Ficciones asesinas

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Y fue como un déjà vu cuando, como cumpliendo con el karma de su apellido, el sábado 2 de junio el señor Garza voló por los aires en su silla de ruedas: gritos, alboroto, tardías sirenas, plástico negro sobre la impudicia del destrozo y la obtusa mancha que tras lavados, lluvias y más lavados no termina de fundirse con el sucio regular del pavimento. Esta vez la versión de un accidente fue menos probable, si nos atenemos al testimonio de Daniela Martínez, la nieta de la señora Rosenberg, quien se ocupaba del viejo por encargo de su nieto y tutor, Rómulo Garza. Ese sábado Daniela estaba preparando la cena cuando le pareció escuchar unos desacostumbrados golpes provenientes de la sala: los dos primeros los confundió con la batería del heavy rock que estaba escuchando con audífonos para no molestar al anciano; con el tercero vino corriendo desde la cocina y descubrió su origen: las puertas de vidrio del pequeño balcón abiertas de par en par y el inválido que maniobraba su silla en retroceso hasta la mitad de la sala para lanzarla luego a toda velocidad contra la baranda. Se detuvo paralizada, con la boca abierta. El anciano nunca había mostrado capacidad de entender el manejo de aquel vehículo y desde hacía meses (desde su segundo aneurisma para ser exactos, en febrero) no demostraba gran entendimiento de nada, mucho menos esa determinación lúcida y demente que ella presenció en aquel momento de pasmado asombro –demasiado largo para prevenir el desastre–; todavía gritaba ¿qué hace?, ¡deténgase!, cuando la cuarta embestida de Ambrosio Garza logró romper el obstáculo y lanzarlo al vacío.

Como en otros casos, los policías subieron al apartamento y tomaron su declaración. Se quedaron el tiempo suficiente para comerse las galletas del paquete abierto sobre la mesa y redactar el informe. Quienes se aplicaron más fueron los inspectores Diane Parker y Hunter Pierce. Cada uno de ellos recorrió discretamente el piso en pos de alguna grabación o carta de despedida, pero el difunto no poseía teléfono celular y dudo que sus dedos aguantaran un bolígrafo o un lápiz; tal vez ya ni sabía escribir. Revisaron el balcón. La baranda rota presentaba signos de oxidación, incluyendo en los pernos de 5/8” con los que las patas metálicas se atornillan al cemento cada 70 cm, y ese hecho motivó a la policía, pese a las protestas de los habitantes, a clausurar todos los balcones del Mayoral A, previo informe para demu, el Departamento de Mantenimiento Urbano al que compete reparar el deterioro. Las torres B, C y D quedaron pendientes de inspección. Pero solo a Hunter se le ocurrió explorar con lupa las pletinas que se habían roto al desprenderse el trozo de la baranda. El deterioro en esa parte le pareció diferente en comparación con otras, la oxidación no era del mismo color. Lamentablemente, los transeúntes que se encargaron en un santiamén de los zapatos del cadáver se llevaron también la otra parte de la baranda rota antes de que pudiera ser examinada. ¿Era posible provocar o acelerar su corrosión? Sí; Luca Bambino lo sabe. Una paciente exposición al agua –mejor oxigenada– o a jugo de limón o, con efecto mucho más expedito, a pequeña dosis de ácido fluorhídrico: un compuesto difícil de conseguir, reservado a… ¿No le había dicho Elizabet que su nieta trabajaba en un laboratorio odontológico? Umm. El italiano se reservó ese dato cuando invitó a una cerveza al amigo de esos que aún tiene en la Policía Municipal para tirarle de la lengua y se enteró de que desecharon la versión del suicidio. Tampoco consideraron la culpabilidad de la muchacha que cuidaba del señor Garza. La investigación concluyó con la versión más cómoda para todos: un infeliz accidente provocado por un acceso de demencia senil.

¿No te parece que hay muchos accidentes últimamente?, preguntó el italiano. Pablo Mora –así se llama el amigo– terminó su trago y se encogió de hombros. ¿Y qué si el viejo tuvo un momento de lucidez y se tiró para salir de su miseria? Lo mismo que la Brodoski. Puah. Dígame tú, Luca. ¿Qué carajo importa si fue accidente o suicidio?

