Anna Karenina

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Kitty no se había casado y estaba enferma, enferma de amor por un hombre que sentía desprecio por ella. Le parecía que en lo ocurrido también había como una vaga ofensa para él. Vronsky despreció a quien despreció a Levin... Entonces, Vronsky tenía derecho a despreciar a Levin. Era, en consecuencia, su enemigo.

Sin embargo, Levin no quería pensar en ello. Sentía que para él había algo ofensivo y se disgustaba no contra la causa, sino contra todo lo que tenía enfrente. La estúpida venta del bosque, el engaño en el que cayó Oblonsky y que se consumó en su casa, le llenaba de rabia.

—¿Ya terminaste? —preguntó a Esteban Arkadievich cuando le encontró arriba—. ¿Deseas cenar?

—Acepto. En este pueblo se me ha despertado un apetito descomunal. ¿Por qué no invitaste a Riabinin?

—¡Qué se vaya al demonio!

—¡Le tratas de una manera! —dijo Oblonsky—. Ni le diste la mano. ¿Por qué actúas así?

—Porque no les doy la mano a mis sirvientes y, no obstante, valen cien veces más que ese hombre.

—Eres un retrógrado, sin duda. ¿Y en dónde queda la confraternidad de clases? —preguntó Esteban.

—Quien quiera confraternizar, que lo haga todo lo que quiera. A mí lo que me repugna, me repugna.

—Definitivamente eres un reaccionario indomable.

—Te puedo asegurar que jamás he pensado en lo que soy. Solamente soy Constantino Levin y nada más.

—Sí, y un Constantino Levin de mal humor —dijo Esteban Arkadievich riendo.

—¡Sí: estoy malhumorado! ¿Y quieres saber por qué? Déjame que te lo diga: por esa venta tan estúpida que hiciste.

Con benevolencia, Esteban Arkadievich frunció el ceño, igual que un hombre a quien insultan y acusan injustamente.

—Ya es suficiente —dijo—. Todos, cuando uno vende algo sin comentarlo, le aseguran después que lo que vende tenía mucho más valor. Sin embargo, cuando uno ofrece una cosa en venta, nadie le da nada. Me doy cuenta que le tienes ojeriza a ese Riabinin.

—Tal vez... ¿Y quieres saber por qué? Dirás nuevamente que soy un reaccionario o algo peor... Pero no puedo menos que entristecerme viendo a la nobleza, esta nobleza a la cual, pese a esta monserga de la confraternidad de clases, tengo el honor de pertenecer, se va arruinando un poco cada día... Y lo peor es que esa ruina no es resultado del lujo. Eso no constituiría ningún mal, porque vivir de una manera señorial corresponde a la nobleza y únicamente la nobleza sabe hacerlo. No me ofende que los aldeanos compren tierras junto a las nuestras. El campesino trabaja; el señor no hace nada, es justo que se despoje al ocioso. Esto se encuentra en el orden natural de las cosas, y yo creo que está muy bien; incluso me complace. Sin embargo, me enfurece que la nobleza se arruine por ingenuidad. Un arrendatario polaco compró hace poco una magnífica propiedad por la mitad de su precio a una señora anciana que vive en Niza. Otras personas arriendan a los comerciantes, a rublo por deciatina, la tierra que tiene un valor de diez rublos. Ahora tú, sin ningún motivo, regalaste treinta mil rublos a ese ladrón.

—¿Pero qué querías que hiciera? ¿Tenía que contar los árboles?

—¡Por supuesto! Tú no los contaste y Riabinin sí; y más tarde los hijos de Riabinin van a tener dinero para que les eduquen, y quizá los tuyos carezcan de él.

—Disculpa, pero en eso de contar árboles encuentro algo mezquino. Nosotros tenemos nuestro trabajo, ellos tienen el suyo y es muy justo que puedan ganar un poco. ¡En fin: la cuestión está terminada y ya! Ahí estoy viendo huevos al plato de la forma que me gusta más. Y, sin duda, Agafia Mijailovna nos traerá ese néctar milagroso de vodka con hierbas.

