Espejismos de otoño

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Tu deambular nocturno te había convertido en un lobo de mar, tanto que la que aprendió fui yo y no tú de mí.

Tus llamadas eran pura vitalidad, una vitalidad que me arrastraba cada noche hacia la línea telefónica en busca de tu voz, fuerza y energía, capaces de desdibujar los contornos más adustos de mi madurez.

—Tengo mucho que preguntarte.

Me empezaste a tutear en espera de un contacto más directo y cercano, como esos niños pequeños que se sirven del lenguaje más elemental, pero auténtico, el mismo del Principito cuando se dirige al piloto…

La verdad es que algo tenías de aquel principito de Saint-Exupéry. Cuando te insinué el parecido, te alegraste y pude imaginarme tu carita de niño feliz.

—Hay una cafetería en la misma colina de mi casa y, junto a ella, una tienda donde suelo ir a comprar cigarrillos. Un día, cuando pasé por allí, oí a un grupo de chicas que decían que me parecía a él, que yo era como aquel principito, pero oírtelo decir a ti, a Iu Yin-ji, me hace mucho más feliz…

Era verdad, te parecías al Principito.

Siempre hablabas en primera persona, como si los demás no te importaran, como si no temieras a nada ni a nadie y siempre con ese tono de voz tan pausado. Cuando alguna vez te contradecía, me interrumpías y empezabas a indagar el sentido de mis palabras con toda la tranquilidad del mundo. Eso mismo hacías cuando presentías alguna burla en mis palabras. Nunca te echabas atrás, todo había que ser analizado y hablado. Envidié tu seguridad, tu aplomo… y me di cuenta de que los problemas de identidad no iban contigo ni te hacían mella.

—Tengo tantas cosas que preguntarte.

Me lo decías a cada rato, pero pocas veces preguntabas y, cuando lo hacías, solían ser cosas triviales, al menos desde mi punto de vista.

Supongo que verías en mí a la mujer experimentada, poseedora de todas las respuestas a esas preguntas que el teléfono no te saciaba y que siempre se postergaban para próximas veces.

También decías que te gustaban las mujeres que escribían, que no había mujer más atractiva que la que sabe dar forma a los sentimientos o que, al menos, tuviera ese don.

Yo nunca lo había pensado así. Más bien, lo había sentido como un inconveniente, una tara y, sin embargo, me gustaba oírtelo decir. Hasta te agradecí que prefirieras la escritura por encima de otras artes: la música, las bellas artes, la danza…

Me pediste que escribiera sobre el amor, el amor entre un hombre y una mujer…

Insistías tanto que parecía que me obligabas a ello.

Quizá todas esas preguntas que querías hacerme tenían que ver con eso.

Algo sobre el amor y la existencia…

3

Un día me llamaste en pleno día

Había terminado de limpiar la casa y de lavar la ropa. Estaba subiendo hacia la terraza, cuando vi las zapatillas del baño, unas zapatillas verdeamarillas que tenían unas plantillas de masaje en las que se había acumulado la mugre. Estaba impaciente por limpiarlas cuando atendí tu llamada.

Parecías contento. Tu voz sonaba diferente, diferente porque nunca me habías llamado tan de día. Sentí una ola de juventud.

—¿Qué estás haciendo? —me preguntaste como saludo.

—¡Cuánto tiempo! ¿Cómo es que me llamas a estas horas?

—Estoy en Tenung. He venido con un amigo en un coche descapotable y nos hemos detenido a comprar cigarrillos.

—Pareces de buen humor. ¿Dormiste ayer?

Mientras te lo preguntaba, pasó por mi cabeza la idea de que podías estar con alguna chica. Me pregunté también si habrías cumplido con aquel desayuno tan estricto de tus padres. La verdad es que no me importaba dónde estabas ni con quién, simplemente sentí una punzada de dolor por el brío y la juventud que irradiabas, incluso después de haber pasado toda una noche de juerga.

—Mientras corríamos con el coche, se me ocurrió una idea muy divertida.

—¿Cuál?

—Bueno [me pareció que encendías un cigarrillo]… Te imaginé sentada en una cafetería y yo pasando por ella. ¿Qué te parece? Que tú me avisaras de la hora y yo aparecer por allí… ¿Crees que me reconocerías entre la gente?

—Hummm. Creo que sí.

Traté de ocultar una decepción que no me explicaba y te contesté en tono tan alegre como el tuyo.

—No tendrías que decirme ni el nombre de la cafetería, sólo la calle, y yo pasaría a la hora que me indicaras.

—Humm. Me parece buena idea. Lo intentaremos algún día.

—Se me ocurren tantas cosas… Te volveré a llamar esta noche. ¿Puedo?

