Anna Karenina

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—Pero, en fin, ¿todo eso qué significa? —dijo Anna con sorpresa cómica y sincera al mismo tiempo—. Dime, ¿qué deseas?

Él guardó silencio. Se pasó la mano por los ojos y la frente. En vez de por la razón por la que se proponía advertir a su esposa de su falta a los ojos de los demás, se sentía intranquilo justamente por lo que se refería a la conciencia de ella y le daba la impresión de que se estaba estrellando contra un muro construido por él.

—Esto es lo que te quiero decir —siguió, frío e imperturbable—, y ahora te suplico que me escuches. Como tú bien sabes, pienso que los celos son un sentimiento humillante y ofensivo y nunca voy a permitir dejarme llevar por ese sentimiento. Sin embargo, hay ciertas leyes, ciertas conveniencias, que no pueden rebasarse de manera impune. Hoy, y de acuerdo con la impresión que produjiste —yo no fui el único en darse cuenta, fueron todos—, no actuaste como tenías que hacerlo.

—No entiendo absolutamente nada de lo que estás diciendo —respondió Anna, al tiempo que se encogía de hombros.

«A él no le importa», pensaba. «Pero lo que le causa inquietud es que todo el mundo se haya dado cuenta».

Y, en voz alta, agregó:

—Creo que no estás bien, Alexey Alexandrovich.

Y se puso en pie con la intención de salir de la habitación, sin embargo, él se adelantó, proponiéndose, aparentemente, detenerla.

La cara de Alexis Alexandrovich era severa y de una fealdad como ella no recordaba haberle visto jamás.

Anna se detuvo y, echando la cabeza hacia atrás, comenzó a quitarse las horquillas con mano ligera.

—Está bien, ya dirás lo que deseas —dijo serenamente, en tono sarcástico—. Te escucho incluso con mucho interés, porque quiero saber de qué se trata.

Ella misma, al hablar, se asombraba del tono calmado y natural con que brotaban las palabras de sus labios.

—No tengo ningún derecho, e incluso creo que es inútil y perjudicial el entrar en detalles sobre tus sentimientos —empezó él—. Removiendo en el fondo del alma, a veces sacamos a flote lo que pudiera muy bien haber seguido allí. Lo que sientes es asunto de tu conciencia; pero tengo el deber de indicarte tus obligaciones ante ti, ante mí y ante Dios. Nuestras existencias están unidas por Dios, no por los hombres. Y este nexo únicamente puede ser roto mediante un crimen, y un crimen de esa naturaleza siempre lleva el castigo a su lado.

—¡Pero es que no entiendo nada! ¡Y con el sueño que tengo ahora, Dios mío! —dijo Anna, hablando muy rápidamente, al tiempo que buscaba con la mano las horquillas que todavía quedaban entre sus cabellos.

—Anna, por Dios, no hables de esa manera —dijo él, suavemente—. Quizá me equivoque, pero créeme que lo que estoy diciendo ahora lo digo tanto por tu bien como por el mío: soy tu esposo y te amo.

Ella bajó la cabeza por un momento y el destello irónico de sus ojos se apagó.

Sin embargo, la frase «te amo» la irritó nuevamente.

«¿Me ama?», se dijo. «¿Es capaz de amar acaso? Si no hubiera escuchado decir que el amor existe, nunca habría usado esa palabra, porque ni siquiera sabe qué es eso».

—La verdad es que no te entiendo, Alexey Alexandrovich —le dijo Anna en voz alta—. ¿Me quieres decir con claridad lo que encuentras de...?

—Disculpa; déjame terminar. Te amo, sí; pero no hablo de mí. En este asunto los personajes principales son ahora tú misma y nuestro hijo... Tal vez, lo repito, mis palabras te parecerán inútiles o inoportunas; tal vez se deban a un error mío. En ese caso, te suplico que me disculpes. Sin embargo, si tú reconoces que tienen alguna base, te ruego que pienses en ello y me digas lo que tu corazón te dicte...

