En busca del elefante

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—Cortar un árbol parece una acción realizada en el momento, pero en realidad es un trabajo planeado. Seleccionamos los árboles que tienen que morir el invierno que viene o en la nueva primavera, y los pelamos con la sierra eléctrica. Esto significa marcarlos con anticipación. Si vemos desde lejos los árboles, los distinguimos porque ya están marcados por una franja clara en su tronco. He descubierto una cosa bastante extraña. Todos los árboles pelados, a la hora de florecer por última vez, llevan particularmente más semillas. Los árboles saben por adelantado la hora en que morirán. Sin embargo, algo más extraño todavía es que los árboles que estaban en el valle, frente al de los pelados, tenían también más semillas que de costumbre, a pesar de no haber sido tocados y estar en época de desarrollo de la corteza. Nunca supe la razón. Fue en la primavera del año siguiente cuando se produjo el incendio forestal por un rayo que cayó en el bosque. Era la temporada en que aún no empezaban a talar. Al principio me pareció estar fascinado por un demonio. Sí, es verdad, los árboles del valle opuesto ya sabían cuándo tenían que morir, por lo que multiplicaron con mayor abundancia sus semillas, flores y frutos, por última vez en la vida. Creí que no había sido otra cosa que una función de preservación de la naturaleza. Sin atreverme a talar, salí del grupo de leñadores y deambulé distraídamente entre los árboles. Era como si hubiera quedado escondido algo que no había visto. No, a lo mejor había tenido miedo. Ya alejado del valle, caminé largo rato. Entonces descubrí que todos los árboles a cinco kilómetros a la redonda del eje del valle mostraban el mismo fenómeno. Mucho tiempo después llegué a conjeturar que los árboles que morían en un lugar lejano habían decidido pasar el secreto a los otros, y que éste volaría llevado por el viento y, después, intercambiarían señales. Lo que me había sorprendido no era su capacidad de comunicación, sino que los árboles ya marcados sabían cuándo morirían. Además de esto, se notaban las flores especialmente hermosas, y sus frutos y semillas… Creo que los seres humanos son iguales a aquellos árboles.

Sin siquiera mirarme, iba articulando palabras con un tono claro y exacto. Miré sus orejas, cuya piel estaba aplastada y adherida al cráneo y, aun así, escuchaba todo lo que le decía. Por primera vez le pregunté cómo se había quemado a tal grado. Buscaba con obstinación los labios invisibles cubiertos con una careta, porque él era la única persona que sabía uno de los secretos más importantes de mi vida.

—Sentí una amenaza mientras talaba los árboles en el bosque. Cuando hacía mucho viento, los árboles se mostraban más violentos y furiosos que de costumbre, como si fueran bestias activas. No trabajaba en el bosque esos días porque percibía una amenaza que se aproximaba lentamente. Aquel día el viento era bastante fuerte, sin embargo no había más remedio que ir a trabajar. Eché a andar la sierra eléctrica y el viento empezó a tomar fuerza. Ya era demasiado tarde cuando se apoderó de mí una corazonada de que los árboles se vengarían. El bosque tiene muy buena memoria, especialmente cuando se quiere desquitar.

Dejó de hablar de ese pasaje y yo, a mi vez, imaginé lo que le ocurrió. Ese hombre que había vivido trabajando como leñador toda la vida pensaba que nunca más podría salir sin la careta o la gorra, pero, ¿por qué?, ¡ha sido la venganza del bosque! Ésa es una conclusión demasiado terrible. Sin darme cuenta, me temblaban de miedo los hombros, pese a que nunca he tenido la oportunidad de cortar ni un sólo árbol. De verdad tenía mucho miedo. Era probable que hubiera matado, sin darme cuenta, una gardenia o un boj en el patio, o que hubiera acercado una sierra aguda a un material disfrazado de árbol sin saber a ciencia cierta qué era lo que veía.

