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Su único hijo

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Tan exaltado se sintió, todo por dentro, tan lleno de ternura, que se tuvo un poco de miedo.

«¡Oh! ¡Si esto es estar loco, bien venida sea la locura!».

¡Estaba tan contento, tan orgulloso! No cabía duda. La Providencia y él se entendían. Había sido aquello como un contrato: «Que se marche ella, y vendrá él».

Pero ella… ¿se habrá marchado del todo?

–Sí—dijo Bonis en voz alta, poniéndose en pie y dando una leve patada en el suelo.

«Sí; aquí no queda más que el padre de familia. Aquí, en este corazón, ya no hay sitio más que para el amor del hijo».

Una voz secreta le decía que su nuevo amor era un poco abstracto, algo metafísico; pero ya cambiaría; cuando el chico estuviese allí, sería otra cosa. «Algo contribuía, pensaba Bonis, a la falta de cariño humano a su nene de sus entrañas, de que ahora se resentía, el no saber cómo llamarle. ¡Isaac! No; no sería Isaac. Además, Isaac no había sido único hijo de su padre. Aunque pareciera irreverencia, en rigor…, en rigor…, lo que correspondía era llamar a la criatura Manolín… o Jesús. ¡No que él se comparase con Dios Padre, ni siquiera con San José!…».

La idea de San José le hizo incorporarse en la cama, donde ya se había tendido, sin desnudarse. Como Bonis no era creyente, en el sentido rigoroso de la palabra, y sus dudas le habían llevado muchas veces a las cuestiones exegéticas, según él podía entenderlas, pensó en la posibilidad de que a San José le hubiese hecho la historia un flaco servicio, con la mejor intención, pero muy flaco. Sintió una lástima inmensa por San José. «Supongamos, se decía, que él, y nadie más que él, fuera el padre de su hijo putativo; que fuese el padre…, sin perjuicio de todas las relaciones misteriosas, sublimes, extranaturales, pero no milagrosas, que podía haber entre la Divinidad y el Hijo del hombre…; supongamos esto por un momento. ¡Qué horror! ¡Arrancarle a San José la gloria…, el amor… de su hijo!… ¡Todo para la madre! ¿Y el padre? ¿Y el padre?». Pensando estos disparates, se le llenaron los ojos de lágrimas. ¿Si estaría loco efectivamente? ¡Pues no se le ocurría, cuando debía estar tan contento, echarse a llorar, lleno de una lástima infinita del patriarca San José! Pero la verdad, ¡la historia!, ¡la historia! La historia no sabía lo que era ser padre.

«Ni yo tampoco. Cuando tenga al muchacho junto a mí, en una cuna, no estaré pensando en San José ni en todas esas teologías…».

En aquel instante se le ocurrió esto: «El niño debiera llamarse Pedro, como mi padre».

–¡Padre del alma! ¡Madre mía!—sollozó, ocultando el rostro en las almohadas, que empapó en llanto.

Aquella era la fuente; allí estaba el manantial de las verdaderas ternuras… ¡La cadena de los padres y los hijos!… Cadena que, remontándose por sus eslabones hacia el pasado, sería toda amor, abnegación, la unidad sincera, real, caritativa, de la pobre raza humana; pero la cadena venía de lo pasado a lo presente, a lo futuro…, y era cadena que la muerte rompía en cada eslabón; era el olvido, la indiferencia. Le parecía estar solo en el mundo, sin lazo de amor con algo que fuese un amparo…, y comprendía, sin embargo, que él era el producto de la abnegación ajena, del sacrificio amoroso en indefinida serie. ¡Oh infinito consuelo! El origen debía de ser también acto de amor; no había motivo racional para suponer un momento en que los ascendientes amaran menos al hijo que este al suyo.... Bonifacio se había vuelto un poco hacia la pared; la luz, colocada en la mesilla de noche, pintaba el perfil de su rostro en la sombra sobre el estuco blanco. Su sombra, ya lo había notado otras veces con melancólico consuelo, se parecía a la de su padre, tal como la veía en los recuerdos lejanos. Pero aquella noche era mucho más clara y más acentuada la semejanza. «¡Cosa extraña! Yo no me parecía apenas nada a mi padre, y nuestras sombras sí, muchísimo: este bigote, este movimiento de la boca, esta línea de la frente… y esta manera de levantar el pecho al dar este suspiro…, todo ello es como lo vi mil veces, en el lecho de mi padre, de noche también, mientras él leía o meditaba, y acurrucado junto a él yo soñaba despierto, contento, con voluptuosidad infantil, de aquella protección que tenía a mi lado, que me cobijaba con alas de amor, amparo que yo creía de valor absoluto.—¡Padre del alma! ¡Cuánto me habrás querido!»—se gritó por dentro....

