En el jardín del ogro

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Llega a la redacción del periódico con la cara cansada, la boca pastosa. No ha comido nada desde la víspera. Debe tomar algo para mitigar su pena y sus náuseas. En la peor panadería del barrio se ha comprado un bollo relleno de chocolate, reseco y del día anterior. Le da un mordisco pero le cuesta masticarlo. Le gustaría tumbarse en el suelo de los lavabos, encogida como un ovillo y quedarse dormida. Tiene sueño y se avergüenza de ello.

—¿Qué tal, Adèle? ¿Has descansado?

Bertrand se asoma desde su puesto de trabajo y le lanza una mirada cómplice a la que ella no reacciona. Tira el bollo a la papelera. Tiene sed.

—¡Menuda marcha llevabas ayer! ¿Mucha resaca?

—Estoy bien, gracias. Solo necesito un café.

—Cuesta reconocerte con unas copitas de más. Uno te ve con tus aires de princesa altiva, de mujer casada que lleva una vida bien ordenada. ¡Y en realidad, menuda juerguista estás hecha!

—Deja de decir tonterías.

—¡Qué divertida estabas ayer! ¡Nos hiciste reír, y lo bien que bailas!

—Basta ya, Bertrand. Me tengo que poner a trabajar.

—Yo, también. Me espera un montón de asuntos pendientes. He dormido poquísimo. Estoy molido.

—¡Pues que te cunda!

—¿Cuándo te marchaste anoche? No te vi. ¿Te largaste con el jovencito? ¿Le has pedido el teléfono o era solo de una noche?

—¿Y tú, te quedas con los nombres de las putas que te subes a la habitación del hotel cuando estás en Kinshasa?

—¡No te pongas así, mujer, solo bromeaba! Reírse es sano. ¿Tu marido no te dice nada si llegas a casa a las cuatro de la madrugada borracha como una cuba? ¿No te hace preguntas? Si mi mujer se comportara así…

—¡Calla ya! —le corta Adèle. Sin aliento, con las mejillas encendidas, se acerca al rostro de Bertrand—: Que sea la última vez que hablas de mi marido, ¿me entiendes?

Bertrand se aparta, con los brazos en alto.

Se arrepiente de su imprudencia. No tendría que haber bailado, haberse mostrado tan asequible. No tendría que haberse sentado en las rodillas de Laurent y ponerse a contar, con la voz temblorosa y completamente borracha, un recuerdo amargo de su infancia. La vieron ligar en la barra con el jovencito. La vieron y no la juzgan. Es algo mucho peor. Se creerán que ahora se pueden permitir cierta complicidad, familiaridad, con ella. Van a querer bromear sobre ese asunto. Los compañeros de trabajo supondrán que es una mujer fácil, atrevida y ligera. Las compañeras la tratarán de depredadora, y las más indulgentes dirán que es algo frágil. Todos se equivocan.

Richard ha propuesto pasar el fin de semana en la costa. «Podemos salir el sábado temprano, Lucien dormirá en el coche.» Adèle se despierta al alba para no disgustar a su marido que quiere evitar los atascos en la carretera. Prepara el equipaje, viste a su hijo. El día ha amanecido frío pero luminoso, una mañana que aviva la mente y prohíbe cualquier letargo. Está alegre. En el coche, animada por el altivo sol de invierno, incluso se pone a charlar.

Llegan a la hora de comer. Los parisinos han colonizado las terrazas climatizadas de los restaurantes, pero Richard, precavido, ha hecho una reserva. El doctor Robinson no deja nada al azar. No necesita leer la carta, sabe lo que le apetece. Pide vino blanco, ostras, caracoles de mar. Y tres lenguados con mantequilla y limón.

