Anna Karenina

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—¿Desea que se los muestre? ¡Pero usted no entiende nada de esas cosas!

—Sí, muéstremelos. Aprendí con esos... ¿cómo les dicen?... esos banqueros que tienen tan bellos grabados. Me enseñaron a apreciarlos.

—¿Usted estuvo en casa de los Chuzburg? —preguntó Betsy, desde su lugar al lado del samovar.

—Estuve, querida. A mi esposo y a mí nos invitaron a comer. Según me han dicho, únicamente la salsa de esa comida les costó mil rublos —comentó la Miágkaya en voz alta—. Y por cierto que la salsa —un líquido verdusco— no valía absolutamente nada. A mi vez, yo les tuve que invitar, hice una salsa que me costó ochenta y cinco kopeks, y todos tan felices. ¡Es que yo no puedo aderezar salsas de mil rublos!

—¡Ella es única en su estilo! —exclamó Betsy, hablando de la princesa Miágkaya.

—Sí, no tiene comparación —convino alguien.

El gran efecto que producían inevitablemente las palabras de la princesa Miágkaya consistía en que lo que comentaba, a pesar de que no siempre era muy oportuno, como en este momento, siempre eran cosas simples y llenas de sentido.

Sus palabras, en el círculo en que se movía, provocaban el efecto del chiste más ingenioso. La princesa Miágkaya no podía entender el motivo de ello, sin embargo, conocía el efecto y le sacaba provecho.

Con el fin de escucharla, cesó la charla en el grupo de la esposa del embajador. Betsy quiso aprovechar la oportunidad para unir los dos grupos en uno y habló con la embajadora.

—¿Usted no toma el té, por fin? Porque en este caso se podría sentar con nosotros.

—No. Aquí estamos muy bien —contestó la mujer del diplomático con una sonrisa.

Y la conversación iniciada continuó.

Era una charla bastante agradable. Criticaban a los esposos Karenin.

—Desde su viaje a Moscú, Anna ha cambiado bastante. En ella hay algo raro —decía su amiga.

—El cambio fundamental consiste en que trajo en sus talones, como una sombra, a Alexis Vronsky —dijo la esposa del embajador—. En eso no hay nada de malo. De acuerdo con una narración de Grimm, cuando un hombre no tiene sombra es que se la quitaron en castigo de alguna culpa. Jamás he podido entender en qué consiste ese castigo. Pero debe ser muy agradable para una mujer vivir sin sombra.

—Generalmente, las mujeres con sombra terminan muy mal —respondió una amiga de Anna.

—Guarde usted silencio —dijo repentinamente la princesa Miágkaya cuando escuchó hablar de Anna—. Anna Karenina es una buena amiga y una excelente mujer. Su esposo no me gusta, pero a ella la quiero muchísimo.

—¿Y por qué a su esposo no? Es un caballero notable —dijo la esposa del embajador— Según mi marido, en Europa existen pocos estadistas que tengan tanta capacidad como él.

—Igual dice el mío, pero yo no lo creo —contestó la princesa Miágkaya—. Si nuestros esposos no hubiesen hablado, nosotros habríamos visto a Alexey Alexandrovich como es realmente. Y yo opino que solo es un tonto. Sí, lo digo en voz baja; pero, ¿no es cierto que, considerándole de esa manera, ya todo nos parece muy claro? Anteriormente, cuando me obligaban a considerarle como un hombre inteligente, por más que hacía, no lo veía de esa manera, y, no encontrando por ningún lado su inteligencia, acababa por aceptar que la boba debía ser yo. Sin embargo, en cuanto me dije: es un bobo —y lo digo en voz baja—, para mí todo se hizo más claro. ¿No es así?

—¡Usted hoy está muy cruel!

—Para nada. Pero no hay otra solución. Somos tontos uno de los dos, o él o yo. Y ya se sabe que eso una no se lo puede decir a sí misma.

