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Su único hijo

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Bonis, desesperado, abandonó aquellos hermosos valles de eterna verdura, de frescas sombras y matices infinitos en la variedad de los accidentes de colinas y vegas, en que serpenteaban claros ríos… «¡Divino! ¡Divino!… ¡Pero qué pillo es Lobato, y qué ladrones son todos estos pastores!… En otra situación, sin estos cuidados y preocupaciones, ¡qué buenos días hubiera pasado yo en esta espesura, en que se mezcla el rumor de las copas de los pinos con el del mar, del que parece un eco!». Cabruñana era región ribereña, y parecían sus valles estrechos y de mil figuras, de verde jugoso y oscuro en las laderas y en las planicies pantanosas, cauces de antiguos ríos, abandonados por las aguas. Todos aquellos cuetos y vericuetos, lomas y llanuras, por sus formas violentas, por ejemplo, por los cortes de las laderas aterciopeladas, semejantes en su caída a los acantilados de la costa, hacían pensar en el fondo misterioso de los mares.

Terminada su inútil faena, sin más provecho que dejar sembradas amenazas, de que nadie hizo caso, Reyes decidió a media tarde montar a caballo para ir a pernoctar en la capital del concejo y del partido, a dos leguas, por la carretera. Antes del anochecer, se proponía llegar a Raíces, que estaba al paso, y detenerse media hora; ¿para qué? No sabía. Para soñar, para sentir, para imaginarse tiempos remotos, a su manera; para pensar a sus anchas, en la soledad, libre de Lobato, y Nepo y Sebastián, en los Reyes que habían sido, y en los que eran, y en los que habían de ser.

Raíces consistía en un lugar de veinte a treinta casas, diseminadas en las frondosidades de una península abandonada por el agua, en las marismas; cerca estaban las dunas, cuyos amarillos lomos de arena tenían figura semejante a los vericuetos que rodeaban a Raíces; pero estos, desde siglos y siglos, ostentaban el terciopelo de verde oscuro de sus musgos y su césped, y las flores de los prados, iguales a las que se encontraban tierra adentro, lejos de las brisas del mar. Era Raíces un misterioso escondite verde, que inspiraba melancolía, austeridad, un olvido del mundo, poético, resignado. Una colina cortada a pico, muy alta, cuya ladera, casi vertical, mostraba, como si fuera la yedra de una muralla ciclópea, pinos, castaños y robles, que trepaban cuesta arriba cual si escalaran una fortaleza, escondía y humillaba a Raíces por el Sur; el mar y las dunas le dejaban abierto a los vientos del Norte y del Noroeste, y restos de un bosque le rodeaban por Oriente y Occidente. Las viviendas, escasas y esparcidas por la espesura, eran, las más, cabañas humildes, otras vetustos caserones de piedra oscura, con armas sobre la puerta algunos.

Bonis llegó una hora antes del ocaso a una plazoleta que servía de quintana a varias casas de las más viejas, pero también de las de aspecto más noble; carretas apoyadas sobre el pértigo, como dormidas, entorpecían el paso; niños medio desnudos, sucios y andrajosos, sin nada en su cuerpo donde pudiera ponerse un beso, más que los ojos de algunos y las rubias guedejas de muy pocos, saltaban y corrían por aquella corralada común, que era sin duda para ellos el universo mundo. Más serios y a su negocio, hozaban algunos cerdos en el estiércol, que escarbaban y picoteaban gallos y gallinas, mientras dos perros dormitaban, acosados por miles de mosquitos.

–De aquí salieron los Reyes—pensó Bonifacio, que desde una calleja vecina contemplaba el cuadro de paz suave y melancólica de aquella miseria, aislada de las vanas grandezas del mundo—. Un grupo de castaños y una pared de una huerta, le ocultaban a la vista de los chiquillos y los perros, que, de notar su presencia, se hubieran alarmado. Echó pie a tierra, ató el caballo al tronco de un castaño, y se sentó sobre el césped para meditar a sus anchas.