—¡Tendríamos que repetir este plan todas las semanas! Aire puro para Lucien, una cena romántica para nosotros, ¿es perfecto, verdad? Me sentará muy bien, después de la semana que he tenido en el hospital… No te lo he dicho, Jean-Pierre, el jefe de servicio, me ha pedido que haga una presentación sobre el caso Meunier. He aceptado, por supuesto. Me lo debía. De todos modos, ese hospital pronto formará parte del pasado para mí. Siento que nunca os veo, ni a ti ni al niño. Los de la clínica de Lisieux me han vuelto a contactar. Esperan mi respuesta. Ya he quedado para que me enseñen la casa en Vimoutiers, para cuando vayamos de vacaciones a ver a mis padres. Mi madre ya la ha visto y le parece perfecta.

Ella ha bebido demasiado. Le pesan los párpados. Sonríe a Richard. Se muerde las mejillas por dentro para no interrumpirle y cambiar de tema. Lucien está inquieto y empieza a aburrirse. Se balancea en su silla, coge un cuchillo que Richard le quita de las manos, luego derrama el salero en la mesa pues ha desenroscado la tapa.

—¡Lucien, basta ya! —le ordena Adèle. El niño mete la mano en el plato y aplasta una zanahoria con los dedos. Se ríe. Adèle le limpia la mano—. ¿Pedimos la cuenta? ¿No ves que el niño está cansado?

Richard vuelve a llenar su copa.

—No me has dado tu opinión sobre la casa. No pienso quedarme otro año más en ese hospital. París no está hecho para mí. Además, tú también dices que te mueres de aburrimiento en el periódico.

Adèle no deja de mirar a Lucien que bebe un sorbo de un refresco de jarabe de menta y lo escupe en la mesa.

—Richard, ¡dile algo! —le grita ella.

—¿Te has vuelto loca o qué? Nos están mirando —le responde estupefacto.

—Perdóname, estoy agotada.

—¿No puedes ni siquiera disfrutar de un buen momento? Lo estropeas todo.

—Perdóname —repite Adèle, y se pone a limpiar el mantel de papel—. El niño se aburre. Necesita gastar energía. Solo es eso. Le vendría bien un hermanito o una hermanita, y un jardín grande para jugar.

Richard le sonríe, complaciente.

—¿Qué te pareció el anuncio? ¿Te gustó la casa o no? En cuanto la vi, pensé en ti. Quiero que cambiemos de vida, que vivamos como reyes, ¿me entiendes?

Él sienta a su hijo en las rodillas y le acaricia el pelo. Lucien se parece a su padre. El mismo cabello rubio y fino, la misma boca en forma de rombo. Se ríen mucho juntos. Está loco por su hijo. A veces, Adèle se pregunta si la necesitan. Si no vivirían felices ellos dos solos.

Los observa y comprende ahora que su vida será siempre la misma. Cuidará a sus hijos, se preocupará por lo que coman. Irá de vacaciones a los lugares que a ellos les gusten, intentará distraerlos los fines de semana. Como los burgueses del mundo entero, irá a recogerlos a las clases de guitarra, los llevará a ver espectáculos infantiles, buscará todo lo que permita «elevarlos de nivel». Espera que sus hijos no se parezcan a ella.

Regresan al hotel, a una habitación estrecha, en forma de camarote de barco. No le gusta este lugar. Siente como si las paredes se movieran y acercaran, como si fueran a quedar aplastados mientras duermen. Pero tiene sueño. Cierra las persianas dejando fuera un bello día que deberían de aprovechar, acuesta a Lucien para que duerma la siesta y ella se echa a descansar. Apenas cierra los ojos cuando oye a su hijo que la llama. No se mueve. Es más paciente que él. El niño acabará cansándose. Aporrea la puerta, ella adivina que ha entrado en el baño y que abre el grifo.

—Llévatelo a jugar. Solo vamos a estar un día, pobrecillo. Y yo salgo de dos días de guardia.

Se levanta, viste a Lucien y lo lleva a una zona de juegos infantiles que está al final del paseo marítimo. El niño sube y baja por las barras de colores. Se desliza una y otra vez por el tobogán. Ella teme que se caiga de esa alta plataforma en la que los críos se empujan unos a otros, y lo vigila desde abajo.

—¿Nos vamos, Lucien?

—No, mamá, más —le ordena su hijo.

La zona de juegos es minúscula. Lucien le quita un cochecito a otro niño, que se echa a llorar.

