Za darmo

Su único hijo

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Llegaron sin novedad a la costa. Emma se bañó al día siguiente, con los cuidados que el médico del pueblo, consultado por Bonis, aconsejó. Por aquel doctor supo la Valcárcel, horrorizada, cuando se trató de dar la vuelta a la ciudad, que lo que ella creía aborto, en aquellas circunstancias podía ser mucho más peligroso que el parto en su día…, porque ya sería otra cosa: un verdadero parto antes de la cuenta, pero no aborto en rigor. Un sietemesino de vida precaria, y gran peligro y grandes pérdidas de la madre… eso era lo que podía producir el viaje a la ciudad si no se tomaban grandes precauciones. Emma chilló, cogió el cielo con las manos, insultó a Bonis, y a Minghetti, y a D. Basilio, ausentes. ¡Ella que creía engañar a la naturaleza! ¡Huía de un peligro y buscaba otro mayor! Pero, ¿por qué no me lo han dicho en casa?

–Pero, mujer, ¿no te advertimos Aguado y yo?…

–Aguado hablaba de perder la criatura, no de perderme yo. ¡Dios mío! Yo no me muevo; pariré aquí, en esta aldea… me moriré aquí… Yo no doy un paso más....

Costó gran trabajo meterla en el coche. El médico del pueblo tuvo que asegurarle bajo palabra de honor que él respondía de que no habría novedad si se tomaban las medidas de precaución que él señalara.... Se hizo todo al pie de la letra. Se pidió prestado su mejor coche a una condesa de las cercanías; el cochero tuvo que jurar que los caballos no darían un paso más largo que otro; el carruaje se llenó de almohadones. Emma iba casi suspendida. Tuvo que confesar que no sentía el movimiento apenas. Durante el viaje, que duró tres horas más que el de ida, se durmió también, y se quedó con las manos apretadas sobre el vientre. Cuando despertó, vio a Bonis con la mirada grave, de expresión intensa, fija sobre el mismo sagrado bulto que oprimían los dedos de ella. Se lo agradeció; sonrió al esposo que la ayudaba a no soltar antes de tiempo la carga de sus entrañas, y le mostró, avergonzada de la caricia, como siempre que tenía estas debilidades, le mostró su gratitud dándole un suave puntapié en la espinilla. Y Bonis, que sentía lágrimas cerca de los párpados, pensó: «Lo mejor sería amar al hijo… y amar a la madre».

Al bajar del coche, junto al portal de su casa, Emma exigió que la ayudasen dos, que habían de ser Bonis y Minghetti; se dejó caer sobre ellos con todo su cuerpo, segura de no ser abandonada a su pesadumbre. Después, mientras Bonis y D. Nepo y los demás que habían acudido a recibirla daban órdenes para subir a casa el equipaje, ella emprendió la marcha escalera arriba, colgada del brazo de Gaetano. En el primer descanso se detuvo, respiró con dificultad, miró al barítono con fijeza, y acabó por decir:

–¿Y si me hubiera muerto en el camino… por culpa tuya?

–¡Bah!

–¡Sí, bah! Podía desangrarme; son habas contadas.

–No, hija mía, no. Parirás sin dolor, y tendrás un robusto infante.

Emma se puso muy encarnada. Minghetti, como distraído, le soltó el brazo, y siguió subiendo, delante, sin más cortesía, con las manos en los bolsillos del pantalón, silbando una cavatina con un silbido de culebra, que era una de sus habilidades. La Valcárcel acabó de subir sola, agarrada al pasamanos, y sujetando el vientre, como si temiera parir en la escalera.

Se acostó, e hizo venir a D. Basilio. Exigió un reconocimiento, del cual resultó que no había novedad y que el tremendo trance de Lucina llegaría por sus pasos contados, o no contados en aquella ocasión, a su debido tiempo.

Los de allá, como llamaban a Mochi y a la Gorgheggi, todos los de la alegre compañía, escribieron preguntando con gran interés por la salud de Emma.