Sin notarlo, hablaba a su esposa en un sentido totalmente diferente del que se había propuesto.

—Yo no tengo nada que decirte. Y además —dijo ella, rápidamente, reprimiendo difícilmente una sonrisa—, creo que ya es hora de irse a dormir.

Él suspiró y sin decir nada más caminó hacia su alcoba.

Cuando Anna entró, su esposo ya estaba acostado. Sus ojos no la miraban y tenía apretada la boca. Ella se acostó esperando a cada momento que él le dijera algo más todavía. Lo temía y lo deseaba al mismo tiempo. Pero su esposo guardaba silencio. Ella se quedó inmóvil largo rato y después ya no se acordó de él. Ahora veía frente a ella a otro hombre y, cuando pensaba en él, su corazón se llenaba de emoción y de culpable felicidad.

De repente escuchó un suave ronquido nasal, tranquilo y rítmico. Al comienzo pareció como si el mismo Alexey Alexandrovich se asustase de su ronquido y se detuvo. Ambos contuvieron la respiración. Casi sin ruido, él respiró dos veces, para dejar escuchar de nuevo el ronquido calmado y rítmico de antes.

«Por supuesto», pensó Anna sonriendo. «Ya es muy tarde...».

Se quedó inmóvil durante un largo rato, con los ojos bastante abiertos, cuyo resplandor le parecía ver en la oscuridad.

X

Desde aquel momento, una vida nueva comenzó para Alexey Alexandrovich y su esposa.

No es que sucediera nada extraordinario. Como siempre, Anna frecuentaba el gran mundo, visitando mucho a la princesa Betsy y encontrándose en todos lados con Vronsky.

El marido de Anna se daba cuenta de ello, pero nada podía hacer. A todos sus intentos de provocar una explicación entre ambos, Anna oponía, como una pared impenetrable, una extrañeza alegre.

Todo seguía igual exteriormente, pero las relaciones íntimas entre marido y mujer experimentaron un cambio radical. Él, tan enérgico en las cuestiones del Estado, en este caso se sentía impotente. Esperaba, igual que un buey que hunde con docilidad la cabeza, el golpe del hacha que adivinaba suspendida sobre él.

Se decía, cada vez que pensaba en ello, que cabía probar, una vez más, que todavía tenía la esperanza de salvar a su esposa con persuasión, bondad y dulzura, haciéndole entender la realidad, y se preparaba cada día para hablar con ella, pero al ir a comenzar sentía que ese espíritu de engaño y de mal que poseía a Anna también se apoderaba de él, y entonces le hablaba no de lo que deseaba decirle ni de lo que debía hacerse, sino con su tono acostumbrado, con el que daba la impresión de que se burlaba de su interlocutor. Y en este tono no era posible decirle lo que quería.

XI

Desde un año a esa parte, aquello que constituía el único anhelo de la vida de Vronsky, su felicidad, ilusión dorada, su deseo considerado peligroso e imposible —y debido a ello mucho más atrayente—, ese deseo, fue satisfecho en este instante.

Pálido, con la mandíbula inferior temblorosa, Vronsky estaba de pie ante Anna y le suplicaba que se tranquilizase, sin que él mismo pudiera decir cómo ni de qué manera.

—¡Por Dios, Anna! —exclamaba con voz trémula.

Sin embargo, cuanto más levantaba Vronsky la voz, más reclinaba Anna la cabeza, antes tan alegre y orgullosa y ahora llena de vergüenza, y resbalaba del diván donde se encontraba sentada, deslizándose hasta el suelo, a los pies de él y, si Vronsky no la hubiese sostenido, habría caído en la alfombra.

—¡Discúlpame, discúlpame! —decía Anna, llorando, y oprimiendo contra su pecho la mano de él.

Se sentía tan criminal y culpable que ya no le quedaba más que humillarse ante él y pedirle disculpas y llorar.