—Ninguna persona está conforme con lo que tiene y, sin embargo, todas están satisfechas de su inteligencia —dijo el embajador recordando un verso francés.

—Sí, sí, eso es —dijo la princesa Miágkaya, precipitadamente—. Pero lo que verdaderamente importa es que no les entrego a Anna para que la despellejen. ¡Es tan agradable, tan simpática! ¿Qué puede hacer si todos los hombres se enamoran de ella y van tras ella como unas sombras?

—Mi propósito no era atacarla —se defendió la amiga de Anna.

—Si usted no tiene sombras que la sigan, eso no le da ningún derecho a criticar a los otros.

Y la princesa Miágkaya se puso en pie, después de esta lección a la amiga de Anna, y se dirigió al grupo cercano a la mesa donde se encontraba la esposa del embajador.

Allí la conversación giraba en ese instante alrededor del rey de Prusia.

—¿A quién criticaban? —preguntó la anfitriona.

—A los esposos Karenin. La Princesa hizo una definición de Alexey Alexandrovich bastante característica —dijo la embajadora sonriendo.

Y tomó asiento.

—Lamento mucho no haberles escuchado —contestó, Betsy mirando a la puerta—. ¡Vaya: finalmente ha venido usted! —dijo hablando con Vronsky, que llegaba en ese instante.

Vronsky no únicamente conocía a todos los invitados, sino que incluso los veía diariamente. Debido a eso entró con total naturalidad, como cuando se llega a un lugar donde hay gente de la cual uno se ha despedido hace un momento.

—¿Qué de dónde vengo ahora? —respondió a la pregunta de la embajadora—. ¡Qué puedo hacer! No hay otro remedio que confesar que estoy llegando de la ópera bufa. He estado allí cien veces y siempre vuelvo complacido. Es una auténtica maravilla. Sí, ya sé que es una vergüenza, pero en la ópera me quedo dormido y en la ópera bufa estoy muy a gusto hasta el último instante... Hoy...

Nombró a la artista francesa e iba a decir algo referente a ella, sin embargo, la esposa del embajador le interrumpió con cómico espanto.

—¡No nos cuente horrores, por Dios!

—Muy bien; no digo nada, tanto más cuanto que todo el mundo sabe quién es.

Y la princesa Miágkaya aseguró:

—Y todo el mundo hubiera ido allí si fuese algo tan aceptado como asistir a la ópera.

VII

Cerca de la puerta de entrada se escucharon unos pasos. Betsy miró a Vronsky, porque reconoció a Anna Karenina. Él dirigió la mirada a la puerta y en su cara se dibujó una expresión nueva, rara. Miró fijamente, con timidez y alegría, a la que estaba entrando. Después se puso en pie lentamente.

Como siempre, Anna entró en el salón muy erguida y, sin mirar a los lados, con el paso ligero, firme y veloz que la diferenciaba de las demás mujeres del gran mundo, recorrió el trayecto que la separaba de la anfitriona.

Así, estrechó la mano a Betsy, esbozó una sonrisa y, cuando lo hizo, volvió la cabeza hacia Vronsky, quien le ofreció una silla y la saludó en voz muy baja.

Anna respondió con una simple inclinación de cabeza, arrugando el entrecejo y sonrojándose. Posteriormente, saludando con la cabeza a los conocidos y estrechando las manos que se le tendían, se dirigió a Betsy.

—Estaba en casa de la condesa Lidia. Tenía la intención de venir más temprano, sin embargo, me quedé allí más tiempo del previsto. Allí se encontraba sir John. Es un caballero encantador...

—¡Ah, sí, el misionero!

—Relataba cosas muy interesantes sobre la vida de los indios pieles rojas.

Interrumpida por la llegada de Anna, la charla renacía nuevamente como la llama al soplo del aire.

—¡Sir John! Sí, claro, sir John. Le conozco. Se expresa muy bien. La Vlasievna está muy enamorada de él.

—¿Es verdad que la Vlasievna joven va a contraer matrimonio con Topar?

—Sí. Comentan que ya es algo decidido.