Se acordó de Ulises volviendo a Ítaca… pero él no era Ulises, sino un pobre retoño de remota generación.... El Ulises de Raíces, el Reyes que había emigrado, no había vuelto… a él no podían reconocerle en el lugar de que era oriundo. Y como había leído muchas veces la Odisea, y recordaba sus episodios y los nombres de sus personajes, pensó Bonis: «Los cerdos y los perros que encontró Ulises al volver a Ítaca, en la mansión de Eumaios, allí estaban; pero Eumaios, el que guardaba los cerdos de Ulises, no estaba; no le había. Como a Ulises, aquellos perros le atacarían si le vieran; pero Eumaios, el fiel servidor, no acudiría en su auxilio… ¡Qué habría sido de Ulises—Reyes! ¿Por qué habría salido de allí? ¡Quién sabe! Tal vez esos chiquillos, que parecen hijos del estiércol, como lombrices de tierra, son parientes míos.... Son de mi tribu acaso».

De pronto se dio una palmada en la frente. Los recuerdos clásicos le habían hecho pensar en el pasaje en que Ulises es reconocido por Eurycleia, su nodriza. Él no había tenido más Eurycleia que su madre, que había muerto; pero Antonio, su hijo, necesitaba nodriza, y él había olvidado que había venido a Cabruñana a buscarla. «¡Mejor aquí! Sí; no me iré de Raíces sin buscar ama de cría para mi hijo. ¡Es una inspiración! ¡Quién sabe! Tal vez se nutra con leche de su propia raza, con sangre de su sangre…».

Y como había resuelto ser cada día más activo y menos soñador; hombre práctico como los demás, como los que ganan dinero, para ganarlo también por amor de su Antonio, dejó sus cavilaciones, se levantó, montó a caballo, y por aquellas quintanas y callejas adelante, de puerta en puerta, fue buscando lo que necesitaba, nodriza para casa de los padres, y natural de Raíces, de donde eran oriundos los Reyes. Era aquella, por fortuna, tierra clásica de amas de cría, de las más afamadas de la provincia; y en tan pequeño vecindario, sin más que extender un poco sus pesquisas por aquellos contornos, encontró Bonis dos buenas vacas de leche de aspecto humano, porque en aquella región venía a ser una especie de industria inmoral y de exportación el servicio que él solicitaba. Quedó convenido que a la mañana siguiente, muy temprano, Rosa y Pepa, que así se llamaban las que presentaban su candidatura al honor de criar a Antonio Reyes, estarían en la capital del concejo, dispuestas a montar en el coche en que las llevaría Bonifacio a la ciudad, para que fueran registradas por el médico, y la de mejores condiciones recibiera el exequatur facultativo y el nombramiento oficial de Emma.

Satisfecho de la diligencia y fortuna con que dejaba orillado este negocio, Bonis se detuvo, al salir del lugar, en un recodo del camino solitario, junto a un puente de madera que atravesaba el Raíces, riachuelo poético, sinuoso, que a la sombra de árboles infinitos corría al próximo Océano, sin gran prisa, seguro de llegar antes de la noche; y eso que el sol ya se había escondido tras de las olas que bramaban a lo lejos. Reyes, volviendo grupas, seguro de su soledad, inmóvil en medio del camino, permaneció contemplando el rincón melancólico de que se alejaba, como si allí dejara algo.

Nada concreto, nada plástico le hablaba ni podía hablarle de la relación de su raza con aquel pacífico, humilde y poético lugar; y, sin embargo, se veía atado a él por sutiles cadenas espirituales, de esas que se hacen invisibles para el alma misma, desde el momento en que se quiere probar su firmeza.

«Ni yo sé en qué siglo salieron los Reyes de aquí, ni lo que eran aquí, ni cómo ni dónde vivían; ni siquiera de mi tatarabuelo, sin ir más lejos, tengo noticias, a no ser muy vagas. Sólo sé que éramos nobles, hace mucho, y que salimos de Raíces. ¡Oh! ¡Si yo conservase el libro aquel de blasones de que tanto me hablaba mi madre, y que mi padre, al parecer, despreciaba!… Como soy tan aprensivo… se me figura sentir cierta simpatía por estos parajes.... Esta calma, este silencio, esta verdura, esta pobreza resignada y tolerable… hasta la música del mar, que ruge detrás de esos montes de arena… todo esto me parece algo mío, semejante a mi corazón, a mi pensamiento, y semejante al carácter de mi padre. Los Reyes… no debieron salir de aquí… no servían para el mundo; bien se vio.... Yo, el último, ¿qué soy? Un miserable, un ignorante, que no ha ganado en su vida una peseta, que sólo sabe gastar las ajenas. Un soñador… que creyó algún día llegar a ser algo de provecho a fuerza de sentir con fuerza cosas raras y de las que ni siquiera se pueden explicar. ¡A esto vino a parar la raza!».

