Za darmo

Su único hijo

Tekst
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

-XII-

Ardían en las arañas de cristal muchas docenas de bujías de esperma; allá, al extremo del salón, sobre una plataforma improvisada, la respetable orquesta de los músicos sedentarios, de los profesores indígenas, inauguraba la fiesta con una sinfonía de su vetusto repertorio: allí estaba el trompa, refractario al italiano y a la afinación; allí el espiritual violinista Secades, que había soñado con ser un segundo Paganini, que había pasado noches y noches, días y días, buscando en las cuerdas, acariciadas por el arco, ora lamentos de amor sublime, ora imitaciones exactas de los ruidos naturales; v. gr.: los rebuznos de un jumento. ¡Sarcasmo de la suerte! El rebuzno lo había dominado; su arco había llegado a hablar como la burra de Balaam; pero la inefable cantinela del amor, los ayes de la pasión sublime, los reservaban aquellas cuerdas para otro arco amante, no para el de Secades. El cual, ya maduro y desengañado, iba prefiriendo su otro oficio de zurupeto, y más atendía ya a la banca y sus gajes que al arte que meciera sus sueños infantiles. Tocaba ya por ganar la pitanza, medio dormido, como sus compañeros, sin fe, sin emulación, apenas conservando un poco de cariño melancólico y de respeto supersticioso a la buena música, a la antigua, despreciando las novedades que traían las compañías de algunos años a aquella parte. Allí estaba también el antiguo figle, don Romualdo, calvo, digno, de gran panza; en la catedral chirimía, en todo lo profano figle; casi una gloria provincial. Todo el pueblo, hasta los sordos, reconocía que era maravilloso lo que hacía con su extraño instrumento aquel hombre; le hacía llorar, reír, hasta casi casi toser. Pues a pesar de tanta fama, la fuerza del tiempo, el desgaste de la admiración, habían echado sobre la celebridad de don Romualdo una capa espesa de indiferencia pública; bien conocía él que sus paisanos, sin poner un momento en duda su grandeza, se habían cansado de admirarle; sobrellevaba estas contrariedades ineludibles con una melancolía filosófica y taciturna; seguía tocando con el esmero de siempre, aunque ya en vano. En resumidas cuentas, estaba triste, desengañado, ni más ni menos que su compañero Secades; él, sin ilusiones, de vuelta ya de la gloria, yacía en el mismo surco de resignación fría y amarga en que se había acostado Secades, camino de la celebridad. Todo era igual: no haber subido al templo de la Fama y estar de vuelta. A pesar de contarse entre aquellos respetables profesores estas y otras notabilidades, la orquesta sonaba como los tornillos de una máquina sin aceite; los instrumentos de cuerda estaban asmáticos, sonaban a la madera, como sabe la sidra al barril; los de bronce eran estridentes sin compasión; bastaba uno de aquellos serpentones para derribar todas las fortificaciones de cinco Jericós. Afortunadamente el público filarmónico oía la orquesta como quien oye llover.

Emma entró en el salón después de ejecutado el primer número del programa; atrajo la atención por dos cosas; por su vestido carísimo y llamativo, y por venir colgada del brazo del alemán, del ingeniero Körner, un hombre gordo, alto, encarnado, de ojos de niño llorón, azules, claros, muy hundidos. Parecía un gran cerdo muy bien criado, bueno para la matanza, y era un hombre muy espiritual, enamorado de Mozart y de los destinos de Prusia. Hablaba español como si estuviera inventando una lengua con palabras cuasi castellanas y giros cuasi alemanes. Era un soñador, pero capaz de llevar una fábrica en la punta de cada dedo, y como contable, como él decía, nadie le ponía el pie delante. Sabía de todo, despreciaba a los españoles disimulándolo, idolatraba a su hija Marta, y venía a hacerse rico.