Y él se secó la cerveza del bigote y contestó:

Yo solo digo que últimamente hay demasiados accidentes. O suicidios.

11

Del diario de Elizabet Rosenberg:

MARTES, 5 DE JUNIO, DE NOCHE

Mi tristeza persistía después de aquel pobre velorio, con mi Dani encerrada en un desolado mutismo. Presenciar aquello la afectó muchísimo, no deja de culparse por no haberlo impedido. Vino por fin conmigo al velorio, pálida, ojerosa, la nariz roja de tanto llorar. En la capilla nadie le dijo nada, pero la miraban raro. Menos mal que no está consciente de las habladurías que corren por los pasillos y en el sótano, a las que no puedo contestar porque apenas muestro mi cara las frases envenenadas se evaporan en el silencio. No así en el anonimato de las redes. Me fue imposible protegerla del venenoso zumbido de whatsapp en los grupos de nuestros edificios, vecindario y zona, que no tardaron en ensañarse con ella, desde reprocharle la negligencia con el anciano paralítico hasta insinuar de manera más o menos directa que ella –imagínense: ¡ella!– lo hubiese empujado por el balcón. Como de costumbre, aparecieron unos nuevos usuarios, o unos nuevos seudónimos. ¿Y por qué haría tal cosa?, preguntan algunos generando largos hilos de debates. Porque podía. Why not? Porque limpiar a un saco humano en ese estado y alimentarlo con papillas puede enloquecer a cualquiera. Porque se cansó de cuidarlo y quería ser libre. Libre, ¡ella, que tanto agradecía ese trabajo! Hubo quienes llevaron la maldad hasta insinuar que Rómulo Garza, el tutor del anciano, le había pagado a Daniela por matarlo. Porque él, sí, tenía buenas razones para librarse de ese peso muerto; todo lo que ganaba (y ese joven gana muy bien, aseguraba alguien enterado) se lo gastaba en el cuidado y las medicinas del abuelo. Y ahora quedó libre. Él, sí. Umm. Dos más dos suman cuatro. No le tuvo que pagar a esa muchacha, afirmó alguien de alias irreconocible: la señorita Martínez lo hizo gratis. Ella y Rómulo Garza son amantes.

Mi Dani lee toda esa basura, lo sé. No contesta, no se defiende. Hace bien: yo misma, aunque me abstenga por principio de revolver ese avispero, esta vez tuve que combatir el empuje de expresar mi indignación con esos malhablados. No lo hice; aquel último post tocó mi propia, inconfesada angustia. Porque eso de Daniela y Rómulo es verdad. Lo sé. No es que me lo haya dicho con todas las palabras, es muy reservada, mi niña, pero no me fue difícil adivinar cuando me percaté de que algunas noches él sí volvía a casa y, sin embargo, ella se quedaba a dormir, digamos que para cuidar al anciano. No lo negó cuando le hice parte de mis sospechas. Tampoco pudo esconder la sonrisa y ese brillo feliz que tan raras veces se prende en sus ojos. Pero desde el accidente solo llora y no habla; todo parece arruinado.