Cesó en su soliloquio, como para oír lo que el silencio de Raíces, a la luz del crepúsculo, le decía.

Una campana, muy lejos, comenzó a tocar la oración de la tarde.

Bonis, a pesar de su dudosa ortodoxia, se quitó el sombrero. Y recordó las palabras con que su madre empezaba el rezo vespertino: «El ángel del Señor anunció a María…».

¡Oh! ¡También a él, el ángel del Señor sin duda, le había anunciado que sería padre; también sus entrañas estaban llenas del amor de aquel hijo, de aquel Antonio, en que él estaba ya pensando como se piensa en el amor ausente, mandando miradas y deseos de volar del lado del horizonte tras que se esconde lo que amamos! Una ternura infinita le invadió el alma. Hasta el caballo, meditabundo, inmóvil, le pareció que comprendía y respetaba su emoción. ¡Raíces! ¡Su hijo! ¡La fe! Su fe de ahora era su hijo.

Lo pasado, muerte, corrupción, abdicación, errores… olvido. ¿Qué había sido su propia existencia? Un fiasco, una bancarrota, cosa inútil; pero todo lo que él no había sido podía serlo el hijo… lo que en él había sido aspiración, virtualidad puramente sentimental, sería en el hijo facultad efectiva, energía, hechos consumados.

¡Oh!, se lo decía el corazón.... Antonio sería algo bueno, la gloria de los Reyes.... Y acaso, acaso, cuando se hiciera rico, ya conquistando una gran posición política o escribiendo dramas, lo cual le halagaba más, o, lo que sería el colmo de la dicha, como gran compositor de sinfonías y de óperas, como un Mozart, como un Meyerbeer, él, su padre, ya viejo, chocho, chocho por su hijo… le metería en la cabeza que restaurase en Raíces la casa de los Reyes…; y él, Bonis, vendría a morir allí… en aquella paz, en aquella dulzura de aquel crepúsculo, entre ramas rumorosas de árboles seculares, mecidas por una brisa musical y olorosa, que se destacaban sobre el fondo violeta del cielo del horizonte, donde el último aliento del día perezoso se disolvía en la noche.

 

«¡Oh! ¡En definitiva, en el mundo, no había nada serio más que la poesía!…—pensó Bonis—. Pero eso para mi Antonio. Él será el poeta, el músico, el gran hombre, el genio.... Yo, su padre. Yo a lo práctico, a lo positivo, a ganar dinero, a evitar la ruina de los Varcárcel y a restaurar la de los Reyes. Y ¡adiós, Raíces, hasta la vuelta! Me voy con mi hijo; tal vez volvamos juntos».

Bonifacio, sacudiendo la cabeza, recobrando las riendas para sacar al rocinante soñador de su letargo, siguió a trote su camino, sin volver los ojos atrás, temeroso de sus ensueños, de sus locuras…; dispuesto cada vez con más ahínco a sacrificar al porvenir de su hijo su temperamento de bobalicón caviloso y sentimental.

Durmió en la villa cabeza del partido, y al ser de día montó en el coche diario que iba a la capital de la provincia, en compañía de las dos Eurycleias que había buscado en Raíces.

Al llegar a sus lares, se encontró la casa llena de gente, criados y amigos en movimiento.

Doña Celestina, con vestido de raso negro y mantilla de casco fina, estaba en medio de la sala con un bulto en los brazos, un montón de tela blanca, bordada, de encajes y de cintas azules.

–¿Qué es esto?—dijo Bonis, que entraba con las nodrizas electas a derecha e izquierda.

–Esto es—respondió la partera—que vamos a hacer cristiano a este judiazo de su hijo de usted.