—Devuélvele su juguete. Venga, regresemos con papá al hotel —le suplica tirando de su bracito. Lucien se suelta y corre hacia un columpio, por poco se destroza la mandíbula. Adèle se sienta en un banco y enseguida se levanta—. ¿Y si vamos un ratito a la playa? —propone. En la arena no se lastimará.

Se sienta sobre la arena helada. Coloca a Lucien entre sus piernas y se pone a hacer un hoyo.

—Vamos a excavar tan profundo que encontraremos agua, ya verás.

—¡Quiero el agua! —grita Lucien, entusiasmado, y al rato sale corriendo hacia unos amplios charcos que la marea baja ha formado al retirarse. El niño cae en la arena, se levanta y salta en el barro.

—¡Lucien, vuelve para acá! —grita Adèle, con una voz chillona. El niño se gira y la mira riéndose. Se sienta en el charco y mete los brazos en el agua. Adèle no se levanta. Está furiosa. Se va a empapar en pleno mes de diciembre. Se va a resfriar y deberá ocuparse de él más todavía. No le perdona que sea tan estúpido, inconsciente y egoísta. Piensa en levantarse, en llevárselo a la fuerza al hotel. Le pedirá a Richard que le dé un baño caliente. Pero no se mueve. No quiere cargar con él en brazos. Pesa mucho y con sus piernas musculosas le dará patadas, como cuando coge alguna rabieta—. ¡Lucien, vuelve aquí inmediatamente! —le grita ante la mirada asombrada de una señora mayor.

La mujer, rubia y mal peinada, vestida con un short a pesar de que es invierno, agarra al niño de la mano y lo conduce adonde está la madre. Lucien tiene el vaquero remangado hasta las rodillas rellenitas. Sonríe, tímido. Adèle sigue sentada cuando la señora le dice con marcado acento inglés:

—Creo que este hombrecito quería bañarse.

—Gracias —responde Adèle, humillada y nerviosa. Querría tumbarse en la arena, taparse la cara con el abrigo y darse por vencida. Ni siquiera le quedan fuerzas para regañar al niño que tirita de frío y la mira sonriente.

Lucien es una carga, una imposición a la que le cuesta adaptarse. Adèle no consigue saber dónde anida el amor por su hijo en medio de tantos sentimientos confusos: pánico de entregárselo a otras personas que lo cuiden, molestia de vestirlo, agotamiento al subir una cuesta empujando la sillita que se resiste. El amor está presente, de ello no tiene duda. Un amor sin pulir, víctima de la rutina cotidiana. Un amor sin tiempo para sí mismo.

 

Tuvo un hijo por el mismo motivo por el que se casó. Para pertenecer al mundo y protegerse de cualquier diferencia con los demás. Al convertirse en esposa y madre, se rodeó de un aura de respetabilidad que nadie puede arrebatarle. Se construyó un refugio para las noches de angustia y un retiro cómodo para los días de desenfreno.

Le gustó quedarse embarazada.

Exceptuando los insomnios y las piernas pesadas, un ligero dolor de espalda y las encías que le sangraban, el embarazo fue perfecto. Dejó de fumar, no bebió más de una copa de vino al mes, y esa vida sana la llenaba. Por primera vez en su vida, tenía la impresión de ser feliz. Su vientre picudo le hacía arquear la espalda con cierta gracia. El cutis le resplandecía e incluso se había dejado crecer una melena que peinaba hacia un lado.

En la 37ª semana de embarazo, la postura acostada le resultaba muy incómoda. Esa noche le dijo a Richard que saliese sin ella. «No bebo alcohol, hace calor. De verdad que no pinto nada en esa fiesta. Ve a divertirte y no te preocupes por mí.»

Se acostó. Las persianas seguían abiertas y veía a la gente caminar por la calle. Acabó levantándose, cansada de intentar conciliar el sueño. En el cuarto de baño se refrescó la cara con agua fría y se miró largamente. Bajaba los ojos hacia su vientre y de nuevo observaba su cara en el espejo. «¿Volveré a ser algún día lo que fui?» Tenía la aguda sensación de su propia metamorfosis. No habría podido decir si ello la alegraba o si sentía cierta nostalgia. Pero sabía que algo moría en ella.