Sentándose a la mesa, Esteban Arkadievich empezó a bromear con Agafia Mijailovna, afirmándole que hacía mucho tiempo que no había comido y cenado tan bien como ese día.

—Usted por lo menos comenta algo —contestó ella—; pero Constantino Dmitrievich jamás dice nada. Si por toda comida se le diera una corteza de pan, tampoco pronunciaría ni una sola palabra.

A pesar de que Levin se esforzaba en dominar su mal humor, todo el tiempo estuvo taciturno y afligido.

Quería preguntar algo a su amigo Esteban, pero no encontró ocasión ni forma de hacerlo.

Ya Esteban Arkadievich había bajado a su habitación, se había quitado la ropa, lavado, se había puesto el pijama y acostado y, no obstante, Levin no se decidía a dejarle, hablando de cosas intrascendentes y sin hallar la fuerza para preguntarle lo que deseaba.

—¡De qué manera tan admirable preparan actualmente los jabones! —dijo Levin, al tiempo que desenvolvía el trozo de jabón perfumado que Agafia Mijailovna dejó allí para el invitado y que este no había tocado—. Míralo: es una auténtica obra de arte.

—Sí, ahora todo es perfecto —dijo Oblonsky, mientras bostezaba con la boca completamente abierta—. Los teatros y demás espectáculos, por ejemplo, están alumbrados con luz eléctrica. ¡Ah, ah, ah! —y bostezaba más todavía—. Hay electricidad en todas partes, en todas partes...

—Sí, la electricidad... —contestó Levin—. Sí... ¿Escucha?, ¿Vronsky dónde se encuentra ahora? —preguntó dejando el jabón a un lado.

—¿Vronsky? —dijo Esteban, acabando un nuevo bostezo—. Se encuentra en San Petersburgo. Se fue poco después que tú y no ha vuelto ni una vez a Moscú. Te diré la verdad, Kostia —siguió Oblonsky, mientras apoyaba el brazo en la pequeña mesa de noche al lado de su cama y colocando la cara hermosa y rubicunda sobre la mano, al tiempo que a sus ojos llenos de bondad y cargados de sueños parecían asomar los fulgores de un sinnúmero de estrellas—. Tú fuiste el culpable, te atemorizaste ante tu rival. Y yo, como te dije en ese momento, todavía no sé quién de los dos tenía más posibilidades de salir victorioso. ¿Por qué no fuiste directamente hacia el objetivo? Ya en aquel tiempo te dije que...

Y solamente con un movimiento de mandíbulas, sin abrir la boca, Esteban Arkadievich bostezó.

Y Levin, mirándole, pensó: «¿Sabrá o no sabrá que pedí la mano de Kitty? Sí: se ve una expresión muy diplomática, muy astuta en su rostro».

Y, advirtiendo que se sonrojaba, Levin miró a Esteban directamente a los ojos.

—Es verdad que en aquel momento Kitty se sentía un poco atraída hacia Vronsky —seguía Oblonsky—. ¡Por supuesto: influyeron mucho su distinguido porte y su futura situación en la alta sociedad, pero sobre la madre de Kitty, no sobre ella!

Levin frunció el ceño. La humillación de la negativa que le habían dado le quemaba el corazón como una herida reciente, pero ahora se encontraba en su casa, y sentirse entre los muros propios es algo que siempre da valor.

—Espera —interrumpió a Oblonsky—. Deja que te haga una pregunta: ¿en qué consiste ese porte distinguido de que hablaste, ya sea en Vronsky o en cualquier persona? Tú piensas que Vronsky es un aristócrata y yo no. El hombre cuyo padre surgió de la nada y alcanzó la cumbre por saber arrastrarse, el hombre cuya madre ha tenido un número incalculable de amantes... Disculpa; pero yo considero que soy aristócrata y creo que son tales a mis iguales por tener detrás de ellos dos o tres generaciones de honorables familias que alcanzaron el máximo grado de educación (sin mencionar las capacidades y la inteligencia, que es otra cosa), que nunca cometieron infamias con nadie, que no necesitaron de nadie, como mis abuelos y mis padres. Conozco muchas personas. Tú crees que es mezquino contar los árboles en el bosque, y, en cambio, regalas treinta mil rublos a Riabinin; pero tú, por supuesto, recibes un sueldo y no sé cuántas otras cosas más, pero yo no recibo nada, y por eso protejo los bienes de la familia y los que he conseguido gracias a mi trabajo... Sí, nosotros somos aristócratas y no los que únicamente subsisten con las migajas que les lanza la gente poderosa y a los que se puede comprar por veinte kopeks.