En efecto; Emma lo había decretado así. Cierto era que ella misma el día anterior había dicho que no se le hablase de bautizo hasta que al chiquillo le pasara la fluxión de los ojos; pero al despertar aquella mañana y saber que Bonis, sin su permiso, dejándola con la calentura, se había marchado a la aldea a enderezar entuertos, que nunca se le había ocurrido enderezar, se había irritado, y por venganza y considerando que el tiempo estaba templado, había dispuesto, en un decir Jesús, desde la cama, dando órdenes como ella sabía, que el niño se bautizara aquella misma tarde, para que el padre se lo encontrara todo hecho y rabiara un poco.

Bonis no rabió. La solemnidad del momento no consentía malas pasiones. Lo que hizo fue abrazar a su esposa, consiguiéndolo a duras penas.

Emma tenía poca calentura: estaba muy despejada; y ya sin miedo al peligro del puerperio, aunque no había pasado, había decidido engalanarse y engalanar su lecho.

Sacó el fondo de su armario de ropa blanca, que era un tesoro, y sus amigas pudieron contemplar un mar de espuma, de nieve y crema, de hilo fino espiritualizado de encajes de los más delicados. En medio de aquella espuma aparecía, como un náufrago, el rostro demacrado, amarillento, de Emma, que definitivamente había vuelto a desmoronarse en ruina que no admitía ya restauraciones.

«Es una vieja», pensó Bonis resignado, sin amargura; pero triste por amor de su hijo.

La Valcárcel aprobó el concurso de nodrizas ideado por su marido; el cual no comprendió por qué Nepo, los Körner, Sebastián, las de Ferraz, las de Silva, y otras amigas y amigos reían, a carcajadas unos, con menos violencia otros, la ocurrencia de haber traído él consigo a Pepa y Rosa, las robustas aldeanas de Raíces.

Sebastián y Marta, cada vez que recordaban la entrada triunfal de Bonis en medio de las dos aldeanas de ubres ostentosas, se desternillaban de risa.

Según Marta, aquello era demasiado, y ya no cabía disimulo. Había que reír a mandíbula batiente.

Y se reían.

Bonifacio no comprendía; ni lo intentó apenas. ¿Qué le importaban a él las risas necias de aquella gentuza, que le habían comido el pan de su hijo, y que estaba dispuesto a arrojar de su casa?

La comitiva se puso en movimiento. Emma había decretado, y no había más remedio que callar, que Sebastián fuese padrino y Marta madrina.

Se habían dado órdenes para que la ceremonia fuese de primera clase. El baptisterio de la iglesia parroquial estaba cubierto de colgaduras de raso carmesí con flecos dorados; la pila brillaba como un ascua de oro, iluminada por grandes cirios.

Bonis, que había caminado solo, detrás de doña Celestina, cuidando de que el pañuelo que cubría el rostro de Antonio, dormido, no se deslizara al suelo, no había tenido tiempo, mientras iba por las calles, para sentir la ternura grave y poética propia del caso; más bien recordaba después haber experimentado así como un poco de sonrojo ante las miradas curiosas y frías, casi insolentes y como algo burlonas, del público indiferente y distraído. Pero al atravesar el umbral de la casa de Dios, y detenerse entre la puerta y el cancel, y ver allá dentro, enfrente, las luces del baptisterio, una emoción religiosa, dulcísima, empapada de un misterio no exento de cierto terror vago, esfumada, ante la incertidumbre del porvenir, le había dominado hasta hacerle olvidarse de todos aquellos miserables que le rodeaban. Sólo veía a Dios y a su hijo. Otras veces, viendo bautizar hijos ajenos, había pensado que era ridículo aquello de echar los demonios del cuerpo, o cosa por el estilo, a los inocentes angelillos que iban a recibir las aguas del bautismo. Ahora no veía en nada de aquello lado alguno ridículo. ¡Oh, la Iglesia era sabia! ¡Conocía el corazón humano y cuáles eran los momentos grandes de la vida! ¡Era tan solemne el nacer, el tomar un nombre en la comedia azarosa de la vida! ¡El bautizo hacía pensar en el porvenir, en una síntesis misteriosa, de punzante curiosidad, de anhelante y temerosa comezón de penetrar el porvenir! Aunque él, Bonis, no creía en varios dogmas, ni menos en los prodigios de la Biblia, reconocía que la Iglesia en aquellos trances parecía efectivamente una madre....

