Descomposición vital

Tekst
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Introducción La vida en medio del veneno

Durante los años que estuve inmersa en mi trabajo de campo oficial en el sur de Colombia, los retenes militares al borde de la carretera eran una forzosa realidad cotidiana para los habitantes y visitantes de la región. Según la situación de orden público del momento, estas paradas podían repetirse cada 45 minutos. En el mejor de los casos, un viaje nocturno desde el departamento andino-amazónico del Putumayo hasta la capital andina de Bogotá contaba por lo menos con tres de estas paradas. Aunque normalmente el viaje en bus dura entre 13 y 16 horas, todo depende del estado del tiempo y de las variables condiciones viales a lo largo de un trayecto marcado por fallas geológicas categorizadas como inestables, las cuales suelen causar derrumbes y deslizamientos en épocas de lluvia. La rutina en los retenes siempre era la misma.

La cédula.

Quítese las botas.

El bolso.

(Un labrador olfatea)

No le sonría (al perro). Ni siquiera lo mire.

¿Para dónde va? ¿De dónde viene?

Con frecuencia los soldados repartían volantes que decían: “Guerrilleros de los frentes 32 y 48 de las FARC, ¡desmovilícense ahora! Sus familias los esperan. Vuelvan a sus casas. Vuelvan con nosotros. ¡Vuelvan a la vida digna!”.

Siempre que esas escenas regresan a mi memoria, oigo el ruido de los soldados rompiendo los paquetes y cajas de la gente. Esos paquetes, revueltos entre guacales de gallinas, bolsas plásticas y maletines en la bodega del bus, llevaban queso casero y otros productos del campo preparados como regalos para sus familiares de otros lugares del país. Siempre había murmullos de protesta entre los pasajeros, pero ante todo dominaba una silenciosa resignación. Con los brazos cruzados, la gente veía cómo los soldados abrían sus bloques de queso y esculcaban sus bolsos esperando encontrar paquetes de cocaína. Eran actos de violencia repetitiva y mundana marcados por el ruido de cuchillos cortando cinta pegante y rompiendo cuerdas cuidadosamente anudadas.

La primera vez que viajé al Putumayo en 2007 lo hice como parte de una delegación de derechos humanos y monitoreo de la política antidroga con la organización no gubernamental estadounidense Witness for Peace, mejor conocida en Colombia como Acción Permanente por la Paz. La delegación tenía como propósito hacer seguimiento al impacto de la política antidrogas estadounidense y sus vínculos con la guerra que se libraba desde hacía más de 50 años entre el gobierno colombiano y la guerrilla más grande y antigua del hemisferio occidental, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (FARC-EP). Conocido como la puerta a la Amazonía colombiana, el Putumayo tiene fronteras con Ecuador y Perú y se extiende desde el piedemonte de la Cordillera Real de los Andes hasta las extensas planicies amazónicas que abarcan el 85 % de su territorio. En el año 2000, cuando se inició la política bilateral antinarcóticos entre Estados Unidos y Colombia, el Putumayo producía aproximadamente el 40 % de los cultivos de coca de uso ilícito en el país (UNODC 2005). La región pronto se convirtió en el epicentro de la erradicación militarizada y de los programas de sustitución de cultivos del Estado junto a la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional.