Ahora mi ánimo está mejor, gracias al italiano. Al final de la tarde, cuando me ayudó otra vez con el agua, hice acopio de todo mi coraje y lo invité a tomar café. El hombre entró, depositó los tobos debajo del fregadero, miró el desastre de nuestra cocina, olfateó con su gran nariz el café que compro a los revendedores por whatsapp y decretó que prefería ofrecerme el suyo. Estaremos mejor en mi casa, afirmó sin ambages. Una de las miserables ventajas de haber llegado a la tercera edad con sobrepeso, canas y arrugas es que no tienes que sospechar de las intenciones de un hombre cuando te invita a su casa, así que no pensé ni dos veces antes de aceptar. Admito que estaba curiosa. Mucha gente se hace preguntas acerca de ese vecino, que nunca abre su puerta a nadie. (¿Será verdad eso?) Cuando subimos, descubrí que no me había mentido: tiene una provisión de café Fama de América, el propio, el de Antes. Sonrió sin despegar los labios cuando, curiosa como siempre, pregunté dónde lo conseguía. Charlamos embutidos en dos cómodos sillones y el ambiente que nos rodeaba me causaba una creciente admiración, teñida de estupor. Ese apartamento de soltero, a pesar de los signos de deterioro comprensible, tenía vida. Cada cosa estaba en su sitio en armonía con las otras cosas que también lo estaban, formando un universo sólido y confortable, como siempre lo son los lugares bien acoplados con la personalidad de su habitante. La biblioteca, los cuadros en las paredes, las armas antiguas en un escaparate, la buena madera de la mesita sobre la cual Luca Bambino había dispuesto dos tazas de porcelana fina, apenas un poco desportilladas. Una cafetera con café cuyo aroma aspiré como se aspiran los mejores recuerdos. Estaba en otro ambiente, en otro mundo donde los gustos del pasado coexistían sin conflicto con el moderno equipo de música y televisor de pantalla plana de sesenta pulgadas colgada de un brazo extensible frente a nuestros sillones. Tampoco impedían la existencia de un estudio equipado con computadoras y enmarañado de cables, cuando, con mil disculpas, le pedí prestado el baño, tan solo para echar un vistazo. (Bet, eres incorregible). Pero aquellas dos pantallas rodeadas de aparatos que no supe identificar parecían escenario de una de esas series de detectives de Netflix a las que se confesó adicto hasta el punto de haber sobornado a quién hiciera falta para conseguir el servicio. Aún tengo ciertos contactos de mis tiempos de detective, dijo con una sonrisa, vaga pero siempre natural, no como las mías que implican tapar la muela rota del lado derecho y alzar los párpados para no marcar tanto las arrugas.

Hasta en el baño tuve que frotarme los ojos. Estaba impecable, con un tanque de los primeros que salieron al mercado –excelente para paliar la escasez del suministro pero inútil después de tantos días con la bomba averiada– secundado por un alto barril de plástico lleno de agua y el tobo para bajar la poceta. ¿Cómo lo logra? Es divorciado desde hace siglos y vive solo, no se le conoce pareja ni amante de ningún sexo, ni una piche ayuda doméstica. ¿Cómo se las arregla ese hombre? Ni siquiera las tres cuaimas Morales –Caridad, Carolina y Carmela– omnipresentes en el edificio, tendrían respuesta a eso, y hay que ver que la tienen para todo.

 

12

¿De qué hablaron? La entrada al diario está incompleta; toca improvisar siguiendo las anotaciones de Bet. Hablaron de la muerte de Ambrosio Garza, un tema inevitable. Para Luca Bambino, ex detective al fin, no es un caso aislado. Le parece rara tanta «mala suerte» (dibujó las comillas en el aire) que golpea sobre todo a los ciudadanos mayores de setenta.

Muy sospechoso todo eso, dijo Luca Bambino, pensativo, chupando su pipa. Bet sospechó más bien que las series detectivescas de Netflix lo habían influenciado más de la cuenta.

¿No le parece eso normal en una población tan desequilibrada como quedó la nuestra tras la desbandada del Gran Éxodo? Mire nuestro conjunto Mayoral. Casi todos son jóvenes o viejos y los dos grupos se mezclan muy poco, ¿no es cierto? Hasta en Internet. Ellos tienen sus cosas, sus redes sociales, hasta sus jergas al hablar. Y es normal que el turno nos llegue primero a nosotros.

Pues, desde luego que sí. Pero no en forma de accidentes. Mire, Elizabet, no son solo los que conocemos del vecindario. Aquí tengo unas listas (señaló en dirección del estudio donde estaba su equipo de computación, y esta vez su interlocutora se abstuvo de preguntar cómo había obtenido tales datos). En los últimos tres meses hubo dieciséis muertes por accidente tan solo en la Zona 7, sin contar el vecino del sábado. ¿Qué le parece eso?

Pues, dígamelo usted. ¿Sabe qué está pasando?

Luca Bambino le sirvió otra taza de la cafetera.

Puede que tenga una idea.

Pero no me la va a decir, dedujo Bet, perspicaz, disfrutando a sorbitos su segundo café.

Todavía no. Tengo unas sospechas. Y si resultan ciertas, vecina, se las haré saber. Sobrepasan cualquier novela que pudiera ocurrírsele incluso a una escritora como usted.