Sin repugnancia, y sin perjuicio de las reservas mentales necesarias, él colocaba sobre el regazo de la Iglesia al hijo de sus entrañas. ¡Su hijo, su Antonio; allí le tenía, carne de su carne, dormido, perdido entre encajes; una mancha colorada destacándose en la blancura…!

A él ya no se parecería; pero a su padre, al procurador Reyes, sí; el gesto de pena, la mueca de los labios, el entrecejo… todo aquello era de su padre. ¡Ay! ¡Cómo se le metía por el alma, a borbotones, como lágrimas de ternura que en vez de salir entrasen, el amor de aquel hijo, de aquel ser débil, abandonado por los ángeles entre los hombres!, pero ya no amor abstracto, metafísico; amor sin frases, amor nada retórico.... amor inefable, pero que satisfacía la conciencia y daba sanción absoluta al juramento de constante y callado sacrificio. Vivir por él, para él. «Yo nací para esto; para padre». Bonis sentía a la puerta de la iglesia, esperando al capellán que iba a hacerle cristiano a Antonio, sentía la gracia que Dios le enviaba en forma de vocación, clara, distinta, de vocación de padre. «Sí—pensaba—; ya soy algo».

Después vio llegar a un cura rollizo, sonriente, cubierto de oro, como el altar del baptisterio, con todo el aparato sagrado de acólitos, cirios y cruces que reconoció que eran del caso. No se oponía él a nada, todo estaba bien. Por más que estaba seguro de que su Antonio, aquel inocente niño con cara triste, no tenía en el cuerpo diablo de ninguna especie ni resentimiento personal alguno con la Iglesia, Bonis reconocía el derecho de esta a tomar precauciones antes de admitir en su seno al recién nacido. Hasta lo de no poder entrar en el templo su hijo antes de cumplir los requisitos sacramentales, le parecía racional, si bien pensó que el clero debía tener más cuidado con los catecúmenos, o lo que fueran, de cierta edad, porque un aire colado, entre puertas, podía ser fatal y matar un cristiano en flor.

–Doña Celestina—dijo Reyes con voz melosa, humilde, apenas perceptible, con ánimo de que el señor cura y su acompañamiento no dieran una interpretación heterodoxa a sus palabras—; doña Celestina, haga usted el favor de arrimarse a este rincón, porque ahí está usted en la corriente.

–Déjeme usted a mí, D. Bonifacio.

El delegado del párroco empezó sus latines, que Bonifacio entendía a medias.

Entendió que su hijo se llamaría decididamente Antonio, no recordaba qué otra cosa, y Sebastián. Sebastián… ¿para qué? En fin, poco importaba.

Las de Ferraz miraban al niño y al cura con la boca abierta, y como quien asiste a una farsa muy chusca; eran creyentes como cada cual, pero en el mundo, para aquellas señoritas como panderetas, todo era una guasa, asunto de broma y de castañuelas.

Allí no valía reírse, pero buenas ganas se les pasaba. Marta, madrina, presenciaba la escena con cara de judío: pensaba en la superioridad de sus ideas personales sobre la vulgar manera de entender la ceremonia que presenciaban aquellas frívolas amiguitas.

De pronto, las palabras que rezaba el clérigo con un tono discreto, suave, de un ritmo eclesiástico simpático, sugestivo, adquirieron verdadero valor musical, como un recitado; porque allá dentro alguien le soltaba los caños de sonidos al órgano, que llenó la solitaria iglesia de resonancias, de chorros de notas juguetonas, frescas.

El nuevo cristiano atravesó el cancel, penetró en la iglesia precedido del sacerdote, en brazos de Sebastián majestuoso. Llegó la comitiva al baptisterio. Los amigos rodeaban a los padrinos; viejas, pobres y chiquillos formaban corro, curioseando y en espera de la calderilla del bateo. Para Bonis, que siguió a su hijo hasta la margen del Jordán de mármol, todo tomó nueva vida, más intenso, armónico y poético sentido. Era que la música le ayudaba a entender, a penetrar el significado hondo de las cosas. El órgano, el órgano, le decía lo que él no acababa de explicarse.

«Pues es claro; la Iglesia es un lince; ve largo; sabe ser madre».

