Ficciones asesinas

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Yo sé todo eso, mami. Pero tengo mis órdenes. Lo siento. Nadie que no esté autorizado puede pasar.

Me trataron de atracar.

Eso es asunto de la policía. Presente un reclamo en la comisaría de su zona.

¿Y ahora qué hago?

Siga caminando, señorita.

Ya no puedo caminar. Me torcí el tobillo.

Puede esperar el tren.

¿Habrá otro tren?

El guardia se encogió de hombros:

Siempre habrá otro tren, dijo. Desde luego nadie sabía cuándo y Daniela volvió cojeando al andén donde los últimos del grupo se estaban adentrando en la negrura del túnel. Trataban de darse ánimos cantando: sus voces rebotaban contra las paredes. Esperen, pidió en vano. El estómago se le revolvió y vomitó inclinada sobre los rieles. Cuando se recompuso un poco, estaba sola. Aunque ya había olvidado el atraco frustrado, la mera lógica de supervivencia debía azuzarla a seguir a los demás pasajeros, pero la lógica no era el fuerte de Daniela. Por el momento, prefirió confiar en el pronto restablecimiento del servicio que seguir soportando el dolor de las pisadas. Buscó con la mirada un banco pero no había ninguno. Puso la carpeta en el piso, se sentó sobre ella y comprobó que el tobillo se le había hinchado. Menos mal que había salvado su teléfono. Trató de llamar a casa, al celular de Bet y a algunos amigos, pero la línea estaba muerta; el apagón había afectado también la telefonía celular. Mierda. Tampoco había mensajes, ni juegos online y no veía casi nada a través de las arañas de los cristales rotos de sus lentes. No quería pensar en su situación. Pensó en la vaga silueta de su padre en Madrid y de su madre, no sabía dónde. Pensó en Archi que había reemplazado a su padre, pero había muerto. Pensó en Bet y en Puh, la única familia que tenía de verdad, y aunque estaba entrenada para resistir esas cosas, sucumbió a un ataque de autocompasión. Ya no le importaba nada, solo quería acariciar al gato. Se puso a llorar acunando las rodillas que sobresalían por los desgarrones de sus bluyines. Vale acotar que eran producto del uso. Daniela seguía vistiéndose como una quinceañera porque era flaquita y le salía más barato.

Todo eso ocurrió hacía unos ocho meses. Desde entonces había habido muchas fallas eléctricas y de transporte y el incidente quedó olvidado, sobre todo porque al narrarlo, Daniela lo había deslastrado de la mayoría de los detalles capaces de alterar a su tía abuela. Bastante se alarmó Bet al ver su esguince. La besó casi llorando, arregló su cabellera deshecha, buscó sus lentes de repuesto y la llevó al dispensario de la zona, donde le vendaron el tobillo hinchado y le prescribieron antiinflamatorios que consiguieron por el intercambio vecinal de medicinas. Bet supo del apagón y del tren detenido en el túnel, pero en la versión preparada para ella eso había ocurrido a unos pasos de la estación Zona Nueve, donde Daniela pudo salir a la superficie. Fue una situación complicada, concluyó la muchacha. No había transporte. Pero tuve suerte: me encontró, de pura casualidad, el nieto del señor Ambrosio Garza; lo conoces: nuestro vecino del edificio B. Pasaba por ahí con su camioneta y me reconoció.

5

Del diario de Elizabet Rosenberg. Una entrada más corta esta vez:

LUNES, 28 DE MAYO

Hoy me topé en Borges Five con el matrimonio C., amigos de los tiempos mejores. Él es poeta, ella periodista y promotora de la poesía de su marido; quiero decir que lo eran en los tiempos de Antes. Esa librería es la única que recibe libros en consignación y muchos dejamos ahí nuestras bibliotecas; es como un sitio de intercambio. En el primer momento me alegró el encuentro y nos sentamos a tomar café en la panadería de enfrente para ponernos al día. Bueno: café no había; tuvimos que contentarnos con una botella de Frescolita vertida en vasitos de plástico. F., bueno: Flora (no hay motivo de tanta discreción, solo trataba de imitar el diario de algún famoso) trabaja ahora en un medio digital y también tiene su negocio de ventas por Internet. El medio debe ser inexistente o ligado al gobierno, dado que mi amiga está libre y anda paseando por la Zona Cinco, como si no fuera periodista. El marido, Ignacio, sigue escribiendo poesía. Su poemario en Amazon se vende muy bien entre nuestros compatriotas expatriados (la expresión per se es un poema).