—¿Por qué me estás diciendo todo esto? Yo comparto tu opinión —dijo Esteban Arkadievich jovial y sinceramente, a pesar de que sabía que Levin le estaba incluyendo entre las personas que se pueden comprar por veinte kopeks. Pero le complacía realmente la animación de Levin—. ¿Contra quién estás hablando? Pese a que te equivocas mucho en lo que dices de Vronsky, no me estoy refiriendo a eso. Te digo francamente que yo en tu lugar me habría quedado en Moscú y...

—No. Ignoro si lo sabes o no, pero me da lo mismo y te lo voy a decir. Kitty me rechazó cuando me declaré. Y en este momento Catalina Alexandrovna es para mí solamente un recuerdo doloroso y humillante.

—¿Pero por qué? ¡Qué estupidez!

—Ya no hablemos más del asunto. Discúlpame si me comporté un poco rudo contigo —dijo Levin.

Y ahora que lo dijo todo, ya se volvía a sentir igual que por la mañana.

—Stiva, no te disgustes conmigo. No me guardes rencor, te lo suplicó —finalizó Levin.

Y, sonriendo, tomó la mano de su amigo.

—No, Kostia, nada de eso. No tengo por qué disgustarme. Me alegro de esta explicación. Y ahora vamos a hablar de otra cosa: a veces hay buena caza por las mañanas. ¿Vamos a ir? Por mí no dormiría e iría directamente del cazadero a la estación.

—Perfecto, así lo haremos.

XVIII

Pese a que la vida interior de Vronsky se encontraba completamente absorbida por su pasión, su vida externa no había cambiado para nada y se deslizaba vertiginosamente por los carriles habituales de los intereses de la sociedad, del regimiento, de las relaciones mundanas.

En la vida de Vronsky los asuntos del regimiento ocupaban un lugar muy importante, más que por el mucho afecto que tenía al cuerpo, por el afecto que se le tenía en el cuerpo. No únicamente le querían, sino se enorgullecían de él y le respetaban, se enorgullecían de que ese hombre inmensamente rico, inteligente e instruido, con el camino abierto hacia triunfos, honores y pompas de todo tipo, despreciara todo eso, y que de todos los intereses de su existencia no diera a ninguno más lugar en su corazón que a los que tenían vinculación con su regimiento y sus compañeros.

 

Vronsky sabía la buena opinión que tenían sus compañeros sobre él y, aparte de que amaba esa vida, se consideraba forzado a mantenerles en la opinión que se habían formado.

Como es de imaginar, con ninguno de sus compañeros hablaba de su amor, no dejando escapar ni una palabra ni aun en los instantes de la embriaguez más alegre (aunque por supuesto en rara ocasión se emborrachaba hasta el punto de perder el control de sí mismo). Entonces, por esto podía cerrar la boca a cualquiera de sus compañeros que tratase de hacerle la más mínima alusión a esas relaciones.

Sin embargo, su amor era conocido en toda la ciudad. Todos, más o menos, sospechaban algo de sus amoríos con Anna Karenina. La gran parte de los muchachos le envidiaban justamente por lo que hacía más peligroso su amor: el alto cargo del esposo de Anna que contribuía a hacer sus relaciones mucho más escandalosas.

La gran mayoría de las jóvenes señoras que sentían envidia de Anna y estaban cansadas de escucharla calificar de intachable, se sentían complacidas y únicamente estaban esperando la sanción de la opinión pública para dejar caer todo el peso de su desprecio sobre ella. Ya preparaban los puñados de barro que arrojarían sobre Anna cuando llegara el momento. No obstante, la mayoría de las personas de edad madura y de elevada posición estaban molestas con el escándalo que se estaba preparando.