Entre los años fiscales de 2000 a 2012, el Congreso estadounidense destinó más de 8000 millones de dólares para la implementación del Plan Colombia. Cerca del 80 % de la ayuda estadounidense consistió en la provisión de armamento, equipos, infraestructura, personal y entrenamiento para las fuerzas militares y la policía colombianas, así como contratos con multinacionales estadounidenses como Monsanto, Sikorsky Aircraft y DynCorp International, todas ellas parte del complejo militar-industrial (Beittel 2012). Desde finales de la década de los setenta, las estrategias de erradicación de cultivos ilícitos en Colombia han utilizado tácticas de guerra química, incluido el uso de Paraquat, Garlon 4, Imazapyr y Tebuthiuron.1 Para el 2000, el principal componente de la política antidrogas era un programa de fumigaciones aéreas con aviones aspersores utilizados para aplicar una fórmula concentrada de glifosato —herbicida fabricado por Monsanto— en cultivos sospechosos de contener plantas de marihuana, coca y amapola.2 Debido a la volatilidad de la aspersión aérea como método de aplicación de sustancias químicas, el glifosato suele caer con regularidad en potreros, bosques, suelos, ganado, cultivos de pancoger, fuentes de agua y cuerpos humanos. Más de 1,8 millones de hectáreas de coca se han fumigado en Colombia desde 1994; en el Putumayo, 282.075 hectáreas de coca han sido asperjadas a partir de 1997.3 A pesar del fracaso generalizado de esta política para reducir la cantidad de cultivos ilícitos de coca, esta siguió ejecutándose hasta el 1 de octubre de 2015, meses después de que el gobierno aprobó una resolución nacional para suspender oficialmente las aspersiones aéreas con glifosato.4 La Resolución 006 fue expedida a la luz de un informe de la agencia de investigación sobre el cáncer de la Organización Mundial de la Salud, que clasificó el herbicida más usado en el mundo como una sustancia probablemente cancerígena. A pesar de esta suspensión, el Consejo Nacional de Estupefacientes aprobó la continuación de la aplicación manual del herbicida para la erradicación de cultivos ilícitos, y en 2019 la administración de Iván Duque propuso reiniciar las fumigaciones aéreas, lo cual ha producido nuevos debates jurídicos y científicos, manteniendo activa la controversia política en el país.

En años siguientes, a lo largo de mis múltiples regresos al Putumayo para continuar con varios proyectos de investigación, filmar un proyecto de educación popular y acompañar a las comunidades rurales durante el Paro Nacional Agrario, Étnico y Popular, lo que me impactó, más que las distintas formas de violencia y destrucción ambiental producida por la guerra contra las drogas, fue la tenacidad de la vida en medio del conflicto social y armado. Las redes de campesinos y comunidades indígenas que conocí en el Putumayo y en sus alrededores, situadas al margen de la frontera agrícola nacional y criminalizadas por la presencia de cultivos ilícitos y de grupos armados paralegales de derecha y de izquierda (conocidos como “paracos” o “narcoguerrillas”), me enseñaron que la violencia no era la única historia para contar. Me llevaron a redirigir mi sensibilidad etnográfica de aquello que caía de los aviones aspersores desde las alturas hacia los procesos proposicionales de creación de vida que se hacían realidad en medio de ecologías químicamente deterioradas. Esto no quiere decir que la muerte violenta, el desplazamiento y el despojo fueran de alguna manera menos determinantes, sino que la muerte se estaba transformando mediante el cultivo de bosques, huertas y aquellas áreas ancestrales de cultivo llamadas chagras. La sintonía de los campesinos con los ciclos de la hojarasca —las capas de hojas y tallos en descomposición que con frecuencia se utilizan como composta— me llevó a repensar las relaciones entre vida y muerte, entre la materialidad y la política, en condiciones cotidianas de conflicto. El potencial de la hojarasca para “forzar el pensamiento” en las comunidades rurales amazónicas se convirtió en el foco de mi trabajo de campo.

Así, en lugar de preguntar qué significa para las comunidades vivir en las regiones cocaleras que han sido los epicentros de la violencia perpetrada —y perpetuada— en Colombia por fuerzas geopolíticas, el libro que sigue a esta introducción se inspira en las prácticas que hacen posible la vida en medio de mundos criminalizados y químicamente asediados. ¿Cómo hace la gente para seguir, para aprender a cultivar una huerta, cuidar un bosque o cultivar alimentos cuando en cualquier momento un avión aspersor puede pasar por encima empapando ecologías enteras con herbicidas tóxicos? Más allá de los imperativos de las políticas antidrogas oficiales que exigen “erradicar la coca o ser erradicado”, ¿qué otras potencialidades emergen en comunidades rurales que responden a la guerra cultivando vida, una vida que nunca está del todo separada de la muerte? Fue durante uno de mis viajes iniciales al Putumayo cuando conocí al zootecnista y campesino Heraldo Vallejo. Conocido en la región como el “Hombre Amazónico”, Heraldo influyó profundamente en mis preguntas de investigación y en mis compromisos ético-políticos. A lo largo de la década siguiente, con Heraldo y con una red dispersa de organizaciones campesinas y agrarias alternativas construí algo parecido a lo que Kim Tallbear (2014) llama un “terreno conceptual compartido”. Con este último me refiero a nuestro intento por articular proyectos conceptuales y éticos sobrepuestos sin dejar de reconocer nuestras respectivas posiciones y comprensiones situadas. Además de nuestras diferencias como interlocutores y potenciales colaboradores.