Bet Rosenberg sintió un viejo pinchazo de desagrado. Detestaba que la gente se sintiese impelida a regalarle temas, como si ella escribiese thrillers o novelas policiales. Ojalá fuera así, pensó, mientras la amargura del café le tocaba el alma, aunque su sorprendente vecino también tenía azúcar. Al menos tendría más lectores. Pero Luca Bambino no lucía interesado en venderle ninguna historia, chupaba su pipa con una tranquila complacencia filosófica, tan suya como el olor a tabaco y lavanda y la camisa bien planchada y los muebles que ella volvía a recorrer con la mirada sin encontrar ni un cuadro torcido, ni una lata vacía o un plato sucio abandonado en un rincón. Tantos años en el mismo edificio y no se había percatado de que era un viejo pulcro, o sea: atractivo. Un viejo fuerte, delgado, de huesos largos. Ella no miraba a los viejos. Últimamente ni siquiera se miraba a sí misma en el espejo. Y de pronto tiene ante sí una prueba viviente de que se puede evidenciar la edad sin ninguno de sus signos repelentes, sin doble papada, barriga o espalda combada, sin dientes negros, halitosis ni ojeras abolsadas de piel gruesa y gris. ¿Qué le está pasando? Cuidado, se dijo para sus adentros: de pronto comienzan a gustarte los viejos. Clara confirmación de haber entrado a ese gremio, yo también.

Nunca se había fijado en ninguno como una mujer se fija en un hombre, para ella estaban fuera de esa categoría. Y sin embargo. Ese italiano de los tobos de agua y los saludos en el ascensor. Es atractivo, admitió con cierta perplejidad (y lo consigno aquí porque ella aún no tiene el valor para hacerlo en su diario), le gusta su cabello gris bien cortado y el bigote, la pipa que le recuerda a su padre, la postura relajada, los dos surcos profundos que bajan con decisión por los lados de la nariz e impiden que los rasgos del rostro se vayan desparramando a la buena de Dios en un relajo de pliegues y arrugas. Luca Bambino, a pesar de que le lleva unos añitos, es más ágil que Bet, se mueve con una seguridad gatuna y con una permanente alerta en los ojos negros, atentos a todo lo que le rodea. Justo al contrario de la soñadora lenta y despistada, como yo misma.

Cuando la conversación los llevó a hablar de gob (inevitable barranco en que caen tarde o temprano todas las conversaciones) dijo alguna tontería de esas que circulan por mensajes privados y se destruyen: que hace tiempo no se sabe quién maneja este país, que el presidente que muestran en los actos públicos es un holograma…

¡Tsss!, la cortó de inmediato Luca Bambino indicándole la lista de prohibiciones colgada cerca del televisor. Prohibición Grado Uno.

Pero estamos solos, observó Bet, perpleja.

Uno nunca sabe, aquí escuchan todo.

¿Qué?

Tsss, repitió con el dedo sobre el bigote. Le indicó por señas que saliera con él al pasillo y allí le hizo parte de sus sospechas: el dispositivo de escucha está incorporado en Netflix, es un arreglo turbio que tiene el gobierno con ese servicio; si no, ¿por qué no han clausurado su uso? Mucha gente aquí tiene Netflix, aunque con nuestro internet de mierda no sirva para mucho. Créeme, lo sé de buena fuente.

¿Y por qué entonces sigue con él?, preguntó Bet con cautela (recordó que su interlocutor tenía una vaga reputación de chiflado y por un momento sospechó que podría ser cierta). Luca le confesó con melancolía que no tendría vida sin Netflix. Su rostro tenso se iluminó de pronto y la invitó a quedarse para ver Parker & Pierce: su serie favorita cuyos protagonistas son dos detectives de la policía de Los Ángeles: un tosco grandulón de mandíbula cuadrada que es gay y una negra finísima (afroamericana, corrigió Bet mentalmente). Ya está en la temporada veinticuatro, y el italiano no se pierde ninguno de los capítulos que se estrenan los martes por la noche.

¿Y cómo puede estar seguro de que funcione?, preguntó ella, aturdida, recordando su internet de mierda que, en efecto, funciona de manera errática entre constantes fallas.

Funcionará. Yo siempre tengo internet. Con unos contactos de mis tiempos de investigador privado logré afiliarme a AT & T.

¿Y esto es posible?