—Me parece muy raro por parte de sus padres, pues según muchas personas es un casamiento por amor.

—¿Dice por amor? ¡Usted tiene ideas prehistóricas! ¿Quién se casa actualmente por amor? —dijo la esposa del embajador.

—¿Qué le vamos a hacer? Esta arcaica costumbre, por tonta que sea, todavía sigue de moda —respondió Vronsky.

—Tanto peor para quienes la siguen... Los de conveniencia son los únicos matrimonios felices que yo conozco.

—Es verdad; pero la felicidad de los matrimonios de conveniencia en muchas ocasiones queda esparcida como el polvo, precisamente porque aparece esta pasión en la cual jamás creyeron —contestó Vronsky.

—Bueno, nosotros les llamamos matrimonios de conveniencia a esos que se celebran cuando la mujer y el esposo ya están cansados de la vida. Es igual que la escarlatina, que todo el mundo debe pasar por ella.

—Hay que aprender entonces a realizarse una inoculación artificial de amor, algo parecido a una vacuna...

—Yo estuve enamorada del sacristán cuando era una muchacha —comentó la princesa Miágkaya—. No sé si eso me serviría para algo.

—Muy bien, bromas aparte, pienso que, si se quiere conocer bien el amor, hay que cometer errores primero y después corregir el error —afirmó la princesa Betsy.

—¿Incluso después del casamiento? —preguntó, con un ligero tono burlón, la mujer del embajador.

—Jamás es demasiado tarde para arrepentirse —dijo el diplomático evocando el proverbio inglés.

—Justamente —aseguró Betsy— es de esa manera como hay que errar para corregir el error. ¿Y usted qué opina de eso? —preguntó a Anna, que con leve pero tranquila sonrisa escuchaba la charla.

—Yo opino —respondió Anna, mientras jugaba con uno de sus guantes que se quitó—, yo pienso que hay tantos tipos de amor como corazones y tantos cerebros como cabezas.

Esperando sus palabras con el pecho oprimido, Vronsky miraba a Anna. Después que ella habló, respiró, como si hubiese pasado un enorme peligro.

Repentinamente, Anna se dirigió a él:

—Recibí carta de Moscú. Me cuentan que Kitty Scherbazky está muy enferma.

—¿Será posible? —murmuró Vronsky frunciendo el ceño.

Anna le miró gravemente.

 

—¿Acaso no le interesa la noticia?

—Por el contrario, me interesa mucho. ¿Puedo saber en concreto lo que dicen? —preguntó Vronsky.

Poniéndose en pie, Anna se aproximó a Betsy.

—Por favor, deme una taza de té —dijo, parándose detrás de su silla.

Vronsky se acercó a Anna, mientras Betsy servía el té.

—¿Entonces qué dicen? —preguntó nuevamente.

—Yo pienso que los hombres no tienen idea de lo que es nobleza, a pesar de que siempre están hablando de ello —dijo Anna sin responderle—. Le quería decir esto desde hace tiempo —agregó.

Y, caminando unos pasos, tomó asiento ante una mesa llena de álbumes que estaba en un rincón.

—No entiendo muy bien lo que quieren decir sus palabras —dijo Vronsky, al tiempo que le ofrecía la taza.

Anna dirigió la mirada hacia el diván que estaba junto a ella y Vronsky, de inmediato, se sentó en él.

—Le quería decir —siguió ella sin mirarle— que usted ha actuado mal, muy mal.

—¿Y usted piensa que no sé que he actuado mal? Sin embargo, ¿cuál ha sido el motivo de que haya actuado de este modo?

—¿Pero por qué me dice eso? —contestó ella mirándole severamente.

—Usted sabe perfectamente por qué —respondió él, alegre y atrevido, encontrando los ojos de Anna y sin apartar los suyos.

Ella fue la confundida, no él.

—Eso es una demostración de que usted no tiene corazón —dijo Anna.