Detrás de esta pareja entraron, también del brazo, Marta Körner y Bonis; les seguía de cerca, solo, D. Juan Nepomuceno, que parecía haberse azogado las patillas, que semejaban pura plata. Marta Körner era una rubia de veintiocho años, muy fresca, llena de grasa barnizada de morbidez y suavidad; su principal mérito físico eran sus carnes; pero ella buscaba ante todo la gracia de la expresión y la profundidad y distinción de las ideas y sentimientos. Hablaba siempre del corazón, llevándose la mano, que era un prodigio, al palpitante seno, que era toda una obra de fábrica del nácar más puro. Atribuía al subsuelo de aquella accidentada naturaleza los verdaderos tesoros de su persona; pero los inteligentes, Nepomuceno entre ellos, estimaban en más el derecho de superficie.

Marta disentía de su padre en sus amores musicales; estaba por Beethoven; en lo que estaban de acuerdo era en la necesidad imprescindible de hacer una fortuna, o media, a más no poder. Körner había venido directamente de Sajonia a dirigir una fábrica de fundición, establecida por un industrial al pie de unas minas de hierro, en la región más montañosa de la provincia; allá, hacia donde tenían sus guaridas los Valcárcel pobres y huraños. El primo Sebastián, algo más comunicativo, que iba y venía de la ciudad a la montaña, fue quien presentó al Sr. Körner a Nepomuceno. Al principio, el alemán y su hija vivieron en los vericuetos, sin pensar en que a pocas leguas había una ciudad que podía recordarles, remotamente, la civilización y cultura que dejaban en su tierra. Aunque rodeados, como decía Sebastián, de todas las comodidades que podían ser arrastradas casi con grúa, hasta las alturas en que moraban, los alemanes vivían a lo aldeano, por lo que toca a sus relaciones sociales. Empezaron a aprender español en el dialecto del país, oscuro y corrompido; todo su espiritualismo se iba embotando, y por más que procuraban mantener el fuego sagrado de la idealidad a fuerza de sonatas clásicas, tocadas por Marta en un piano de cola, y a fuerza de libros y periódicos ilustrados que su padre hacía traer de Alemania, ello era que el medio ambiente les invadía y transformaba; el desdén con que al principio miraron y trataron a la gente tosca, en medio de la que tenían que vivir, se fue cambiando insensiblemente en curiosidad; llegó a ser interés, imitación, emulación, y el orgullo ya no consistió en despreciar, sino en deslumbrar. Körner quiso lucirse entre montañeses rudos, y como allí no le valían sus habilidades de dilettante de varias artes y lector sentimental, tuvo que aprovechar otras cualidades, más apreciables en aquella tierra, como, v. gr., la gran fortaleza y capacidad de su estómago. No se le comenzó a tener en tanto como él quería, hasta que corrió por uno y otro concejo montañés la noticia, verdadera, de que en una apuesta con un capataz de las minas le había dejado el alemán al español en la docena y media de huevos fritos, mientras él, Körner, llegaba a tragarse las dos docenas muy holgadamente, y ponía remate a la hazaña engulléndose dos besugos. Esto era otra cosa; y los que habían permanecido indiferentes ante las guerras gloriosas del Gran Federico, de que Körner se envanecía como si fuera nieto del ilustre Monarca; los que oían hablar de Goëthe, y de Heine, y de Hegel, como quien oye llover, llegaron a reconocer el glorioso porvenir de la raza que criaba tan buenos estómagos. Añádase a esto que el ingeniero jugaba a los bolos con singular destreza y con una fuerza de muchos caballos, o por lo menos, de dos o tres aldeanos de aquellos. Con esta y otras análogas cualidades, consiguió ganar las simpatías y hasta la admiración por que había llegado a suspirar de veras. Pero este género de gloria acabó por cansarle, y sobre todo le repugnó al cabo, por el peligro, que vio al fin patente, de convertirse en un oso metafísico y filarmónico, pero oso, en un Ata Troll de carne y hueso. Engordaba demasiado, olvidaba sus meditaciones trascendentales…, y sus gustos sencillos, fácilmente satisfechos con la vida montañesa, le apartaban de los complicados planes de medro y vida regalada que había traído de su país. Además, en la fábrica de la montaña, aunque bien pagado, considerado