Me relató unos cuentos sobre árboles que luchaban jalando de sus respectivas cortezas. Agregó que serían como esposos que no habían vivido felizmente en una vida anterior. Después, sólo sonrió. Creo que quería cambiar de tema. Los árboles que ya sabían de su muerte con anticipación… Empecé a relatarle al antiguo leñador una historia que sucedió la primavera del año anterior.

—Cada vez que venía la primavera, lo recordaba a él de manera extraña. Era un hombre que tenía tuberculosis. Cada primavera dudaba si viviría aún o si habría muerto hacía ya bastante tiempo. La primavera pasada, de repente, me vinieron ganas de verlo, tanto que no podía aguantarme. Pensaba qué podría hacer para localizarlo, pero luego dejé de pensar en él, porque estaba segura de que, una vez que volviese a verlo, no soportaría vivir sin seguir mirándolo.

Así fue, Yunsul. No me tenía confianza. Si lo veía de nuevo, me parecía que volvería a ser otra vez yo, queriendo como antes, liberando todo lo que había guardado dentro de mí durante 17 años desde que me separé de él.

En la primavera de ese año soñé que nos abrazábamos, que sus manos tocaban mis hombros, mi nuca, y mis ojos estaban tan vivos que creía que todo era realidad. Se oía el ruido de los vellos de mi cuerpo erizándose. Cuando sus manos tocaron, por fin, mi pecho, de repente desperté sorprendida. Aunque estaba despierta del sueño, un sudor frío corrió largo rato por mi espalda. Su toque tan vivo y claro en mi cuerpo me parecía que no era un sueño. Me levanté de la cama y miré a mi alrededor, observando todos los rincones de la casa. Creí sentir por mucho tiempo sus manos calientes sobre mí.

Un poco antes de que nos separáramos, fui a medianoche a su estudio de arte, me quité la ropa y me metí en la bolsa de dormir de la que él acababa de salir. Oí que apagaba la luz. Aspiré una bocanada de aire y esperé a que viniera. Quería hacer el amor con él por primera vez en mi vida, como tú lo hiciste con el joven Byongha. Se oyó el ruido cuando cerró la puerta. No volvió a su estudio en toda la noche.

Días después de aquel sueño, sentada en el jardín debajo de la magnolia cuyas flores estaban por brotar, murmuré para mis adentros: “Pareciera que él ha muerto”.

Eso ocurrió el año pasado.

El leñador me vio de reojo.

Esta primavera, un año después de lo ocurrido entre él y yo en el sueño, un hombre desconocido, al que no había visto nunca, me informó de su muerte en un lugar extraño.

¿Qué significaba? El leñador interrogó con la cabeza.

Era probable que él mismo hubiera pronosticado su muerte. Él no me amaba. Nuestro final fue de verdad horroroso. Había tirado con violencia al suelo todas las obras que había en el estudio y me ordenó que me marchase. Las figuras quedaron hechas trizas esparcidas por todo el cuarto. Me pareció que si uno de los dos no salía del lugar, alguno quedaría lesionado o ocurriría un accidente aún más grave. Llorando me volví hacia él y le dije que me marcharía, pero que le suplicaba que se tranquilizara.

Pero, oye, Yunsul, en ese momento no estaba segura de que él no me quisiera. Probablemente temía por su cuerpo enfermo y por su futuro que no podía ver ni imaginar con anticipación, y por la chica Seo Mihyang de 23 años.

A partir de entonces, igual que antes, seguía visitando la casa del leñador para ofrecerle mis servicios voluntarios. Lavaba el cuerpo de su anciana madre, preparaba los alimentos y, después de terminar el trabajo en su casa, pasaba el tiempo sentada en el pasillo junto con el leñador, y luego volvía a mi casa. Mientras tanto, pasaron casi sin sentir la primavera y el verano; después vino el otoño, como de repente, un día en que las hojas del ginkgo del patio empezaron a teñirse de amarillo. Fui a su casa justamente después de una semana. Cuando iba a regresar a mi casa, después de haber terminado el trabajo, el hijo de la anciana me cogió por el brazo. El hombre, cuya cara estaba cubierta con la careta y la gorra, me preguntó con mucho cuidado si tendría tiempo para él. Los ojos dentro de los párpados arrugados tenían un brillo intenso.