Sin embargo, la expresión de su mirada daba a entender que estaba segura de que él tenía corazón y que justamente por ello sentía miedo.

—Eso a lo que usted se refería hace un instante no era amor, era una equivocación.

—No olvide que le prohibí pronunciar esta palabra, esta repulsiva palabra —dijo Anna, sintiendo un estremecimiento imperceptible.

Sin embargo, comprendió que con la palabra “prohibido” daba a entender que se reconocía con algunos derechos sobre él y que le animaba a hablarle de amor debido a eso.

Ella siguió mirándole fijamente a los ojos, con la cara encendida por la emoción:

—Hoy vine aquí de manera expresa, teniendo la seguridad de que le iba a encontrar, para decirle que esto debe acabar. Nunca me he tenido que sonrojar ante nadie y ahora usted hace que me sienta culpable, ignoro de qué...

Él la contemplaba, asombrado ante la nueva y espiritual hermosura de su cara.

—¿Y usted qué quiere que haga? —preguntó, con seriedad y sencillez.

—Que se marche a Moscú y pida disculpas a Kitty —dijo ella.

—Usted no desea eso.

Él entendía que Anna le estaba diciendo lo que consideraba era su deber y no lo que ella deseaba que hiciera realmente.

—Si usted me ama como dice —susurró Anna—, hágalo por mí, para que yo esté tranquila.

La cara de Vronsky se iluminó de felicidad.

—Ya sabe que, para mí, usted significa la vida; pero no le puedo dar la tranquilidad, porque ni yo mismo la tengo. Le doy todo mi amor, me entrego a usted completamente, eso sí... No logro pensar en usted y en mí por separado; los dos, a mis ojos, somos uno solo. No veo, de aquí en adelante, tranquilidad posible para ninguno de los dos. Únicamente posibilidades de desdicha y desesperación... o de dicha. ¡Y de qué dicha! ¿Esa dicha es imposible? —preguntó Vronsky con un simple movimiento de la boca.

Pero Anna le entendió.

Para responderle como debía reunió todas las fuerzas de su espíritu, pero en vez de ello, en silencio posó una mirada de amor sobre él.

“¡Oh!” —pensaba él, delirante—. «En el instante en que yo desesperaba, en que pensaba no llegar jamás al fin... se produce lo que tanto deseaba. Ella me ama, me lo está confesando...».

—Muy bien, hágalo por mí. Ya no me hable más de esa manera y sigamos siendo excelentes amigos —susurró ella.

Sin embargo, sus ojos decían todo lo contrario.

—Usted sabe, y muy bien, que no podemos ser únicamente amigos. Está en su mano que seamos los más felices o los más desdichados de la Tierra.

Anna iba a responder, pero Vronsky la interrumpió:

—Le pido una sola cosa: nada más que me dé el derecho de sufrir y esperar como hasta ahora. Y si eso también es imposible, ordéneme que desaparezca y lo haré. Si la hace sufrir mi presencia, usted no me verá más.

—No quiero que usted se marche.

—Entonces no cambie en nada las cosas. Deje las cosas como están —dijo Vronsky, con voz temblorosa—. ¡Ah, allí viene su esposo!

En efecto, Alexey Alexandrovich entraba en ese instante en el salón con su paso calmado y torpe. Después de mirar a su esposa y a Vronsky, se aproximó a Betsy y, una vez ante su taza de té, empezó a hablar con su voz clara y lenta, en su tono sarcástico acostumbrado, con el que daba la impresión de que se estaba burlando de alguien:

—Su Rambouillet está completo —dijo mirando a los invitados—. Se encuentran presentes las Musas y las Gracias.

La condesa Betsy no podía tolerar ese tono tan sneering, como ella lo llamaba; y, como corresponde a una sensata y prudente anfitriona, hizo que entrara de inmediato en una charla seria sobre el servicio militar obligatorio.

Enseguida, Alexey Alexandrovich se interesó en la conversación y empezó, en serio, a defender la nueva ley que Betsy criticaba.