Ya solamente lo tenía a él en la vida, y debido a eso era a él a quien se dirigía para que la disculpase. Cuando le miraba sentía su humillación de una forma física y no hallaba fuerzas para pronunciar ninguna palabra.

Él, contemplándola, sentía lo que puede sentir un asesino al contemplar el cuerpo inerte de su víctima. Ese cuerpo, al que le quitó la vida, era su amor, el amor desde el primer momento en que se conocieron.

Había algo de repulsivo y terrible en recordar el precio de vergüenza que pagaron por esos instantes. A Anna la oprimía la vergüenza de su desnudez moral y se contagiaba a Vronsky. Sin embargo, en todo caso, por mucho que sea el espanto del asesino ante el cuerpo sin vida de su víctima, lo más urgente es cortarlo en pedazos, esconderlo y sacar provecho del beneficio que el crimen pueda reportar.

Del mismo modo que el homicida se lanza sobre su víctima, la arrastra, la destroza ferozmente, se podría decir casi con pasión, también de esa manera Vronsky cubría de besos la cara y los hombros de Anna. Ella no se movía y apretaba la mano de él entre las suyas. Esos besos eran el pago de la vergüenza. Y esa mano, que sería suya siempre, era la mano de su cómplice...

Ella levantó aquella mano y le dio un beso. Él, poniéndose de rodillas, trató de mirarla a la cara, pero ella la ocultaba y permanecía callada. Finalmente, haciendo un gran esfuerzo, luchando consigo misma, se puso en pie y le apartó con suavidad. Su cara era tan hermosa como siempre y, por ello, inspiraba todavía más piedad...

—Para mí todo terminó —dijo Anna—. Solamente me quedas sino tú. No lo olvides.

—No puedo olvidar lo que es mi vida. Por un momento de esta dicha...

—¿Pero de qué dicha hablas? —contestó ella, con tal repulsión y espanto que hasta él sintió que se le transmitía—. Por Dios, no digas ni una palabra más, ni una palabra...

Se puso en pie con rapidez y se apartó de él.

—¡No digas ni una palabra más! —dijo nuevamente.

Y se despidió de Vronsky con una expresión desesperada y fría, que hacía su rostro incomprensible para él.

Anna tenía la impresión de que en ese instante era imposible para ella expresar con palabras sus sentimientos de vergüenza, de espanto y de alegría ante la nueva vida que iniciaba. Y, por lo tanto, no quería hablar de ello, no quería disminuir ese sentimiento usando palabras vanas y superficiales. Sin embargo después, pasados dos o tres días, no únicamente no encontró palabras con que expresar lo complicado de sus sentimientos, sino que ni siquiera hallaba pensamientos con que poder reflexionar sobre lo que estaba sucediendo en su corazón.

 

Se decía:

«No, en este momento no puedo pensar en esto. Lo voy a dejar para después, cuando esté más calmada».

Pero ese instante de calma que le había de permitir reflexionar nunca llegaba.

El horror se apoderaba de Anna cada vez que pensaba en lo que había hecho, en lo que iba a ser de ella y en lo que tenía que hacer, y trataba de alejar esas ideas de su mente.

«Más tarde, más tarde», se repetía. «Cuando esté más calmada».

Pero su situación aparecía ante ella, en toda su espantosa desnudez, en sueños, cuando ya no era dueña de sus ideas. Casi todas las noches soñaba que los dos eran sus esposos y que ambos le prodigaban sus caricias. Alexey Alexandrovich besaba sus manos, sollozaba y decía:

—¡Qué dichosos somos ahora!

Asimismo, Alexey Vronsky estaba presente y también era su esposo. Y Anna se sorprendía de que fuese un hecho lo que anteriormente parecía imposible y decía, riendo, que eso era muy fácil y que de esa manera todos se sentían felices y contentos.

Sin embargo, este sueño la oprimía como una pesadilla y siempre despertaba aterrada.