Bonis no se acordaba de que no había cenado todavía, y dejaba que la debilidad se apoderara de él. Empezaba a sentirse mal sin darse cuenta de ello. Le temblaban las piernas, y los recuerdos de la infancia se amontonaban en su cerebro, y adquirían una fuerza plástica, un vigor de líneas que tocaban en la alucinación; se sentía desfallecer, y como disuelto, en una especie de plano geológico de toda su existencia, tenía la contemplación simultánea de varias épocas de su primera vida; se veía en los brazos de su padre, en los de su madre; sentía en el paladar sabores que había gustado en la niñez; renovaba olores que le habían impresionado, como una poesía, en la edad más remota.... Llegó a tener miedo; saltó de la cama, y de puntillas se dirigió a la alcoba de Emma. La Valcárcel dormía. Dormía de veras, con la boca un poco entreabierta. Dormía con fatiga; la antigua arruga de la frente había vuelto a acentuarse amenazadora. Bonis se tuvo lástima en nombre de todos los suyos. Sintió, con orgullo de raza, una voz de lucha, de resistencia, de apellido a apellido: lo que jamás le había pasado en largos años de resignada cautividad doméstica. Los Reyes se sublevaban en él contra los Valcárcel. ¡Oh! Cuánto daría en aquel momento por haber visto, por haber leído aquel libro de blasones familiares, de que, más que su padre, le hablaba su madre, muy orgullosa con la prosapia de su marido. Ella lo había visto: los Reyes eran de muy buena familia, oriundos de un pueblecillo de la costa que se llamaba Raíces. Bonis había pasado una vez por allí, en coche, sin acordarse de sus antepasados. ¿Quién se habrá llevado el libro? Un pariente, un tío.... Su padre, D. Pedro Reyes, procurador de la Audiencia, con mala suerte y poca habilidad, no hablaba apenas de las antiguas grandezas, más o menos exageradas por su esposa, de la familia de los Reyes; era un hombre sencillo, triste, trabajador, pero sin ambición; de una honradez sin tacha, que se había puesto a prueba cien veces, pero sin lucimiento, por lo modesto que era el D. Pedro hasta para ser heroicamente incorruptible. Con los demás era tan tolerante, que hasta podía sospecharse de su criterio moral por lo ancha que tenía la manga para perdonar extravíos ajenos. Amaba el silencio, amaba la paz, y le amaba a él, a Bonis, y a sus hermanos, todos ya muertos. Sí; ahora veía con extraordinaria clarividencia, con un talento de observación que no había sospechado que él tenía dentro, los recónditos méritos del carácter de su padre. Su romanticismo, sus lecturas dislocadas, falsas, no le habían dejado admirar aquella noble figura, evocada por la sombra propia en la pared de su cuarto. Bonis, junto al lecho de Emma dormida, adoró, como un chino, la santidad religiosa de los manes paternos. ¡Oh, qué claramente lo veía ahora; cómo tomaban un sentido hechos y hechos de la vida de su padre que a él le habían parecido insignificantes! Hasta, alguna vez, se había sorprendido pensando: «Yo soy un cualquiera; no soy un hombre de genio; seré como mi padre: un bendito, un ser vulgar». Y ahora le gritaba el alma: «¡Un ser vulgar!». ¿Por qué no? ¡Imbécil, imita la vulgaridad de tu padre! Acuérdate, acuérdate: ¿qué anhelaba aquel hombre? Huir de los negocios, del tráfico y de las mentiras del mundo; encerrarse con sus hijos, no para recordar noblezas de los abuelos, sino para amar tranquila, sosegadamente, a sus retoños. Era un anacoreta, poco dramático…, de la familia. Su desierto era su hogar. Al mundo iba a la fuerza. Su casa le hablaba, en silencio, con la dulzura de la paz doméstica, de toda la idealidad de que era capaz su espíritu cariñoso, humilde. La sonrisa de su padre al hablar con los extraños, tratando asuntos de la calle, era de una tristeza profunda y disimulada; se conocía que no esperaba nada de puertas afuera; no creía en los amigos; temía la maldad, muy generalizada; hablaba mucho a los hijos mayores de la necesidad de pertrecharse contra los amaños del mundo, un enemigo indudablemente. Sí; su padre hablaba a los de casa de lo que aguardaba fuera, como podía el hombre prehistórico hablar en su guarida, preparada contra los asaltos de las fieras, a las demás personas de la familia, aleccionándolas para las lides con las alimañas que habían de encontrar en saliendo. Más recordaba Bonis: que su padre, aunque ocultándolo, dejaba ver a su pesar que era un vencido, que tenía miedo a la terrible lucha de la existencia; era pusilánime; y, resignado con su pobreza, con la impotencia de su honradez arrinconada por la traición, el pecado, la crueldad y la tiranía del mundo, buscaba en el hogar un refugio, una isla de amor, por completo separada del resto del universo, con el que no tenía nada que ver. Para estas conjeturas de lo que su padre había sido y había pensado, Bonis se servía de multitud de recuerdos ahora acumulados y llenos de sentido; pero a lo que no llegaba con ellos era a vislumbrar en sus hipótesis históricas, en su recomposición de sociología familiar, la lucha que el padre debía de haber mantenido entre su desencanto, su miedo al mundo, su horror a las luchas de fuera y la necesidad de amparar a sus hijos, de armarlos contra la guerra, a que la vida, muerto él, los condenaba. D. Pedro había muerto sin dejar a ningún hijo colocado. Había muerto cuando la familia había tenido que renunciar, por miseria, a los últimos restos de forma mesocrática en el trato social y doméstico; cuando la pobreza había dado aspecto de plebeyo al decaído linaje de los Reyes. Y la madre, a quien esto habría llegado al alma, había muerto poco después: a los dos años.