En este país, con algunos trucos todo es posible, dijo. ¿Por qué no? La operadora tiene su extensión aquí porque suple a los jerarcas del régimen y a la cúpula militar. Si gusta quedarse, vecina, Parker & Pierce comienza a las siete. Queda tiempo para preparar unas palomitas de maíz.

Oh, a Bet le habría encantado quedarse, pero ¿cómo dejar sola a Daniela en ese estado? Declinó apenada su ofrecimiento y Luca la acompañó los cuatro pisos por las escaleras, como un caballero. Al despedirse repitió con lo que parecía una genuina preocupación: Cuídese mucho, Elizabet. No abra la puerta cuando esté sola. No sé de qué hablaba –esa frase la anotó completa en su diario– pero me sentí protegida como no recordaba haberlo estado desde la muerte de Archi. Es verdad: Daniela creció acostumbrada a lo contrario y eso no ha cambiado, aunque la ley invirtiera sus roles. Tal como supuse, se abstuvo de añadir que por un momento se había sentido querida. Tampoco anotó el mayor descubrimiento de ese encuentro, que la sacudió con un incrédulo regocijo. Pues, era este: volviendo de su expedición al baño, su mirada rozó los volúmenes de la biblioteca y –no podía haber duda al respecto– en pleno centro del estante y a la altura de los ojos estaban dos novelas y el conjunto de cuentos de Elizabet Rosenberg: esos libros ya olvidados, cuyo tiraje había sido muy pequeño y casi nadie los tenía. Con el corazón acelerado esperó a que Luca los mencionara, pero no lo hizo. Tal vez no los había leído, pensó, alguien se los habría regalado y ni se acuerda, o, peor: no le gustaron; y ese temor le impidió traerlos a la conversación.

13

Luca Bambino regresó a su apartamento, aseguró con cuidado los tres cerrojos de su puerta y se dirigió directamente a su escritorio. Veámoslo otra vez, dijo en voz alta levantando el dedo índice izquierdo y volvió a activar el video que ya casi conocía de memoria. En la pantalla se ve, deformada por el gran angular, una sala casi vacía, dos viejos sofás de color morado y la mancha luminosa del ventanal abierto. El video lleva la fecha de lunes 4 de junio, un día después del funeral del señor Garza. Daniela, ataviada con shorts y camiseta blanca está barriendo el suelo, sucio de pisadas y migajas de galletas. Cabello recogido con descuido en un moño desparramado. Lentes. Tras veintisiete segundos se oye el chirrido de la puerta y un hombre joven, alto y rubio entra en la habitación. Rómulo Garza, el nieto del difunto, anuncia el detective, como si añadiera comentarios al video para un público inexistente.

Los dos jóvenes se abrazan y la muchacha estalla en sollozos.

Tengo el día libre, dice él. Deja eso, no tienes por qué limpiar.

Quiero hacerlo. No puedo estar sin hacer nada. Su voz se quiebra. Tú no sabes cómo me siento.

Ya, ya pasó, ya pasó, ya pasó. Él ya no era él, ya no era Ambrosio Garza, ni mi abuelo, ni… Dejemos eso. Cuéntamelo todo.

Ella se aparta.

¿A qué te refieres?

Tú sabes a qué me refiero, Dani. ¿Qué te ha tocado hacer?

No estarás insinuando que… Esto es espeluznante. Yo lo conté todo tal como ocurrió. Tu abuelo se lanzó contra…

Ajá. Mi abuelo. Mi abuelo que ya no hablaba y no podía mover ni un dedo. Mi abuelo en ese estado se suicidó… Cómo no. A mí me puedes decir la verdad.

Tú tampoco me dices toda la verdad. Nunca supe qué hacías en aquel andén.

¿Andén?, se pregunta el italiano, perplejo.

Investigaba, dice Rómulo. Y no te puedo decir qué investigaba porque no lo sé. Necesito saber mucho más. Necesito saber qué pasó aquí. Por favor, Daniela.