Creyó que un hijo la curaría. Se había convencido de que la maternidad era la única salida a su trastorno, la única solución para cortar por lo sano con aquella huida hacia adelante. Se había arrojado a los brazos de la maternidad como el paciente que acaba aceptando un tratamiento indispensable. Había concebido ese hijo, o, más bien, le habían hecho ese hijo sin oponer resistencia alguna, con la loca esperanza de que sería beneficioso para ella.

No necesitó hacerse la prueba de embarazo. Lo supo enseguida y no se lo dijo a nadie. No quiso compartir con nadie su secreto. Su vientre crecía y seguía negando sin inmutarse la llegada de un hijo. Temía que los que la rodeaban estropearan la situación, por la trivialidad de sus reacciones, la vulgaridad de sus gestos, manos tendidas hacia la parte baja de su vientre para sopesar la redondez. Se sentía sola, sobre todo ante los hombres, pero esa soledad no le pesaba.

Nació Lucien. Enseguida volvió a fumar, a beber, casi de modo instantáneo. El niño estorbaba su pereza y, por primera vez en su vida, se veía obligada a ocuparse de alguien distinto de sí misma. Quería a ese niño. Sentía por el bebé un amor físico intenso pero, a pesar de ello, insuficiente. Los días en la casa se le hacían interminables. A veces lo dejaba llorar en su cuarto y se tapaba la cabeza con la almohada para intentar dormir. Sollozaba ante la trona del bebé manchada de alimentos, ante un niño triste que no quería comer.

Le gusta abrazar su cuerpo desnudito, antes de meterlo en el baño. Le encanta acunarlo y observarlo mientras se va quedando dormido, ebrio de su cariño. Desde que cambió de la cuna de barrotes a la cama, ha cogido la costumbre de dormir con él. Abandona en silencio el dormitorio conyugal y se desliza en la cama de su hijo que la recibe gruñendo. Hunde la nariz en su cabello, en su cuello, en la palma de la mano y respira su aroma ácido. Desearía tanto que todo ello la llenase.

El embarazo ha estropeado su cuerpo. Se siente fea, flácida y envejecida. Se ha cortado el pelo y le parece que ahora la cara está surcada de arrugas. A sus treinta y cinco años, sin embargo, no ha dejado de ser una mujer guapa. Con la edad ha adquirido fortaleza. Se ha vuelto más misteriosa, más imponente. Sus rasgos se han endurecido, pero su mirada apagada ahora tiene viveza. Está menos histérica, menos sobrexcitada. Años de tabaco han atemperado la voz aguda de la que se burlaba su padre. Su palidez se ha intensificado y se podría casi dibujar, sobre un papel de calco, los meandros de las venas que recorren sus mejillas.

Salen de la habitación del hotel. Richard tira del brazo de Adèle. Se quedan unos minutos inmóviles ante la puerta cerrada y oyen los gritos de Lucien suplicándoles que regresen. Con el corazón encogido, se dirigen al restaurante en el que Richard ha reservado mesa. Adèle quiso arreglarse más de lo habitual pero luego desistió. Al regresar de la playa, tenía frío. No le apetecía desnudarse y ponerse el vestido y los tacones que se había traído. Después de todo, solo están ellos dos.

Caminan a paso ligero por la calle, el uno junto al otro. No se rozan. Se besan poco. Sus cuerpos no tienen nada que decirse. Nunca han sentido atracción el uno por el otro, ni siquiera cariño, y, en cierto modo, esa falta de complicidad carnal los reconforta. Como si con ello demostrasen que su unión está por encima de las contingencias del cuerpo. Como si ya hubieran hecho el duelo de algo a lo que las demás parejas solo renuncian a regañadientes, entre lágrimas y gritos.