y satisfecho en punto a comodidades materiales, pues tenía buena casa, gajes y atenciones, al fin no prosperaba, no podía hacerse rico. Ensayó el proyecto de convertirse en socio industrial, pero cedió ante las dificultades que el propietario a solapo le fue poniendo. Con esto se le agrió el humor, y comenzó a desear con mucha fuerza salir de aquella vida troglodítica, hacerse valer más, y poner al alcance de la demanda la honesta oferta de los encantos, cada vez más exuberantes, de su hija Marta, por la cual iban también pasando los años, pero inútilmente, allá en los montes. Sin dejar la fábrica, con pretexto de su servicio, Körner menudeó sus visitas a la capital, a caza de algún negocio que le pareciera de más porvenir que el de allá arriba; y en uno de estos viajes fue cuando el primo Sebastián le hizo trabar conocimiento con Nepomuceno. El alemán, que era sagaz y hombre de mundo, comprendió pronto cuál era el papel del hacendista en casa de su sobrina: vio claramente que allí había dinero, y que este dinero se iba por la posta, y que la dirección de la corriente de aquel río de plata era, o él no entendía de corrientes, camino del bolsillo de Nepomuceno, aunque con grandes pérdidas y derivaciones, en una delta de despilfarros, que iban a enriquecer el caudal de modistas, comerciantes de telas, sombreros, joyas, sin contar con las tiendas de ultramarinos, confiterías, mercados de caza y pesca, etc., etc. Körner comenzó a marear a Nepomuceno persuadiéndole primero de que él, Nepomuceno, tenía un verdadero talento de contable, era un Necker… oscurecido, ocioso; con otro horizonte, brillaría como estrella de primera magnitud en el cielo de la Administración y de la Hacienda. En conciencia, según Körner, estaba Nepomuceno obligado a dar a tales facultades un empleo más digno de ellas que la simple mayordomía a que, en suma, estaba limitado. Más era: en interés de la ruinosa casa Valcárcel, que por lo visto iba a menos por culpa de los despilfarros de Emma y los gastos secretos de su marido, debía Nepomuceno poner aquel todavía sano capital a parir, a producir algo más que el irrisorio tanto por ciento de la renta territorial. Tanto foro, tanta casería atómica, eran cosa ridícula. ¡Sursum corda! ¡All right! ¡Desenmoheceos! Venga ese stock a la industria, y hablaremos. A esta clase de argumentos se añadían, por vía de adorno, aperitivo y complemento, otros de carácter general; v. gr.: lo atrasada que estaba España, a pesar de la riqueza del suelo y el subsuelo; en concepto de Körner, tenían la culpa la Inquisición y los Borbones, y después el mal ejercicio del régimen constitucional, que ya de por sí no era bueno. Con este motivo, se lamentaba de la general decadencia española, y hasta llegaba a hablarle a Nepomuceno del probable renacimiento del teatro nacional, si todos hacían lo que a él le aconsejaba: poner en movimiento los capitales, sacar partido de los tesoros de la tierra. No sabía Körner que Nepomuceno ignoraba que hubiéramos tenido en otros siglos un teatro tan admirable; y así, por este lado, poco habría sacado de él. Pero lo que no hizo en su ánimo la idea patriótica de contribuir al renacimiento del espíritu nacional, mediante el movimiento industrial bien dirigido, lo hicieron los ojos, y más eficazmente las carnes de Marta, que poseían una virtud magnética sobre los sentidos de Nepomuceno. La primera vez que la vio, en la primera visita que hizo a Körner, con motivo de enseñarle este ciertos planos y un presupuesto de una fábrica de productos químicos, gran proyecto del alemán; la primera vez que la vio, se quedó con la boca abierta, pasmado, sintiendo en la garganta hormigueos, y en todo su cuerpo una súbita juventud que no había tenido, propiamente hablando, en toda su vida. ¡Aquellas eran las carnes que él había soñado!

 

Estaban en la escalera (porque Marta le había abierto la puerta), ella muy mal vestida, desaliñada, pero aún más llamativa y seductora cuantos menos trapos discretos la cubrían. Nepomuceno la tomó por criada. Subió, saludó a Körner, y a los pocos minutos, sintiendo absoluta necesidad de volver a ver a aquella chica, dijo:

–Si me hiciera usted el favor de mandar servirme un poco de agua....