Cuando iba a sacar la llave del coche, se acercó del lado opuesto al del conductor. Subió y empecé a conducir a toda velocidad. Al pasar por la caseta, le pregunté a dónde íbamos. No me contestó. Las luces cálidas del sol de otoño, pasado el mediodía, penetraban por las ventanas; sentía que mi frente y mi cráneo se ponían cada vez más calientes, como quemados por un fuego. Atravesamos la ciudad de Jeongson y paramos en un recodo que conducía a la entrada de un bosque.

Sacó de la cajuela una maleta dura, grande y cuadrada, se la echó al hombro y empezó a andar delante de mí. Lo seguía muy de cerca; mientras él andaba con pasos largos, varoniles; conjeturé que me enseñaría cierto árbol, pero ¿por qué?

A medio bosque detuvo súbitamente sus apresurados pasos. Me le quedé viendo con mirada recelosa. Gruesas gotas de sudor corrían por su frente. Me acerqué a tocar la corteza seca de un árbol que más bien parecía estar cubierto de plastas de lodo. Le pregunté cómo se llamaba ese árbol. Me contestó que era un roble blanco y agregó que hacía mucho que no entraba al bosque. Sí, claro, es comprensible. Difícilmente pudo salvarse de un incendio forestal tan grande. Me parecía que aún no se había recuperado del terror de aquellos tiempos, pues vi con mis propios ojos cómo temblaban sus hombros.

—Ahora vea bien —dijo el leñador.

Abrió la maleta. En ella estaban acomodados unos cables negros enrollados fuertemente, una sierra y un hacha de mano envueltas en cuero y otras herramientas cuyos nombres yo no sabía. Y, fíjate, Yunsul, que en ese momento me invadió un miedo que se apoderó repentinamente de mí: miedo a la sombra densa del bosque y a lo que sucedería en adelante. Empezó a clavar en la base del árbol de más de cien años un clavo amarrado al cable. Mientras lo metía en el tronco, me sentí aterrorizada, como si me conectaran a un electrodo de cien voltios, de manera que me sacudía con escalofríos.

 

—¿Qué hace? ¿Qué está haciendo ahora? —murmuré, abriendo la boca con dificultad.

—Tranquilícese. Esto no le hace daño al árbol —dijo el hombre conectando un legajo blanco de papeles al cable extendido, volviéndose hacia mí.

Sus ojos parecían más tranquilos y calmados que nunca. Respiré profundamente el aire que nos rodeaba. Esperó hasta que me sosegué, y anduvo unos cien metros más, dirigiéndose a un árbol al que empezó a enlazar con el cable eléctrico. Yo lo seguía constantemente, horrorizada por el miedo de ser abandonada en el bosque. Después de conectar el cable entre los árboles separados por una distancia de cien metros, puso la maleta en medio de los dos árboles. Encima de ella empezó a desdoblar los papeles atados al cable extendido entre los dos árboles.

—Será mejor para usted comprobar con sus ojos, que tratar de entender.

Sacó un legajo y me lo enseñó. Una línea delgada estaba trazada horizontalmente entre unos signos que no reconocí.

—Mire bien esta línea que está muerta, sin moverse —dijo el leñador volviéndose hacia mí con un hacha pequeña en la mano.

Sacudí dudosa la cabeza, porque no entendía lo que me decía ni lo que estaba haciendo en el centro del bosque.

—Éste va a ser un árbol emisor de mensajes —me llevó al primer árbol al que conectó el electrodo. Miré hacia arriba los robles exuberantes. Se veían pasar lentamente unas nubecitas entre las puntas de las ramas. De repente empecé a tener miedo del leñador que llevaba en su mano un hacha brillante. Por eso levanté mis ojos a ver el cielo que a veces aparecía entre las ramas allá arriba.