Minghetti era el encargado de aquella correspondencia por parte de los de acá. A La Coruña iban pocas cartas; pero de La Coruña venían con abundancia. Los ausentes sentían nostalgia de la vita bona que habían dejado. Serafina era la que más abusaba de la escritura. En una hermosísima letra inglesa, escribía pliegos y pliegos de literatura políglota; inglés, a veces, para las cosas más difíciles de decir, y que se quedaban sin entender si no acudían Körner o Marta a traducirlas; italiano a menudo, y por lo común español. Aun en castellano había parrafillos que no comprendían los corresponsales de acá, no por las palabras, sino por los conceptos. Eran alusiones disimuladas y de mucho artificio que iban derechas al corazón y a los recuerdos de Bonis. Este, a pesar de sus remordimientos, escribía de tarde en tarde a Serafina, que se lo había exigido. Tenía la cantante una pasión verdadera por las expansiones epistolares, y era muy capaz de mantener la constancia de una llama amorosa, más o menos mortecina, a fuerza de acumular paquetes de pleguezuelos perfumados llenos de letra menuda, cruzada como un tejido sutil. Pero si Bonis había consentido en continuar sus relaciones por escrito, se había opuesto en absoluto a que la cómica le escribiese a él directamente. Aunque era seguro que Emma había llegado a saber que su esposo era o había sido amante de su amiga la Gorgheggi, y hacía la vista gorda, al fin no había que estirar la cuerda; tal vez si se desafiaba su dignidad de esposa burlada, pensaba y decía a su cómplice Bonifacio, tal vez estallase la cuerda y hubiese una de pópulo bárbaro. A esto había contestado Serafina con extraña sonrisa: «Pero si tu mujer vive a lo gran señora, despreocupada, y sabe lo que es el mundo…».

Esta idea de la tolerancia perversa de su mujer sublevaba los sentimientos morales de Bonis; no admitía la hipótesis. «No; su mujer no podía despreciarle ni despreciarse hasta ese punto». En fin, no transigió. A él no se le podía escribir cartas de amor, que de fijo caerían en poder de Nepomuceno y de Emma, porque de seguro no se le respetaría la correspondencia, como no se le respetaban los demás derechos individuales. La Gorgheggi tuvo que resignarse, y se contentaba con escribir no sólo a Minghetti, en su nombre y el de Mochi, sino a Emma, su carísima amiga; y hasta en las cartas a esta había contestaciones veladas, intercaladas con un disimulo que revelaba grandísimo arte, a los más esenciales conceptos de las escasas cartas de Bonis. Cuando el futuro padre vio aquellos pliegos en que se aludía al próximo alumbramiento de su mujer, y se aludía con misteriosas oscuridades, que no eran contestación a nada de lo que él había escrito, y más parecían malicias inextricables, sintió hasta repugnancia moral, y cortó por lo sano. Dejó de escribir a Serafina. «Así como así, todo aquello tenía que concluir pronto. En cuanto naciese el hijo». Más hubo. Reyes se hizo supersticioso a su manera; y si bien desechó por absurda, aunque simpática y bella, la idea de hacer una promesa a la Virgen del Cueto, imagen milagrosa de las cercanías, decidió sacrificar al buen éxito del parto todos sus vicios, todos sus pecados. «La estricta moralidad, pensó, será para mí, como si dijéramos, Nuestra Señora del Buen Parto». Hizo examen de conciencia, y no encontró más pecado gordo que el de las cartas adúlteras. Suprimió las cartas. Serafina, a las pocas semanas, se quejó con el esoterismo epistolar de costumbre; pero Bonis no se dio por enterado, y acabó por no leer siquiera las cartas que venían de la Coruña primero, y después de Santander. Así es que supo, porque la misma Emma se lo dijo, y se lo dijo después Minghetti, que Serafina estaba en situación poca halagüeña, pues trueno tras de trueno, Mochi, aburrido, se había marchado a Italia sin un cuarto, pero lleno de deudas; y ella, su amiga y discípula, quedaba en Santander sin contrata, sin dinero y con fundados temores de que su maestro y babbo espiritual no volviera a buscarla, aunque se lo había prometido.

Minghetti y Emma, que con el miedo a morirse a plazo fijo se sentía muy caritativa y compadecía mucho las desgracias ajenas a ratos perdidos, trataron en conferencia cómo se podía proteger a Serafina de modo compatible con la dignidad de la cantante. Se consultó con el tío también, y este no ocultó la frialdad con que acogía aquel interés que se tomaba su sobrina por la protegida de Mochi. Dijo, secamente, que no se podía hacer nada por ella, ni con dignidad, ni sin dignidad, puesto que de todas suertes había de ser sin dinero.

A Bonis no se le habló de estos proyectos de socorro; primero, por la inveterada costumbre de no contar con él para nada; y después, porque tanto a Minghetti como a Emma se les ocurrió, sin comunicárselo, que era demasiada desfachatez y falta de aprensión tratar con Bonifacio de semejante negocio.