El plan de Nepomuceno fue quitarle aquella doméstica a Körner y ponerle casa…; y aunque fuera casarse con ella. Tenía que ser suya. ¡Qué ojos, qué carnes!

Se relamía pensando que iba a verla otra vez, que iba a entrar con un vaso de agua.

Pero el agua la trajo una verdadera fregona. Hasta el día siguiente no supo Nepomuceno que su dulce tormento era Marta en persona; le dio a Sebastián señas de la divinidad, y… era Marta.

Una semana después la hija de Körner cantaba al piano una sentimental canción, un lieder titulado Vergiesmeinicht, «no me olvides», que no era el de Goëthe, sino mucho más meloso; y al dedicárselo, con la mirada expresiva y los gestos lánguidos, al administrador de las plateadas patillas, le dejaba para siempre rendido a sus encantos y le hacía copartícipe de aquellos sentimientos de sensucht, que él, Nepomuceno, no sospechaba que existieran. Por aquellos días tuvo D. Juan ocasión de enterarse de quién era Fausto, y del pacto que había hecho con el demonio; y adquirió la noción de Margarita, rubia, pobremente vestida, con los ojos humillados y con un cántaro debajo del brazo, camino de la fuente. Margarita era su Marta, aquella señorita tan gruesa, tan blanca, tan fina de cutis y tan espiritual, que le había revelado en pocas horas un mundo nuevo: el de los amores reconcentrados y poéticos. Él quería ser Fausto para rejuvenecerse, sin vender el alma al diablo, no por nada, sino porque el diablo no aceptaría el contrato. Tampoco pensó en teñirse las patillas, sino en sobredorarlas, es decir, en dejar adivinar a los Körner que no en vano ni de balde se era ministro de Hacienda en casa de los Valcárcel años y más años. Tardó poco tiempo el alemán en comprender el efecto que había producido su hija en el árbitro de las rentas de Emma; y de una en otra conferencia acerca de la proyectada fábrica de productos químicos, le fue metiendo en casa. Nepomuceno ya no podía pasar el día sin su correspondiente sesión de planos y presupuestos. Körner colocaba en su despacho (pues aunque vivían interinamente en la ciudad, tenían casa puesta, pero casa que era de la Empresa de la Montaña); colocaba sobre la mesa de trabajo, hecha de un gran tablero, unos libros enormes de comercio, llenos de cálculos y partidas imaginarias, de una especie de novela de contabilidad que él había imaginado. Nepomuceno, a pesar de sus conocimientos y experiencia en cuentas complicadas y oscuras, se quedaba sin entender palabra. Al lado de aquellos libros, que parecían los del coro del Escorial, extendía Körner sus planos pintados primorosamente en papel tela. Allí ya tenía algo que admirar Nepomuceno espontáneamente, pues supo que la misma Marta ayudaba a su padre a trazar aquellas rayas gordas que parecían el arco iris. Muchas veces la señorita de la casa asistía a las conferencias de su padre, como en calidad de ayudante, y arrollaba y desarrollaba planos, y ponía los finísimos dedos sobre los puntos en que había que estudiar; y con estos y otros motivos, pasaba y repasaba cien veces junto a Nepomuceno, y le rozaba con sus vestidos, y hasta le hacía sentir, en ocasiones, por descuido, el peso dulcísimo, pero abrumador, de su cuerpo: en fin, le mareaba, le enloquecía, y el tío de Emma no podía vivir ya sin aquellas confidencias económico-técnicas acerca de la fábrica de productos químicos. Llegó a creerse enamorado del proyecto; no podía menos de producir montones de oro aquella fábrica, que, sin salir de los planos, ya le tenía a él la química orgánica en revolución, y le convertía en minutos las breves horas de aquellas interesantes explicaciones. Quedaron el alemán y el español en que no faltaba más que dinero para que el proyecto colosal se pusiera en práctica y marchara como una seda. Faltaba dinero… pero ya parecería. Entretanto, Nepomuceno insinuó en el ánimo de padre e hija la necesidad de acoger con benevolencia la debilidad de corazón que él dejaba entrever discretamente. Marta, en vez de repugnar la confesión implícita de aquella pasión, que no sería ella quien la calificase de senil, en vez de rechazar las veladas galanterías del nuevo amigo de su padre, le daba a entender con sonatas de música filosófica, reposada y trascendental, que ella, a pesar de las apariencias, daba poca importancia a lo físico, despreciaba la acción del tiempo sobre los organismos, y atendía directamente al elemento eterno del amor, del amor, que nunca es machucho. En fin, que lo que faltaba era dinero; la fábrica y la pasión marcharían en perfecta armonía y con toda prosperidad, en cuanto pareciese el capital que era necesario para su movimiento. A medias palabras, y hasta por señas, comprendieron los Körner la conveniencia de tratar, y tratar con la mayor amabilidad posible, a Emma