No recuerda la última vez que hizo el amor con su marido. Quizá fue en verano. Una tarde. Se han acostumbrado a esos tiempos muertos, a acostarse un día tras otro deseándose las buenas noches y dándose la espalda. Pero la incomodidad y la acritud siempre acaban aflorando. Entonces siente la obligación de quebrar ese ciclo, de conectar de nuevo con el cuerpo de él para de nuevo arreglárselas sin él. Piensa en ello durante varios días como si fuera un sacrificio ineludible.

Esta noche reúne todas las condiciones. La mirada de Richard es impúdica y, a la vez, tímida. Los gestos, torpes. Le comenta que está muy guapa. Ella propone pedir un buen vino.

En cuanto entran en el restaurante, Richard retoma la conversación interrumpida a mediodía. Entre un bocado y otro, le recuerda las promesas que se habían hecho mutuamente, nueve años atrás, cuando se casaron. Disfrutar de París tanto como les permitieran su juventud y sus medios, y, luego, con la llegada de los niños regresar a provincias. Al nacer Lucien, Richard le concedió una prórroga. Ella le dijo: «Dos años». Hace tiempo que han pasado, y ahora él no va a ceder. ¿Acaso ella no ha repetido muchas veces que quería irse del periódico, dedicarse a otra cosa, quizá a escribir, a su familia? ¿Acaso no estaban de acuerdo en que les cansaba el metro, los atascos, la carestía de la vida, el ir continuamente acelerados? Ante la indiferencia de Adèle, que calla y apenas ha probado lo que tiene en el plato, Richard insiste. Juega su última carta.

—Me gustaría que tuviéramos otro hijo. Una niña, sería maravilloso.

Adèle, a quien el alcohol ha cortado el apetito, siente ahora ganas de vomitar. El vientre parece que le va a estallar de lo hinchado que está. Lo único que la calmaría sería acostarse, no hacer ningún gesto más y dejarse invadir por el sueño.

—Puedes acabar mi plato, si quieres. Me siento incapaz de seguir comiendo.

Empuja su plato hacia Richard. Él pide un café.

—¿Estás segura de no querer algo más? —Richard acepta el armañac que el dueño insiste en ofrecerle, y sigue hablando de los hijos. Adèle está de mal humor. La cena le parece interminable. Si al menos él cambiara de tema.

En el camino de vuelta al hotel, Richard está algo bebido. Ella se ríe al verlo correr en la calle. Entran en su habitación de puntillas. Richard paga a la canguro. Adèle se sienta en la cama y se descalza lentamente.

No se atreverá.

Y, sin embargo, se atreve.

Sus gestos no engañan. Son siempre los mismos.

Se acerca a su espalda.

El beso en el cuello.

La mano en la cadera.

Y luego, ese murmullo, ese gemido acompañado de una sonrisa suplicante.

Ella se gira, abre la boca en la que su marido hunde la lengua.

Ningún preámbulo.

Acabemos de una vez, piensa, mientras se desnuda, sola, de su lado de la cama.

Regresar a lo mismo. El uno contra el otro. No dejar de besarse, hacer como si fuera verdad. Poner la mano en la cintura de ella, en su sexo. Él la penetra. Ella cierra los ojos.

No sabe qué es lo que le gusta a él. Con qué se siente bien. Nunca lo ha sabido. Hacen el amor sin sutilezas. Los años no han dado paso a más complicidad, no han atenuado el pudor. Los gestos son precisos, mecánicos. Van derecho al objetivo. Ella no se atreve a tomarse su tiempo. No se atreve a pedir. Como si la frustración pudiera ser tan violenta que la ahogaría.

No hace ruido. Lamentaría despertar a Lucien, y que los sorprendiera en esa situación grotesca. Pega su boca a la oreja de Richard, gime un poco para quedarse con buena conciencia.

Ya ha acabado todo.

Él se vuelve a vestir enseguida. Inmediatamente recupera la normalidad. Enciende la televisión.

Nunca ha parecido que le preocupara la soledad en la que abandona a su mujer. Ella no ha sentido nada. Nada. Solo ha oído unos ruidos de ventosa, de torsos que se adhieren, sexos que se encuentran.