XII

Levin, en los días iniciales después de su vuelta de Moscú, se estremecía y se sonrojaba cada vez que le venía a la memoria la vergüenza de no haber sido aceptado por Kitty, y pensaba:

«También me estremecí y me ruboricé y me sentí perdido cuando me suspendieron en Física, y también cuando eché a perder ese asunto que me confiara mi hermana... ¿Y qué? Después pasaron los años y al recordar aquellas cosas, me sorprende pensar que me irritaran tanto. Con lo de ahora va a ocurrir lo mismo: los años pasarán y después todo eso me va a producir únicamente indiferencia».

Sin embargo, transcurridos tres meses, lejos de ser indiferente a ese sufrimiento, le entristecía tanto como el primer día.

No se podía tranquilizar, debido a que hacía bastante tiempo que se ilusionaba pensando en el matrimonio y considerándose en condiciones para formar una familia. ¡Y no obstante todavía no estaba casado y el matrimonio le parecía más distante que nunca!

Levin consideraba, y con él todos los que tenía a su alrededor, que era ilógico que un joven de su edad estuviese viviendo solo. Recordaba que, poco antes de irse a Moscú, dijo a su vaquero Nicolás, hombre ingenuo con el que le gustaba conversar:

—Nicolás, ¿sabes que me quiero casar?

Y Nicolás le respondió rápidamente, como sobre un tema que no admitiera discusión:

—Muy bien, ya es hora, Constantino Dmitrievich.

Sin embargo, el matrimonio estaba más lejos que nunca. Ya estaba ocupado el puesto que soñara ocupar al lado de su futura esposa y, cuando con la mente ponía en el lugar de Kitty a una de las muchachas que conocía, entendía que no era posible reemplazarla en su corazón.

Además, le llenaban de vergüenza el recuerdo de la negativa y del papel que hiciera en aquel momento. Por mucho que se repitiese que él no era el culpable, este recuerdo, junto a otros parecidos, que también le avergonzaban, le hacían estremecer y sonrojarse.

Igual que todos los hombres, tenía hechos en su pasado que aceptaba que eran vergonzosos y de los cuales le podía acusar su conciencia. Sin embargo, los recuerdos de sus actos reprochables le martirizaban mucho menos que estos recuerdos sin importancia, pero abochornantes. Estas heridas nunca se curan.

Al mismo tiempo que en estos recuerdos, siempre pensaba en el rechazo de Kitty y en la situación lamentable en que todos los presentes en aquella velada debieron verle.

Sin embargo, el trabajo y el tiempo hacían su obra y los recuerdos se iban borrando, eliminados por los sucesos, invisibles para él, pero muy significativos de la vida del pueblo.

De manera que, a medida que transcurrían los días, recordaba menos a Kitty. Esperaba impacientemente la noticia de que esta hubiese contraído matrimonio o se fuese a casar en breve, teniendo confianza en que, igual que la extracción de una muela, le iba a curar el mismo dolor de la noticia.

Mientras tanto llegó la primavera. Una primavera bella, definitiva, sin adelantos ni retrocesos, una de esas pocas primaveras que alegran al mismo tiempo a las plantas, a los seres humanos y a los animales.

Esa magnífica primavera le dio ánimos a Levin, fortaleciéndole en su intención de prescindir de todo lo pasado y organizar su vida de hombre solitario de una manera firme e independiente.

Aunque muchos de los proyectos con que había vuelto al pueblo aun no se habían realizado, uno de ellos —la vida pura— lo había logrado. No experimentaba la vergüenza que frecuentemente se siente después de la caída y así podía mirar a las personas a la cara sin sonrojarse.

Recibió en febrero una carta de María Nikoláievna comunicándole que empeoraba la salud de su hermano Nicolás, pero que él no se quería curar. Cuando recibió la misiva, Levin se fue a Moscú para ver a Nicolás y tratar de convencerle de que consultara a un doctor y fuera a realizar una cura de aguas fuera del país. Levin quedó muy complacido de sí mismo, porque convenció a Nicolás y hasta supo entregarle el dinero para el viaje sin que se molestara.