Valcárcel. No fue ardua empresa la del tío, que se propuso conseguir estas relaciones justamente en la época en que Emma decretó echarse al mundo y gozar de su riqueza mermada y de cuanto estuviese en sus manos, sin límites ni remordimientos. Así, el conocimiento superficial, de mero cumplido, que ya había de tiempos atrás, por intermedio del primo Sebastián, entre la Valcárcel y los alemanes, se convirtió fácilmente en amistad asiduamente cultivada, en una amistad casi íntima, que se iba estrechando, estrechando, según Emma entraba más y más por los anchos y suaves senderos de su nueva vida. La Valcárcel, como ya se ha dicho, tenía en sus planes de venganza respecto del ladrón de su tío, la idea de corromper a Marta, después de casada con Nepomuceno. Le encontraba ella muchísima gracia a la ocurrencia. Por eso se prestó gustosa a estrechar relaciones con los Körner; lo que no podía calcular era que Marta le iba a entrar por el ojo derecho, y a conquistar su afecto extremoso con la seducción singularísima de su intimidad mujeril, nerviosa, llena de novedades, picantes y pegajosas, para la pobre Emma, cuya depravación natural no había tenido hasta entonces ningún aspecto literario ni romántico-tudesco. Marta, virgen, era una bacante de pensamiento, y las mismas lecturas disparatadas y descosidas que le habían enseñado los recursos y los pintorescos horizontes de la lascivia letrada, le habían dado un criterio moral de una ductilidad corrompida, caprichosa, alambicada, y, en el fondo, cínica. Un hombre, por estrechas que fuesen sus relaciones con la señorita Körner, jamás podría saber el fondo de su pensamiento y de sus vicios, porque del pudor no le quedaba a ella más que el instinto del fingimiento y la sinceridad de la defensa material, hipócrita, contra los ataques del macho; Marta podría acompañar al varón en los extravíos lúbricos a que él la arrojase, pero siempre le ocultaría otra clase de corrupciones morales, de depravación ideal que llevaba ella dentro de sí, y que sólo podría confiar a otra mujer en que encontrase simpatías de temperamento y de desvaríos sentimentales. Emma y Marta se entendieron pronto, y a las pocas semanas de tratarse con frecuencia y confianza, ya se las oía, allá, a lo lejos, en el gabinete de la Valcárcel, reír a carcajadas, con risas histéricas; y cuando se presentaban a los hombres, a Nepomuceno, Körner y Bonis, después de estas alegres confidencias, llenas de secretos y malicias, sonreían con sonrisas que eran señas y burlas mal disimuladas de los santos varones que eran incapaces de penetrar los misterios de la amistad retozona y llena de cuchicheos de la española y la tudesca. Marta hacía alarde de tener un carácter complicado, que el vulgo no podía comprender; hablaba mucho de la moral vulgar, por supuesto cuando trataba con personas que ella creía capaces de entenderla. Su alegría, su afán de jugar, saltar, levantarse de noche en camisa para dar sustos a las criadas, correr por la casa y volverse al calor del lecho, palpitante de emoción y voluptuosidad jaranera, eran un contraste, una antítesis, decía ella, de su exquisita sensibilidad, del clair de lune que llevaba en el alma. Bueno, «peor para los necios que no eran capaces de entender estas contradicciones». Era católica, como su padre, y afectaba haber escogido la manera devota de las españolas como la fórmula que ella había soñado, como si su alma hubiese sido española en religión antes de aparecer en Alemania. Una nota nueva, sin embargo, tenía en su opinión su religiosidad, la nota artística que no encontraba en la dama española. Marta, entusiasta de El Genio del Cristianismo, lo entendía a su modo, lo mezclaba con el romanticismo gótico de sus poetas y novelistas alemanes, y después, todo junto, lo barnizaba con los cien colorines de sus aficiones a las artes decorativas y del prurito pictórico. Aunque enamorada de la música, amaba el color por el color, y daba suma importancia al azul de la Concepción y al castaño oscuro de Nuestra Señora del Carmen; hablaba ya de la capilla Sixtina, conversación inaudita en la España de entonces, y de las maravillas que había ella visto en Florencia y otras ciudades de Italia, por donde había viajado con su padre. Lo que no confesaba Marta era que su afición más sincera, más intensa, consistía en el placer de que le hicieran cosquillas, en las plantas de los pies particularmente. Debajo de los brazos, en la espalda, en la garganta, se las habían hecho muchas personas, hombres inclusive; pero, en cuanto a las plantas de los pies, es claro que sólo de tarde en tarde conseguía encontrar quien la proporcionase ocasión de gozar de aquellas delicias: alguna criada con quien había intimado, alguna amiga aldeana… y ahora Emma, de