Tienes buen aspecto, Elizabet. Solo ese peinado no te hace gracia. Para ser franca, te envejece. Ahora se lleva corto, como el mío.

Me río. Deja en paz mi cabello, Flo. Es lo único que me hace sentir como Margaret Atwood.

Ya quisieras tú. Por cierto, ¿qué estás escribiendo?

La Frescolita me empalaga. Siempre pasa en esos encuentros, cada vez más raros, con amigos escritores. Me avergüenza no poder presumir con alguna nueva cosecha, ni siquiera autoeditada o en proceso. Suelo profundizar mi humillación quejándome de que no me sale nada, lo que desencadena una avalancha de confesiones similares, bloqueos, páginas en blanco. Un enorme cansancio me cae encima cuando, después de dar vueltas a los déjà vu de esas y otras tribulaciones que padecemos, nos despedimos con abrazos y promesas de repetir el encuentro, porque así no se puede, hay que romper el aislamiento y mantener el contacto, decimos, y nos despedimos con un nos llamamos pronto, aunque eso exige ahora un extraño esfuerzo y, desde luego, no lo haremos.

Flo e Ignacio no me dijeron nada que no me diga yo misma: escribe sobre tus padres, Bet, sobre tu infancia, tu matrimonio, tu vida universitaria, y podría seguir aquí ad infinitum: escribe sobre tus éxitos y fracasos, escribe sobre Archi y sobre esa niña callada y miope que te ha caído del cielo para dar sentido a tu matrimonio sin hijos. Y tus viajes, Bet, no olvides los viajes. Has estado en París y en Buenos Aires, has visto las ruinas de Machu Pichu, te perdiste en el metro de Nueva York y en las calles de Shanghái, tuviste un marido maravilloso, unos tropiezos románticos y hasta un gran amor clandestino (bueno, eso no lo sabe nadie). Tus propias experiencias son una mina inagotable de…

Y no puedo. Porque mi vida es esta, la de aquí y ahora, inmóvil, reducida al mínimo. Solo puedo soportarla pasando los días como cuentas de un rosario. Así vivimos todos, ellos y yo y muchos más, replegados y esperando, esperando; porque algo tan desafiante de la inteligencia, tan absurdo y grotesco como gob no puede prolongarse tanto, porque eso tiene que terminar, porque tiene que pasar algo. Nos rebelamos, se sabe, una y otra y otra vez, ya no recuerdo cuántas. Y nos vencieron, siempre: con sangre, fuego y burocracia cotidiana. Así que solo queda mantenerse vivos y la impotencia de esperar.

Tampoco eso me atrae como tema de una novela. No tengo vocación heroica, ni en la vida ni en la narrativa. Solo en este diario estoy a salvo. No pretendo documentar la realidad; por más que lo intente, sé que estaría inventando. En este diario me contento con rumiar realidad e invento como una vaca, una cotidianidad sin futuro ni pasado, puro presente sin respuesta, diario anti-diario, novela anti-novela, vida anti-vida.

Muuuuuuuuuu.

6

Las circunstancias del encuentro eran muy diferentes: Daniela conoció a Rómulo Garza en el andén del Núcleo Central. O más bien, lo reconoció cuando se acercó y le tocó el hombro. Levantó el rostro bañado en lágrimas; ya no le importaba que la vieran llorar como una niña. Estaban solos. Las luces de emergencia se estaban debilitando, una de ellas parpadeaba sin cesar.

Perdona, yo creo que te conozco, dijo el joven. Tu cara me suena.