Aparte de la administración de las propiedades, lo que demanda mucho tiempo en primavera, y aparte de la lectura, todavía le quedó tiempo para comenzar a escribir en invierno un libro sobre economía rural.

La base del libro consistía en asegurar que el obrero, en la economía agraria, tenía que ser considerado como un valor absoluto, como el clima y la tierra, de manera que los principios de la economía rural se debían deducir no únicamente de los factores de terreno y clima, sino también, de cierta forma, del temperamento del obrero.

De manera que, a pesar de su soledad, o tal vez como resultado de ella, la vida de Levin estaba sumamente ocupada.

Rara vez sentía la necesidad de comunicar las ideas que colmaban su mente a otra persona que no fuera Agafia Mijailovna, con quien tenía frecuentes oportunidades de hablar de física, economía agraria y, sobre todo, de filosofía, debido a que la filosofía era la materia preferida de la mujer.

La primavera tardó mucho en llegar. El tiempo, durante las últimas semanas de Cuaresma, era frío y tranquilo. Los rayos solares, por el día, provocaban el deshielo, pero el frío por las noches alcanzaba los siete grados bajo cero. La tierra estaba tan helada que los coches podían andar sin seguir los senderos. Los días de Pascua hubo nieve. Sin embargo, el segundo de la semana pascual sopló un aire cálido, el cielo se encapotó y cayó una lluvia tibia y rumorosa durante tres días y tres noches.

El viento se calmó el jueves y una niebla densa y gris sobrevino, como para esconder el enigma de los cambios que se producen en la naturaleza.

Las aguas se deslizaron al amparo de la niebla, los hielos crujieron y se quebraron, los arroyos turbios y cubiertos de espuma aumentaron la velocidad de su curso, y ya en la Krasnoye Gorka, la niebla se disipó por la tarde, las enormes nubes se deshicieron en nubecillas en forma de blancos vellones, se aclaró el tiempo y la verdadera primavera llegó.

Cuando salió el sol matinal, rápidamente fundió el hielo que estaba flotando sobre las aguas y el aire tibio se impregnó con los vapores de la vivificada tierra. La hierba vieja reverdeció y la joven brotó en pequeñas lenguas; los capullos del viburno y de la grosella se hincharon y los álamos blancos florecieron, mientras que encima de las ramas llenas de sol, nubes doradas de alegres abejas volaban zumbando, dichosas al verse libres de su invernal prisión.

Invisibles alondras, vocingleras, cantaron sobre el verdor aterciopelado de los campos y sobre los rastrojos todavía helados; los frailecitos alborotaban en los cañaverales de las orillas bajas, aun inundadas de aguas turbias. Y, muy alto, las grullas y los patos silvestres volaban, lanzando alegres gritos.

El ganado menor, con manchas de pelo aun no mudado, mugía en los prados. Corderitos patizambos jugueteaban junto a sus madres, ya perdidos los vellones de su lana, y ágiles niños corrían por los caminos húmedos, dejando las huellas de sus pies descalzos en ellos.

Se escuchaba en las albercas el rumor de las voces de las mujeres, muy ocupadas en el lavado de su colada, al tiempo que en los patios sonaba el golpe de las hachas de los campesinos, que reparaban sus arados y sus aperos.

La verdadera primavera había llegado.

XIII

Levin no se puso la pelliza, era la primera vez que no lo hacía, sino una poddiovka de paño, y se calzó las botas altas.

Después salió con el fin de inspeccionar su propiedad, pisando ora el barro pegajoso, ora finas capas de hielo, al seguir las márgenes de los arroyos que, bajo los rayos del sol, resplandecían.

La primavera es el tiempo de los propósitos y los proyectos. Cuando salió del patio, Levin, como un árbol en primavera que todavía no sabe cómo y hacia dónde van a crecer los brotes cautivos en sus capullos y sus jóvenes tallos, aun ignoraba lo que comenzaría ahora en su querida propiedad, pero se sentía colmado de bellos y grandes propósitos.