Cuando se enteró de las relaciones de su hijo, la madre de Vronsky se sintió, al comienzo, feliz, ya que, según su opinión, ninguna cosa podía acabar mejor la formación de un muchacho como un amor con una mujer del gran mundo. Comprobaba, por otro lado, no sin placer, que esa Karenina, que le había gustado tanto, que tanto le había hablado de su hijo, era, finalmente, como todas las mujeres hermosas y honestas, según las consideraba la princesa Vronskaya.

Sin embargo, hace poco supo que Vronsky no había aceptado un alto puesto con la finalidad de seguir en el regimiento y poder continuar viendo a Anna Karenina, y se enteró de que había personajes muy notables que no estaban contentos de la negativa de su hijo.

Todo esto hizo que cambiara de opinión, así como también las noticias que tuvo de que esas relaciones no eran agradables y brillantes, al estilo del gran mundo y tal como las aprobaba ella, sino una pasión loca, una pasión a lo Werther, según le decían, y que podía llevar a las más grandes imprudencias.

Desde la inesperada marcha de Vronsky de Moscú no lo había visto, y mandó a su hijo mayor para decirle que la fuese a ver.

El hermano mayor tampoco estaba contento. No le interesaba qué tipo de amor era ese de su hermano, con pasión o sin ella, grande o no, honesto o vicioso (él mismo, incluso con hijos, se divertía con una bailarina y debido a ello miraba el caso indulgentemente, pero sí se daba cuenta de que las relaciones de su hermano enfadaban a quienes no se puede enfadar, y esta era la razón de que no aprobase su comportamiento).

Vronsky, además de al servicio y al gran mundo, se dedicaba a otra cosa: los caballos, que eran su gran pasión.

Ese año se organizaron carreras de obstáculos para oficiales, y entre los participantes se inscribió Vronsky, después de lo cual compró una yegua inglesa de pura sangre. Estaba sumamente enamorado, pero eso no era ningún problema para apasionarse por las próximas carreras.

Ambas pasiones no se estorbaban la una a la otra. Por el contrario: eran muy convenientes para él ocupaciones y entretenimientos independientes de su amor que le tranquilizasen e hiciesen descansar de esas emociones que le agitaban excesivamente.

XIX

Vronsky, el día de las carreras en Krasnoye Selo, entró en el comedor del regimiento más temprano de lo habitual, para comer un bistec.

Él no tenía que preocuparse mucho de no engordar, porque pesaba exactamente los cuatro puds y medio que requerían. Pero de todas maneras trataba de no comer harinas y dulces para no aumentar de peso.

Con el uniforme desabrochado, bajo el que se veía el chaleco blanco, sentado con los brazos sobre la mesa en espera del bistec encargado, Vronsky miraba una novela francesa que había colocado, abierta, frente al plato con el único objetivo de no tener que conversar con los oficiales que entraban y salían. Vronsky meditaba.

Estaba pensando en que Anna le había prometido un encuentro para hoy, después de las carreras. Hacía tres días que no la veía y, como su esposo había vuelto hacía poco del extranjero, él no sabía si la entrevista iba a ser posible o no, y no se le ocurría cómo lo podría saber.

La última vez que vio a Anna fue en la casa de veraneo de su prima Betsy. Vronsky trataba de no frecuentar la residencia de verano de los Karenin, pero ahora necesitaba ir y estaba pensando en la forma de hacerlo.

«Muy bien; puedo decir que Betsy me manda a preguntar a Anna si va a ir a las carreras o no. Sí, por supuesto que puedo ir», decidió mientras levantaba la cabeza del libro.

Y su cara brilló de felicidad, porque la imaginación le dibujó de una manera muy viva la felicidad de aquella entrevista.

—Envía a decir a casa que enganchen de inmediato la carretela con tres caballos —ordenó al sirviente que le servía el bistec en la fuente de plata caliente.

Y aproximando la bandeja, comenzó a comer.