quien a los dos meses de trato había conseguido este favor sibarítico, que la Valcárcel, muerta de risa, otorgó gustosa. Ella también quiso probar aquel extraño placer que tanto apasionaba a su amiga; pero no le encontró gracia, y además no podía resistir ni medio segundo la sensación, que la excitaba en balde. En el alma fue donde se dejó hacer cosquillas Emma por las sutilezas psicológicas y literarias de su amiga. ¡Qué cosas supo por aquella mujer! Había en el mundo, sin que lo sospechara Emma, dos clases de seres, los escogidos y los no escogidos, las almas superiores y las vulgares. El toque estaba en ser alma escogida, superior; en siéndolo, ¡ancha Castilla!, ya no había moral corriente, vínculos sociales ni nada; bastaba con guardar las apariencias, evitar el escándalo. El amor y el arte eran soberanos del mundo espiritual, y el privilegio de la mujer ideal, superior, consistía en sacar partido del arte para el amor. La mujer hermosa, sentimental, poética y dilettante, era el premio del artista, y el placer de premiar al genio el más sublime que Dios había concedido a sus criaturas. Marta, aún muy joven, había sido novia, en Sajonia, de un gran músico, un especialista en el órgano; y a un pintor que imitaba a Rembrandt le había otorgado favores de índole íntima, familiar, aunque es claro que sin menoscabo de la virginidad material, que tenía que estar reservada para el filestin, así decía, con quien no tendría inconveniente en casarse. Porque era necesario ser rica; no por nada, sino por poder satisfacer las necesidades estéticas, que cuestan caras, toda vez que en la estética entraría el confort, los muebles de lujo, de arte, el palco en la ópera, si la hay, etc., etc. Su ideal era casarse con un hombre ordinario muy rico, y proteger con el dinero de aquel ser vulgar a los grandes artistas, reservando su amor para uno o más de estos, porque también era una vulgaridad la constancia unipersonal. Como Marta leía muchos libros de literatura española antigua, cosa de moda entre los literatos de su tierra, ponía por modelo de su teoría a la mujer del Celoso extremeño, que sin cometer, lo que se llama cometer, adulterio, había dormido abrazada al gallardo Loaisa, sin pecar sino con el pensamiento. El Celoso extremeño había sido tan noble, que se había muerto dejando a su esposa toda su fortuna y el encargo de casarse con su amante; pero como los maridos modernos y de la impura realidad no eran tan generosos como Carrizales, lo que debía hacer la mujer superior era sacarle el jugo crematístico al esposo lo más pronto que pudiese. Todo esto, dicho de muy diferente manera, pero en forma pedantesca siempre, se iba metiendo por el deseo de Emma, la cual, por cierto cansancio del organismo y depravación moral, sutil y retorcida, que era el fondo de su alma, hallaba un sabor superior a toda delicia en las aventuras en que superaban la malicia y el engaño al placer material conseguido como resultado de las artimañas. Engañar por engañar era lo mejor. Sin embargo, reconocía que debía de ser manjar de los dioses el tener relaciones con un hombre superior, con un artista, por ejemplo, con un barítono tan guapo y famoso como el celebrado Minghetti. No se lo negó Marta, quien, confidencia por confidencia, recibió con gusto y con amplio criterio de benevolencia el secreto de Emma relativo a sus coqueterías con el barítono de la compañía tronada. En el fondo, la alemana compadeció a su amiga, pues si bien había ella misma contemplado sin enojo una y otra vez el buen talle y el calzón ajustado del rey—no importa cuál—en tal o cual ópera, del rey Minghetti, no veía por dónde se podía clasificar a tan bien formado cantante en la categoría de los hombres superiores y verdaderamente artistas. Pero no había que ser exigente. Ella, es claro que estaba por encima de tales aficiones. Su prurito, aparte el de las cosquillas, era escribir cartas entusiásticas y confidenciales a sus autores predilectos; unos le contestaban, otros no; pero solía mandar su retrato con sus confesiones epistolares, y más de un escritor se animó, en consideración, a la buena moza que envolvía aquel espíritu repugnante, a entablar correspondencia; y así tuvo ella más de dos amores ideales y platónicos… por escrito. Poseía, además, un álbum de intimidades, ilustrado por muchas firmas desconocidas y algunas notables, en que se contestaba a las consabidas preguntillas: ¿Cuál es vuestro color predilecto? ¿Y la virtud predilecta? ¿Qué autor preferís?, etc., etc. A una mujer que sabía, por ejemplo, que a Litz le gustaban las trufas, y había llorado confidencialmente con las penas ocultas de un poeta de la Joven Alemania, tenía que parecerle poco hombre, aunque bien formado, el barítono de la compañía de Mochi.