Las notas del órgano, bajando a hacer cosquillas al recién nacido, al que venía de los cielos del misterio, metiéndosele por las carnecitas que dejaban al aire los dedos discretos y expertos de doña Celestina, al descubrir la espalda de la criatura; las notas aladas y revoltosas, eran angelillos que retozaban con su compañero humano, menos feliz que ellos, pero no menos puro, no menos inocente.

Bonis sintió que el rostro de los más indiferentes, hasta el de los pilluelos que esperaban la calderilla, tomaba expresión de interés, de cierto enternecimiento. Las luces parecían cantar también al oscilar con ritmo; brillaban más rojas; los dorados del cura y del baptisterio se hicieron más intensos, más señoriles; los monaguillos, tiesos, solemnes, daban indudable respetabilidad al acto. El órgano era el que se permitía seguir riendo, jugueteando, pero legítimamente, porque representaba la alegría celestial, la gracia de la inocencia.... Mas en el fondo de las bromas poéticas y sagradas de aquella música de la iglesia, a Bonis, de pronto, se le antojó ver una especie de desafío burlón un tanto irónico. Vamos a ver, decía el órgano: ¿Qué guarda el porvenir? ¿Qué va a ser de tu hijo? ¿Qué es la vida? ¿Importa vivir, o no importa? ¿Es todo juego? ¿Es todo un sueño? ¿Hay algo más que la apariencia?… Y la música, de repente, la tomaba por otra parte sin lógica, sin formalidad; empezaba a decir una cosa y acababa indicando otra.... Hasta que por fin Reyes notó que el organista estaba tocando variaciones sobre la Traviata, ópera entonces de moda. Bonifacio se acordó de la Dama de las Camelias, que había leído, y de aquel Armando, que había amado hasta olvidar al suo vecchio genitor, como dicen en la ópera, y, en efecto, el órgano lo estaba recordando:

«Tu non sai quanto soffrì

–¡Pobre de mí!—pensó Bonis—. El hijo puede ser un ingrato. Amará a una mujer más que a mí ciertamente. Yo nací para que no me amen como yo quisiera.... Pero no importa, no importa; esta es la ley. Nosotros a ellos; ellos a los suyos o a las vanidades del mundo. ¡Cosa rara! ¿Por qué no sonaría mal La Traviata en la iglesia? Aquello debía ser una profanación… y no lo era. Era que en La Traviata, bien o mal, había amor y dolor, amor y muerte; es decir, toda la religión y toda la vida… ¡Oh, cómo hablaba el órgano de los misterios del destino!… Vuelta a la burla, vuelta a las preguntas irónicas: «¿Qué será de él? ¿Qué será de ti? ¿Qué será de todo?…».

–¿Quién toca el órgano?—preguntó Marta por lo bajo a Sebastián.

–Minghetti.

Padrino y madrina sonrieron, mirándose.

–¡Capricho de hombre!—dijo la alemana, consagrando al barítono un recuerdo.

Bonis había oído la pregunta y la respuesta.

–«Tocaba Minghetti: ¡oh, bien se conocía que andaba allí arriba un artista! Había sido una atención delicada.... Los artistas al fin son poetas… ¡lástima que suelan ser además unos pillos! Él, Bonis, entre la moral y el arte, en caso de incompatibilidad, se quedaría en adelante con la moral. Por su hijo».

 

Ya era cristiano Antonio Diego Sebastián; doña Celestina le había tomado de brazos del tío padrino, y sentada en la tarima de un confesionario, junto a una capilla, rodeada de aquellos amigos y curiosos, se entendía hábilmente con cintas y encajes para volver a sepultar bajo tanto fárrago de lino el cuerpo débil, flaco, de la criatura.

Bonifacio se separó del grupo, y por el templo adelante se dirigió a la sacristía, en pos del sacerdote y sus acólitos. También aquello era solemne. Iba a dictar la inscripción del libro bautismal, a sentar la base del estado civil de su hijo. Mientras Minghetti, por divertirse, continuaba haciendo prodigios en el órgano, iba pensando Bonis por medio del templo: «¡Quién sabe! Tal vez algún día sabios, eruditos, curiosos, vengan en peregrinación a contemplar con cariño y respeto la página de este libro de la parroquia en que yo voy a dictar ahora el nombre de mi hijo, el de sus padres y abuelos, lugar de su naturaleza, etc., etcétera. ¡Abuelos! Mi pobre Antonio no tiene abuelos vivos; le faltará ese amor, pero el mío los suplirá todos».