Lo primero que hizo fue ir a ver el ganado.

Hicieron que las vacas, de pelaje reluciente y que mugían queriendo ir al prado, salieran al cercado. Después de examinar las vacas, que conocía en sus mínimos detalles, Levin dio la orden de que les permitiesen salir al prado y que pasasen a los terneros al cercado.

Alegremente, el pastor corrió a prepararse para salir tras los mugientes becerros, locos de exaltación por la atmósfera primaveral, las vaqueras corrían, empuñando sus varas, con el fin de hacerles entrar en el cercado, pisando presurosas el barro con sus pies blancos aun no quemados por el sol.

Una vez examinadas las crías de ese año (los terneros lechales eran enormes como las vacas de los campesinos, y la becerra de la “Pava”, mayor todavía), Levin ordenó que sacaran las gamellas y se colocara heno en la parte de atrás de las empalizadas portátiles que les eran útiles como encierro.

Sin embargo, ocurrió que las empalizadas, que no se habían utilizado en el invierno, estaban rotas. Levin ordenó que llamaran al carpintero que había sido contratado para construir la trilladora mecánica, pero resultó que este se encontraba arreglando los rastrillos que ya tenía que dejar listos para Carnaval.

Levin se disgustó. Le irritaba no poder salir de esa permanente desorganización del trabajo, contra la cual luchaba con todas sus fuerzas desde hacía años.

De acuerdo a lo informado, las empalizadas, al no ser usadas en el invierno, fueron llevadas a la cuadra y, por ser empalizadas ligeras, hechas para los becerros, se echaron a perder. Para colmo de males, los aperos y rastrillos, que ordenó que reparasen antes de acabar el invierno, y para lo cual fueron contratados tres carpinteros, todavía no estaban arreglados, y los rastrillos apenas los estaban reparando ahora, cuando ya era hora de iniciar los trabajos.

Levin mandó a buscar al encargado, pero no pudo esperar, y de inmediato salió también él a buscarlo.

Radiante como todo en ese día, vestido con una zamarra de piel de cordero, el encargado volvía de la era rompiendo entre las manos una brizna de hierba.

—¿Me puede explicar por qué el carpintero no está arreglando la trilladora?

—Quería decirle ayer al señor que era necesario arreglar los rastrillos, que ya es momento de labrar.

—¿Por qué no los arreglaron durante el invierno?

—¿Y el señor para qué quería traer en aquel momento un carpintero?

—¿Y qué me dice de las empalizadas del corral de los terneros?

—Ordené que las llevaran a su lugar. ¡Uno no sabe qué hacer con estas personas! —dijo el encargado, mientras gesticulaba.

—¡Con este encargado es con quien no se sabe qué hacer y no con estas personas! —dijo Levin, disgustado. Y gritó—: ¿Entonces para qué le tengo a usted?

Sin embargo, recordando que con eso no solucionaba el problema, se interrumpió, y solo suspiró.

—¿Qué? ¿Ya podemos sembrar? —preguntó después de un breve silencio.

—Podremos sembrar, mañana o pasado, detrás de Turkino.

—¿Y qué pasó con el trébol?

—Envié a Basilio con Michka, pero no sé si van a poder, porque la tierra aun está muy blanda.

 

—¿Usted cuántas deciatinas15 de trébol mandó sembrar?

—Seis.

—¿Y por qué no todas?

Le irritaba todavía más el saber que sembraron seis deciatinas y no veinte. Levin, por teoría y por su propia experiencia, sabía que la siembra de trébol únicamente daba buenos resultados cuando se sembraba rápidamente, casi con nieve. Y jamás logró que se hiciese de esa manera.

—¿Qué quiere que hagamos? No tenemos gente. Hoy no han venido al trabajo tres de los jornaleros. Ahora Semen...