Se pone a caminar nerviosamente por la estancia, se pasa los dedos por la abundante cabellera rubia. Cuando se acerca, Luca Bambino detiene la grabación y aumenta el fragmento de su rostro, visto de perfil, para examinar el tatuaje en forma de una ramita con hojas que le rodea la base del cuello y sube hasta la oreja izquierda. Bonito, murmura para sí mismo. Original, muy original. ¿Les gusta eso, ah, muchachos? Quita la pausa aunque en el primer momento no lo parece, porque Daniela se mantiene inmóvil, los ojos grandes abiertos y la mano sobre la boca.

¿Pero cómo se te ocurre, Rómulo?, chilla. Después de todo lo que he hecho por ti y por el señor Garza. ¿Cómo te atreves a… a…?

Un momento: no te estoy acusando. Tranquila, amor. Solo supongo que algo te ha tocado hacer. Necesito saberlo, Daniela. Se acerca y trata de abrazarla; ella lo esquiva. Pero si no quieres hablar de eso, no hablemos. Por favor no te vayas.

¡Suéltame! Me voy a mi casa. No me toques más nunca en la vida.

No te vayas, Daniela. Ven acá. Eso no cambia nada entre nosotros. Solo dije que sé de lo que estoy hablando, y ya. No sé qué hacer al respecto, pero jamás haría nada que pudiera perjudicarte a ti.

Ella ya no sigue a la defensiva. Ahora contrataca como si hubiera entendido algo:

Aja. Apuesto a que no harás nada. Yo también sé de lo que estoy hablando. ¿Recuerdas cuánto te quejabas del peso que representaba para ti? Así me engatusaste para ayudarte; tonta de mí.

Perdóname, Daniela. Yo no tenía idea de… No se me ocurrió que te iban a elegir a ti.

¿De qué me estás hablando? (sollozos) ¿Realmente crees que tengo algo que ver con la muerte de tu abuelo?

Tsss. Baja la voz, amor. Ya te dije: no lo creo. Lo sé. También sé que no es tu culpa. Pero tu historia no es verdad.

Eres un canalla. ¿Por qué piensas que miento? (sollozos) ¿Qué motivo tendría para hacerlo?

Eso también lo sé.

Ella suelta la escoba y se da la vuelta.

Quédate, amor. Por favor. Nunca hemos tenido esta conversación.

Daniela desaparece, se escucha el sonido inconfundible de la puerta tirada con fuerza. Y después, silencio. Rómulo se golpea la cabeza con desespero; se tapa la cara. Luego se recompone y también sale del encuadre, dejando en la pantalla la sala vacía. Lucas Bambino apaga el video.

¿Qué opinan de eso?, les pregunta a sus dos pantallas, chupando la boquilla de su pipa con el ceño fruncido y la expresión preocupada. La cámara conectada a su computadora fue instalada por Hunter Pierce, quien entró sin problema al apartamento vacío antes de ir al velorio de su propietario. La escena grabada ocurrió al día siguiente. Es obvio que Rómulo Garza y Daniela Martínez tienen o tenían algo. ¿Un affaire fugaz? ¿Algo más serio? ¿Desde cuándo? Pero eso no nos concierne, dice en voz alta. Era algo inevitable entre los pocos jóvenes que hay en este conjunto, todos terminan teniendo sexo con todos. Devuelve la grabación ochenta segundos atrás para escuchar la frase: No se me ocurrió que te iban a elegir a ti y el resto de esa conversación enigmática. ¿Elegir? Luca se quita las gafas empañadas de sospecha, las limpia con cuidado. ¿A qué se refería el nieto del occiso? ¿Y de qué andén estaba hablando Daniela?

 

Un detective jubilado nunca deja de ser detective. Y las dudas de Luca comenzaron a cristalizarse en una idea que no le gustaba nada.

14

Del diario de Elizabet Rosenberg:

MIÉRCOLES, 6 DE JUNIO

Daniela sigue en el laboratorio: no puede permitirse el lujo de perder ese trabajo, especialmente ahora, cuando se le acabó el otro. Le hace bien, la obliga a salir de su ostracismo. Esta mañana aproveché para dar una vuelta con el Aveo. Siempre lo hago cuando algo me perturba o exalta: en este caso, la muerte de Ambrosio Garza y mi visita de ayer a la casa del italiano, que se me antoja un comienzo. ¿Pero de qué? ¿De qué? Desde que se fue mi Archi seis años atrás he descartado, sin siquiera pensar en ello, cualquier posibilidad de una nueva relación, no miraba a nadie, no me interesaba nadie y, sobre todo, no se me ocurrió que aún podría interesar a nadie. ¿Y él? ¿En qué estaba pensando? La manera cómo miraba mi cara, tan atento. Será que contaba mis arrugas. No debo ilusionarme. Ese hombre podría pretender sin problema a una pava de cincuenta, incluso de cuarenta años. Aunque es cierto que las mujeres de esas edades no abundan por aquí; el Gran Éxodo ha creado un desequilibrio demográfico tan grande que una septuagenaria de buen ver tal vez valga la pena.