Extrañamente, por una vez no era una táctica de acercamiento; a ella también le sonaba la suya. No era difícil situar el contexto. Vives en el conjunto Mayoral, ¿cierto?

Si lo llamamos vivir, sí. En el edificio B.

Pues somos vecinos: yo soy del A. Pero no recuerdo haberte visto hace tiempo.

Es porque trabajo por turnos y casi nunca vuelvo a casa en horario normal. Soy Garza. Rómulo Garza.

Bond. James Bond.

Se rieron. Daniela se secó el resto de las lágrimas y se presentó también. Su tía abuela y el abuelo de Rómulo se conocían; o eso le parecía a ella. ¡Y tuvieron que atravesar ocho estaciones para que ellos se conocieran también!

Se rieron de nuevo. Él preguntó qué hacía allí, tan sola, y la muchacha resumió el relato de sus desgracias. El atraco. El apagón. El tobillo torcido. El vigilante que no la dejó pasar.

¿Qué pensabas hacer?

Por toda respuesta Daniela se encogió de hombros. Si no piensas ni te agitas, la vida te trae algo. La prueba: te lo ha traído a él.

Rómulo tenía la tarjeta correcta: trabajaba en una institución gubernamental alojada en el Núcleo. Daniela no se imaginaba el dilema que él había experimentado antes de abordarla. No lo habría hecho si las cosas importantes de la vida ocurriesen según el sentido común y no al azar de pequeños detalles como, en este caso, unos lentes rotos: Daniela no los llevaba puestos, dejando al desnudo su carita de princesa en apuros que lo atrajo como un imán, aunque nadie debería haberlo visto en ese lugar. Tampoco le gustaba argumentar con el vigilante para que dejaran pasar a su vecina, amiga y persona de confianza, a quien estaba acompañando porque se había torcido el tobillo. El guardia creyó que habían venido juntos en el tren, pero permaneció inconmovible. Usted puede pasar, dijo, ella no, y Rómulo, frustrado, volvió a sentarse al lado de la muchacha.

Daniela había dejado de llorar. Ya no estaba sola, y la compañía de ese galán rubio sería más que bienvenida incluso en una situación normal de un bar o de una fiesta. Él era ingeniero de computación y trabajaba en una organización gubernamental dedicada a los ciudadanos de la tercera edad: por eso tenía acceso al Núcleo. Ella había estudiado química ambiental, pero trabajaba como asistenta en un laboratorio dental de la Zona Siete; por eso no lo tenía. Él le contó que era tutor de un ciudadano muy mayor, su abuelo Ambrosio, quien lo había criado; le habló de lo maravilloso que era antes de enfermarse. Ella le habló de su tía abuela, la escritora. Él tenía una novia, pero estaba a punto de terminar la relación. Ella no tenía novio fijo, tenía un gato, compartido con la escritora. Esas precisiones eran fundamentales: estaba claro que se gustaban. También estaba claro por qué ella se hallaba en ese andén desierto, pero no qué hacía él allí, por qué y cómo había logrado entrar a la estación cerrada en plena falla eléctrica, y por qué, si no había trenes.

 

Daniela no se lo preguntó: estaba entrenada para vivir sin hacer preguntas. Tampoco preguntó lo que iban a hacer cuando se agotó la luz de emergencia y un nuevo vigilante reemplazó al anterior en la custodia de la puerta cerrada: eso ya era asunto de Rómulo, quien, de manera natural se había erigido en su protector. Cuando los pasos del guardia y el haz de su linterna delataron que estaba haciendo una ronda, pensó que el joven iba a reanudar sus intentos para convencerlo, pero este se levantó, la ayudó a incorporarse y tiró de su mano hasta que ambos se internaron en el túnel antes de ser descubiertos. Bueno, pensó, al menos no estaba sola ni rodeada de gente desconocida. En otras circunstancias, la perspectiva de caminar un kilómetro y medio por un túnel oscuro en compañía de un varón tan atractivo como ese no la habría disgustado en absoluto; en estas, con su pie dolido, era terrible. Pero estaba equivocada otra vez: no iban a caminar tanto.