Al entrar en la sacristía, en una capilla lateral, sumida en la sombra, vio una mujer sentada sobre la tarima, con la cabeza apoyada en el altar de relieve churrigueresco.

–¡Serafina!

–¡Bonifacio!

–¿Qué haces aquí?

–¿Qué he de hacer? Rezar. Y tú, ¿a qué vienes?

–Vengo a inscribir a mi hijo, que acaba de bautizarse, en el libro bautismal.

Serafina se puso en pie. Sonrió de un modo que asustó a Bonis, porque nunca había visto en su amiga el gesto de crueldad, de malicia fría, que acompañó a tal sonrisa.

–Conque… ¿tu hijo?… ¡Bah!

–¿Qué tienes, Serafina? ¿Cómo estás aquí?

–Estoy aquí… por no estar en casa; por huir del amo de la posada. Estoy aquí… porque me voy haciendo beata. No es broma. O rezar, o.... una caja de fósforos. ¿Sabes? Mochi no vuelve. ¿Sabes? ¡He perdido la voz! Sí; perdida por completo. El día que te escribí…; y que no me contestaste; ya sabes, cuando te pedía aquellos reales para pagar la fonda.... Bueno; pues aquel día… aquella noche… como había ofrecido pagar, y no pagué… porque no contestaste…, tuve una batalla de improperios con D. Carlos… ¡el infame!…

La Gorgheggi calló un momento, porque la ahogaba la emoción; ira, pena, vergüenza.... Dos lágrimas, que debían de saber a vinagre, se le asomaron a los ojos.

–El infame tuvo el valor de insultarme como a una mujer perdida…; me amenazó con la justicia, con plantarme en el arroyo.... Yo eché a correr; salí a la calle, como estaba, sin sombrero.... Pero volví. Porque lo dejaba allí todo.... Mi equipaje, lo único que tengo en el mundo. No sé qué cogí aquella noche, al relente, furiosa, por la calle húmeda… ¡Oh! En fin, la voz, que ya andaba muy mal, se fue de repente.... Desde aquella noche canto… como tu mujer. No salgo de la fonda… porque no puedo pagar. D. Carlos me insulta unas veces… y otras me requiebra. Yo no quiero amantes ni altos ni bajos…, porque no quiero…, porque todo eso me da asco. Mochi no vuelve.... A mis últimas cartas ya no ha contestado. Como tú. Sois unos caballeros. Se os pide cuatro cuartos para no recibir insultos de un miserable…, y no contestáis.... No sé dónde ir; en casa me espía mi acreedor, que quiere ser mi amante; en la calle me persiguen necios, me aburre la curiosidad estúpida de la gente.... No tengo dinero ni para escapar… ¿Para escapar adónde? Me meto en la iglesia. Esto es mío, como de todos. Tú me enseñaste a sentir así, a querer paz…, a soñar…, a desear imposibles.... Aquí estoy tranquila…, y rezo a mi modo. No tengo fe, lo que se llama fe.... Pero quisiera tenerla. Los santos, todos esos, aquel San Roque, este San Sebastián con sus banderillas por todo el cuerpo…, aquel señor obispo…, San Isidoro…, todos me van entendiendo. No tengo verdadera religión…, pero por lo pronto… los amantes me dan asco… no quiero amantes…; esperaré a ver si vuelve la voz…, o si vuelves tú. Mochi es un mal hombre, un traidor, un miserable…; ya lo sabía, siempre lo supe. Pero tú…, no creí que lo fueras también. Bonis, no me abandones.... Yo… te quiero todavía…, más que antes, mucho más de veras. Debo de estar enferma.... Me asusta el mundo…, el teatro me horroriza…, el galanteo me espanta.... Quiero paz…, quiero sueño…, quiero honradez…; no vivir de farsa… y tener pan que no deba a mi cuerpo alquilado a un desconocido…, a no sé ahora quién. Tuya, sí. De los demás, no. ¿Quieres?