Vronsky y Anna permanecían sentados al lado de la pequeña mesa del rincón.

—Esto ya comienza a pasar de lo conveniente —comentó una señora, mostrando con la mirada a Vronsky, Anna y su esposo.

—¿Ven lo que yo decía? —dijo la amiga de Anna.

No únicamente esas señoras, sino todas las personas que se encontraban en el salón, incluso la princesa Miágkaya y la misma Betsy, miraban a Anna y a Vronsky, separados del círculo de los otros, como si les estorbase la sociedad de ellos.

Alexey Alexandrovich fue el único que no miró ni una sola vez en esa dirección, porque estaba muy atento a la interesante charla, de la que no se distrajo ni un instante.

Betsy, dándose cuenta de la desagradable impresión que eso producía a todos, se las ingenió para que alguien la sustituyese en el lugar de oyente de Alexey Alexandrovich y se aproximó a Anna.

—Me asombran, cada vez más, la precisión y claridad de las palabras de su esposo —comentó Betsy—. Cuando él las expone, las ideas más abstractas se hacen claras para mí.

—¡Oh, sí! —dijo Anna con una sonrisa de dicha, sin comprender nada de lo que la anfitriona le decía.

Y, aproximándose a la mesa, participó en la charla general.

Después de media hora de estar allí, Alexey Alexandrovich se acercó a su mujer y le propuso volver a casa juntos.

Anna, sin mirarle, respondió que se iba a quedar a cenar. Alexey Alexandrovich saludó y se marchó.

El cochero de Anna, un tártaro entrado en años y muy grueso, trajeado con un brillante abrigo de cuero, sujetaba con mucha dificultad a uno de los caballos, de color gris, que estaba enganchado al lado izquierdo y se encabritaba debido a la larga espera ante las puertas de Betsy y al excesivo frío.

El sirviente abrió la portezuela del coche. El portero estaba esperando, con la puerta principal abierta.

Con su ágil manecita, Anna desenganchaba los encajes de su manga de los corchetes del abrigo y escuchaba de manera animada, con la cabeza inclinada, las palabras de Vronsky, que salía para acompañarla.

—Imaginemos que usted no me dijo nada —decía él—. Por otro lado, yo tampoco pido nada, pero usted sabe que lo que necesito no es amistad. Para mí la única felicidad posible en la vida está en esta palabra que usted no desea escuchar: amor.

—El amor —repitió Anna con voz profunda y lentamente.

Y agregó, cuando desenganchó los encajes de la manga:

—Si no acepto esa palabra es justamente porque para mí significa mucho más de cuanto usted puede suponer —y concluyó, mirándole a la cara—: ¡Hasta pronto!

Le extendió la mano y, caminando con su paso elástico y veloz, pasó frente al portero y desapareció en el coche.

A Vronsky le arrebataron su mirada y el contacto de su mano. Besó la palma de su propia mano en el lugar que Anna tocó y se fue a su casa dichoso comprendiendo que, a diferencia de lo que había sucedido durante los dos meses anteriores, esa noche se había acercado más a su objetivo.

VIII

El esposo de Anna no encontró nada de inconveniente ni de raro en que su mujer estuviese sentada con Vronsky frente a una pequeña mesa apartada sosteniendo una conversación muy animada. Sin embargo, notó que a los demás invitados sí les había parecido rara esa situación y hasta incorrecta, y debido a ello, también se lo pareció a él. Alexey Alexandrovich, en consecuencia, decidió hablar de ello con Anna.

Cuando volvió a casa, Alexey Alexandrovich pasó a su despacho, como era habitual, tomó asiento en su butaca, tomó un libro sobre el Papado, que dejara allí antes, y empuñó la plegadera.

Hasta la una de la noche estuvo leyendo, como era costumbre en él, pero de vez en cuando se pasaba la mano por su frente amplia y sacudía la cabeza como para alejar un pensamiento persistente.

Su mujer no había vuelto todavía. Él subió a las habitaciones de la planta superior de la casa con el libro bajo el brazo.