Se escuchaban golpes de tacos, conversaciones y risas en la sala de billar contigua. Dos oficiales entraron por la puerta: uno un muchacho muy joven, de cara dulce y enfermiza, recién salido del Cuerpo de Cadetes, y otro un oficial veterano, grueso, con una pulsera en la muñeca, con los ojos pequeños, casi invisibles, en su cara redonda y llena.

Cuando los vio, Vronsky frunció el ceño y, aparentando no notar la presencia de ellos, hizo como que leía, mientras comía el bistec.

—¿Te estás fortaleciendo para el trabajo? —dijo el oficial grueso tomando asiento junto a él.

—Ya te puedes dar cuenta —respondió Vronsky, serio, sin mirarle y limpiándose la boca.

—¿No temes aumentar de peso? —insistió el oficial, volviendo su silla hacia el joven oficial.

—¿Cómo dices? —preguntó Vronsky con cierto disgusto haciendo un gesto con el que exhibió la doble fila de sus apretados dientes.

—¿Si no temes aumentar de peso?

—¡Mozo! ¡Un jerez! —ordenó Vronsky al sirviente sin responder.

Y colocando el libro al otro lado del plato, siguió leyendo. En ese momento, el oficial grueso tomó la carta de vinos y se dirigió al joven.

—Elige tú mismo lo que vamos de beber —dijo, entregándole la carta y mirándole.

—Tal vez vino del Rin... —indicó el oficial joven, mirando tímidamente a Vronsky y tratando de atusarse los incipientes bigotillos.

Dándose cuenta de que Vronsky no le miraba, el oficial joven se puso en pie.

—Vamos a la sala de billar —dijo.

Obedeciéndole, el oficial veterano se puso en pie, y los dos caminaron hacia la puerta.

El capitán de caballería Yachvin, hombre alto y de buen porte, entró en la habitación en ese momento. Se aproximó a Vronsky y saludó despectivamente a los otros dos oficiales con un simple gesto.

—¡Ya está aquí! —gritó, al tiempo que le descargaba un fuerte golpe con su enorme mano en la hombrera.

Irritado, Vronsky volvió la cabeza. Pero de inmediato su cara recobró su acostumbrada expresión firme, suave y serena.

—Aliocha, haces muy bien en comer —dijo el capitán con su voz de barítono, sonora—. Come, come y bebe unas copas.

—Debo advertirte que no tengo ganas.

—¡Allí están los inseparables! —exclamó Yachvin, mientras miraba de manera burlona a los dos oficiales, que en ese instante estaban en la otra sala.

Y tomó asiento al lado de Vronsky, doblando sus piernas en ángulo agudo, enfundadas en pantalones de montar bastante estrechos, y que eran muy largas para lo alto de las sillas.

—¿Por qué no asiste al teatro Krasinsky? La Numerova no estuvo nada mal. ¿Dónde estabas?

—Estuve mucho tiempo en casa de los Tversky.

—¡Ah!

Libertino y jugador, Yachvin, de quien no se podía decir que fuera un hombre sin principios, porque profesaba principios realmente inmorales, era el mejor amigo que Vronsky tenía en el destacamento.

Vronsky le estimaba por su asombrosa fuerza física, que demostraba por lo general bebiendo como una cuba, pasando noches sin dormir y manteniéndose inalterable pese a todo. Sin embargo, Vronsky también le estimaba por su fuerza moral, que demostraba en el trato con jefes y compañeros, a quienes inspiraba miedo y respeto. También demostraba esa energía en el juego, en el que tallaba por miles y miles, jugando todo el tiempo, a pesar de las inmensas cantidades de vino bebidas, con tanta habilidad y control de sí que lo consideraban como el mejor jugador del Club Inglés. En fin, Vronsky apreciaba y quería a Yachvin porque estaba seguro de que este correspondía a su aprecio y cariño, no por sus riquezas o por su nombre, sino por lo que él era como persona.