Al cabo de unos doscientos metros, Rómulo se detuvo.

¿Puedo confiar en ti?, preguntó. Pues, claro, dijo Daniela. Y lo repitió varias veces, mientras él vacilaba: Puedes confiar en mí.

No sé por qué, pero siento que sí. Espero no equivocarme. Te voy a sacar de aquí, dijo por fin. Pero tienes que jurarme que nunca, jamás, en ninguna circunstancia revelarás a nadie cómo lo hice. Recuerda que puedo ir a la cárcel, o algo peor; y de paso tú también.

Daniela lo juró, y cumplió. En ninguno de sus siguientes encuentros que se convirtieron en citas, ni cuando comenzó a cuidar de su abuelo, ni cuando se acostaron por primera vez ni en ninguna de las siguientes mencionaría la puertita muy baja, camuflada en la pared del túnel, ni el camino estrecho y sinuoso, como de canalizaciones abandonadas, con charcos de agua y escaleras, por el que la llevó alumbrándose con el celular. Ella lo siguió sin más; ese día ya nada podía afectarla ni activar su curiosidad, le bastó el apoyo que le prestaba Rómulo, tanto moral como físico, porque el pie hinchado le dolía cada vez más y no podía caminar sin ayuda. El último tramo desembocaba en un local subterráneo donde entraron por otra puerta camuflada detrás de un armario metálico, uno de los muchos que llenaban el sitio ordenados en filas de cuatro. Es el sótano donde guardamos nuestro backup en físico, le explicó Rómulo. Aquí no baja nadie salvo los viernes por la tarde. Yo trabajo en este edificio, añadió para explicarse mejor.

Era martes por la mañana. Algunos armarios estaban abiertos y Daniela se fijó en cajas circulares que probablemente contenían cintas grabadas. Caminaba cada vez peor. Le llamó la atención que, a pesar del apagón anunciado como general, el sitio estaba fuertemente climatizado, y algunos bombillos proveían una iluminación baja pero suficiente. No dijo nada, pero él se sintió obligado de explicar:

Los cortes de corriente no afectan al Núcleo. Aquí cada edificio tiene sus propios generadores, y también su pozo por si falta agua. Oh, sí, sé que sientes rabia, Daniela; es comprensible, pero ten presente que también esto es una información confidencial. He firmado un contrato muy largo que las detalla una por una. Espero que no me haya equivocado contigo.

Salieron de allí por una pesada puerta de hierro de la que él también tenía llave a una escalera por la que accedieron al estacionamiento de empleados un piso más arriba, donde estaba su Toyota gris de los ochenta, todavía en buen estado. No había nadie a la vista. Rómulo le indicó a Daniela que se acostara en el asiento trasero al lado de su maletín y la cubrió con varias carpetas, periódicos y con su chaqueta, todo arrojado con aparente descuido de modo que no despertó sospechas, ni en la primera revisión cuando salieron del edificio donde el guardia conocía a Rómulo, ni en el puesto de vigilancia a la salida del Núcleo Central, cuyas rejas se abrieron sin inconveniente cuando mostró sus credenciales. Lo escuchó contar por teléfono a su jefe que su abuelo enloquece en la oscuridad y puede hacerse daño; más tarde comprendería que eran excusas por ausentarse del trabajo. Al cabo de unas vueltas detuvo el carro para que ella pudiera sentarse a su lado, y así llegaron a la Zona Siete y al Conjunto Residencial Mayoral donde ambos habían crecido sin conocerse.

Fiel a su promesa, Daniela simplificó toda esa epopeya a un fortuito encuentro en la calle. Bet se alegró cuando Rómulo le propuso a su nieta el cuidado del señor Ambrosio, quien antes de su segundo acv aún conservaba toda su lucidez y parte de la movilidad, de modo que al principio el trabajo era agradable: había mucha conversación con el viejo, había afecto. También se alegraba por dentro con la relación que unía a los jóvenes y de la que oficialmente no estaba enterada: Daniela era muy reservada al respecto. Pero Bet conocía demasiado bien a su niña y nunca se dejó despistar.