 

«Y ahora venía otro Reyes. Es decir, algo del espíritu y de la sangre de su padre». Bonis tenía la preocupación de que los hijos, más que a los padres, se parecen a los abuelos. La palabra metempsicosis le estalló en los oídos, por dentro. La estimaba mucho, de tiempo atrás, por lo exótica, y ahora le halagaba su significado.—No será precisamente metempsicosis…—pensó—; pero puede haber algo de eso… de otra manera. ¿Quién sabe si la inmortalidad del alma es una cosa así, se explica por esta especie de renacimiento? Sí, el corazón me lo dice, y me lo dice la intuición; mi hijo será algo de mi padre. Y ahora los Reyes nacen ricos; vuelven al esplendor antiguo…».

Al pensar esto, un sudor frío le subió por la espina dorsal.... Recordó, en síntesis de dos o tres frases, el diálogo que aquella misma noche había sorprendido: el de Nepomuceno con Marta. ¡Oh! ¿Sería sino de los Reyes? ¡Nacía uno más… y… nacía en la ruina! ¡Estaban arruinados, o iban a estarlo muy pronto; eso había dicho el tío, que sabía a qué atenerse!

Bonis tuvo que sentarse en una silla, porque en la cama de su mujer no se atrevió a hacerlo.

–¡Dios mío, en el mundo no hay felicidad posible! Esta noche, que yo pensé que iba a ser de imágenes alegres, de dicha interior toda ella.... ¡qué horrible tormento me ofrece! ¡Arruinado mi hijo! ¡Y arruinado por culpa mía! Sí, sí, yo comencé la obra.... Y además, mi ineptitud, mi ignorancia de las cosas más importantes de la vida… los números… el dinero… las cuentas… ¡prosa, decía yo! ¡El arte, la pasión! eso era la poesía… ¡Y ahora el hijo me nace arruinado!