Un día, cuando según los cálculos más probables, ya se aproximaba la catástrofe que horrorizaba a la Valcárcel, y en opinión de don Basilio se debía estar preparado a tenerla encima de un momento a otro, Reyes se encontró en el portal de su casa, al salir, con el cartero. No traía más que una carta.

–Para usted es, señorito—dijo el hombre con voz solemne, como dando gran importancia a lo extraordinario del caso.

–¡Para mí!—Bonis se apoderó del papel como de una presa, como si se lo disputaran; miró azorado a la escalera y hacia la calle temiendo que aparecieran testigos; y cuando ya el cartero tomaba la puerta, le dijo asustado, temblando ante el temor de que no se le hubiera ocurrido llamarle:

–Oiga usted, cartero.... El cuarto, el cuarto, hombre.

–No, señorito; no es puñalada de pícaro; otro día cobraré.

–No, no; si tengo yo. Tome usted. Las cuentas claras. Tome usted.—Y le entregó una pieza de dos cuartos.

–Sobra uno, señorito; queda en cuenta, ¿eh?, para mañana. Ya que usted es tan puntual, yo también....

–¡No, no!, de ninguna manera. Quédese usted con el otro o delo a un pobre.

El cartero se fue riendo.

–Riéndose va de mí—pensó Bonis—; ¡creerá que he querido comprar su silencio con dos maravedís!

No había leído el sobre de la carta, que guardó azorado en el bolsillo. Pero no necesitaba leer nada. Estaba seguro; era de Serafina. En efecto; en el café de la Oliva leyó aquel pliego, en que la Gorgheggi se le quejaba como una Dido muy versada en el estilo epistolar. ¡Qué elocuencia en los reproches! Toda aquella prosa le llegó al alma. Se quejaba de su largo silencio; sabía, por las cartas de Emma, que él, Bonis, ya no leía las suyas, las de su querida Serafina. Por eso sin duda no la había ofrecido ni un consuelo en la terrible situación a que había llegado. Tal vez él no creía en tal penuria; tal vez, como un miserable, pensaba que ella podía entregarse a cierta clase de aventuras, que le facilitarían suficientes medios para vivir en la abundancia. Pues, no, no. Creyéralo o no, ella no podía dejar de volver los ojos a la vida tranquila, serena, que él la había enseñado a preferir, penetrando sus verdaderos goces.

 

Venía a decirle, a su modo, con muchas frases románticas, pero con sinceridad, por lo que al presente se refería, que aquel tiempo pasado en el pueblo de Bonis la había transformado, y no podía lanzarse a la vida alegre en que su hermosura la prometía triunfos y provecho. Ocultaba, como siempre, las aventuras antiguas, pero no mentía en cuanto a la actualidad.

En la Coruña, en Santander, había resistido a todas las seducciones del dinero, únicas que, en verdad, se le habían presentado. Pudo tener amantes ricos, y no quiso.

Era fiel a Bonis como una buena casada que no ama a su esposo, pero le respeta, le estima, y estima y respeta, sobre todo, la honradez. A Serafina le había sabido a gloria la vida de señora de pueblo que había hecho junto a Reyes; de una señora con unas relaciones prohibidas, eso sí, pero sólo aquellas.