 

El cual, acompañado de Serafina y del barítono, entraba en el salón cuando acababa de cantar una romanza italiana un aficionado de la localidad, de oficio relojero, y tenor suprasensible, como le llamaban los chuscos, porque cuando tenía que subir a las notas más altas desaparecía su voz, como si la llevasen en globo al quinto cielo, y no se le oía por más que gesticulaba; parecía estar hablando desde muy lejos, desde donde podía ser visto, pero no oído. Aún se reía el público disimuladamente del tenor suprasensible, cuando la atención general tuvo que volverse a contemplar la hermosura de Serafina, que con la mirada humilde, exhalando modestia, además de muy buenos y delicados olores, llegaba, vestida de negro, con gran cola, enseñando los blanquísimos hombros y las primorosas curvas del seno, al pie de la plataforma, donde el presidente del Casino la aguardaba para darle el brazo, subir con ella las dos gradas que la separaban del piano, y dejarla, previa una gran inclinación de cabeza, junto a Minghetti, que, de frac y corbata de etiqueta, paseaba los blancos dedos, de uñas sonrosadas, por el amarillento teclado, haciendo prodigios de elegante habilidad por aquellas octavas adelante.

Bonis había desaparecido; poco después hablaba con Mochi en un gabinete cercano. Nepomuceno y Körner acompañaban a Emma y a Marta, todos sentados en una de las primeras filas, que siempre quedaban, en casos tales, para las señoras que venían tarde; porque las que, para su vergüenza, llegaban temprano, se iban colocando en lo más escondido y apartado, huyendo, como del diablo, de la proximidad del espectáculo, como si fuese tomar en él parte el tenerlo muy cerca. No faltaba señora que confundía a los cantantes con los prestidigitadores que en el mismo Casino había visto maniobrar, y no quería que le quemasen el pañuelo, ni aun en broma, ni que le adivinasen la carta que tenía en el pensamiento.