Finalmente empezó a dar hachazos a la base del tronco del árbol emisor: uno, dos, tres…

¡Bum!, ¡bum!, ¡bum! Me tapé los oídos con las manos, pero el leñador no paraba de dar hachazos. Creí que mis manos temblaban tanto que mi rostro se había deformado. Justamente después de otros tres hachazos, me tomó de la mano y empezó a correr conmigo hacia donde estaba la maleta. Me caí unas cuantas veces tropezándome con las raíces taladas en varios lugares, sin embargo, lo seguía. Me enseñó el legajo blanco que estaba encima de la maleta que conectaba el cable con el árbol y algo increíble apareció ante mis ojos.

La línea del aparato de registro del árbol emisor, que estaba muerta, se irguió de súbito como un ave que aleteaba para volar más alto hacia el cielo. Esto ocurrió justamente después que el leñador había dado tres hachazos. Esa línea, que se había elevado como se movía su propio cuerpo, esta vez trazaba tranquilamente una línea recta. El leñador, que observaba con atención cómo yo comprobaba lo que hacía el aparato, me dejó en ese lugar y caminó unos 50 metros con el hacha en la mano, hacia otro árbol, al cual estaba ya conectado el cable. No desvié la mirada del aparato y lo oí dar hachazos al árbol receptor. Creí que el pecho me estallaría.

Habrían pasado tan sólo unos 10 segundos después de dar los hachazos al receptor, cuando la línea del aparato de registro voló hacia arriba, al igual que la del emisor. Tapándome la boca con una mano, observaba constantemente el aparato. La línea de registro del árbol emisor subió hasta el final del último papel y, después, volvió a su lugar, como si aliviara su agitación en cierto momento. ¿Estaba yo soñando? Noté las bellotas color castaño claro, los débiles rayos del sol que penetraban entre las hojas de los árboles exuberantes, el viento suave que me desordenaba el cabello, aquellas nubecitas en el cielo, el canto de las aves y la tierra marcada por mis pasos. Estaba más despierta que nunca, Yunsul. Vi con claridad en los papeles las marcas de los árboles.

A mis oídos llegó una risa tan fuerte que me rompía los tímpanos. Como reflejo levanté la cabeza rápidamente y miré al leñador lejos de mí. Estaba carcajeándose y se retorcía todo. Se reía, pero era como si aullara en medio de la oscuridad de ese bosque de terror. Era una mezcla de llanto y risa. ¿Cuándo se habría quitado la careta y la gorra? Sus risas eran prolongadas y después se cortaban lentamente. Pronto el bosque se sumergió en el silencio.

Antes de que yo conectase una parte del cable con otro árbol más alejado del árbol receptor, ya se trazaba cierta línea recta que no mostraba ningún movimiento. Pero…

—Ya lo he visto —le dije melancólicamente.

—Cuanto más separados estén estos dos árboles, el receptor recibirá el mensaje tanto más tarde. Lo cierto es que los dos árboles se comunican.

—Pero no entiendo nada.

—No podemos afirmar que aquellos dos árboles no sean reales porque no entendemos los mensajes que se mandan entre sí.

—Entonces, ¿se comunican mientras estamos sentados aquí?

—Creo que lo que vemos no es todo, pero estoy seguro de que es verdad. Soy un hombre que ha pasado la mitad de la vida en el bosque.

Sus palabras fueron claras: los árboles saben cuándo van a morir; las semillas, las frutas y flores particularmente hermosas… Estos fenómenos no son casuales.

—El hombre del que me ha hablado nunca morirá, ya que usted lo recuerda siempre. Creo que cada vez que lo recuerde, él también la estará recordando al mismo tiempo.