Yachvin era, de todos los conocidos, el único a quien Vronsky habría querido hablar de su amor. A pesar de que Yachvin despreciaba todos los sentimientos, Vronsky adivinaba que únicamente él sería capaz de entender aquella pasión que en este momento llenaba su existencia. Estaba convencido de que Yachvin no hallaría placer en chismorrear sobre aquello, porque que no le gustaban el escándalo ni la murmuración. Probablemente habría comprendido, en su justo valor, su sentimiento, es decir, entendiendo que el amor no es una diversión ni una broma, sino algo importante y muy serio.

A pesar de que nunca le hablara de su amor, Vronsky sabía que Yachvin sabía todo y que tenía el concepto que debía tener, y le asustaba leerlo en la mirada de su amigo.

—¡Ah! —exclamó Yachvin cuando Vronsky dijo que estuvo en casa de los Tversky.

Sus ojos negros brillaron, se cogió el extremo izquierdo de su bigote y, según el mal hábito que tenía, se lo metió en la boca.

—Y tú, ¿ayer qué hiciste? ¿Ganaste? —preguntó Vronsky.

—Sí, gané ocho mil. Pero no puedo contar con tres mil. No me lo van a pagar.

—No importa entonces que pierdas apostando por mí —dijo Vronsky, riendo, porque sabía que su amigo apostó una fuerte suma a su favor en esas carreras.

—No voy a perder. Majotin es tu único enemigo de cuidado.

Y la charla pasó a las carreras, único asunto que podía interesar a Vronsky aquel día.

—Bien, ya terminé —dijo este.

Y, poniéndose en pie, caminó hacia la puerta.

Yachvin también se puso en pie, estirando su ancha espalda y sus largas piernas.

—Todavía es muy temprano para comer, pero tengo ganas de beber. Ahora voy, espérame. ¡Eh! ¡Traiga vino! —gritó con una voz sonora que hacía temblar los cristales, voz famosa por el estruendo con que daba órdenes—. ¡Pero no, no quiero! —gritó de nuevo—. Si vuelves a tu casa, iré contigo.

Y los dos se marcharon.

XX

En el campamento, Vronsky ocupaba una isba17 finesa, bastante limpia y que se encontraba dividida en dos apartamentos. Petrizky también vivía con él. Cuando entraron Vronsky y Yachvin, Petrizky todavía dormía.

—Vamos, levántate; ya dormiste bastante —dijo Yachvin mientras pasaba al otro lado del tabique y sacudía por los hombros al despeinado Petrizky, que estaba durmiendo con la cabeza hundida en la almohada.

Bruscamente, Petrizky se incorporó sobre las rodillas y miró a su alrededor.

—Tu hermano estuvo aquí —dijo a Vronsky—. Me despertó. ¡El demonio le lleve! Dijo que iba a volver.

Y apoyó la cabeza en la almohada, después que atrajo nuevamente la manta hacia sí.

—Yachvin, déjame tranquilo —dijo a este, que seguía insistiendo en tirar de la manta—. Ya déjame... —dio media vuelta y abrió los ojos—. Y si no, es mejor que digas esto: ¿qué me convendría beber en este momento? Tengo un sabor tan malo en la boca que...

—Beber vodka será lo mejor —respondió Yachvin con su voz de bajo—. ¡Tereschenko, trae pepinos salados y vodka para el señor! —gritó al ordenanza.

—¿Piensas que lo mejor será vodka? —preguntó Petrizky, mientras hacía muecas—. ¿Tú también vas a beber? Si lo hacemos ambos, de acuerdo. Y tú, Vronsky, ¿beberás con nosotros? —concluyó Petrizky poniéndose en pie y cubriéndose con la manta de rayas hasta el pecho.

 

Entonces, salió por la puerta del tabique, alzó los brazos y entonó una canción en francés:

En Tule había un rey...

—Vronsky, ¿vas a beber? —preguntó de nuevo.

—Déjame tranquilo —contestó Vronsky, vistiéndose con el uniforme que le estaba ofreciendo el ordenanza.

—¿Adónde vas ahora? —preguntó Yachvin—. Allí está la troika —agregó, viendo que el coche se estaba acercando.

—Voy a las cuadras. Además, antes tengo que ver a Briansky para hablarle de los caballos —contestó Vronsky.