Como Heraldo me explicaba la situación, “el problema en el Putumayo es que no sabemos dónde estamos parados. Y no tiene que ver con el conocimiento sino con la aptitud y la actitud. Contrario a lo que dice el Estado, nuestro problema no es la coca. Nuestra urgencia tiene que ver con la agricultura amazónica, el desplazamiento y empobrecimiento de las familias rurales”. Las redes campesinas y de comunidades indígenas que acompañé me enseñaron que “saber dónde uno está parado” no se refiere a conocer el suelo mediante un análisis de laboratorio de su fertilidad química, su pH o su taxonomía científica; ni siquiera se trata necesariamente de conocer algún tipo de ente estable. Por el contrario, tiene que ver con la alienación producida por operar durante décadas dentro de un sistema agrícola de monocultivos para la exportación, en el cual la coca ilegal es tan solo el caso más reciente de las actividades económicas de imposición colonial y basadas en la extracción que han dominado las relaciones territoriales modernas con la Amazonía occidental del país. Curiosamente, cuando volví a Colombia en 2008 para comenzar mi trabajo de campo de largo plazo, el Instituto Geográfico Agustín Codazzi (IGAC) lanzó una campaña sobre recursos naturales en Bogotá llamada el “Año de los suelos en Colombia”. La campaña buscaba visibilizar los suelos como mundos vivos con servicios ecosistémicos además de funciones sociales y no solo como objetos explotables o recursos de la economía política nacional. “Pon tus pies en el suelo” fue el eslogan con el que cerró esta campaña en 2009.

 

Esta llamativa coincidencia me llevó a preguntar: ¿qué tanto pueden resonar o divergir estos llamados tecnocientíficos para “poner los pies en el suelo” con la invitación de Heraldo y otros campesinos a que uno aprenda “dónde está parado”? ¿De qué manera las relaciones entre el ser humano y el suelo adquieren importancia política en el complejo entramado de la política antidrogas, las agendas de desarrollo, las ciencias agroambientales y la vida cotidiana en un entorno militarizado? ¿Qué pueden enseñarnos la fecundidad conceptual y material de los suelos en conjunto —o en divergencia— con conceptos más dominantes de la tierra y el territorio? ¿Cómo guardan los suelos —esos que pueden ser o no ser vistos como un objeto llamado el “suelo”— las heridas y las huellas irreparables de la violencia, así como, las germinaciones de propuestas transformadoras y sueños alternativos desde y para los mundos rurales del país?

Este libro se escribió en un momento de transición incierta en Colombia. Algunos aspectos del conflicto social y armado de más de medio siglo llegaron a su fin con un acuerdo de paz firmado en 2016 entre el Estado y las FARC-EP. Colombia se encuentra inmersa en un proceso de justicia transicional marcado por todos los riesgos, expectativas, esperanzas, frustraciones e incertidumbres que implica todo escenario de implementación de un acuerdo de paz. Los capítulos que siguen indagan cómo las prácticas con los “suelos”, tanto aquellas que se basan en conocimientos científicos como las prácticas no científicas y las no solo científicas (como insiste De la Cadena 2015a), están profundamente enraizadas en luchas entre campesinos, funcionarios, personal de cooperación internacional, movimientos agrarios populares y científicos. Se trata de luchas sobre los significados, los imaginarios y las materializaciones de la “productividad”, el “desarrollo rural”, la “sostenibilidad”, la “paz” y lo que implica una “vida digna y justa”.