Me informé de las direcciones de mis condiscípulos con quienes había dejado de comunicarme hacía tiempo y los llamé por teléfono. Con dificultad contacté a un compañero del condiscípulo mayor Chong Sukyu, y cuando lo logré, pese a que habían transcurrido 17 años, tardó sólo unos segundos en reconocerme. Recordó mi nombre exactamente, pero no lo utilizó para llamarme. No me preguntó dónde había conseguido su dirección ni por qué lo había localizado. Me pareció que estaba enfadado conmigo. En aquel entonces, él mantenía relaciones amistosas con Chong Sukyu, viajaba con él en la línea ferroviaria Kyongchun3 y estudiaba con él después del trabajo. Le dije con voz débil que quería saber dónde residía Chong Sukyu y él guardó silencio.

—¿Que dónde vive ahora? —fue lo único que dijo, fríamente, después de un largo silencio.

—Sí. Actualmente —contesté sin vacilación.

—Ya ha pasado mucho tiempo…

Aunque haya pasado mucho tiempo, quiero cortar aquel pasado, cuando lo quería, para guardarlo. No obstante, no pude explicarle la verdad a su amigo. Cualquier cosa que le dijera parecería una excusa, como si quisiera explicar lo que me había pasado. Sabía que Chong Sukyu, después de separarse de mí, no se había matriculado en su departamento y se había quedado un tiempo en el estudio de este compañero en la ciudad de Byokche de la provincia de Kyonguido. Ésa era la verdad que yo sabía. Si no me hubiera contestado tan fríamente, le habría propuesto vernos de nuevo.

—No te equivoques.

—…

—La causa de su muerte no fuiste tú.

—No es eso lo que me interesa.

No quería verme tímida ante el condiscípulo mayor. Sentí que cierta rivalidad empezaba a surgir con lentitud en mi mente. ¿No sería más bien tristeza que rivalidad?

—Tú no tuviste la culpa de su muerte.

—No importa. Lo que ahora importa no es eso.

Me dijo que las cenizas con el nombre de Chong Sukyu estaban en el templo budista Mikwangsa, en la ciudad de Pachu, y después guardó silencio de nuevo. Quería saber, por ejemplo, con quién se encontró justo antes de su muerte. Sin embargo, no pude preguntarle nada más, porque me percaté de que aún sufría por la muerte de su compañero. Colgué de golpe el teléfono.

El día en que fui a verlo por primera vez, en lugar de ir en mi propio vehículo fui en metro hasta Gupaval. Ahí tomé un autobús interurbano hacia la ciudad de Pachu. Esta manera de viajar fue a propósito, para hacer un recorrido más largo. Sin embargo, no tardé más de 35 minutos en llegar a Pachu. Además, el autobús se detuvo justamente a la entrada del templo budista. Al bajar, me dolía un poco la espalda. Sería posible que estuviera tan cerca de mí. ¿No se me aparecería el muerto? Tenía unas ganas inmensas de llorar aferrada a cualquier árbol cerca de la parada del autobús.

Al parecer eran vísperas del día del nacimiento de Buda. Las lámparas estaban colgadas a lo largo de ambos lados de la calle hacia la entrada del templo, y también había una multitud de creyentes haciendo cola delante de la ventanilla de entrada. Cuando me tocó el turno, di su nombre y pedí que buscaran en el registro. La razón por la que no fui directamente al templo era para comprobar la fecha exacta de su fallecimiento. Se me figuró que debía de ser el día en que apareció en mi sueño para tocarme y se esfumó de repente. No estaba su nombre en el registro. Se notaba claramente en la cara de la anciana creyente cierto nerviosismo, pues hojeaba y hojeaba los papeles. Al final me enfadé con ella y alcé la voz. Sin embargo, ella era solamente ayudante del templo y no debí enojarme.

Un monje budista se me acercó. Me dijo que era el encargado del templo y que recordaba todos los nombres de los muertos, si los parientes habían celebrado el rito budista del día cuadragésimo noveno después del día del fallecimiento, pero añadió que a él no podía recordarlo. En esos momentos sentí que se me doblaban las rodillas. Me mordí el labio inferior y me marché dejando atrás la ventanilla de información. Sin embargo, no fui directamente al templo del guardián de niños y viajeros. No sabía cuándo había muerto ni era seguro que su nombre estuviera en este templo.