Bonis, aunque poco formalista en materias religiosas, y a pesar de que las palabras, y el tono, y las dos lágrimas de Serafina le habían enternecido hasta lo inefable, pensó, ante todo, que estaban en la iglesia y que no era el lugar nada a propósito para tal clase de tratos y contratos.

Antes de contestar, miró hacia atrás, hacia el baptisterio, para ver si alguien había reparado su encuentro con la cantante. La comitiva del bautizo había desaparecido. Ni siquiera habían parado mientes en la ausencia de Reyes. Tan insignificante era para todos. Minghetti, sin embargo, seguía embelesado con sus travesuras armónicas en el órgano. Tenía aquella manía: la de hacerse pesado, por broma, cuando se ponía a tocar.

Bonis, con repugnancia por hablar de tales asuntos allí, en el templo, pero compadecido hasta el fondo del alma, y, por otra parte, dispuesto a no abdicar de su dignidad de padre de familia sin mancha, tapujos ni relajamientos de costumbres, dijo con voz que procuró hacer cariñosa al par que firme, y que le salió temblona, balbuciente y débil:

–Serafina…, yo a ti te debo toda la verdad.... Yo, en adelante, quiero vivir para mi hijo.... Nuestros amores… eran ilícitos.... Debo a Dios un gran bien, una gracia…: el tener un hijo.... Ofrecí el sacrificio de mis pasiones por la felicidad de Antonio.... Además, estoy arruinado.... En el terreno de los intereses materiales… haré por ti… lo que pueda…; ¡ya se ve!… Con ese D. Carlos, que es un judío… ya me entenderé yo.... Pero estoy arruinado.... La voz…, tu voz… volverá…

Y aquí, al recordar la voz que él había adorado, Bonis estuvo a punto de llorar también.

Mas el rostro de Serafina volvió a asustarle. Aquella mujer tan hermosa, que era la belleza con cara de bondad para Bonis… le pareció de repente una culebra.... La vio mirarle con ojos de acero, con miradas puntiagudas; le vio arrugar las comisuras de la boca de un modo que era símbolo de crueldad infinita; le vio pasar por los labios rojos la punta finísima de una lengua jugosa y muy aguda… y con el presentimiento de una herida envenenada, esperó las palabras pausadas de la mujer que le había hecho feliz hasta la locura.

La Gorgheggi dijo:

–Bonis, siempre fuiste un imbécil. Tu hijo… no es tu hijo.

–¡Serafina!

Y no pudo decir más el pobre Bonis. También él perdía la voz. Lo que hizo fue apoyarse en el altar de la capilla oscura, para no caerse.

Como él no hablaba, Serafina tuvo valor para añadir:

–Pero, hombre; todo el mundo lo sabe… ¿No sabes tú de quién es tu hijo?

–¡Mi hijo!… ¿De quién es mi hijo?

La Gorgheggi extendió un brazo y señaló a lo alto, hacia el coro:

–Del organista.

–¡Ah!—exclamó Bonis, como si hubiera sentido a su amada envenenarle la boca al darle un beso....

Se separó del altar; se afirmó bien sobre los pies; sonrió como estaba sonriendo San Sebastián, allí cerca, acribillado de flechas.

–Serafina…, te lo perdono…, porque a ti debo perdonártelo todo.... Mi hijo es mi hijo. Eso que tú no tienes y buscas, lo tengo yo: tengo fe, tengo fe en mi hijo. Sin esa fe no podría vivir. Estoy seguro, Serafina; mi hijo… es mi hijo. ¡Oh, sí! ¡Dios mío! ¡Es mi hijo!… Pero… ¡como puñalada, es buena! Si me lo dijera otro… ni lo creería, ni lo sentiría. Me lo has dicho tú… y tampoco lo creo.... Yo no he tenido tiempo de explicarte lo que ahora pasa por mí; lo que es esto de ser padre.... Te perdono, pero me has hecho mucho daño. Cuando mañana te arrepientas de tus palabras, acuérdate de esto que te digo: Bonifacio Reyes cree firmemente que Antonio Reyes y Valcárcel es hijo suyo. Es su único hijo. ¿Lo entiendes? ¡Su único hijo!