Esa noche no le abrumaban pensamientos y preocupaciones del servicio, sino que sus ideas giraban alrededor de su esposa y al desagradable incidente que le había ocurrido. En lugar de acostarse como acostumbraba, empezó a dar paseos por las habitaciones con las manos a la espalda, pues le era imposible ir a la cama antes de pensar con detenimiento en esa nueva situación.

Alexey Alexandrovich encontró sencillo y natural, en el primer instante, hacer esa observación a su esposa, pero ahora, reflexionando, le pareció que ese incidente era de una naturaleza sumamente incómoda.

Él no era celoso. Consideraba que los celos son una ofensa para la esposa y que es deber del marido confiar en ella. No se preguntaba el porqué debía tener confianza ni la razón para que pudiera creer que su joven mujer le había de querer siempre, pero el caso era que no desconfiaba de ella. Por el contrario: tenía confianza en Anna y se decía que de esa manera tenía que ser.

Sin embargo, ahora, aunque no se hubieran quebrantado sus opiniones de que los celos son un sentimiento indigno y que es necesario confiar, sentía, con todo, que se encontraba frente a algo contrario a la lógica, totalmente absurdo, ante lo que no sabía de qué manera podía reaccionar. Se veía cara a cara con la vida, enfrentaba la probabilidad de que su esposa pudiese querer a otro hombre, y el hecho le parecía incomprensible y absurdo, porque se trataba de la vida misma. Su existencia la había pasado moviéndose en el ambiente de su trabajo oficial: o sea, que únicamente había tenido que ocuparse de los reflejos de la vida. Sin embargo, cada vez que se encontraba con esta tal como es, Alexey Alexandrovich se alejaba de ella.

En este momento experimentaba la sensación de la persona que, pasando con toda calma por un puente sobre un precipicio, se diera cuenta de repente que el abismo se abría bajo sus pies, porque el puente estaba casi a punto de hundirse.

El puente era la existencia artificial que él llevaba, y el abismo era la vida misma.

Por primera vez pensaba en la posibilidad de que su esposa amase a otro y este pensamiento le aterró.

Seguía sin quitarse la ropa, caminando de un lado a otro con su paso igual, en un momento a lo largo del crujiente entablado del comedor que estaba alumbrado con una sola lámpara, en otro sobre la alfombra del salón oscuro, en el que la luz se reflejaba solamente sobre un retrato suyo bastante reciente que estaba colgado encima del diván. También paseaba por el gabinete de su mujer, donde había dos velas encendidas iluminando los retratos familiares y de varias amigas de Anna y las chucherías elegantes de la mesa-escritorio de su esposa que le eran muy conocidas.

En ocasiones se acercaba, a través del gabinete de Anna, hasta la puerta de la alcoba y posteriormente volvía sobre sus pasos para seguir paseando.

A veces se detenía —casi siempre en el entablado claro del comedor— y se decía:

«Sí; es necesario solucionar esto y acabar. Tengo que explicarle mi manera de comprender las cosas y lo que decidí».

«Pero, ¿qué decidí? ¿Qué le voy a decir?», se preguntaba reanudando nuevamente su paseo, cuando llegaba al salón, y no encontraba respuesta.

«A fin de cuentas», se repetía otra vez antes de volver a su despacho, «a fin de cuentas, ¿qué sucedió? Absolutamente nada. Anna conversó con él largo rato. ¿Pero eso qué tiene de particular, qué?».

 

«No hay nada de sorprendente en que una mujer charle con todos... Tener celos, por otra parte, significa rebajarme y rebajarla», concluyó cuando llegó al gabinete de su mujer.

Pero tal reflexión, por lo general de tanto peso para él, actualmente no significaba nada, no tenía ningún valor.

Y desde la puerta del dormitorio volvía a la sala, y apenas entraba en su recinto oscuro una voz interior le decía que eso no era de esa manera, y que si las demás personas habían observado algo, eso era señal de que había algo.