El monje budista me siguió y me preguntó cuántos años tenía y en qué año murió. Me dijo que una persona había desparramado unas cenizas en la montaña detrás del templo, en vez de guardarlas ahí, después de haberlo incinerado en la ciudad de Byokche. El monje conjeturó que podrían ser las de Chong Sukyu, a quien yo buscaba. Me enseñó cómo subir la montaña y se fue hacia el templo principal. Sentía tanta tristeza por no verlo, que tenía un dolor punzante en los ojos. Y me costó mucho soportar que alguien hubiera esparcido las cenizas en la montaña sin celebrar el rito del día cuadragésimo noveno por el difunto. Cuando nos hicimos novios, veía a su madre y a sus tres hermanos. Me preguntaba por qué se despidieron de esa manera de Chong Sukyu, como si tuvieran malas relaciones con él o lo hubieran abandonado. Empecé a escalar la montaña con inseguridad, dando traspiés.

No valía la pena llamar a ese lugar una montaña. No era más que una colina desierta. Avanzando hacia allá, no había camino por donde subir y se veía una superficie plana. En eso consistía la supuesta montaña. Me sentí angustiada de que este sitio tan vasto y desértico fuera donde estaban esparcidas sus cenizas. Me llenaba más de pesadumbre que ese hombre pulverizado estuviera en lugar tan desolado que su muerte misma, y no me daban ganas de visitarlo de nuevo. Fue un día muy estéril. No sentía ni un poco de aire y era la época en que, por unos días, sufríamos el fenómeno atmosférico del polvo amarillo.4 ¿Quién se dignó venir a la montaña a visitarlo? Llegué a tener la certeza de que no habría nadie que hubiera venido a verlo desde que sus cenizas fueron diseminadas en la montaña.

Estuve sentada hasta el crepúsculo en mi pañoleta extendida sobre la tierra seca. Fue un largo rato, sin embargo, no dejé en la tierra ni un cigarrillo encendido para él. El tiempo pasó de manera muy rápida. Después bajé de la colina y entré al templo del guardián de niños y viajeros, saludando a Buda tres veces al estilo coreano5 y comprando una lámpara para cada año. Desde entonces no había vuelto al templo Mikwangsa, pero esta primavera he empezado visitarlo.

Después de esa vez en el templo, me encerré en casa sin salir, hasta que empezó la temporada de lluvias, luego de una primavera que pasó casi sin sentir. Cuando acabaron las lluvias, empecé a visitar el templo budista Haejusa y a trabajar en servicios voluntarios. Ya antes había ayudado ahí a principios del otoño pasado. Fui, ante todo, a la casa del leñador. No me había dado cuenta de cuánto tiempo había pasado, es decir, de que habían transcurrido dos estaciones desde que estuve en el templo Mikwangsa. Cuando fui a casa del leñador, me percaté de que había transcurrido todo ese tiempo sin sentirlo.

La casa del leñador había sido demolida. La demolición de las casas construidas ilegalmente había empezado en el verano y tres o cuatro excavadoras quitaban los escombros del suelo. Fui a una aldea cercana, en la que el derribo de casas había sido aplazado para el año siguiente. En una tienda a la entrada de la aldea pregunté por el leñador. El dueño movió la cabeza negativamente. Nadie sabía cuándo se fue ni a dónde. Sentí un gran abatimiento, como si perdiera de repente a un viejo amigo. ¿A dónde se habría ido ese amigo que me dijo que, si naciera de nuevo, le gustaría ser un árbol? ¿Cómo estaría viviendo?

 

Después que el leñador desapareció, a nadie le conté nada relacionado con Chong Sukyu. Eso significa que perdí a quien quería escucharme y con quien yo quería charlar. Nunca imaginé que llegaría este momento en que contaría de nuevo lo que había ocurrido entre él y yo. Si no hubieras sido llevada al hospital después de la muerte del joven Byongha, ¿te habría contado esto? Oye, Yunsul, no sé si oyes mi voz. Lo que me contó el leñador al final en el bosque también fue algo acerca de los árboles.