«El maestro, seguía diciendo la carta, ha prometido volver a buscarme en cuanto haya una contrata aceptable; pero el tiempo vuela, yo me desespero. Mochi no viene, y estoy delicada, nerviosa, muy triste… y muy pobre. La voz, además, se me va a escape; el teatro empieza a darme miedo; he recibido ciertos desaires, disimulados, del público, que me han sabido al hambre futura, al hospital en lontananza. No te pido un asilo; no te pido una limosna. Pero me voy cerca de ti. Quiero ser burguesa. En tu casa, a tu lado, aprendí a serlo, a mi manera. Aquella paz del alma de que me hablabas tantas veces la necesito yo también. Eso y un poco de pan… y un poco de patria, aunque sea prestada. Le he tomado cariño a ese rincón tuyo, como se lo tuve en otro tiempo a aquel otro rincón verde de Lombardía de que te hablaba yo, cuando tú me adorabas como a la madonna. Ya sé que el amor no es eterno. No te pido amor, te pido amistad, cierto cariño que no niegan los esposos menos fieles a su mujer. Y tampoco les niegan un asilo. Yo no puedo vivir en tu casa; pero puedo vivir en tu pueblo. A lo menos por algún tiempo: déjame ir. Ahora necesito descansar. Estoy enferma por dentro, por muy adentro. Desquiciada. Necesito ver caras amigas. Tú no sabes qué pena es no tener patria verdadera cuando el cuerpo se fatiga, quiere descanso y el alma pide paz y vivir de recuerdos. Yo antes no pensaba así. Pero tú, tus manías de moral estrecha, hasta tu caserón vetusto con sus aires tradicionales, señoriles, todo eso se me ha metido por el alma. Algunas veces te oí decir que nosotros, los pobres cómicos, os habíamos pegado a ti y a los tuyos nuestras costumbres alegres, despreocupadas. Todo se pega. También a mí me habéis pegado vosotros, tú, tú, Bonis, sobre todo, vuestras preocupaciones y vuestro temor de la vida incierta, peregrina. Esto de que le lleve a uno el viento de un lado a otro, es terrible. Voy a verte. Además, esto, Bonis, voy a verte. A ti ya no te importa. Pero a mí… todavía sí. Yo no soy tu mujer; pero tú eres mi marido. No tengo otro. Si yo hubiera sido la hija mimada del abogado Valcárcel, la bendición que santificó tus amores con otra hubiera caído sobre mí. No des al azar más importancia que tiene. Ya sabes cómo soy; el mejor día estoy contigo. ¿Me cerrarás tu puerta? ¿Manda eso la moral que usas ahora? A ti te quiere todavía mucho, Bonifacio Reyes, te quiere, SERAFINA».

Bonifacio no dudó un momento de la sinceridad de tanta prosa. Sintió lástima infinita, amor retrospectivo; la voluptuosidad antigua, evocada por los recuerdos, se purificaba. Se vio desorientado dentro de la conciencia, la brújula del deber le daba vueltas en la cabeza como una loca. Él debía algo también a Serafina. Si ella le había corrompido el corazón, el tálamo, él le había pegado a ella aquellos instintos de vida ordenada, pacífica, honrada. Y además… le pedía pan la que le había hecho feliz.

«¡Sofismas, sofismas!—le gritaba de repente el hombre nuevo, como él se decía—. Voy a ser padre, y en la casa en que nazca mi hijo no pueden entrar queridas de su padre. Se acabaron las queridas… y, sobre todo, se acabó el dinero. Yo no gastaré ya un cuarto en cosa que no le importa a mi hijo. Todo por él, todo por él. Y se acabó. No hay que darle vueltas. Esto es ser cruel. Esto es ser egoísta. Bueno. Egoísta por mi hijo. No me repugna. Por él, cualquier cosa. Me agarro a lo absoluto. El deber de padre, el amor de padre, es para mí lo absoluto».

Estas frases y otras por el estilo no imperaban siempre en el alma de Reyes. Desde que llegó la carta de Serafina fue la existencia de Bonis de lucha continua consigo mismo; una batalla perenne, como tantas otras que se había dado a sí propio, siempre derrotado.

Serafina llegó; se presentó en el caserón de los Valcárcel, fue bien recibida por Emma, por Nepo, por Sebastián, por Marta, por todos, y Bonis no tuvo valor para mostrarse esquivo. Lo que no hizo fue oficiar de amante, ni Serafina mostró deseos de reanudar las relaciones, por lo pronto. Él, sin embargo, se acordaba de lo que decía la carta sobre el particular. Los ojos de la Gorgheggi parecían recitar con sus miradas el final de la epístola; pero los labios no decían nada de tales ternezas. Tampoco le tocó la cuestión espinosa y delicada de los alimentos, que parecía reclamar la antigua querida.

La cantante dijo que venía a esperar a Mochi, que le había ofrecido volver a su lado para llevarla contratada a América. No pidió nada a nadie. Vivía modestamente en su antiguo cuarto de la Oliva. La visitaban Minghetti, Körner, Sebastián y otros amigos antiguos. Bonis no la veía más que en su propia casa, es decir, en casa de su mujer. Ella no se quejaba de esta conducta. No hacía más que mirarle con ojos amantes en cuanto había ocasión de verse solos.