Emma se movió un poco y suspiró, como refunfuñando.

Bonis estuvo un momento decidido a despertarla. Aquello corría prisa. Quería revelarle el terrible secreto cuanto antes, aquella misma noche. No había que perder ni un día; desde la mañana siguiente tenían los dos que cambiar de vida, había que poner puntales a la casa, y esto no admitía espera....

«En adelante, menos cavilaciones y más acción. Se trata de mi hijo. Seré el amo, seré el administrador de nuestros bienes. ¿Y la fábrica, esa fábrica en que ni siquiera sé a punto fijo lo que hacen? Allá veremos. ¡Oh, señor don Juan, mi querido Nepomuceno, habrá escena, ya lo sé, pero estoy resuelto! Venga la escena. Pero todo eso, mañana. Ahora, lo inmediato; el acto varonil, digno de un padre, que correspondía a aquella noche, era… despertar a Emma, enterarla de todo».

Pero Emma despertó sin que nadie se lo rogase, y Bonis no tuvo tiempo para atreverse a abordar la cuestión del secreto descubierto: su mujer le insultó, como en los tiempos clásicos de su servidumbre, porque estaba allí papando moscas. Le arrojó de la alcoba a gritos, le hizo llamar a Eufemia y le dio, por mano de la doncella, con la puerta en las narices.

«También aquello tenía que concluir, pero… después del alumbramiento. Había que evitar el aborto; nada de disgustarla.... En pariendo… y en criando… si criaba ella, como él deseaba, se hablaría de todo; se vería si un Reyes podía ni debía ser esclavo de una Valcárcel.

»Sin embargo, debo volver a entrar, con los mejores modos, para anunciarle el peligro…».

Levantó el picaporte de la puerta que se le acababa de cerrar…, pero volvió a dejarle caer.

Se sentía muy débil. No había cenado. Veía chispitas rojas en el aire. Había que tomar algún alimento y dejarlo todo para mañana. Ya era, así como así, muy tarde. Lo malo estaba en que no tenía apetito, aquel apetito que él perdía difícilmente.

Tomó dos huevos pasados por agua, y acabó por acostarse. Tardó mucho en dormirse; y soñó, llorando, con Serafina, que se había muerto y le llamaba desde el seno de la tierra, con un frasco entre los brazos. El frasco contenía un feto humano en espíritu de vino.

-XV-

Emma defendió su esperanza de que el médico se equivocara, todo el tiempo que pudo, y con multitud de recursos de ingenio. En el asunto de la probanza que se sacaba de intimidades que ella tenía que confesar, intimidades que, por regla general, eran prueba plena, alegaba como excepción su extraña naturaleza, enemiga de todo ritmo en los fenómenos fisiológicos más corrientes. Pero su gran argumento consistía en presentarse de perfil:

–¿Ven ustedes? Nada. Y se apretaba el corsé más y más cada día, sin miedo, despreciando consejos de la prudencia y de la higiene. Se portaba como una pobre doncella para quien dejar de serlo fuera una gran vergüenza, y que quisiera esconder la prueba de su ignominia.

La murmuración de sus amigas se equivocaba al ver un fingimiento en esta oposición terca de la Valcárcel a la fatalidad de las cosas; no, no la halagaba ser madre a tales horas; el terror del peligro, que le parecía supremo, no le dejaba lugar para vanidades de ningún género. La enfermedad, la muerte…, eso, eso veía ella. «Yo no podré parir; me lo da el corazón. Yo no paro», pensaba, con escalofríos, cuando a solas comenzaba a rendirse a la evidencia. «¡A mi edad! ¡Primeriza a mi edad! ¡Qué horror! ¡Qué horror!… ¡Los huesos tan duros!…».

Emma se encerraba en su alcoba; se miraba en el espejo de cuerpo entero, en ropas menores, hasta sin ropa…, se examinaba detenidamente, se medía, se comparaba con otras, sacaba proporciones de ancho y de largo de su torso y de cuantas partes de su cuerpo creía ella, en sus vagas nociones de tocología instintiva, que eran capitales para el arduo paso. Y arrojándose desnuda, sin miedo al frío, en una butaca, rompía a llorar, furiosa; a llorar sin lágrimas, como los niños mimados, y gritaba: «¡Yo no quiero! ¡Yo no puedo! ¡Yo no sirvo!».