Sacó de improviso la sierra eléctrica y cortó un roble sin darme tiempo de decir nada. Mostró gran destreza para talar árboles. En un abrir y cerrar de ojos derribó un árbol que parecía tener decenas de años de edad arbórea. Al ver que caía al suelo con gran estruendo, recordé las palabras del leñador: la capacidad de recordar del bosque, la venganza de los árboles… En ese momento empezó a darme cierto miedo, como si alguien apretara mi cuello detrás de mí, pero el rostro del leñador se veía tranquilo y me prometió nunca más talar un árbol.

Me agarró por la muñeca y me llevó hasta el tronco talado. Me mostró los anillos arbóreos de la madera. Se veía el trazo de líneas concéntricas compactas, como si fuera una telaraña.

Este árbol ya no podrá crecer. Si los árboles estuvieran muy cercanos entre sí, no podrían crecer con regularidad. Si estuvieran muy pegados, no podrían tomar el agua de lluvia que es un alimento importante y, además, la luz del sol no penetraría por la densidad de las copas de los árboles, lo que los obligaría a crecer con lentitud y daría origen, a su vez, a un cambio en la esencia de la tierra. Por ello, a veces hace falta trasplantarlos o talarlos.

El leñador puso la funda a la sierra eléctrica y la metió en la maleta. El sonido “click”, al cerrarse, resonó fuertemente en medio del bosque. Ese ruido parecía reafirmar su voluntad, por lo que en ese instante tuve la seguridad de que no volvería nunca al bosque, ya que era un hombre que había perdido mucho en él, pero que también había aprendido mucho. “No vuelva nunca aquí, y menos solo”, le dije en mi interior, mirándolo. No sabía en ese momento que nuestro encuentro era el último y definitivo.

Oye, Yunsul, un momento, por favor. Me dicen que me habla el médico.

Después de que el leñador y yo estuvimos en ese bosque, regresé una vez más, en septiembre u octubre, no recuerdo exactamente. El frondoso bosque de robles estaba lleno de un olor a tierra y soplaba un viento suave. Escalé apoyándome continuamente en los troncos que consideraba como paredes, olvidándome de que estaba sola en lo más intrincado del bosque. En el camino hacia la cima había robles blancos, encinas, robles mongoles, robles albares y otros. En la cima sólo los robles mongoles formaban una colectividad. En cada uno de ellos había colgadas miles de inflorescencias todavía sin madurar, que brotarían en el mes de mayo y de las cuales surgirían bellotas marrones exuberantes. La corteza arbórea, que en la antigua edad se desprendía a lo largo para cubrir los tejados de las casas construidas con escaramujo, se convirtió en una capa gris oscura que parecía más dura. Cada vez que el viento soplaba, las verdes hojas amontonadas se inclinaban rozándose unas a otras y produciendo un agradable sonido cuando el viento cambiaba de dirección.

En el bosque, donde me rodeaban árboles por todos lados, alcanzaba las bellotas poniéndome de puntillas. Cortaba hojas para luego hacer una flauta sonora con ellas y pelaba la corteza para machacarla como ciervo hambriento. Allí me encontraba sola de verdad, pero no me sentía sola. El bosque se iba poniendo cada vez más oscuro, al tiempo que el sol empezaba a ponerse, sin embargo, sentía un aire caliente, como si el tiempo regresara al mediodía. Como las personas que ya escalaron la cima de la montaña, puse mis manos alrededor de la boca formando un círculo y grité con toda mi fuerza: “¡Yahaaaa…!” Después grité mi propio nombre lo más fuerte que pude. Habrían pasado uno o dos minutos. El grito me volvió desde lejos, como un bumerán haciéndose eco. Grité mi nombre, el de Chong Sukyu y los de las personas que no se encontraban ya a mi lado.