Stop it, Bet. Esta no eres tú y lo de buen ver es más bien discutible, hasta tú misma evitas mirarte en un espejo. Lo que realmente te acelera el corazón son tus tres libros en el estante de su biblioteca que no mencionaste anoche, admítelo. ¿Los habrá leído? ¿Le gustaron? Esta es la única manera en que todavía puedes ser querida. ¿O no?

La ciudad se despierta fresca, callada, no hay tráfico y no hay transeúntes fuera de las eternas colas de los bancos, farmacias y supermercados, inmóviles como papel tapiz. El infernal tráfico se ha esfumado hace años, y esa antes impensable libertad de circular es un gusto inesperado, un absurdo beneficio colateral del aniquilamiento de un país. Pues eso es lo que ha sido ese proceso: un aniquilamiento, una lenta asfixia. No tanto con armas –aunque no les tiembla el pulso para recurrir a ellas cuando lo juzgan necesario– sino con leyes, prohibiciones, expropiaciones y reglamentos burocráticos que poco a poco, sin que ya nadie recuerde el orden de sus avances y abusos, nos quitaron todo derecho a iniciativa, toda margen de maniobra individual. Pero mi Ave todavía vuela, bendita sea, mientras le duren los repuestos que milagrosamente duran; vuela al son de un cd de Vivaldi, y estoy viva, viva, viva, no importa dónde ni en qué condiciones. ¿Alguien puede entenderlo? Manejo con la ilusa sensación de libertad, atenta tan solo a los huecos y baches que nacen sin previo aviso en la vía y a los semáforos marchitos a medias o hace tiempo apagados, atenta también al zumbido de una moto que puede representar peligro y a las barreras donde chicos desnutridos en uniformes de combate te detienen con la punta del arma y miran detenidamente tu cara mientras uno de ellos comprueba si figura en sus listas la placa del Aveo y el número de tu carné. Y tú, Bet Rosenberg, dominas la ráfaga de pánico y sonríes con un gracias y buen día, oficial, cuando te lo devuelven y la reja se aparta a un lado para franquearte el paso, porque este Aveo, mi Ave, mi burbuja con ruedas, tiene el permiso para circular conmigo por todas las zonas de la capital; sí señor. Menos el Núcleo, claro, y la Zona Uno donde residen los ricos y famosos –en nuestra coyuntura serían los ricos y anónimos– allegados al gobierno. Daniela ha hecho todas las gestiones necesarias para que tú y ella tuvieran ese gusto: con paciencia, más paciencia, mucha cola, listas y dinerito extra, plus la ayuda de alguien que conoce a alguien, al final lo consigues todo: permiso para circular, para prorrogar la licencia de conducir de tu abuela mayor de setenta, para recibir remesas de familiares emigrados, para instalar Netflix, para cargar gasolina y hacer compras fuera de tu zona. Al final casi todos se arreglan para obtener esos permisos, pese al fastidio de tener que renovarlos constantemente. Por ahora tu Ave pasa. Tu Ave, aunque algo abollada, rueda como un milagro de Dios. Subes la ventanilla. Sigues. Antes solías explorar, dirigirte a sitios desconocidos, pero ya casi nunca lo haces, solo repites los trayectos a uno de los dos supermercados, al instituto de Yoga, al Parque Mayor, a Farmatel, a la librería Borges Five en la Zona Cinco que recibe tus libros usados y te vende otros. Se me ocurre que esos caminos rutinarios de ida y vuelta al corazón que es tu casa son las venas y las arterias de un mega cuerpo que te contiene. Hay tantos libros en uno como sus lectores; hay tantas ciudades en una como sus habitantes. Me gusta esta idea: la ciudad como un organismo personal. Cada uno de nosotros vive dentro de su mega cuerpo urbano, su exoesqueleto de direcciones y caminos. Y, claro: este se enferma y encoge cuando le mutilan alguna referencia del entorno: un café, una librería, un árbol que tumbaron, un quiosco que cerraron, una tienda que mandaron a invadir o se le acabó la mercancía, reemplazada de pronto por candados, polvo, basura, puerta arrollable de hierro cubierta de grafitis.