7

Me alargué un poco con esta historia por el mero gusto de contarla. Pero volvamos al diario de Elizabet Rosenberg. La siguiente entrada retoma los temas vecinales:

JUEVES, 31 DE MAYO

La situación del agua es una tragedia, pero nos estamos acostumbrando, como nos hemos acostumbrado a cualquier bajón de nivel de la vida cotidiana y se nos va olvidando cómo había sido antes de esos golpes. O sea: Antes. En ese Antes que es tan difícil definir cuándo dejó de existir y se convirtió en este Ahora en que muchos vecinos, y sobre todo, vecinas, pasamos tiempo en la penumbra del sótano, charlando, llenando tobos, ayudándonos unas a otras. La gente trae champú y se lava el cabello; también se murmura que algunos bajan allí de noche para bañarse; en nuestras redes vecinales de whatsapp corren historias picantes acerca de encuentros fortuitos y no tanto, entre cuerpos desnudos y enjabonados en la oscuridad. Yo misma, cuando no aprovecho la ducha y la lavadora del apartamento donde trabaja Daniela, también bajo al sótano, con mi viejo traje de baño que jamás me pondría en público, pero nunca he encontrado a nadie. De día somos muchos y casi todos de tercera edad: los jóvenes del edificio trabajan y cuando vienen a llenar los tobos se aíslan con sus teléfonos y sus propios asuntos. También tienen sus propios grupos en las redes.

El italiano del piso seis, ese que dispuso de la rata, me intriga. A mí y a los demás. Investigué un poco preguntando a la gente, pero no pude descubrir si está o no en algún chat. Hay quienes dicen que sí, incluso afirman que está en todos, pero no saben bajo qué alias. ¡Son tantos! Walquiria, Quieropaz, Coronel, Diosmecuida, Carmora, Nomedigas, Samurai. No logré descubrir a todos. Tal vez el italiano sea de esos espías clandestinos que ojean los mensajes pero no participan nunca, como yo misma, que me mantengo calladita bajo mi seudónimo pero siempre informada sobre dónde se consiguen remedios y productos de limpieza caseros, quién recomienda un acupunturista, una bruja o un mecánico, quién se acuesta con quién, a quién atracaron en qué calle y qué le robaron y quién opina qué cosa acerca de lo antes mencionado.

No creo que alguna de esas voces sea la del expolicía italiano. En el edificio tiene la reputación de un tipo raro. Vive aquí desde hace más de diez años, callado, ocupado en sus cosas. Pero también él necesita agua y tiene que bajar con sus tobos como todo el mundo. Ayer despertó miradas de interés y supongo que muchos comentarios posteriores cuando se me presentó formalmente entre las tuberías oxidadas y los charcos del cuarto del hidroneumático; estaba detrás de mí en la cola. Puso sus tobos en el suelo y me tendió la mano: me llamo Luca Bambino. Llevaba una camisa azul remangada, limpia, impecable. Y yo, de lo más formal: Elizabet Rosenberg, mucho gusto. Luca es todo un caballero, como los de antaño. Desde entonces ya van dos veces que me ayuda a cargar los tobos hasta mi puerta. La próxima vez lo invitaré a un café: es lo mínimo que puedes hacer, Bet, ¿no es cierto? (nota mental: revisar si hay café).

(Nota mental 2: Pero sí estás toda conmocionada, Bet, por ese raro interés. Y muy cobarde para no mencionarlo. Vaya, solo cuida de cerrar bien el archivo y sé sincera como corresponde.)

8

La relación progresa. Ahora ya llegan a conversaciones tan íntimas como esta que (según las notas en el mismo diario) sostuvieron el domingo 3 de junio por la tarde:

Qué elegante, Elizabet.

Gracias. Mi conjunto de ocasiones oficiales y velorios.

¿Va al velorio sola?

Sí. Mi nieta tiene una crisis de nervios.