Y, luego, un inmenso silencio.

Las amigas de Adèle son guapas. Tiene la sensatez de no rodearse de mujeres menos atractivas que ella. No quiere estar pendiente de llamar la atención. Conoció a Lauren en un viaje de prensa a África. Acababa de incorporarse al periódico y era la primera vez que acompañaba a un ministro en viaje oficial. Estaba nerviosa. En la pista de la base aérea de Villacoublay, donde les esperaba un avión de la República Francesa, enseguida se fijó en Lauren, en su metro noventa de estatura, su melena canosa y ondulada, su rostro de gato sagrado egipcio. Lauren era ya entonces una aguerrida fotógrafa, experta en África, que se había recorrido todas las ciudades del continente y vivía sola, en un estudio en París.

Eran siete en el avión. El ministro, un tipo sin mucho poder pero cuyos vaivenes políticos, asuntos de corrupción y de faldas habían bastado para convertirlo en un personaje importante. Un consejero técnico risueño, sin duda alcohólico, siempre dispuesto a contar alguna anécdota subida de tono. Un guardaespaldas discreto, una jefa de prensa demasiado rubia y demasiado charlatana. Un periodista flaco y feo, fumador empedernido, riguroso, ganador de varios premios por sus artículos en el diario para el que trabajaba.

La primera noche en Bamako, Adèle se acostó con el guardaespaldas, quien, ebrio y exaltado por el deseo de ella, se había puesto a bailar con el torso desnudo en la discoteca del hotel, con la pistola Beretta bien encajada en el cinturón de su pantalón. La segunda noche en Dakar le hizo una mamada al consejero de la embajada de Francia, en los lavabos donde se ocultaron huyendo de un cóctel aburridísimo, en el que los expatriados franceses, pasmados de admiración ante el ministro, intentaban acercarse a él mientras engullían canapés.

La tercera noche, en la terraza del hotel a orillas del mar en Praia, se pidió una caipiriña y se puso a bromear con el ministro. Cuando estaba a punto de sugerir un baño de medianoche, Lauren fue a sentarse a su lado. «Mañana tengo que salir a hacer fotos de unos espléndidos paisajes, ¿te vienes? Te inspirarían para tu artículo. ¿Ya lo has empezado? ¿Has elegido cómo enfocarlo?» Lauren le propuso que la acompañara a su habitación para mostrarle algunas fotos, y Adèle se imaginó que se acostarían juntas. Se dijo a sí misma que no quería hacer el papel de hombre, que no le lamería el sexo, que se limitaría a abandonarse a los deseos de la fotógrafa.

Los senos. Podría acariciarle los senos, parecían suaves y sedosos; sí, y delicados. No rechazaría probarlos. Pero Lauren no se desnudó. Tampoco le enseñó sus fotos. Se tendió en la cama y se puso a hablar. Adèle se tendió a su lado y Lauren le acarició el pelo. Con la cabeza recostada en el hombro de la que se estaba convirtiendo en su amiga, se sintió agotada, totalmente vacía. Antes de quedarse dormida, tuvo la intuición de que Lauren acababa de salvarla de una enorme desgracia, lo que la colmaría de gratitud hacia ella.

Esta noche, Adèle espera en el Boulevard Beaumarchais delante de la galería que expone las fotos de su amiga. La había avisado: «Hasta que tú no llegues, yo no entro».

Se ha obligado a salir. Le hubiera gustado quedarse en casa pero sabe que Lauren se lo reprocharía. Hace varias semanas que no se ven. Adèle anuló cenas con ella en el último momento, encontró excusas para no salir a tomar una copa. Se siente culpable, sobre todo porque le pidió varias veces a su amiga que cubriese sus aventuras. Le envió SMS en plena noche para avisarla: «Si Richard te llama, no se te ocurra contestar. Se cree que estoy contigo». Lauren no contestaba, pero Adèle sabe que está harta del papel que le hace cumplir.