La muerte era probable, la enfermedad segura, los dolores terribles, insoportables…, matemáticos; por bien que librara, los dolores tenían que venir. ¡No! ¡No! ¡Jamás! ¿Para qué? ¡Otra vez la cama, otra vez el cuerpo flaco, el color pálido, la calavera estallando debajo del pellejo amarillento; la debilidad, los nervios, la bilis…, y el tremendo abandono de los demás, de Bonis, del tío, de Minghetti! ¡Oh, sí! Minghetti, como todos, la dejaría morir, la dejaría padecer, sin padecer ni morir con ella… ¡El parto! Crueldad inútil, peligro inmenso… para nada: ¡qué estupidez! Las mujeres felices, las mujeres entregadas a la alegría, al arte…, a… los barítonos…, las mujeres superiores, no parían, o parían cuando les convenía, y nada más. ¡Parir! ¡Qué necedad! ¿Cómo no había previsto el caso? Se había dejado sorprender.... Pero, ¿quién hubiera temido?… Y su cólera, como siempre, iba a estrellarse contra Bonis. El cual tuvo que desistir de sus ensayos de enternecimiento a dúo con motivo del próximo y feliz suceso, porque Emma, ni en broma, toleraba que se hablase del peligro que corría como de acontecimiento próspero.

Por fin llegó a ser una afectación inútil, ridícula, el negar la próxima catástrofe, pues por tal la tenía ella. Emma dejó de apretarse el corsé, dejó de defenderse; si en los primeros meses había sido poco ostensible el embarazo, al acercarse el trance saltaba a la vista. No era una exageración, decía Marta, pero era; allí estaba el parvenu, como le llamaba ella en francés, riéndose con malicia, segura de que sólo Minghetti podía entenderla. Sebastián le llamaba, también con risitas y en sus coloquios maliciosos con Marta, el inopinado.

La Valcárcel, los primeros días de su derrota, cogía el cielo con las manos; no podía ya negar, pero protestaba. Mas aquella situación empezó a ser tolerable; se fue acostumbrando a la idea del mal necesario, se gastó el miedo, y por algún tiempo se quejó por rutina con un vago temor todavía, pero como si el día de la crisis se alejara en vez de acercarse. La primera vanidad que tuvo no fue la de ser madre, sino la de su volumen. Ya que era, que fuera dignamente. Y ostentaba al fin, sin trabas, con alardes de su estado, lo que quería ocultar al principio. Además, notaba que su rostro no empeoraba; aquellos diez años que el día del susto se le habían vuelto a la cara, ya no estaban allí; estaba mejor de carnes; la tirantez de las facciones y el color tomado no la sentaban mal, se veía lo que era, pero hasta parecía bien. «Efectivamente, como ser, el estado era interesante».

Pero estos consuelos eran insuficientes. De todas maneras, aquello era una atrocidad preñada de peligros, de inconvenientes, de futuros males… y de males presentes.

Con Minghetti jamás hablaba de lo que se le venía encima. Era un tema de que huían los dos en sus conversaciones. El barítono estaba contrariado, sin duda alguna. Sentía despecho, que le hacía sonreír con cínica amargura; se sentía metido en una atmósfera de ridículo. Si no fuera porque no había tales contratas, porque el mundo del arte le había olvidado, acaso hubiera preferido dejar aquella vida regalada, sus emolumentos de director de la Academia de Bellas Artes, los gastos de secretaría, como le decía Mochi, antes de marchar… todo. Los amigos de la casa, hasta Marta y hasta las de Ferraz, cada cual según su género, hablaban con Gaetano del incidente de Emma con frases maliciosas, con sonrisas medio dibujadas; y Minghetti disimulaba mal la molestia que le causaba la conversación. «¡Qué discreto!», decían todos. «Así hacen siempre los Tenorios verdaderos, los afortunados de veras». Nadie había podido sorprender en Minghetti el menor gesto, siquiera, de jactancia. Hasta se notó que miraba a Bonifacio con mayor respeto que nunca. En efecto; se le había sorprendido muchas veces contemplando al marido de Emma con extraña curiosidad, con una expresión singular, en que nadie podría adivinar ni una ráfaga de burla. Era, en fin, decían todos, la suma discreción.