Es comprensible en su caso, ¿no?

Desde luego. Bet no tiene deseos de hablar de Daniela. Ni del accidente que es la causa del velorio. Ya basta. Tantos posts malintencionados en whatsapp. Y demasiada gente que me acosa con preguntas. Pero también usted va solo, Luca. Siempre lo veo solo. ¿Quién es su responsable legal?

Es mi nieto, Joaquín. Creció muy apegado a mí, especialmente desde que mi hijo y nuera se fueron. Tenía nueve años entonces.

¿Y su mujer?

Se fue también. No sé exactamente cuándo, ya estábamos divorciados entonces. Quedamos mi nieto y yo. Ya sabe, la historia de muchos.

¿Y por qué sonríe usted? Pues claro que sonríe. Ese viejo tiene una sonrisa que le quita como diez años.

Tsss… porque Joaquín logró escapar. Por suerte, no lo saben. Sigue registrado como mi responsable legal. Me las arreglo. Hago todos mis trámites con su número de tutor y no se han percatado. Espero que así sigan.

Los ojos negros miran directamente a los suyos. Elizabet traga con dificultad. Eso no es normal. Hace años que nadie la ha retado a traspasar la barrera de la realidad permitida, donde solo se cruzan eslóganes oficiales y chismorreo en grupos de whatsapp.

¿Y cómo es que usted me está contando algo así?

Instinto, Elizabet. Admito que he sido imprudente. Pero, ¿en quién se puede confiar en estos días? Solo en gente como nosotros, como usted y yo.

¿Se refiere a los viejos como nosotros?

¿Viejos? No lo pondría de esa manera. Gente que ha vivido lo mismo que yo, que aún recuerda lo mismo que yo. El mundo como era Antes. Y no es cuestión de edad. Es cuestión de memoria. Usted, estimada vecina, recuerda.

Ella suspira:

A veces me pregunto si de verdad recuerdo algo o lo invento. Yo invento mucho, señor Bambino. Mi cabeza no para de inventar.

Es porque es escritora.

¿Cómo lo sabe?

Todo el mundo lo sabe.

Pero ya no lo soy. No logro escribir nada. Invento porque no recuerdo, si me entiende.

¿Le parece que hagamos un pequeño ejercicio de memoria? ¿Un juego de adivinanzas?

De acuerdo.

Pregunte, vecina. Ladies first.

Okey. ¿Recuerda usted qué era antes el Centro Patriótico?

Era un complejo cultural con multi-teatro, hall de conciertos, ópera y auditorios. Acerté, ¿ve? ¡Mi turno!: ¿Qué usábamos antes del carné personal?

Otro tipo de carné que se llamaba cedula de identidad. Tenía nombre, apellido, huella digital y hasta una foto. ¡No puedo creer que andábamos con tanta información personal a la vista! Qué peligro, señor, qué peligro… Ahora con ese número basta, todo lo demás está a buen resguardo en la base de datos del Estado. Si algo han hecho bien sería eso. Así es más seguro y eficiente.

Luca bufa con sarcasmo:

Por favor, Elizabet, no sea tan precavida conmigo. Usted no habla así, como un programa educativo de gob. ¿Eficiente, el carné? Más eficiente aún sería que nos lo tatúen en el antebrazo. Ahorro en papel, imprenta y plastificado; mejor control para ellos. Y lo harán, Elizabet, lo harán. Apuesto que ya lo tienen pensado para el próximo censo. Pero volvamos a lo importante: ¿Ve?, usted recuerda lo mismo que yo. Estamos cuerdos, los dos. Tiene razón: es imprudente que le diga esas cosas, Elizabet, son años que nos han entrenado a desconfiar los unos de los otros, y yo soy desconfiado por naturaleza. No obstante, mi instinto nunca me ha fallado hasta el día de hoy. Y confío lo suficiente en usted para decirle con todas las sílabas: eso de datos seguros es bullshit, es un asunto de control. Como es bullshit que necesitemos tutores, un truco infame para reducirnos a la impotencia y amarrar a los jóvenes.