 

En realidad, Adèle la está evitando. La última vez que se vieron, en el cumpleaños de Lauren, se había propuesto comportarse bien, ser la amiga perfecta y generosa. La ayudó a organizar la fiesta. Se encargó de la música e incluso compró unas botellas de la marca de champán que le encanta a Lauren. A medianoche, Richard se fue, excusándose. «Uno de nosotros tendrá que sacrificarse para que la canguro pueda marcharse.»

Adèle se estaba aburriendo. Iba de un cuarto a otro, dejando a la gente con la palabra en la boca, incapaz de estar atenta. Se puso a bromear con un hombre elegantemente vestido y le pidió, con los ojos chispeantes, que le sirviera una copa. Él empezó a titubear, mirando, nervioso, a su alrededor. Adèle no entendía su turbación hasta que vio a la esposa acercarse, furiosa, y, en un tono vulgar, dirigirse a ella: «Vale ya, ¿no? Te estás pasando. Este hombre está casado». Soltó una carcajada burlona y le contestó: «¿Y qué? Yo también estoy casada. No tienes por qué preocuparte». Se alejó, temblando, helada, intentando disimular con una sonrisa el mal rato que le había hecho pasar esa mujer encabritada.

Fue a refugiarse en el balcón donde Matthieu se estaba fumando un cigarrillo. Matthieu, el gran amor de Lauren, su amante que lleva diez años engatusándola con ilusiones y con el que sigue pensando que algún día se casará y tendrá hijos. Adèle le contó el incidente con la mujer celosa y él le contestó que entendía que se pudiera desconfiar de ella. A partir de ese momento no dejaron de mirarse durante la fiesta. A las dos de la madrugada, Matthieu la ayudó a ponerse el abrigo. Le había propuesto acompañarla en coche, y Lauren dijo, en un tono de decepción: «Es verdad, sois vecinos».

Recorridos unos pocos metros, Matthieu estacionó en una calle adyacente al Boulevard Montparnasse y la desnudó. «Siempre tuve ganas de hacer esto». La sujetó por las caderas y posó su boca en su sexo.

Al día siguiente, Lauren la llamó por teléfono. Le preguntó si Matthieu había comentado algo de ella, si le había dicho por qué no se había quedado a dormir en su casa. Adèle le contestó: «No habló más que de ti. Sabes muy bien que está obsesionado contigo».

Un diluvio de anoraks surge de la estación de metro Saint-Sébastien-Froissart. Gorros oscuros, cabezas agachadas, bolsas que se balancean en las manos de mujeres con edad de ser abuelas. Unas bolas de Navidad de tamaños y colores modestos cuelgan de los árboles y parecen morirse de frío. Lauren agita el brazo. Lleva un abrigo largo, blanco, de cachemir, de aspecto suave y caliente. «Ven, tengo que presentarte a mucha gente», dice arrastrando a Adèle de la mano.

La galería tiene dos salas contiguas, bastante pequeñas, y en el medio han improvisado un buffet, con vasos de plástico, patatas chip y cacahuetes en dos platos de cartón. La exposición está dedicada a África. Adèle apenas se detiene ante las fotos de unos trenes llenos hasta los topes, unas ciudades asfixiadas por el polvo, niños sonrientes y ancianos llenos de dignidad. Le gustan las fotos de Lauren tomadas en los restaurantes populares de Abiyán y de Libreville: parejas que se abrazan, sudorosas, ebrias de danza y de cerveza de plátano. Hombres con camisas de manga corta, de color verde militar o amarillo pálido, agarrados de la mano de unas chicas voluptuosas, con pelo largo y trenzado.

Lauren está muy ocupada. Adèle se ha bebido dos copas de champán. Está inquieta, con la impresión de que todos ven que está sola. Saca el móvil del bolsillo, finge que envía un SMS. Cuando Lauren la llama, mueve la cabeza y enseña el cigarrillo que lleva en los dedos enfundados en guantes. No le apetece contestar a la gente que le pregunta por su profesión. Se aburre anticipadamente al pensar en esos artistas que están sin un céntimo, esos periodistas disfrazados de pobres, esos blogueros que opinan sobre cualquier cosa. Charlar con la gente le resulta insoportable. Incluso el mero hecho de estar allí, rozar apenas la noche, perderse en trivialidades. Tener que volver a casa.