—Tendría que hacerles dejar la paja.

—Ya lo hice.

—¿Entonces dónde están los hombres?

—Cinco de ellos se encuentran preparando el estiércol; cuatro están aventando la avena para que no se eche a perder, Constantino Dmitrievich.

Levin comprendió que esas palabras significaban que ya se había estropeado la avena inglesa preparada para la siembra por no hacer lo que él ordenó.

—Por la Cuaresma ya le dije que aventase la avena —exclamó Levin.

—Todo se va a hacer a su tiempo. No se preocupe.

Levin hizo un gesto de molestia y caminó hacia los cobertizos con el fin de examinar la avena antes de volver a las cuadras.

La avena todavía no estaba estropeada. En lugar de vaciarla directamente en el granero de abajo, los jornaleros la cogían con pala. Levin ordenó hacerlo de esa manera y eligió dos hombres para encargarles la siembra del trébol, con lo que se calmó, en parte, su disgusto contra el encargado.

Además, era imposible enfadarse en un día tan bonito.

—Ignacio —le dijo al cochero, que lavaba la carretela al lado del pozo, con los brazos arremangados—: ensilla un caballo.

—¿Dígame cuál, señor?

—A «Kolpik».

—Muy Bien, señor.

Levin, mientras ensillaban, llamó al encargado, que estaba rondando por allí, y, con el fin de hacer las paces, le habló de sus proyectos y de los trabajos que se tenían que llevar a cabo en el campo.

Pronto habría que acarrear el estiércol para que quedase terminado antes de la primera siega. Se tenía que labrar constantemente el campo más alejado para que se mantuviera en buen estado. La siega se debía realizar a medias con los jornaleros y con la ayuda de ellos.

El encargado escuchaba con mucha atención y se le veía hacer esfuerzos para aprobar las órdenes del dueño. Sin embargo, mantenía la apariencia de abatimiento y angustia, tan conocida por Levin y que tanto le disgustaba, con la que parecía querer expresar: “Todo está perfecto; pero al final vamos a hacer las cosas como Dios quiera”.

A Levin nada molestaba tanto como esa actitud, pero todos los encargados que había tenido habían hecho lo mismo; todos actuaban de la misma forma con respecto a sus proyectos. Debido a eso ya Levin no se enfadaba, sino que se sentía totalmente impotente para pelear contra esa fuerza que se diría primitiva del “como Dios quiera” que siempre terminaba por imponerse a sus planes.

—Vamos a ver si se puede hacer, Constantino Dmitrievich —dijo el encargado.

—¿Y por qué razón no se podría hacer?

—Tendríamos que emplear quince jornaleros más, y no van a venir. Vinieron hoy, pero están pidiendo setenta rublos en el verano.

Levin guardó silencio. Allí, ante él, estaba nuevamente esa fuerza. Él ya sabía que, por mucho que hiciera, jamás conseguía encontrar más de treinta y ocho a cuarenta jornaleros con salario normal. Los conseguía hasta cuarenta, pero jamás pudo tener más. De todas formas, no podía dejar de luchar.

—Si no vienen, mande a buscar obreros a Chefirovska y a Sura. Tenemos que buscar.

—Como mandar, mandaré —dijo Basilio Fedorich con tristeza—. Pero los caballos están muy debilitados otra vez.

—Entonces, compraremos caballos. Ya sé —agregó Levin, riendo— que ustedes todo lo hacen mal y con lentitud, pero este año no voy a dejar que lo hagan a su gusto. Yo mismo lo voy a hacer.

—No sé cómo lo va a hacer, porque ahora ya casi ni duerme. Para nosotros es preferible trabajar bajo el ojo del amo.

—Usted dijo que detrás de Beresovy Dol están sembrando el trébol; iré a ver cómo lo hacen —dijo Levin.

Y montó en el caballo bayo “Kolpik”, que le trajo el cochero.

—¡Usted no va a poder cruzar el arroyo! —le gritó este.