Mi trabajo etnográfico de largo plazo se llevó a cabo durante tres años entre 2008 y 2011; otros diez meses consecutivos entre 2013 y 2014, y una serie de viajes de investigación antes y después de ese tiempo. Transité por laboratorios, oficinas gubernamentales, viveros, huertas, bosques, talleres de educación popular y movilizaciones rurales, acompañando a un grupo heterogéneo de científicos del suelo y tecnócratas en la ciudad capital de Bogotá, redes de movimientos sociales rurales y familias campesinas que participaban en la construcción e implementación de propuestas agrarias alternativas en el Putumayo y sus alrededores. Además de asistir a los eventos y seminarios del “Año de los suelos” del IGAC, entrevisté a varios científicos: agrólogos, agrónomos, biólogos y microbiólogos de suelos, químicos, mineralogistas y ecólogos. También hice trabajo de campo en el Laboratorio Nacional de Suelos del IGAC y trabajé como asistente de investigación voluntaria en el Laboratorio de Microbiología Agrícola del Instituto de Biotecnología de la Universidad Nacional de Colombia (IBUN) en Bogotá. En el Laboratorio de Suelos y en el IBUN fui asistente en experimentos de laboratorio y en viveros, tomé clases informales de microbiología de suelos y participé en inoculaciones de campo y levantamiento de suelos. Pude aprender así las prácticas y los conceptos fundamentales de la ciencia de suelos practicada por el Estado y prestar atención a las relaciones —muchas veces implícitas, pero siempre políticamente cargadas— entre suelos, concentración de tierras, conservación ambiental, conflictos territoriales y las raíces agrarias de la guerra colombiana. Además de asistir a conferencias nacionales de ciencia de suelos en las ciudades de Bogotá, Ibagué y Pereira, participé en el XVIII Congreso Latinoamericano de la Ciencia del Suelo en Costa Rica, en noviembre de 2009. Esto me permitió situar las prioridades de investigación colombianas, la legislación ambiental y los conflictos socioambientales y territoriales en el marco de debates científicos e iniciativas de política pública de escala continental.

A pesar de las preocupaciones conceptuales y ético-políticas potencialmente compartidas entre campesinos y científicos, existen también diferencias considerables. Las prácticas de los científicos del suelo suelen estar situadas en laboratorios y dependen de los ciclos de financiación de investigaciones del Estado, de alianzas con gremios industriales y de muestras de suelos transportadas desde la violencia rural a la relativa seguridad urbana. Las prácticas de las comunidades rurales se sitúan en medio de la militarización de la vida cotidiana y dependen de distintos modos de laboriosidad y experimentación en huertas, bosques y potreros frecuentemente invadidos por minas antipersonal. Las relaciones directas entre estos grupos no son predecibles, fáciles ni necesariamente existentes. Aprender de la mano tanto de científicos del suelo como de campesinos complicó casi de inmediato cualquier división antropológica convencional entre “estudiar hacia arriba”, en el sentido ya clásico de Laura Nader (1972), para entender el funcionamiento del poder entre expertos e instituciones, y “estudiar hacia abajo”, para analizar la capacidad del común de la gente para transformar y resistir a aquellas estructuras.5 Resultó imposible plantear una oposición simple entre “ciencia” y “no ciencia” o asumir dinámicas jerárquicas y situaciones fijas de subyugación y potencial subversivo. En este libro no ubico en una esquina a la “ciencia del suelo clásica”, incluyendo la concepción del suelo como un reservorio para la nutrición de cultivos, y en otra los enfoques integrales de las redes comunitarias agroecológicas. Tampoco asumo que la agricultura alternativa adopta siempre una postura homogénea en contra de la tecnología o las interacciones de mercado. Por el contrario, rastreo cómo la comunidad científica y las comunidades rurales negocian las fronteras de la ciencia e impulsan sus saberes y prácticas hacia la vida política —en la medida en que pueden hacerlo— con el fin de transformar las condiciones materiales de diferentes seres y elementos que comparten las contingencias de la vida y la muerte en el marco de una guerra de larga duración y construcciones de paz emergentes.