Di tres golpes seguidos al tronco de un árbol que estaba delante de mí, como el leñador lo había hecho aquel día. Pegué mi oído al tronco. Me pareció oír el latido del corazón del árbol, como si respirase. Rápidamente me aparté y fui corriendo hacia otro roble. ¿Éste también habría percibido mi intención? Sí, Yunsul. Escuché también latir el corazón de ese árbol y lo abracé. Parecía que me venían lágrimas a los ojos. En ese instante una voz muy familiar me llegó a los oídos. “¿Soy un evónimo de color verde que florece a principios de mayo?” “¿Soy un castaño que florece sólo con androceo y sin pétalos?” “¿Soy una planta de jengibre?” “¿Soy tu árbol, tu propio árbol?” Mi voz voló lejos, hacia el cielo, ondulándose, como si fuera una nueva hoja que absorbe los rayos del sol. Aquí, en el bosque desierto, escucho mi propia voz. No, no es eso, escucho tu voz.

Cuando el leñador se marchó de la aldea, empezaron a difundirse varios rumores sobre él: que se había adentrado de nuevo en el bosque dejando sola a su madre; que todavía deambulaba de noche por los callejones de la aldea sin atreverse a salir de ella, con el gorro y la careta blanca puestos. Continuamente iba a la aldea por los servicios voluntarios, hasta que desapareció por completo. Se rumoraba que había personas que temprano en la mañana lo veían sentado sobre el tejado de la casa derrumbada o conduciendo la excavadora.

Pero, Yunsul, yo ya lo sé. En este tiempo se convirtió en árbol, es decir, se ha vuelto un árbol caliente, receptor o emisor. Creo que se habrá convertido en abedul, con sus ramas tendidas hacia lo alto del cielo, como si no tuviera miedo de la invasión de los insectos longicornios, y con inflorescencias masculinas que bajan en abril mientras las femeninas suben. Estas inflorescencias forman una especie de rectángulo al coincidir las puntas de los dos índices de sus respectivas manos, estableciendo una línea perpendicular. Será un abedul cuya superficie blanca brilla y esparce su resplandor.

Cada vez que veo un abedul en un jardín o en un parque, me acuerdo del leñador que me enseñó los secretos del bosque y de árboles que nunca había visto. Y le dije al dueño del jardín que el abedul no arraigará profundamente en este tipo de tierra, por lo que crecerá muy débil para soportar los vientos fuertes, pero que no me gustaría que cortara sus ramas. Entonces, el dueño me miró fijamente a los ojos y me contestó que él tenía muchos conocimientos sobre árboles, pero yo moví la cabeza negativamente y le aseguré que no sabía nada del bosque ni de los árboles. Las semillas que caen al suelo, arraigan, el tronco crece y sus hojas salen también; surgen brotes, androceo y pistilo se unen, y se recoge el polen; caen las flores, cuelgan los frutos y maduran las semillas; éstas se van lejos llevadas por el viento hacia el sol. Le manifesté que no conocía exactamente todo este proceso. Oye, Yunsul, te digo que Byongha no ha muerto. Si lo llamaras, reconocería tu voz y de inmediato te seguiría con el pecho palpitante, como lo hizo mi hombre y también lo ha hecho mi árbol.

Según me dijo el médico, podrás salir del hospital dentro de cuatro días, pero los nervios del dedo anular y del cordial quedarán paralizados, aunque la anastomosis se haya realizado con éxito. Pero, oye, ¡qué suerte tenemos de que el feto dentro de tu vientre no estuviera dañado en absoluto! Antes de que nacieras, tu madre ya había pensado tu nombre, Yunsul, las olas pequeñas que brillaban a la luz del sol o de la luna, la tierra del pueblo natal y, Yunsul, ilusionada por el mar primaveral brillante de este mundo. El resplandor de las aguas que brillan en las olas del lago por la noche y en el río. Mi amor, Yunsul, por favor, despierta ya, abre los ojos, esos ojos limpios y fulgentes.