La única vez que Minghetti y Emma hablaron del embarazo, sirvió para tormento de Bonis y del Sr. Aguado. Emma se empeño en que debía dar baños de mar; era la época, y aquello todavía esperaría un poco; había tiempo de ir y volver. Por aquel tiempo los baños de mar todavía no eran cosa tan corriente como en el día. En el pueblo de Emma, aunque a pocas leguas de la costa, era escaso el número de familias que buscaban el mar por el verano.

Emma, por lo mismo que la cosa era de distinción, se empeñó en ella.

El médico no negaba que el baño de ola sería por lo menos inofensivo; pero, según y conforme: la cosa podía estar más cerca de lo que se creía, y en tal caso, sería una temeridad.... Pero lo peor no era eso…, lo peor, lo verdaderamente peligroso, temerario, era el traqueo del coche… viaje de ida y vuelta… por aquellos vericuetos, con aquellos baches. ¡Absurdo!

–Pero Minghetti ha dicho....

–Señora, Minghetti que cante sus arias y sus romanzas, pero que no se meta en la Renta del Excusado.

–Minghetti ha viajado....

–Sí; pero no en estado interesante.

–No es eso. Digo que ha viajado, que ha visto mucho, y asegura que....

–Que las señoras comm'il faut no deben parir. Sí; ya conozco la teoría.

Contra los consejos de Aguado, los de Reyes fueron a baños.

Bonis estuvo tentado a oponerse, a inaugurar aquella energía que estaba decidido a poner en práctica en adelante, pues estaba asegurada, o poco menos, la descendencia. Mas era tal la cólera que se pintaba en el rostro de Emma en cuanto su esposo indicaba siquiera el deseo de que se pesaran con detenimiento las razones del médico, que el infeliz Reyes continuó aplazando su resolución de tomar el mando de la casa y ser el marido de su mujer para después del parto.

«No; no perdamos lo más por lo menos. No la irritemos; un malparto sería una catástrofe horrorosa; la catástrofe de mis esperanzas, de mi vida entera. Después del parto, ya hablaremos».

«Pero Nepomuceno, Körner, el primo Sebastián, Marta, las de Ferraz, Minghetti, no iban a parir; ¿por qué no se atrevía con ellos? ¿Por qué no echaba de casa a los parásitos? ¿Por qué no ponía orden en los gastos, y orden en las costumbres de su hogar, inundado por aquel holgorio perpetuo?… Sobre todo, ¿por qué no se encerraba con Nepomuceno y le decía:—¡Eh, eh, amiguito; hasta aquí hemos llegado! A ver, por lo menos explíqueme usted eso de la ruina inminente…».

«¿Por qué no se atrevía con el tío y con los amigos de la casa?». El viaje a la costa vino a darle una tregua, que era todo un sofisma de la voluntad.

«Ahora nos vamos y no puedo yo ponerme al frente de todo eso. A la vuelta, ¡oh!, lo que es a la vuelta, tendré una explicación con el tío».

