ocurriría preguntarle por qué tanto madrugar, sino formar ministerio cuanto antes: así, D. Basilio, de quien hacía meses que su doña Emma estaba olvidada, se abstuvo de inquirir por qué tal apuro en llamarle, y entró de lleno en el fondo de la cuestión desde el primer momento. Antes de todo, quería datos, antecedentes.

 

A ver qué había pasado desde tal tiempo a aquella parte (la fecha justa de su última visita). D. Venancio el alópata, además alcalde y también especialista en partos, había andado allí. ¿Para qué? Para nada; pero había andado. Había recomendado la dieta. ¡Malo! D. Venancio era un grandísimo tragaldabas, que tenía indigestiones como podría tenerlas un cañón cargado hasta la boca, y las curaba con dietas dignas de la Tebaida. Sin más razones, recetaba también dietas absolutas a todos sus clientes como el mejor específico del mundo. Aguado, que tenía el estómago perdido sin necesidad de comer, era enemigo de la dieta tratándose de personas delicadas como doña Emma. Pues bien, de todo el mal de que aquella señora no se había quejado todavía, tenía la culpa la falta de alimento, la dieta del otro. Emma calló a esto; no se atrevió a decir lo bien y mucho que venía comiendo aquella temporada.

Por fin Aguado la dejó explicarse, y ella se quejó de lo siguiente:

«No le dolía nada, lo que se llama doler, pero tenía grandes insomnios, y a ratos grandes tristezas, y de repente ansias infinitas, no sabía de qué, y la angustia de un ahogo; la habitación en que estaba, la casa entera le parecían estrechas, como tumbas, como cuevas de grillos, y anhelaba salir volando por los balcones y escapar muy lejos, beber mucho aire y empaparse en mucha luz. Su melancolía a veces parecía fundarse en la pena de vivir siempre en el mismo pueblo, de ver siempre el mismo horizonte; y decía sentir nostalgia, que ella no llamaba así, por supuesto, de países que jamás había visto ni siquiera imaginado con forma determinada. Este prurito extravagante llegaba a veces al absurdo de desear vivamente estar en muchas partes a un tiempo, en muchos pueblos, junto al mar y muy tierra adentro, en lo claro y en lo oscuro, en un país como en aquel suyo, donde había muchos prados verdes, pero también en una región seca, de cielo diáfano, sin nubes, sin lluvias. Pero, sobre todo, lo que necesitaba era no ahogarse, no estar oprimida por techos y paredes, etc., etc».

Para Bonis nada de esto ofrecía novedad, a no ser en la forma, pues su mujer se había pasado la vida pidiéndole la luna. Sólo cuando oyó aquello de anhelar salir volando por el balcón, pensó, sin querer, en las brujas que van los sábados a Sevilla por los aires, montadas en escobas; y tuvo cierto miedo supersticioso de esta inclinación, que ofrecía relativa y sospechosa novedad. Se puso colorado, avergonzándose de su mal pensar. Ni en idea se atrevía a ofender a Emma, por temor de que le adivinase el pensamiento.

D. Basilio interrumpió a la dama, extendiendo la mano y pidiéndole el pulso por señas. Sonrió con gesto de inteligencia, como diciendo que todo lo que aquella señora había expuesto lo había previsto su sabiduría y era cosa que andaba escrita en libros que tenía él en casa. Después, como solía en lances tales, hizo caso omiso de la variedad de fenómenos relatados por la enferma, para fijarse en la causa una, y dijo:

–El histerismo es un Proteo.

–¿Quién?—preguntó Emma.

–Uno—advirtió Bonis, luciendo sus conocimientos clásicos—, que robó el fuego a los dioses.

–Eso es—afirmó el médico, que no conocía de la biografía de Proteo más datos que los conducentes a su cita—. El histerismo—añadió—, como Proteo, toma infinidad de formas.

–¡Ah, sí!—interrumpió con ingenuidad Bonis—. Dispense usted, D. Basilio; el que robó el fuego a los dioses fue otro, fue Prometeo.... Me había equivocado.

El doctor se puso un poco encendido y disimuló con un ziszás entre ceja y ceja su enojo, doble por lo de haberle llamado D. Basilio y haberle hecho enseñar la punta de la oreja de su descuidada educación en materia de antigüedades.