En la calle, un viento glacial, mojado, le quema la cara. Quizá por eso solo han salido dos personas a fumar a la acera. El hombre es bajito pero con unos hombros anchos, reconfortantes. Sus ojos grises y achinados se posan en Adèle. Ella le sostiene la mirada con aplomo, sin bajarla, apura lo que queda de la copa de champán que le seca la lengua. Beben y hablan. Banalidades, sonrisas cómplices, insinuaciones fáciles. La más bella de las conversaciones. Él le dice piropos, ella ríe suavemente. Él le pregunta por su nombre, ella se niega a dárselo, y ese coqueteo amoroso, dulce y anodino, le infunde ganas de vivir.

Todo lo que se dicen solo sirve para una cosa: llegar adonde están ahora. A esta callejuela, con Adèle empujada contra un contenedor verde. Él le ha desgarrado sus pantis. Ella emite gemidos leves, echa la cabeza hacia atrás. Él introduce sus dedos en ella, con el pulgar encima de su clítoris. Ella cierra los ojos para no cruzar su mirada con la de la gente que pasa. Agarra el puño del hombre, fino y suave, y lo hinca en ella. Él se pone a gemir también, abandonándose al deseo inesperado de una desconocida, una noche de un jueves de diciembre. Exaltado, quiere más. Le muerde en el cuello, la atrae hacia él, pone la mano en el cinturón de su pantalón y empieza a desabrocharse la bragueta. Está despeinado, los ojos se le han agrandado, tiene una mirada de hambriento, como las de las fotos de la galería.

Se aparta de él y se alisa la falda. Él se pasa la mano por el pelo y recupera la compostura. Le dice que vive cerca, de verdad, «a unos pasos de la Rue de Rivoli». Ella no puede. «Así ha estado bien.»

Regresa a la galería. Teme que Lauren se haya marchado y se vea obligada a regresar sola a casa. Ve el abrigo blanco.

—Ah, estás aquí.

—Lauren, acompáñame a casa. Sabes que soy una miedosa. Tú te atreves a andar sola por la calle. No le temes a nada.

—Venga, vamos. Dame tu cigarrillo.

Caminan por el Boulevard Beaumarchais, pegadas una a la otra.

—¿Por qué no te has ido con él? —le pregunta Lauren.

—Debo irme a casa, Richard me espera, le dije que no llegaría tarde. No, no quiero ir por ahí —dice bruscamente al llegar a la Place de la République—. Hay ratas en los matorrales. Ratas como cachorros de perro, enormes, te lo juro.

Suben por Les Grands Boulevards. La noche está más oscura y Adèle pierde seguridad. El alcohol la vuelve paranoica. Los hombres las miran. Ante unos vendedores de kebabs, tres tipos les lanzan un «¿Qué tal, chicas?» que sobresalta a Adèle. Grupos de jóvenes salen de las discotecas y de un pub irlandés, dando tumbos, riéndose y con una pinta un tanto agresiva. Siente miedo. Le gustaría estar en su cama con Richard. Con las puertas y las ventanas de su casa cerradas. Él no toleraría esto. No dejaría que nadie le hiciera daño, sabría defenderla. Acelera el paso, tira del brazo de Lauren. Lo más rápido posible, estar en casa, al lado de él, ante su mirada tranquila. Mañana, ella cocinará la cena. Ordenará la casa, comprará flores. Beberán vino, le contará cómo ha sido su día de trabajo. Harán planes para el fin de semana. Se mostrará conciliadora, dulce, servil. Dirá a todo que sí.

—¿Por qué te casaste con Richard? —le pregunta Lauren, como si adivinara sus pensamientos—. ¿Estabas enamorada de él? ¿Convencida? No logro entender cómo una mujer como tú ha llegado a esta situación. Podrías haber conservado tu libertad, vivir la vida como hubieras querido, sin todas esas mentiras. Me parece… aberrante.

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