Efectivamente, Vronsky prometió ir a visitar a Briansky, que vivía a diez verstas18 de San Petersburgo, con la finalidad de llevarle el dinero de los caballos. Deseaba aprovechar el tiempo para hacer de paso aquella visita. Sin embargo, sus compañeros comprendieron inmediatamente que no iba solamente allí.

Mientras seguía cantando, Petrizky guiñó el ojo y sacó los labios, como diciendo: «Ya sabemos quién es el Briansky que vas a ir a visitar».

—Trata de no volver tarde —dijo Yachvin.

Y, cambiando de tema, preguntó, al tiempo que miraba la ventana, refiriéndose al caballo de varas de la troika que él le vendió:

—Dime, ¿cómo te va mi bayo?

—Vamos, espera —gritó Petrizky, notando que Vronsky ya estaba saliendo—. Tu hermano dejó para ti una carta y una nota. Pero ¿dónde las puse?

Vronsky se detuvo.

—¿Que dónde las pusiste?

—Por supuesto, ¿dónde las puse? Ese es justamente el problema —dijo Petrizky solemnemente, mientras se pasaba el dedo índice por encima de la nariz.

—¡Vamos, responde! Lo que estás haciendo es una estupidez —dijo Vronsky con una sonrisa.

—Deben estar en algún lado. No encendí el fuego con ellas.

—Vamos, déjate de mentiras. ¿Dónde están la carta y la nota?

—De verdad que lo olvidé. O ¿tal vez lo habré soñado? Un momento... ¿Por qué te disgustas? Si hubieras tomado, como yo lo hice ayer, cuatro botellas (cuatro por persona), también habrías olvidado dónde las tenías y en este instante estarías descansando... Espera; ahora mismo lo recordaré.

Entonces, Petrizky pasó detrás del tabique.

—¿Te das cuenta? Cuando tu hermano entró yo estaba así... Sí, sí... ¡Ahí están!

Y las sacó de debajo del colchón, que era donde las guardó.

Vronsky cogió la carta y la nota de su hermano.

Se trataba de lo que esperaba. Su madre le escribía recriminándole que no la fuese a visitar. La nota de su hermano decía que tenía que hablar con él.

Vronsky sabía que las dos cosas se estaban refiriendo a lo mismo.

«¿Pero ellos qué tienen que ver con todo esto?», se preguntaba.

Estrujó la carta y la nota y las guardó entre dos botones del uniforme para leerlas por el camino con más detenimiento.

Encontró dos oficiales a la entrada de su casa, uno de los cuales era miembro de su regimiento.

—¿Adónde te diriges? —le preguntaron.

—Debo ir a Peterhof.

—¿Ya llegó el caballo de Tsarkoie Selo?

—Sí, pero aún no le he visto.

—Comentan que el «Gladiador» de Majotin está cojeando.

—No es verdad. ¡Pero no sé cómo saltarás con el barro que hay! —dijo el otro oficial.

—¡Muy bien, aquí están mis salvadores! —exclamó Petrizky cuando vio a los oficiales.

El ordenanza se encontraba frente a él trayendo los pepinos salados y el vodka.

—Yachvin me ordenó que beba para refrescarme —añadió.

—¡Pero qué noche nos diste! —comentó uno de los oficiales—. No me dejaste dormir ni un instante.

—¡Si supieran cómo acabamos! —decía Petrizky—. Volkov se subió al tejado y decía que estaba muy afligido. Y entonces yo dije: «¡Música! ¡La marcha fúnebre!». Y, al arrullo de la marcha fúnebre, Volkov se quedó dormido en el tejado...

—Primero toma vodka y después agua de Seltz con bastante limón —dijo Yachvin, que permanecía ante Petrizky como una madre que está obligando a un chiquillo a tomar un medicamento—. Más tarde ya puedes beber una botellita de champán. Pero una nada más, ¿eh?

—¡Eso es definitivo! Vronsky, espera: vamos a tomar algo.

—No, señores, hoy no voy a beber. Hasta luego.

—¿Temes engordar? Entonces vamos a beber solos. Tráeme limón y agua de Seltz —dijo Petrizky al ordenanza.