Reyes estaba satisfecho de su entereza. Había sentido mucho, mucho, al ver en su presencia a la tiple.... Pero se había contenido pensando en su futuro sacerdocio de padre. Aquella lucha en que esta vez iba venciéndose a sí mismo, le parecía una iniciación en la vida de virtud, de sacrificio, a que se sentía llamado. Con la energía empleada en esta violencia hecha a la pasión antigua, daba por gastada toda la fuerza de su pobre voluntad, y se perdonaba, con pocos escrúpulos, los aplazamientos y prórrogas que iba dando a lo de las cuentas del tío. Sí, pensaba explicarse; pensaba plantear la cuestión… pero pasaban los días y no hacía nada. Nada entre dos platos. Leía Derecho civil, leía un Código de comercio que tenía por apéndice un tratado de teneduría de libros; consultaba con Cernuda el joven, elocuente abogado y… nada más. El tío se preparaba sin duda. Esperaba una acometida. ¡Oh! ¡Bien sabía Bonis que Nepo tendría armas con que defenderse! Por eso tomaba vuelo; por eso daba largas al asunto… por eso, valga la verdad, le temblaban las piernas cada vez que se decía: «Hoy mismo llamo aparte al tío y le digo…».

¡Pero si no sabía lo que había de decirle siquiera! Una tarde llegó el cartero con dos cartas del correo interior. Una era de Serafina, que no había parecido por casa de Emma hacía tres o cuatro días; escribía esta vez a Bonis, sin acordarse de lo tratado, que era no escribirle a él, y le decía que se sentía mal y con disgustos repugnantes por causa de una letra de Mochi, que no había llegado. Le pedía consuelo, una visita y.... algunos duros adelantados. Lo sentía infinito, pero el fondista de la Oliva le había herido el amor propio, la había ofendido, y quería pagar para tener derecho de dejar aquella posada, y decirle al grosero que no sabía tratar con una dama, sola, sin un hombre que la defendiera.

Ante esta misiva, los primeros impulsos de Bonis fueron dignos de un Bayardo y de un Creso, en una pieza. Por un momento se olvidó de su sacerdocio y se vio en el terreno atravesando al huésped de la Oliva de una estocada, y arrojándole a los pies un bolsillo de malla, como los que usaba Mochi en las óperas.... Pero la letra contrahecha de la otra carta le llamó la atención: rompió el sobre y leyó de un golpe, ¡y qué golpe!, el contenido del anónimo, pues lo era. No decía más que esto: «¡Ladrón! ¡Sacrílego! ¿Dónde están los siete mil reales devueltos en el confesonario por un pecador arrepentido?».

Bonis, que estaba en su alcoba, se dejó caer sentado sobre la colcha de flores azules de su humilde lecho. Sintió un sudor frío, la garganta apretada.

«¡Me estoy poniendo malo!» se dijo. Pero de repente olvidó su mal, el anónimo, todo, porque Eufemia entró gritando, corriendo; tropezó con las rodillas de Bonis, y exclamó:

–¡Señorito, señorito!… La señorita está con los dolores.

Bonis saltó como un tigre, corrió por salas y pasillos, con una bota y una zapatilla, tal como le habían sorprendido las cartas malhadadas, y llegó al gabinete de su esposa en pocos brincos.

Horrorizada, con cara de condenado del infierno, Emma se retorcía agarrada con uñas de hierro a los hombros y al cuello de Minghetti, que no había tenido tiempo para levantarse de la banqueta del piano. Estaba él cantando y acompañándose, según costumbre, cuando su discípula lanzó un chillido de espanto, sorprendida y horrorizada por el primer dolor del parto próximo. Se había agarrado al maestro y amigo, no sólo con el instinto de toda mujer en trances tales, sino como dispuesta a no morir sola, si de aquello se moría; decidida a no soltar la presa esta vez y llevarse consigo al otro mundo al primero que cogiera a mano.

Al presentarse Bonis, hubo en los tres un movimiento que pareció obedecer al impulso de un mismo mandato de la conciencia; Emma soltó el cuello y el hombro de Gaetano; este dio un brinco, separándose de Emma, y Reyes avanzó resuelto, con ademán de reivindicación, a ocupar el sitio de Minghetti. Emma se agarró con más ansia, con más confianza al robusto cuello y al pecho de su marido, que sintió en el contacto de las uñas y en el apretón fortísimo, nervioso, una extraña delicia nueva, la presencia indirectamente revelada del ser que esperaba con tanto deseo. Aquello era él, sí, él, el hijo que estaba allí, que se anunciaba con el dolor de la madre, con esa solemnidad triste y misteriosa, grave, sublime en su incertidumbre, de todos los grandes momentos de la vida natural.

En el apretar desesperado de Emma a cada nuevo dolor, Bonis sentía, además de los efectos naturales de la debilidad femenina en tal apuro, además de meros fenómenos fisiológicos, el carácter de la esposa; veía el egoísmo, la tiranía, la crueldad de siempre. Un tanto por ciento de aquel daño que Emma le hacía al apoyarse en él, y como procurando transmitirle por el contacto parte del dolor, para repartirlo, lo atribuía Bonis al deseo de molestarle, de hacerle sufrir por gusto.