«¡Qué animal es este calzonazos!» pensó, y siguió:

–Es necesario que vayamos a la raíz del mal. El mal está dentro, en lo que llamamos el espíritu, porque advierto a ustedes (y esto lo dijo volviéndose a Bonis, para deslumbrarle y vengarse) que soy vitalista, y no sólo vitalista, sino espiritualista, aunque no es esa la moda reinante.

No le cogía a Reyes tan de nuevas la cuestión como creía el otro. Justamente él, en los ratos que dejaba la flauta y no podía ver a Serafina, y su mujer no le necesitaba, y, sobre todo, en la cama, antes de dormirse, consagraba no poco tiempo a meditar sobre el gran problema de lo que seremos por dentro, por dentro del todo; y tenía acerca de la realidad del alma ideas muy arriesgadas y que creía muy originales. También era él espiritualista, ¡ya lo creo!, ¡a buena parte!…

–El mal está en el espíritu, y el espíritu no se cura con pócimas—prosiguió D. Basilio.

–¿Pero no dice usted que esto es histérico?—pregunto Emma sonriendo.

–Sí, señora; pero hay relaciones misteriosas entre el alma y el cuerpo, y yo no soy de los que dicen (volviéndose otra vez a Bonis) post hoc, ergo propter hoc.

Decididamente quería deslumbrarle y hacerle pagar caro lo de Proteo y Prometeo; porque D. Basilio no acostumbraba a hacer alardes de erudición, y a la cabecera de los enfermos más parecía un moralista del género de los elegantes y atildados, que un doctor de borla amarilla.

Bonis se puso a traducir para sus adentros el latín, y no tropezó más que en el propter, cuyo significado no recordaba; ya lo buscaría en el Diccionario. Ello era una preposición. Bonifacio Reyes había cursado en el Instituto provincial los primeros años de filosofía, pero sin llegar a bachiller; mas su ciencia no provenía de ahí, sino de lo que ya va dicho, de un gran prurito que, ya de viejo, le había entrado de instruirse, y no sólo por completar su educación, sino porque como antes había soñado con ser padre, la gran dignidad que atribuía a este sacerdocio le había parecido merecer un plan, todo un plan de estudios serios y profundos, que pudieran servir en su día de alimento espiritual al hijo de sus entrañas y de las entrañas de su mujer.

Como Emma, que nada entendía del trivio ni del cuadrivio, se impacientase un poco viendo que Aguado no acababa de recetarle lo que ella necesitaba, el médico, que comprendió la impaciencia, resumió, diciendo que no hacían allí falta alguna los jaropes del otro, que bastaban unas tomas de aquellos glóbulos que él guardaba en aquella caja tan mona; y, sobre todo, mucho paseo, mucho ejercicio, distracción, diversiones, aire libre y mucha carne a la inglesa. Con este motivo de la carne, Aguado disertó sobre un tema que en el pueblo era por aquel tiempo casi inaudito, de gran novedad por lo menos; abominó del cocido; achacó la falta de vigor nacional a la carne cocida y a la poca carne frita que se come en esta pobre España, etc., etc.

Dicho y hecho. Hubo una revolución en aquella casa. Todos los Valcárcel de la provincia, hasta los del más lejano rincón de la montaña, supieron que por prescripción facultativa Emma había cambiado de vida; se había resuelto, venciendo su gran repugnancia, a salir mucho, frecuentar los paseos, las romerías y hasta las funciones solemnes de iglesia, y podía ser que el teatro.

D. Juan Nepomuceno dejaba hacer, dejaba pasar.

Emma le presentaba las cuentas de la modista, que subían a buenos picos, y él pagaba sin chistar. También hubo que hacerle ropa nueva a Bonis, pues su mujer sólo en este punto tenía buena idea de la dignidad de un marido. Él era el que la había de acompañar ordinariamente, y en vano ella luciría las mejores telas y los sombreros más caros si su esposo descomponía el cuadro con malos géneros y prendas cortadas a sierra por un sastre indígena. Se volvió al paño inglés y a los artistas famosos de Madrid. Ahora Bonifacio se dejaba vestir bien con mayor agrado, pues Serafina notó el cambio y le encontró muy de su gusto. Pero ¡ay!, que sus relaciones ilícitas tropezaban con mayores dificultades que hasta allí, pues el tiempo libre escaseaba, y había que disimular en paseos y demás sitios públicos, donde desde lejos se veían los amantes en presencia de la esposa, al parecer descuidada, pero Dios sabía....