Y, ya en el comedor, se decía nuevamente:

«Sí, tengo que decidirme y acabar esto; le debo decir lo que pienso de ello». Pero en el salón, antes de dar la vuelta, se preguntaba: «Decidirse sí, pero ¿de qué manera?». Y al interrogarse: «Pero, al fin y al cabo, ¿qué ha ocurrido?», se respondía: «Nada», recordando otra vez que los celos son un sentimiento ofensivo para la mujer.

Sin embargo, cuando llegaba al salón tenía nuevamente la certeza de que había ocurrido algo, y cambiaban de dirección sus pasos y sus pensamientos, sin hallar nada nuevo por ello.

Él lo advirtió, se frotó la frente y tomó asiento en el gabinete de su mujer.

Allí, al tiempo que miraba la mesa, con la carpeta de malaquita en la que estaba una misiva a medio escribir, sus pensamientos se modificaron repentinamente. Empezó a pensar en Anna, en lo que podría pensar y sentir.

Imaginó, por primera vez, la vida personal de su esposa, lo que sentía, lo que pensaba... Le pareció tan terrible la idea de que Anna debía tener una vida propia que se apresuró a alejarla de sí. Sentía temor de contemplar aquel abismo. Trasladarse en sentimiento y espíritu a la intimidad de otra persona era una operación psicológica totalmente ajena a Alexey Alexandrovich, que consideraba semejante acto mental como una fantasía muy peligrosa.

«Y lo terrible es que justamente en este momento, cuando mi proyecto está por realizarse», se decía, refiriéndose al plan que estaba realizando, «es decir, cuando requeriría toda la tranquilidad espiritual y todas mis energías morales, justamente ahora me cae esta preocupación encima. Pero ¿qué haré? Yo no soy de los que padecen disgustos y contrariedades sin arriesgarse a mirarlos frente a frente».

«Lo debo pensar bien, solucionar algo y librarme completamente de esta preocupación», dijo en voz alta.

«No me incumben sus sentimientos y lo que sucede o pueda suceder en su corazón. Eso es asunto de su conciencia y materia de la religión más que mía», pensó, sintiendo alivio con la idea de que había hallado una ley que aplicar a los sucesos que se acababan de producir.

«De manera», continuó diciéndose, «que los asuntos de sus sentimientos no me tienen por qué interesar, debido a que corresponden a su conciencia. Mi deber se presenta muy claro: tengo la obligación, como jefe de familia, de orientarla y soy, pues, en cierta forma, responsable de cuanto pueda ocurrir. Por lo tanto, debo advertir a Anna el riesgo que veo, reprenderla y, de ser necesario, imponer mi autoridad. Sí, le debo explicar todo esto».

Y en su cerebro se formó un plan bastante claro de lo que debía decir a Anna. Sin embargo, cuando pensó en ello consideró que era bastante lamentable tener que utilizar sus energías espirituales y su tiempo en cuestiones domésticas y de una manera que no le iba a granjear ningún renombre.

Pero, fuere como fuere, en su mente se presentaba clara, como en un memorial, la sucesión y forma de lo que iba a decir:

«Le debo hablar de esta manera: en primer lugar le voy a explicar la importancia que tienen las conveniencias sociales y la opinión de los demás; en segundo lugar le voy a hablar de la significación religiosa del casamiento; en tercer término, le mencionaré, de ser necesario, el infortunio que puede atraer sobre su hijo; y en cuarto lugar le voy a indicar la posibilidad de su propio infortunio».

Alexey Alexandrovich hizo crujir las articulaciones, intercalando los dedos de una mano con los de la otra y dando un tirón.

Este ademán, ese mal hábito de unir las manos y hacer crujir los dedos, le tranquilizaba, le devolvía el control de sí mismo que tan necesario le era en instantes como los actuales.

Cerca del portal, se sintió el ruido de un coche. Él se detuvo en medio del salón.