Una creciente literatura de orientación feminista y poscolonial en estudios de la ciencia y la antropología ha hecho importantes aportes a nuestra comprensión de la intensificación de la apropiación capitalista de los mundos materiales e inmateriales —lo que algunas autoras han llamado la mercantilización de la “vida misma” (Sunder Rajan 2006; Rose 2007; Povinelli 2011; Vora 2015)—. Este libro toma esta literatura como punto de partida, a la vez que se desmarca de ella, al poner en primer plano el surgimiento de procesos socioecológicos que luchan por existir y persistir como alternativas políticas, económicas y éticas a una captura reductiva de la vida centrada en el mercado. Estas luchas están en el centro del proceso de justicia transicional que Colombia atraviesa actualmente y son parte fundamental de la persistencia del entrelazamiento entre violencias y conflictos socioambientales y territoriales. Dichos procesos también son de gran importancia para los esfuerzos colectivos e individuales para renovar y transformar formas de vida orgánicas y sucesionales en una era humanista y capitalista marcada por los discursos universalizantes del Antropoceno y estrategias de mitigación del cambio climático dependientes del manejo tecnocientífico del “medio ambiente”.

En el capítulo 1 presento mi encuentro con Heraldo Vallejo en el marco de la guerra contra las drogas colombo-estadounidense y sitúo históricamente las estructuras extractivistas que dan forma a las relaciones territoriales en (y con) el Amazonas occidental colombiano. Empiezo a hacer más familiar la urgencia expresada por las comunidades rurales para cultivar procesos agroambientales alternativos, a los que llamo procesos de agrovida de selva. También delineo los métodos etnográficos que pongo en práctica para tratar las relaciones entre seres humanos y el suelo. Además, presento a algunos de los actores individuales y colectivos que me enseñaron a prestar atención a la hojarasca.

El capítulo 2 se enfoca en la campaña del “Año de los suelos”, llevada a cabo por el IGAC en 2009. Allí abordo las implicaciones ético-políticas que tiene el valor cambiante de los suelos como mundos vivos para los destinos entrelazados de estos y los científicos de suelos vinculados al Estado. Tomando como inspiración la noción creativa de los suelos como el teatro de la vida del doctor Abdón Cortés, científico colombiano, imagino de manera especulativa aquello que llamo la poética de la política de la salud del suelo, generando alianzas entre conceptualizaciones científicas y formas poéticas de sentir y percibir el suelo.

Por medio de acercamientos etnográficos en laboratorios, en fincas y en viajes para hacer levantamientos de suelos del Estado, el capítulo 3 pone en conversación las prácticas científicas y las campesinas. Despliego un concepto que tomo prestado de Heraldo: el cultivo de ojos para ella (la selva), a efectos de demostrar las relaciones parcialmente coincidentes, divergentes e inconmensurables que emergen entre el cuidado del suelo por un interés científico o siguiendo imperativos económicos y el cuidado de un mundo lleno de seres que se alimentan entre sí.

En el capítulo 4 acompaño las diversas prácticas materiales y sus correspondientes filosofías de vida de una red dispersa de familias rurales e iniciativas agrarias alternativas en todo el piedemonte y la planicie andino-amazónica. En lugar de la productividad —uno de los elementos centrales del crecimiento capitalista moderno—, exploro cómo la capacidad regenerativa de la selva se basa en la descomposición, la impermanencia, e incluso la fragilidad, todo lo cual pone en cuestión las bifurcaciones modernistas de orientación biopolítica entre vivir y morir.

En el capítulo 5 adopto el término agroecológico de los espacios vitales de la agrónoma brasileña Ana Primavesi como herramienta de pensamiento, conceptual y política para imaginar cómo se vería y sonaría un territorio andinoamazónico de lo que llamo fincas resonantes. Este capítulo se enfoca en las lecciones aprendidas en mis conversaciones con Heraldo Vallejo, concretamente en las formas de personaje conceptual y de pensamiento propio (grupal o colectivo) que constituyen los procesos de agrovida de selva. El capítulo 6 ahonda en las potencialidades y los límites que germinan de diferentes conjuntos de relaciones entre seres humanos y suelo, relaciones que pueden desarmar o desestabilizar conceptos de lo humano, del suelo y de la conjunción humano-suelo. Regreso aquí a la fecundidad material y conceptual de la hojarasca para reflexionar sobre lo que podemos aprender de los estados transicionales —a diferencia de entes estables— y de aquellos “suelos” que nunca se han convertido en ese suelo industrializado o químico que se han vuelto el centro de atención en las preocupaciones globales sobre el cambio climático antropogénico.