 

Ella mira rápidamente alrededor: precaución de costumbre:

Sin embargo, su nieto logró escapar. ¿Usted sabe cómo lo hizo?

Ey (otra vez esa condenada sonrisa). La confianza no llega a tanto.

Perdóneme, señor Bambino, no quise ser invasiva. Total, su secreto estaría seguro conmigo, porque lo olvidaría muy pronto. Se me olvida casi todo. Pensé que tenía Alzheimer. Me armé de valor y me hice los exámenes, cuando todavía se podía hacerlos. Y no. Los exámenes no arrojaron ese cuadro. No obstante, todo se desvanece. Lo que hice ayer, lo que pasó hace una semana. ¿Usted cree posible eso que dicen, de que inyectan en la carne algún fármaco que acelera el olvido?

Por Dios, ¿va a hacer caso a cualquier rumor que difunden por las redes? No existe tal fármaco. Y apenas si existe la carne.

No lo sé, vecino. Es verdad que se me olvida mucho. Demasiado. O no se me olvida, solo me doy cuenta de que si recordara todo, no podría seguir viviendo. ¿Me sigue?

Sí. Sé a qué se refiere, Elizabet.

Pues, no hablemos de eso. Dispare su tercera pregunta, por favor.

¿Qué había en la esquina de la avenida Las Palmas con calle Los Venados?

La funeraria El Templo. Hoy ya no existe.

Nooo, lo siento. La funeraria estaba en la otra esquina. En esa había una gran tienda de electrodomésticos que se llamaba Oscar Mahler.

¿No era una marca de salchichas?

Era Mayer, no Mahler.

Oh, esas salchichas… mis preferidas se llamaban Los Venados.

¡No, no, Elizabet! Estábamos hablando de la calle Los Venados, recuerda. No de salchichas. Calle. Esquina.

Ajá. Funeraria El Templo. Ya ve por qué me vino a la mente: es allí donde vamos a velar al señor Garza a partir de las tres.

¿Y cómo lo vamos a velar si ya no existe?

Pues claro que no existe. ¡Acaba de matarse! El señor Garza se cayó de… ¡Oh!

La realidad del presente vuelve a caerles encima como una silla de ruedas. La horrible muerte de Anselmo Garza, su vecino del edificio B. Y los gritos de Daniela. Con un escalofrío, Elizabet trata de detener las lágrimas.

Usted me está enredando, sonríe el italiano. Me refería a la funeraria. El Templo. Ya no existe.

¿Y no me dijo que está en la otra esquina?

Risas, perplejidad.

Bueno. Mejor averigüemos lo del velorio. La conserje debe de saber dónde es, y a qué hora.

Es ya, Elizabet. Por algo ambos estamos vestidos de negro.

9

Pasó el velorio. Y, esa misma noche, una nueva entrada:

DOMINGO, 3 DE JUNIO, DE NOCHE

El accidente ocurrió ayer.

¿Debo llamarlo así: accidente? Daniela jura que el pobre se suicidó. Y ella estaba allí.

Ocurrió al atardecer, dentro de ese líquido rosado de paz que baña la ciudad cuando el sol se esconde a medias detrás de los edificios. El grito, o más bien los gritos nos convocaron a todos a las ventanas, pero solo Maruja, la conserje del A, que justo estaba limpiando la suya, llegó a vislumbrar la silla de Ambrosio Garza que salió disparada del balcón del piso 5, apartamento B52, junto con un gran trozo de baranda metálica y dos macetas; solo ella vio, sin captar de inmediato lo que veía, los jeroglíficos negros que se dibujaron por una fracción de segundo en la claridad del aire –una rueda grande, una mano– antes de estrellarse entre los vehículos aparcados en la avenida. Ni siquiera hubo el instante de silencio que suele seguir al estrépito, ni siquiera la desbandada de palomas. Mi pobre Daniela que estaba preparando la comida del anciano apareció gritando como una posesa en la brecha abierta en el balcón, pero solo algunos lograron entender sus palabras repetidas con histérico desespero: ¡No lo pude parar! ¡No lo pude parar!