Se escucharon pasos de mujer subiendo la escalera. Alexey Alexandrovich, ya listo para su discurso, se apretaba los dedos, probando para ver si crujían en algún punto, hasta que, efectivamente, una articulación le crujió.

Cuando percibió el ruido ya próximo de los pasos ligeros de su mujer Alexey Alexandrovich, a pesar de estar muy satisfecho del discurso que meditara, sintió terror pensando en la explicación que le daría a Anna.

IX

Ella entró jugueteando con las borlas de su baslik14 y con la cabeza inclinada.

Su cara brillaba, pero no de felicidad; la luz que le estaba iluminando más bien recordaba el siniestro resplandor de un incendio en una oscura noche. Cuando vio a su esposo, levantó la cabeza y sonrió, como si despertara de un sueño.

—¿Todavía no estás acostado? ¡Eso es un milagro!

Anna se quitó la capucha y caminó hacia el tocador, sin volver la cabeza.

—Ya es hora de ir a dormir, Alexey Alexandrovich; es muy tarde —dijo desde la puerta.

—Anna, tengo que hablarte.

—¿Hablarme? —dijo ella un poco extrañada.

Y le miró, mientras salía del tocador.

—¿Dime, de qué se trata? —preguntó, tomando asiento—. Hablemos, si es necesario. Pero ya nos deberíamos ir a dormir.

Ella decía lo primero que le venía a la boca y ella misma se extrañaba de escucharse mentir con tanta naturalidad, de comprobar lo sencillas que parecían sus palabras y de la espontaneidad que, en apariencia, había en el deseo que expresara de acostarse.

Anna se sentía revestida de una coraza de falsedad impenetrable y le parecía que la ayudaba y sostenía una fuerza invisible.

—Anna, te debo advertir...

—¿Advertirme qué?

Le miraba con una expresión tan jovial, con tanta naturalidad, que quien no la hubiera conocido como su marido no habría podido darse cuenta de ningún fingimiento, ni en la expresión ni en el sonido de sus palabras.

Sin embargo, él la conocía, sabía que cuando se acostaba cinco minutos después de lo habitual, ella reparaba en ello y le preguntaba el motivo. Tampoco ignoraba que su mujer siempre le contaba sus alegrías y sus sufrimientos. Debido a eso, para él era altamente significativo el hecho de que esta noche no quisiera darse cuenta de su estado de ánimo, ni contarle nada. Entendía que la profundidad de aquella alma, antes siempre abierta para él, se había cerrado repentinamente.

Por otra parte, notaba que ella no se sentía disgustada ni cohibida ante ese hecho, antes lo expresaba abiertamente, como si su alma debiera permanecer cerrada y fuese conveniente que ello sucediera y debiera seguir sucediendo de allí en adelante. Y él tenía la sensación de un hombre que, al volver a su casa, encuentra la puerta cerrada.

«Tal vez aun podamos encontrar la llave», pensaba él.

—Anna, te quiero advertir —le dijo en voz baja— que con tu ligereza e imprudencia puedes dar motivo a que las personas murmuren de ti. Tu charla de esta noche con el príncipe Vronsky (dijo este nombre poco a poco y con firmeza) llamó la atención de todos, porque fue muy indiscreta.

Y al tiempo que hablaba la miraba a los ojos, y los ojos de su mujer ahora le parecían terribles por lo impenetrables, y entendía que sus palabras eran inútiles.

—Vas a ser el mismo siempre —contestó ella, simulando entender solo las últimas palabras de su esposo—. En ocasiones te gusta que esté alegre, otras te disgusta que lo esté... No estaba aburrida hoy. ¿Acaso eso te ofende?

Él sintió un estremecimiento y se apretó las manos tratando de hacer crujir las articulaciones.

—¡No hagas eso con los dedos, por favor! Ya sabes que me disgusta.

—¿Eres tú, Anna? —le preguntó, en voz baja, Alexey Alexandrovich; haciendo suaves esfuerzos para controlarse y dominar el movimiento de sus manos.