Aprendí de los campesinos y de las comunidades rurales a tratar la selva como un concepto, un conjunto relacional de prácticas y una fuerza existente o viviente, en vez de un ente que puede dividirse en unidades o reducirse a un descriptor representacional de un paisaje determinado. Estas familias campesinas me explicaron que la palabra bosque no necesariamente comunica una biodiversidad conspicua y compleja, ya que puede referirse a un sistema de monocultivo de árboles o a un conjunto de variedades comerciales destinadas a la extracción maderera. La selva también resignifica al monte (tierra montañosa llena de vegetación) y al rastrojo (forraje animal o pasto crecido), términos que se pueden usar de manera despectiva para describir un paisaje desordenado o deshabitado que debería limpiarse, temerse o domesticarse.

 

El trabajo conceptual, a la vez creativo y políticamente inspirado de las comunidades rurales a quienes acompañé y con quienes pensé, me llevó a preguntar qué formas de escritura son necesarias para articular una analítica de la selva. Me refiero a una analítica que aspira no solo a escribir sobre la selva o como una selva, sino más bien a seguir y transmitir de modo performativo las relaciones, las temporalidades, las texturas y las densidades materiales e inmateriales cambiantes que componen y descomponen la vida y la muerte de la selva. La relación, la constitución y la transmisión entre las formas de escritura y distintos seres, especies y elementos no humanos han venido recibiendo cada vez más atención en el trabajo de McLean (2009) sobre la poética y la materialidad; la discusión de Choy (2011) sobre las “cuatro formas de aire”; la etnografía de Kohn (2013) sobre la semiosis forestal, y las respectivas exploraciones de Myers (2015b) y Hartigan (2017) sobre el sensorio y la inteligencia de las plantas, entre otros. Concibo el acto de escribir la selva no como un modo romántico de “dar voz” a la ecología de los bosques tropicales, sino como un intento de atender y transmitir los modos de expresión y condiciones de existencia de la selva mediante géneros literarios y poéticos que mantienen las temporalidades geológicas, humanas y microbianas en tensión y simultaneidad con el lenguaje analítico de las ciencias sociales y naturales. Utilizo viñetas y formas poéticas de escritura en diferentes momentos para interrumpir la narrativa, la cual se concentra principalmente en el cultivo de la vida en medio de la muerte. Estas interrupciones responden a los actos y a las amenazas latentes de violencia que estallan en lo cotidiano y que producen zonas grises entre los periodos oficiales de guerra y los momentos transicionales que aspiran a construir la reconciliación y la paz. La violencia estructural y los conflictos territoriales eran y siguen siendo una condición desestabilizante en la vida cotidiana de la Colombia rural, además, transforman los sedimentos materiales y las memorias encarnadas que albergan y expresan las ecologías regionales, a pesar de no ser siempre de manera explícita el centro de atención de mis interlocutores.

Notas

1 Para un detallado recuento histórico del origen de la política de fumigaciones aéreas en Colombia, véase María Mercedes Moreno (2015).

2 Se calcula que la mezcla de glifosato utilizada en la aspersión aérea es un 110 % más concentrada que la versión comercial producida por Monsanto, Roundup Ultra. Al igual que en otras aplicaciones industriales del glifosato en el mundo, al herbicida se le agregan otros químicos con el fin de aumentar su potencia y su adherencia a las plantas en un clima húmedo tropical, concretamente dos surfactantes: el polioxietil amina (POEA) y el Cosmo Flux 411 (Vargas Meza 1999).

3 La Dirección Antinarcóticos de la Policía Nacional suministró estas estadísticas oficiales el 18 de agosto de 2015.

4 A pesar de alto número de cultivos fumigados, las mediciones nacionales de cultivos de coca reportan un aumento sostenido. El número de hectáreas regresó al mismo nivel de 1999, año en que se intensificó la política de fumigaciones, e incluso llegó a superarlo (UNODC 2005). La Resolución 006 fue aprobada el 29 de mayo de 2016. Véase Asociación Interamericana para la Defensa del Ambiente (2015).

5 Un buen ejemplo de esto es la discusión metodológica de Juno Salazar Parreñas (2015) sobre la etnografía multiespecie.