Lo único que había osado Bonis antes de irse a baños, había sido olfatear un poco en los negocios de la familia. Tímidamente se atrevió a proponer a Körner y al tío que le llevaran consigo a ver la fábrica, que estaba a una legua de la ciudad, una legua de carretera llena de baches. Nadie sospechó que el viaje fuera malicioso, un espionaje. La ineptitud de Bonis para toda clase de negocio serio, industrial, económico, era tal, que oía hablar al tío y al alemán como si fuera griego todo lo que decían. Hablaban en su presencia del mal estado del negocio antiguo sin que comprendiera palabra. El negocio nuevo era otra cosa. Pero en ese no tocaban pito los fondos Valcárcel, como los llamaba el ingeniero, despreciándolos ya completamente. La fábrica de productos químicos languidecía; lo de sacarles a las algas sustancia se había abandonado casi por completo; en teoría, el negocio era infalible; en la práctica, una calamidad. No se abandonaba por completo por tesón. El material adquirido, a costa de grandes e improductivos sacrificios, de los fondos Valcárcel, se empleaba en otras aplicaciones de tanteos aventurados, locos, desde el punto de vista económico; en pruebas que le servían a Körner para ensayar las novedades que veía en los periódicos técnicos, pero que en el comercio, en el triste comercio español, sobre todo en aquel rincón de España, sin comunicaciones apenas, sin ferrocarril todavía, resultaban desastrosas, una locura. En estas aventuras de romanticismo químico se empleaba poco dinero… porque ya no lo había; no lo había del caudal que hasta entonces había provisto a todo. Pero la industria nueva era otra cosa. Nada de vaguedades, nada de variedad de ensayos sin contar con las salidas probables; esto otro era… una fábrica de pólvora, la primera y única por entonces en la provincia. Körner la dirigía como ingeniero, y Nepomuceno estaba al frente de la Sociedad comanditaria que le daba el jugo crematístico. A los Valcárcel, agotados, les habían dejado algo, muy poco, y sin saberlo ellos apenas.

 

La fábrica de pólvora estaba implantada en los terrenos de la vieja, como llamaban ya a la fábrica primitiva. No se sabía por qué para la antigua industria se habían comprado tantas hectáreas; pero ello había sido una fortuna… para la industria nueva, que, a bajo precio, había podido adquirir lo que la fábrica de pólvora necesitaba y lo que a la otra no le servía para nada. Aquel tejemaneje industrial y administrativo en que por fas o por nefas siempre figuraban Körner y Nepomuceno manejándolo todo, les había costado no pocas reyertas, y no pocas componendas… y no pocos cuartos, por la necesidad de vencer escrúpulos de la ley y de la Administración pública, representada por el personal respectivo; pero hoy una comilona, mañana otra, regalitos, palmadas en el hombro, recomendaciones y otros expedientes, habían ido allanándolo todo.

Bonis, en la visita a las fábricas, no sacó nada en limpio más que el miedo invencible, que le tuvo ocupado el ánimo todo el tiempo que permanecieron cerca de la pólvora. La idea de volar, mucho más verosímil allí que a una legua lejos, no le dejó un momento. En cuanto a la fábrica vieja, la de productos químicos—así, vagamente, en general—, no le pareció tan en los últimos como creía. Pensaba ver una ruina material, las paredes cuarteadas, la maquinaria podrida, las chimeneas sin humo. No había tal cosa; todo estaba entero, casi nuevo, con vida, había ruido, había calor, había, aunque pocos, operarios… ¿Dónde estaba la ruina? No se atrevió a preguntar por ella, porque no quería que los otros sospechasen que él sabía algo del estado del negocio.

«Cuando volvamos de los baños y yo le pida cuentas al tío, averiguaré si esto nos produce algo o nos arruina en efecto».

Volvió, dando saltos como una codorniz, dentro del coche, y entró en la ciudad, decidido a no plantear nunca por propia cuenta una industria tan peligrosa como la de la pólvora.

Körner y el primo Sebastián, de quien ahora estaba enamorado el tío Nepomuceno, que le metió en sus negocios de muy buen grado, y haciéndole que se interesara en ellos por motivos de lucro, notaron a un mismo tiempo, y se comunicaron la observación, que hacía algunas semanas Bonifacio oía muy atento sus conversaciones acerca de las fábricas, y hasta rondaba las mesas del escritorio y miraba de soslayo los papeles que traían y llevaban.

–Ese imbécil parece que quiere enterarse—dijo Körner.

–Sí, eso he notado. Pero, ¿no ve usted qué cara de estúpido pone? No entiende una palabra.

–Sí; pero… no me fío. Tiene miradas… así, como de espía. Hay que espiarle a él también.

Un día el tío, oyéndoles insistir en comentar la curiosidad inútil de Reyes, se quedó pensativo.