No, mi niña no lo pudo parar, por culpa de un miserable segundo no llegó a impedir que el tiempo se deshiciera en pedazos de rueda, baranda, cielo, posgrado, Harvard, añicos de silla y de amores, autos, hijos, nietos, bienes, mirones, cuerpo destrozado en el pavimento. Pobre Ambrosio. Tanta vida para nada, tanta vida que solo tiene sentido mientras estás en ella. Y ya.

Uf. Nada mal, Bet. Pero el momento pasó, ese instante genuino en que aquellos signos dibujados en el cielo y solo vistos por nuestra conserje parecían decirte algo, mientras el crudo horror de los hechos ya se diluía en los pitidos de tuits y mensajes de whatsapp. Entre tú y yo, Bet: mejor para Ambrosio. Pero es indigno que uses la muerte de un vecino y casi amigo para paliar tu sequia creativa, aunque sea en la clandestinidad de esta página y solo para no perder la mano. Y con la pobre Daniela que no sale de la crisis de nervios desde que ocurrió el suceso. No dejó de llorar, tuve que darle dos pastillas –¡de mi último blíster de Lexotanil!– para que se durmiera. Y cómo no entenderla: el anciano prácticamente se lanzó al vacío delante de ella. Y cómo no entenderlo a él: el hombre tan inteligente que yo conocía, convertido en un parapléjico. Es horrible pensarlo, pero tal vez todo ese tiempo estaba consciente de su estado. Consciente. Preso en un cuerpo que no responde y consciente. Tomó su salida como pudo. Se estrelló en el pavimento entre los autos aparcados y admito avergonzada que lo primero que me cruzó por la mente fue pudo haber caído encima de tu Aveo, aunque nunca lo dejas en la calle. Y ahora tratas de hacer literatura. Siempre con ese deseo inalcanzable de escribir un verdadero thriller que venda ejemplares como arroz. Asco, me das asco, Bet.

Sí, ya sé que el Aveo no tiene seguro. Esa Ave (así lo bautizó Daniela de niña) es nuestro único lujo, mientras todavía rueda. Igual me das asco, Bet, tú y esa manía de buscar literatura en la miseria semántica que rodea tu miserable vida.

Voy a atender a mi niña. Una manzanilla, algo. No ha tomado ni el caldo de pollo que tanto me ha costado conseguir.

10

No es el primer accidente que ocurre en la Zona Siete en los últimos meses. García Lobo, profesor de matemática jubilado del edificio Pan de Oro, calle Valparaíso, murió en un incendio causado, según dijeron, por una bombona de gas. Mariana Fuenmayor, ex directora del ex Instituto Nacional de Antropología, fue aplastada por una carga de placas de cemento que se desprendió de la grúa debajo de la cual tuvo la mala suerte de detenerse para revisar su teléfono. ¿Mala suerte? Luca Bambino, ex detective en fin, no cree en la mala suerte. Indagó discretamente por ahí y se enteró de que tenía esa costumbre para beneficiarse del wifi del cyber cercano cuya contraseña conocía. Y la señora Hilda Brodoski, de ochenta y cinco años, que vivía a dos cuadras del Mayoral, se había caído por la ventana mientras regaba sus matas, probablemente por uno de esos mareos que le achacaban. Su nieto se culpaba llorando, por no haber logrado comprar las medicinas habituales de la anciana. Luca Bambino, que nunca pudo desprenderse de su manía de sospechar de todo, estimó la altura del alféizar calculando cuánto tenía que inclinarse hacia afuera una mujer de tan poca estatura para que el peso del cuerpo la arrastrase hacia la calle por la mera inercia del mareo. No quedó satisfecho con el resultado, pero, en fin. La anciana estaba sola en casa, se supone (la reserva viene porque no solía cerrar su puerta) y nadie vio lo ocurrido. Las autoridades no iban a invertir tiempo ni esfuerzo para investigar más allá de lo evidente. Y lo evidente es que los viejos mueren.