–¡Que me muero, Bonis, que me muero!—gritaba ella, encaramada en su marido.

El peso le parecía a él dulce, y la voz amante. Buscó el rostro de Emma, que tenía apoyado en su pecho, y encontró una expresión como la de Melpómene en las portadas de la Galería dramática. Los ojos espantados, con cierto extravío, de la parturiente, no expresaban ternura de ningún género; de fijo ella no pensaba en el hijo; pensaba en que sufría nada más, y en que se podía morir, y en que era una atrocidad morirse ella y quedar acá los demás. Padecía y estaba furiosa; tomaba el lance, en la suprema hora, como un condenado a muerte, inocente, pero no resignado y apegado a la vida. Hubo un momento en que Bonis creyó sentir los afilados dientes de su mujer en la carne del cuello.

Minghetti había desaparecido del gabinete con pretexto de ir a avisar a más señores.

En efecto; poco después se presentaba el primo Sebastián, pálido; y a los cinco minutos Marta, muy contrariada, porque aquello podía retrasar algunos días su próximo enlace, y tal vez el bautizo eclipsara la boda. Se creería, por su modo de mirar la escena, que se habían dado garantías de que Emma no pariría hasta después de casarse ella. Por fin se presentó Nepomuceno, acompañado del médico antiguo, del partero insigne; porque, con perdón de D. Basilio, Emma le tenía guardada aquella felonía; hasta el día del trance, Aguado; pero en el momento crítico, si la cosa no venía muy torcida, el otro. Quería parir con el milagroso comadrón popular, a quien jamás se le moría ninguna cliente. Damas y mujeres del pueblo tenían más fe en aquel hombre que en San Ramón. Las que morían, morían siempre en poder de los tocólogos sin prestigio sobrenatural. El comadrón insigne sabía llamar a tiempo a sus colegas. A falta de ciencia, tenía conciencia, y de camino ayudaba a la leyenda que le hacía infalible.

 

Bonis, que siempre había defendido a los tocólogos de la ciudad y atacaba con dureza la fama milagrosa del gran comadrón, al ver entrar a este se sintió contaminado de la fe general. Que perdonaran la ciencia y el señor Aguado… pero él también se sentía lleno de confianza en presencia de aquel ignorante tan práctico, por más que un día lejano le había condenado a él falsamente a la esterilidad de su mujer. Aquel era el falso profeta que le había arrancado la esperanza de ser padre, a llegar a la dignidad que le parecía más alta. Fuera como quiera, don Venancio entró, como siempre, dando gritos; riñendo, declarando que no respondía de nada porque se le llamaba tarde. No saludó a nadie; separó a Reyes de un empujón del lado de su esposa; a esta la hizo tenderse sobre el lecho, y en las mismas narices del pasmado Bonis, le pidió tal clase de utensilios, que a él, el padre futuro, se le figuró que lo que el ilustre comadrón exigía eran materiales para fabricar un cordel con que ahogarle al hijo.

Sebastián, escéptico en todo desde que había dejado el romanticismo y engordado, se sonreía, asegurando en voz baja que la cosa no era para tan pronto.

D. Venancio se apresuraba, tomando medidas con ademanes de bombero en caso de incendio. Siempre hacía lo mismo. Sebastián le había visto en muchas ocasiones, que no eran para referirlas.

Marta creyó que en el papel de niña inocente que la había tocado en aquella comedia, había esta acotación: Vase. Y se retiró al comedor, donde encontró a Minghetti, que mojaba bizcochos en Málaga. No estaba alegre como solía.

Desde allí se oían, de tarde en tarde, los gritos de Emma como si los diera con sordina.

Marta miraba al italiano con curiosidad maliciosa. «¡Cosas del mundo!» pensaba la alemana, que en el fondo, para sus puras soledades, era más escéptica que Sebastián. «¡Este aquí como si nada le importara, y el otro infeliz!…». Minghetti seguía mojando bizcochos y bebiendo Málaga. Acabó por fijarse en la mirada insistente y expresiva de Marta. Tomó el rábano por las hojas, y acercándose a la rozagante alemana, cuando ella creía que le iba a revelar un secreto, a hacer alguna íntima confidencia…, la cogió por el talle y le selló la boca con un beso estrepitoso.

El grito de Marta se confundió con otro de los lejanos que lanzaba la parturienta.