Bonis, con la espalda abierta, como él decía, temía a todas horas que llegase el momento de una explicación; pero Emma nunca volvía sobre el asunto de los polvos de arroz. Tampoco aludía jamás a lo que aquella noche extraña había sucedido, ni había vuelto a tener iniciativas de aquel género. Lo que sí hacía era hablar mucho del teatro, y preguntarle si conocía al tenor, y al barítono, y a la tiple; y pedía señas de su vida y milagros, ya que él confesaba saber algo de todo esto, aunque es claro que por referencias lejanas....

Una tarde, después de comer a la francesa, gran novedad en el pueblo, donde el clásico puchero se servía en casi todas las casas de doce a dos, Emma, que bebía a los postres una copa de Jerez superior auténtico, traído directamente, por encargo de la señora, de las bodegas jerezanas, se quedó mirando a su marido fijamente, con ojos que preguntaban y se reían, burlándose al mismo tiempo; mientras sus labios y el paladar saboreaban un buche del vino andaluz que ella zarandeaba con la lengua voluptuosamente. Separó un poco la silla de la mesa, se puso sesgada en su asiento, estiró una pierna, enseñó el pie, primorosamente calzado, y en verdad gracioso y pequeño, y como si se enjuagara con el Jerez y no pudiera hablar por esto, por señas empezó a interrogar a su marido, señalándole el pie que enseñaba, y después indicando con un dedo levantado en alto, que movía al compás de la cabeza, algún lugar lejano.

Comían solos el matrimonio y D. Juan Nepomuceno, pues por raro accidente no había huésped pariente en casa por aquellos días; D. Juan es claro que vivía con los sobrinos. Bonis al principio no comprendió nada de las señas de su mujer ni les atribuyó gravedad alguna.

–¿Qué dices, chica? Explícate.

–¡Mmm, mmm!—murmuró ella, y siguió con la misma pantomima, cada vez más acentuada en los gestos. Nepomuceno bebía también su copita de Jerez llena de migas de rosquilla de yema, y callaba; como si no estuviera en sus atribuciones fijarse en las tonterías de su sobrina, que, desde que había vuelto a darse de alta, hacía la loquilla y la muchacha y se permitía unas bromitas y unas alusiones alarmantes, de que él no quería hacerse cargo por ahora.

–Pero habla, mujer, no entiendo eso… del pie…—repitió Reyes.

Emma tragó el buche de Jerez; pero en vez de hablar, volvió a llenar la boca y a renovar la pantomima con mayores aspavientos.

Bonis se fijó bien; primero señalaba al pie, bueno; y después, con el dedo y la cabeza, quería indicar algo que no estaba presente....

No comprendía.... Pero de repente, el corazón le dio dos latigazos, y un sudor frío comenzó a correrle por la espalda: las piernas, cometiendo la bellaquería que solían en los casos apurados, se le declararon en huelga, como si huyeran solas del apuro. El físico, la parte material, le anunciaba un peligro de que su oscuro entendimiento no se daba cuenta todavía. Allí había algo serio; ¿pero qué?

Bonis miró angustiado a Nepomuceno por ver si sorprendía connivencia entre el tío y la sobrina. Nada; D. Juan, como si no estuviera allí.

–Pero, hija mía, ¡por los clavos de Cristo!…

Emma arrojó el buche de Jerez al suelo, y alargando más el pie hacia su esposo y enseñando parte de la pantorrilla, gritó como si hablara a un sordo:

–Quiero decir, por los clavos de una puerta, entiéndelo, que bien claro está… quiero decir que… qué te parece de ese pie que te enseño, mastuerzo.

–Primoroso, hija mía.

–No hablo del pie, borrico; el pie ya sé yo lo que vale; hablo de las botas.... Te pregunto si sabes quién tiene otras iguales.

–¿Yo?, cómo he de saber....

–Pues no hay más que estas y otras vendidas; me lo ha dicho Fuejos, el mismísimo zapatero, tu amigo Fuejos. No ha vendido más que estas y las de la tiple. Y por eso te preguntaba yo… alcornoque. Tienes una memoria como un madero. Y ahora ¿te acuerdas? ¿Son o no son como las de la tiple? Iguales, hombre, iguales. ¡Mira, mira, míralas bien!…

Y Emma levantaba el pie hasta colocarlo sobre las rodillas de su marido. El tío estaba del otro lado de la mesa y no podía ver el pie levantado, ni tampoco lo intentaba.