Ey, stop it, Bet. Basta, basta, ¡basta! No amplíes esa parte de la realidad; tu propia regla, ¿o no?

En realidad, todo lo anterior es mentira. Porque yo manejo por las avenidas que suben contra la montaña atenta en primer lugar a los árboles en todas las estaciones. A sus alucinantes colores regalados: el amarillo del araguaney, el rojo del flamboyán, el malva del apamate, el azul de la jacarandá. Porque yo circulo en el palimpsesto de la ciudad de Antes que palpita debajo del paisaje. Me disuelvo en la música sagrada de Vivaldi en mi reproductor y en el misterio de las vidas ajenas tras las verjas de las casotas en el antiguo Club de la Zona Dos, las que parecen abandonadas y otras que huelen a dinero nuevo y a arquitectos complacientes. A historias que no escribiré, pero allí están, casi a la vista, y sus fragmentos se forman y disuelven en el graznido de las guacamayas cuando bajo la ventanilla de mi Ave.

Vives, como todos, Bet, en el palimpsesto de la ciudad de Antes con el fondo de la misma montaña, hasta que la de hoy te muestra la pistola y te quita el teléfono o la última sortija de tu dedo anular –y qué suerte que no fue nada peor– o te golpea los ojos el gancho de otra tienda saqueada u otro edificio invadido. Y de pronto solo queda la calle de hoy, y ves las sábanas en vez de vidrios en las ventanas y una vaca en el balcón del segundo piso; y ves a toda una familia que llena bolsas de plástico hurgando en un contenedor de basura.

Luego el efecto del golpe se diluye, y así seguimos. En el palimpsesto de paisajes y vidas.

15

Nunca sabremos a ciencia cierta cómo se las ingenió Luca Bambino para hacerse con la lista de los clientes inscritos en accma (siglas de Asistencia en el Cuidado del Ciudadano Mayor).

La institución tiene oficinas en todas las zonas de la ciudad y fue creada para proveer ayuda social a las personas de tercera edad, siempre y cuando sea solicitada por sus jóvenes tutores. Según ciertas leyendas urbanas, accma está unida al sistema mucho más opaco llamado opred (Órgano Para la Restauración del Equilibrio Demográfico), pero su existencia no parece demostrada y, hasta donde sabemos, los jóvenes inscritos en accma cuentan con apoyo económico y médico para los abuelos o abuelas de quienes son responsables. La inscripción en accma es un proceso burocrático tedioso, sujeto a exámenes psicotécnicos y pruebas llamadas de Lealtad, lo que no impide que largas colas de aspirantes esperen siempre en sus puertas, y que la lista de los admitidos sea muy nutrida. ¿Cómo obtuvo Luca Bambino esa lista? Supongo que entró a la agencia principal mostrando la placa que, Dios sabe por qué, sigue en su poder después de haberse jubilado de la policía; supongo que le mintió a la empleada que lo atendía, diciendo que su nieto Joaquín lo había inscrito en esa institución y que vino para verificar el número que tenía asignado; supongo que, durante la discusión en la que ella negaba que dicho nieto figurara entre los clientes registrados y él protestaba, airado, y se metía en la taquilla exigiendo cerciorarse por sí mismo, Diane Parker se deslizó delante de la pantalla y logró captarla con su celular; supongo que bastó con eso para que una hacker tan talentosa como ella lograra craquear en pocas horas la entrada a la base de datos de accma. Simple lista de números que, sin embargo, revelaban su vínculo con el nombre y apellido del propietario de cada carné. Tras paciente examen de la lista, el ex detective logró confirmar sus sospechas: sin lugar a duda tanto Daniela Martínez como Rómulo Garza se habían inscrito en esa organización: él, hacía siete meses, en diciembre; y ella, poco más de cinco.

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