No dijo nada, pero se dedicó a observar también al sobrino por afinidad. En la mesilla de noche de su alcoba vio unos libros que le dieron que pensar.

No eran versos, ni novelas, ni psicologías lógicas y éticas, que era lo que solía leer Bonis. Allí estaba un tomo de Los cien tratados, enciclopedia popular, que junto a un curso abreviado de la cría de gallinas y otras aves de corral, mostraba un compendio de Derecho civil. Sobre este tomo vio otro que decía: Laspra, Práctica forense, y otro con el rótulo: Código mercantil comentado.

¿Qué significaba aquello?

Al día siguiente Ferraz, el magistrado alegre, encontró a Nepomuceno en la calle, y le dijo:

–¿Van ustedes a tener algún pleito?

–¿Cómo pleito? ¿Con quién?

–Lo digo porque todas las tardes veo a Bonifacio echar grandes párrafos en La Oliva con el Papiniano de la quintana, con Cernuda el joven.

–¡Hola! ¿Con que esas tenemos?—pensó don Nepo; pero se guardó de decirlo. Y en voz alta, echando a broma el aviso, que en realidad le había alarmado, dijo:

–Pensará hacerse abogado y estará dando lección con Cernuda. Amigo, ahora que va a ser padre, quiere ser un sabio; estudia mucho.

Los dos rieron la gracia, y sobre todo la malicia. Pero a don Nepo otra le quedaba. Lo de Cernuda era grave. Había que vivir prevenido.

Körner, Marta, Sebastián y el tío aconsejaron a Emma que cuanto antes se echase al agua. Minghetti vencía. Se buscó una carretela de buenos muelles, se encargó que fuera al paso, y el matrimonio y Eufemia se fueron a la orilla del mar.

Emma quería sentir algo extraño con el movimiento del coche; esperaba de aquel viaje imprudente una especie de milagro… natural. Que el hijo se le deshiciera en las entrañas sin culpa de ella. Gaetano había dicho que el viaje podría hacer fracasar el temido parto. La Valcárcel deseaba abortar, sin ningún remordimiento. No era ella; era el traqueo, el vaivén, las leyes de la naturaleza, de que tanto hablaba Bonis.

El cual iba aburriendo al cochero con sus precauciones, con sus avisos continuos.

–¡Cuidado! ¿Eh? ¿Qué es eso? ¿Un bache? ¡Maldito brinco! Despacio…, al paso, al paso…, no hay prisa… ¿Cómo te sientes, hija? ¡Estos ingenieros de caminos! ¡Qué carreteras! ¡Qué país!

Y Emma, ignorante del peligro, pensaba: «Sí, sí; el país, los ingenieros; ríete de cuentos; las leyes, las leyes de la naturaleza, que a ti te parecen inalterables y muy divertidas, esas, esas son las que te van a dar un chasco…».

Se quedó adormecida, y medio soñando, medio imaginando voluntariamente, sentía que una criatura deforme, ridícula, un vejete arrugadillo, que parecía un niño Jesús, lleno de pellejos flojos, con pelusa de melocotón invernizo, se la desprendía de las entrañas, iba cayendo poco a poco en un abismo de una niebla húmeda, brumosa, y se despedía haciendo muecas, diciendo adiós con una mano, que era lo único hermoso que tenía; una mano de nácar, torneadita, una monada.... Y ella le cogía aquella mano, y le daba un beso en ella; y decía, decía a la mano que se agarraba a las suyas: «Adiós… adiós…; no puede ser… no puede ser…; no sirvo yo para eso. Adiós… adiós…; mira, las leyes de la naturaleza son las que te hacen caer, desprenderte de mi seno.... Adiós, hija mía, manecita mía; adiós… adiós.... Hasta la eternidad». Y la figurilla, que por lo visto era de cera, se desvanecía, se derretía en aquella bruma caliginosa, que envolvía a la criaturita y a ella también, a Emma, y la sofocaba, la asfixiaba.... Abrió los párpados con sobresalto, y vio a Bonis que, con la mirada de Agnus Dei, como ella decía, enternecida, clavaba sus ojos claros en el vientre en que iba su esperanza.