Bonis buscó, por instinto, un vaso de agua sobre la mesa, metió en la boca el cristal, y así se estuvo, primero bebiendo, y después haciendo que bebía.

Y pensó, sin querer, en medio de sus angustias, que no podemos figurarnos ni describir los que no pasamos por ellas: «Esto es lo que en las tragedias se llama la catástrofe». Y más pensó, a pesar de lo apurado de la situación: «En las óperas podemos decir que también hay catástrofes»; y se acordó de la Norma, que era su mujer; y de Adalgisa, que era la tiple; y de Polión, que era él; y del sacerdote, que era Nepomuceno, encargado sin duda de degollarle a él, a Polión.

 

–Pero, vamos, calabacín, di algo; ¿son o no son estas lo mismo que las de la tiple? ¿Me engañó aquel tío o no?

Sacando fuerzas, nunca supo de dónde, Reyes dijo al fin, hablando como un ventrílocuo, tan de adentro le salía la poca voz de que podía disponer:

–Pero Emma, ¿cómo quieres que yo conozca… las botas de esa señorita?

Entonces fue D. Juan Nepomuceno el que habló; pero antes se puso en pie, clavó también los ojos en su sobrino por afinidad, y cuando éste casi creía que iba a sacar el cuchillo para herirle, exclamó con gran cachaza:

–Tiene razón Bonifacio; ¿cómo quieres que él sepa cómo son las botas que compra la tiple? No ha de ser él quien las pague.

–Eso es una… bobada, tío, y usted dispense; el que paga las botas a esas señoritas no suele conocérselas, como dice este; si la Gorgheggi tiene querido que le pague las botas, ese… le conocerá otra cosa, pero las botas no, y menos estas que yo digo, que las compró esta mañana. Pero este papanatas sí las ha visto, y por eso yo le preguntaba; sólo que tiene una cabeza como un marmolillo y todo lo olvida. Vamos a ver; ¿no estabas tú en la tienda de Fuejos cuando entró esta mañana a las doce la tiple, y anduvo escogiendo botas y pidió la última novedad, y Fuejos le enseñó unas como estas? ¿Y no te preguntó la tiple a ti tu opinión, y no dijiste que eran preciosas… y no se las calzó allí delante de vosotros, delante de ti y del hipotecario Salomón el Cojo? ¡Pues hombre, si todo esto me lo contó el zapatero, y por eso yo le compré estas; porque no había vendido más que otras, y esas a la tiple, que viste muy bien!

–Toda esa relación, en lo que se refiere a mi persona, es absolutamente falsa—dijo con voz bastante repuesta Bonis, que también se levantó para medirse con el tío—. Yo no he entrado hoy en la zapatería de Fuejos, y puedo probar la coartada; a las doce estaba yo… en otra parte.

«En efecto; a las doce estaba él en casa de Serafina; todo aquello era mentira; ni la tiple había comprado unas botas como aquellas, ni nada de lo dicho. Todo ello era una miserable especulación de Fuejos el zapatero para tentar a su mujer; pero ¿cómo siendo Fuejos su amigo, de Bonis, y excelente persona, se había permitido aquella calumnia? ¿No sabía Fuejos que se murmuraba en el pueblo si él, Reyes, tenía o no tenía que ver con la tiple?… Y sabido esto, que debía saberlo, ¿iba a decirle a su mujer, a la de Bonifacio, que?… ¡Imposible!». «No, la mentira no era del zapatero; era de Emma; ¡pero entonces la gravedad del caso volvía a ser tanta como se lo habían anunciado los sudores! Emma preparaba alguna gran venganza, y en el ínterin se divertía con él como el gato con el ratoncillo. Tal vez le despreciaba tanto, pensaba el infeliz, que ni siquiera quería concederle el honor de sentir celos; pero aunque no estuviese celosa, lo que es de vengarse no dejaría».

A pesar de estas reflexiones, la perplejidad del marido infiel no desaparecía; se agarraba como a una esperanza a la idea de que hubiera sido Fuejos el embustero. En cuanto tomemos el café, pensó, me voy a la zapatería a ver lo que ha habido.

Pero Bonis proponía y Emma disponía. En cuanto tomaron el café, Emma, que estaba de muy buen humor, se levantó y dijo con solemnidad cómica:

–Ahora esperen ustedes aquí sentados; les preparo una gran sorpresa. ¿Qué hora es?