—En ese caso, iré por el bosque.

Y al veloz paso del caballo, agotado de la larga inmovilidad y de que relinchaba cuando pasaba sobre los charcos, impaciente por galopar, salió del patio lleno de barro y se encontró en pleno campo.

Si entre el ganado, en el corral, se sentía alegre, ahora en el campo se sintió más contento todavía.

Cuando pasó por el bosque, meciéndose con suavidad al trote de su caballo, sobre la blanda nieve cubierta de huellas que se veía todavía aquí y allá, respiraba la fragancia tibia y fresca a la vez de la nieve y la tierra; y le alegraba la vista de cada árbol con el musgo nuevo que cubría la corteza y los botones a punto de abrirse. Ante él se abrió, al salir del bosque, la amplia extensión del campo lleno de un suave y aterciopelado verdor, sin pantanos ni calveros, únicamente con restos de nieve en fusión en algunos lugares.

Ni siquiera se enfadó cuando vio la yegua de un aldeano que, con su potro, estaba pastando en sus campos, limitándose a mandar a un trabajador que hiciera que salieran de allí, ni tampoco con la irónica y estúpida respuesta del campesino Ipat, al que halló por el camino, y que al preguntarle: «¿Qué, Ipat? ¿Vamos a sembrar pronto?», le respondió: «Hay que labrar antes, Constantino Dmitrievich».

Levin, cuanto más se alejaba, más contento se sentía y sus proyectos de mejora de la propiedad se le aparecían a cuál de ellos mejor: dividir el terreno en seis partes cubiertas de estiércol y tres de hierba; plantar estacas en todos los campos, mirando al sur, de manera que no se pudiera amontonar la nieve; construir un corral en la parte más distante de las tierras; hacer cercas portátiles para el ganado y cavar un depósito para el abono. Habría con ello trescientas deciatinas de trigo candeal, cien de patatas, ciento cincuenta de trébol, sin tener que cansar la tierra.

Lleno de estas ilusiones, Levin, cabalgando con mucho cuidado su caballo por los deslindes para no pisar las plantas, se aproximó a los jornaleros que estaban sembrando el trébol.

En el prado no estaba el carro con la simiente, sino en la tierra labrada, y las ruedas y las patas del caballo aplastaban y removían el trigo invernal. Los jornaleros estaban sentados en la linde, posiblemente todos fumando una misma pipa. La tierra del carro, con la que se mezclaban las semillas, no estaba completamente desmenuzada, y se había transformado en una masa de terrones fríos y duros.

El jornalero Basilio, viendo al amo, se dirigió al carro y Michka comenzó a sembrar. Eso le produjo muy mal efecto, pero Levin se disgustaba pocas veces con los jornaleros.

Levin, cuando Basilio se acercó, le dio la orden de que sacase el caballo del sembrado.

—Señor, no está haciendo ningún daño. La semilla va a brotar igualmente —dijo Basilio.

—Hazme el favor de no responder y haz caso a lo que te digo —dijo Levin.

—Muy bien, señor —respondió Basilio, al tiempo que sujetaba el caballo por la cabeza—. ¡Tenemos una siembra de primera! —dijo, adulador—. Sin embargo, no se puede caminar por el campo. Parece que uno lleva en cada pie un pud de tierra.

—¿Por qué la tierra no está cribada? —preguntó Levin.

—Sí lo está, lo estamos haciendo sin la criba —respondió Basilio—. Cogemos las semillas y, con las manos, deshacemos la tierra.

Basilio no era el culpable de que le dieran la tierra sin cribar, pero el hecho enfurecía a Levin.

Levin puso en práctica en esta ocasión un procedimiento que ya había usado más de una vez con eficacia, con el objeto de ahogar en él todo enfado y transformar lo ingrato en agradable.

Observando a Michka, que avanzaba arrastrando grandes masas de barro en cada pie, se bajó, cogió de manos de Basilio la sembradora y se preparó para sembrar.