Emma no había visto nunca tan de cerca a la Gorgheggi, en la que pensaba tanto de algún tiempo a aquella parte. La admiraba, como a su pesar; la tenía por una perdida a la alta escuela… y esto mismo la atraía, a pesar de ciertos asomos de envidia con que iba mezclada la admiración. Ahora que la tenía a cuatro pasos, y le podía ver los brazos desnudos, y el talle apretado, y la pechuga, entre velas de esperma, todo al aire; ahora que podía apreciar sus facciones y sus gestos, y hasta algo oía de su voz, que parecía que aun hablando cantaba, ahora Emma, con el pensamiento, la desnudaba más todavía, y le medía el cuerpo, y le escudriñaba el alma; quería apreciar por la proporción cómo tendría de gruesas y bien formadas las extremidades invisibles y otras partes de su cuerpo. Por lo que veía, era muy blanca, y debía de seguir siéndolo; no, no eran polvos de arroz; era blancura sana, cutis inglés, una verdadera frescura y una hermosura a prueba de tijeras. Decían que la voz decaía, pero lo que es la lozanía del cuerpo era bien briosa y bien sólida; no había allí asomos de decadencia. «¡Lo que habría gozado aquella mujer! ¿Qué les diría a sus queridos?». Emma se acordó del secreto de sus extrañas expansiones matrimoniales de aquellos últimos tiempos, de aquel secreto amor material, que le tenía a ratos, allá de noche, entre sueños y pesadillas, a su bobalicón de Bonis (vergüenza que ni a Marta se atrevía a confesarle). ¿Les diría a los amantes aquella guapísima picarona lo que ella le decía a Bonis? Emma se acordó—por primera vez pensó en ello—, de que tales frases disparatadas ella no las sabía tiempo atrás, de que era Bonis mismo el que se las había hecho aprender en aquellas locuras de que jamás hablaban los dos después que amanecía. ¿Sería aquello mismo lo que les decía la cómica a sus queridos? ¿Sería Bonis uno de tantos? ¿Sería verdad lo que había llegado a sus oídos y lo que ella había sacado por conjeturas? ¡Parecía imposible! Siendo Bonis tan majadero, y no disponiendo de un cuarto, ¿cómo le habría querido, ni siquiera por broma, aquella señorona, quiere decirse, aquella pájara tan señorona, que parecía una reina? Y sin embargo… podía ser. Había indicios. Y ¡cosa rara!, ella no sentía celos; sentía un orgullo raro, pero muy grande, así como si a su marido le hubieran mandado un gran cordón azul o verde del emperador de la China; o como si Bonis fuese hermano suyo y se hubiera casado con una princesa rusa… no, no era así; era otra cosa… muy especial. De repente se acordó de las teorías de la alemana que tenía al lado, de aquello de que el matrimonio era convencional y los celos y el honor convencionales, cosas que habían inventado los hombres para organizar lo que ellos llamaban la sociedad y el Estado. Si quería ser una mujer superior, y sí quería, porque era muy divertido, tenía que renunciar a las vulgaridades de las damas de su pueblo. En Madrid, en París, en Berlín, las grandes señoras sabían que sus maridos respectivos tenían queridas y no les tiraban los platos a la cabeza por eso; lo que hacían era tener queridos también. Pero Bonis, el bobalicón de Bonis, ¿se había atrevido, sin su permiso… y saliendo de casa a deshora por lo visto, y?… no, lo que es esto, es claro que había de pagarlo, es claro, fuese verdad o no; eso era harina de otro costal, y no había alma superior que valiera; Bonis no era alma superior, y tenía que salirle al pellejo la picardía… y eso que tenía gracia. No, y bien mirado, ¿por qué no había de querer aquella perdida a Bonis… en cuanto buen mozo, y rendido, y sano, y servicial? ¿No le había querido ella también? ¿Sería más una cómica que ella… que iba haciéndose una mujer superior? Sí, y bien superior: mirándolo bien, lo había sido toda la vida; lo era sin saberlo; antes de que Marta hubiese parecido por su casa, ya ella tenía el prurito de no enfadarse por lo que se enfadan los demás, y había discurrido aquello de no alborotar ni enfurecerse cuando los demás quisieran ni por lo que los demás lo esperasen; y ya había discurrido la graciosísima idea de vengarse del ladrón de Nepomuceno y del tonto de su marido poco a poco, y a su manera, y a su gusto y dándoles el gran chasco. ¡Vaya si había sido siempre una mujer especial, superior!