–Las ocho—dijo el tío, que, a pesar de sus bromitas, que horrorizaban a Bonifacio, tampoco las tenía todas consigo.

–¿Las ocho? Magnífico. Esperen ustedes un cuarto de hora.

Desapareció Emma, y tío y sobrino, por afinidad, callaron como mudos. Entre el tío y él había para Bonis un abismo… mejor, un océano de monedas de plata y oro, que bien subirían a.... Dios sabe cuántos miles de reales. Había llegado a tal extremo el terror de Reyes respecto a lo que debía a los Valcárcel, que nunca se tomaba el trabajo de sumar las cantidades que no había reintegrado a la caja; contando los siete mil reales del cura de la montaña, le parecía aquello un dineral. Tanto que, a veces, leyendo en los periódicos lamentaciones acerca de la deuda del Estado, se turbaba un poco acordándose de la suya. Parecida sensación experimentaba cuando oía hablar o leía algo de grandes desfalcos, de tesoreros que huían con una caja y cosas por el estilo.

Volvió Emma al cuarto de hora, en efecto, y sus comensales dijeron a un tiempo:

–¡Qué es esto! Y ambos se pusieron en pie, estupefactos, porque el caso no era para menos. Emma venía vestida con un magnífico traje, que ninguno de ellos le conocía; traía la cara llena de polvos de arroz; el peinado de mano de peinadora, cosa en ella nueva por completo, pues nunca había consentido que le tocasen la cabeza manos ajenas, y lucía una pulsera de diamantes y collar y pendientes de la misma traza, todo muy caro y todo nuevo para el esposo y para el administrador.

–Esto es… esto—dijo ella. Y puso delante de los ojos de su marido un papelito amarillo, que decía: Teatro principal.—Palco principal, núm. 7. Esto es que vamos al teatro, al palco del Gobernador militar que, como no tiene familia, casi nunca lo ocupa. Conque, hala, tío, a ponerse de tiros largos; y tú, Bonis, ven acá, te visto en un periquete.

Emma no dejó tiempo a sus subordinados para seguir asombrándose de aquella inaudita resolución. Ella, que tantos caprichos había tenido toda la vida, jamás se había mostrado aficionada al teatro, y menos a la música; desde su malparto a la fecha, y ya había llovido después, no había estado en el coliseo cuatro veces: la Compañía actual no la había visto siquiera, y ya estaban acabando el tercer abono… y de repente ¡zas!, sin avisar a nadie, tomaba un palco, y a la ópera todo el mundo. Así pensaba Bonis, equivocándose en algún pormenor, como se verá luego, y algo parecido pensaba el tío. Pero este, como acostumbraba, hizo pronto lo que él llamaba para sus adentros «su composición de lugar»; es decir, el plan conducente a sacar de todas aquellas novedades extrañas el mejor partido posible para sus intereses; y sin decir oxte ni moxte, sonriente, salió del comedor y volvió a poco, vestido de levita negra, con un sobretodo que le sentaba de perlas.

–También era presentable el tío mayordomo—pensó Emma—; pero esto no quita que las pague todas juntas, como todos.

El tocado de Bonis fue obra más complicada, y dirigida, en efecto, por su mujer, que le hizo afeitarse en un decir Jesús, sin más contingencias que tres leves heridas, que ella misma tapó con papel de goma. Se le hizo estrenar un traje oscuro, de última moda, de paño inglés, por supuesto. A Reyes a ratos se le figuraba que le estaban vistiendo para ir al palo, y se le antojaba hopa, de género inglés, aquel elegantísimo terno que iba sacando del cajón remitido por el artista de Madrid.

Eufemia, que por lo visto tenía orden también de no admirarse de nada, los alumbró hasta el portal, donde no había farol, y los vio salir de casa, Emma del brazo de Bonis, D. Juan detrás, como si todas las noches sucediera lo mismo.

La doncella, en verdad, tenía sus motivos para no asombrarse tanto como los otros; primero, porque las locuras de la señorita eran para ella el pan nuestro de cada día, y locuras algunas de un género íntimo, secreto, que los demás no conocían; y además, se asombraba menos, porque conocía ciertos antecedentes. Juntas habían ido al teatro noches atrás, a la cazuela, vestidas las dos de artesanas.

Esto era lo que ignoraba Bonis; esto, y lo que había visto, oído y sentido su mujer en aquella noche de la escapatoria, y lo que después había imaginado, y deseado, y proyectado.