—¡Vronsky! —dijo uno de ellos al joven cuando estaba saliendo.

—¿Qué?

—Te deberías cortar el cabello. Pesa mucho. El de la calva sobre todo.

En realidad, Vronsky se estaba quedando calvo antes de tiempo. Él rio de manera jovial, mostrando sus dientes apretados, salió, cubriéndose la calva con la gorra, y tomó asiento en el coche.

—¡Vamos a la cuadra! —ordenó.

Y sacó la nota y la carta con el fin de leerlas, pero, para no distraerse antes de ver el caballo, cambió de opinión.

«Las voy a leer después», se dijo.

XXI

La cuadra provisional donde llevaron a su yegua el día anterior era una construcción de madera justo al lado del hipódromo.

Vronsky todavía no la había visto. En los últimos días no la sacaba él mismo a pasear, sino su entrenador, de manera que no sabía en qué estado se podía encontrar la cabalgadura.

Cuando bajó del cabriolé, el palafrenero, que reconoció el coche desde lejos, llamó al entrenador.

Entonces este apareció. Se trataba de un inglés seco, que vestía chaqueta corta y calzaba botas altas, con un mechón de pelo en el mentón. Caminaba con el paso un poco torpe de los jockeys, bastante separados los codos, y, balanceándose, le salió al encuentro.

—¿«Fru-Fru» cómo va? —preguntó Vronsky en inglés.

—All right, sir —respondió el inglés con voz profunda y gutural—. Es preferible que no pase a verla —agregó, mientras se quitaba el sombrero—. Le puse el bocado y está muy agitada. Es mejor no inquietarla.

—Voy, voy. Deseo verla.

—Entonces, vayamos —dijo el inglés, casi sin mover los labios.

Y, moviendo los codos, entró en la cuadra con caminar desgarbado.

Entraron en un patio muy pequeño que antecedía al establo. Les siguió el mozo de servicio, hombre de buena estatura, trajeado con un guardapolvo limpio y empujando una escoba.

Había cinco caballos en la cuadra en sus respectivos lugares. Vronsky sabía que allí también estaba su más temible competidor, el caballo rojo de Majotin, «Gladiador».

A Vronsky, más que su caballo, le interesaba examinar a «Gladiador», al que jamás había visto hasta ese momento. Sin embargo, la etiqueta vigente entre los aficionados a los caballos prohibía no únicamente ver a los del contrincante, sino ni siquiera preguntar por ellos.

Mientras caminaba por el pasillo, el mozo abrió la puerta del segundo compartimento que estaba la izquierda y Vronsky vio un caballo rojo muy grande y de patas blancas.

Estaba seguro de que ese era «Gladiador», sin embargo, Vronsky volvió la cabeza con el sentimiento de un caballero educado que vuelve la cara para no leer la carta abierta de un tercero, aunque le intrigue su contenido.

Después se acercó al compartimento de «Fru-Fru».

—Ahí se encuentra el caballo de Mak... Mak... ¡No logró pronunciar ese nombre! —dijo el inglés, señalando el compartimento de «Gladiador» con su pulgar de uña sucia.

—¿De Majotin? Sí; es mi más temible competidor —aseguró Vronsky.

—Yo apostaría por usted si usted lo montara —dijo el inglés.

—«Gladiador» es más fuerte y «Fru-Fru» más nerviosa —contestó Vronsky, correspondiendo con una sonrisa a ese elogio que se hacía a su destreza de jinete.

—En las carreras de obstáculos se trata de saber montar bien y de pluck —dijo el inglés. Y con esta palabra quería significar arrojo y audacia. Vronsky no solamente creía tener el suficiente, sino que estaba convencido de que ninguna persona en el mundo podía poseer más pluck que él.

—¿Usted cree que necesita mayor sudoración?

—No es preciso. Pero, por favor, no hable tan alto —respondió el inglés—. El caballo se pone intranquilo —agregó al tiempo que señalaba con la mano el compartimento cerrado frente al cual se encontraban y del que salía un ruido de cascos que estaban golpeando la pala.