Si hubieras sido más sensible, si hubieras tenido en cuenta que soy una mujer casada con obligaciones diarias, pendiente de la casa y de mil cosas, te hubieras dado cuenta de lo estúpido de tus pretensiones. Irme a sentar a una cafetería como si tal cosa, sólo para verte pasar, no es algo que pueda hacer sin más una mujer casada y con toda una familia a cuestas. Pensé en lo poco que considerabas mi situación y sentí una pequeña desilusión.

Sin embargo, era consciente de que si insistías, tu fuerza me llevaría a algún lugar a sentarme y a esperar que pasaras. ¿Será ése o aquél? No, será ése que viene por ahí… Me imaginé a mí misma con los nervios a flor de piel esperando verte a través de alguna ventana.

—Veo desde aquí un árbol con peras verdes colgando de las ramas. ¿Qué hacías? ¿Has visto el cielo? Está más azul que nunca. No se ve una nube en el cielo —dijiste y, al punto, sugeriste otra idea, aún más rara que la primera.

Siempre presumiste de ser un niño bueno, justificando tu bondad con el hecho de haber frecuentado muchos templos con tu abuela. De ahí que me pareciera tan raro lo que me dijiste a continuación:

—Estoy dormido en la cama de un hotel y tú, Iu Yin-Ji, vienes a verme sin que me entere, porque me habré tomado un somnífero.

Me reí.

Si antes me había imaginado esperándote en alguna cafetería, esta vez no supe cómo encajar tu “buena idea”. Entrar a verte dormido en la habitación de un hotel no me pareció nada divertido, ni siquiera erótico. Tan sólo me recordaste un cuadro de Delacroix.

¿De Delacroix o de Rembrandt? Un cuadro iluminado con hombres alrededor de la cama de un muerto para hacerle la autopsia. ¿Habrían descubierto algo? Médicos sorprendidos, médicos con togas negras y cuello blanco: científicos, diría yo. ¿Por qué pondrían esa cara de sorpresa? ¿Habrían descubierto algo? Tal vez, de haberse hecho realidad tu idea, también yo estuviera observando y analizándote con la misma expresión de incredulidad del cuadro.

Al menos la píldora te habría dormido tan profundamente que no te hubieras enterado de nada y hubieras despertado feliz, como siempre.

Por incomprensible que parezca, pensé que podría ser interesante disponer de ti para observarte y estudiarte, como aquellos médicos de la toga negra.

—Muy bien, ¿por qué no? Lo podríamos intentar algún día —dije yo.

¡Qué extraño! ¿Por qué tú, que tienes tantas ideas y tan extraordinarias, no puedes ni quieres aparecer ante mí; tú, que eres capaz de mostrarte tal como eres y con ese aplomo por teléfono, que hasta te atreves a dejarte ver dormido, no haces nada por presentarte en persona?

¿Es sólo por mí que estás jugando esta mascarada telefónica?

No. También tú tenías tus reparos en que nos encontráramos.

—Y ¿si yo fuera jorobado? —preguntaste así sin más.

—¿?

—¿Me tratarías igual, aunque fuera jorobado? Que conste que no tengo nada contra ellos, y además tú todavía no sabes si soy o no jorobado… —seguiste diciendo.

Era evidente que tú tampoco parecías muy dispuesto a presentarte cara a cara.

—Recuerdo una sábana blanca y limpia, sin manchas ni arrugas —dijiste y te pusiste algo melancólico. Después, volviste a hablar—: Pues a mí me gustan todas las mujeres del mundo y me siento a gusto con todas ellas. Pienso que me pertenecen. A veces, parado en algún semáforo, me pongo a soñar con ellas, a colocarlas una por una en cada departamento del edificio de enfrente y a imaginarme paseando por cada uno de ellos. Es lo que me gustaría hacer algún día, a mí y supongo que a todos los hombres: dejarme seducir por ellas y adueñarme de la suavidad de sus cuerpos, de sus miradas y de la luz de sus rostros. En el fondo eso es de lo que se ha alimentado mi vida hasta ahora.

Esa vez la que se molestó fui yo. Me incomodó, pero, al mismo tiempo, envidié tu atrevimiento, la libertad que te tomabas para decir esas cosas. Me di cuenta de que aquello también formaba parte de la vida… aunque yo lo hubiera olvidado.

Me acordé de que una vez, de niña, había pasado momentos maravillosos en un jardín lleno de flores.

En nuestro pueblo había un jardín privado, era de una familia que no había vuelto tras la guerra. Por supuesto, no era la única. Nadie podía predecir si aquellas personas volverían alguna vez, pero, entre tanto, aquellas casas se habían convertido en territorio de nuestros juegos infantiles.

La puerta de entrada de aquella casa con jardín estaba en lo alto de una escalinata y se abría con sólo empujarla.

—¡Dios mío! ¡Cuántas flores! —decía siempre yo.

Tenía el jardín tantas flores que sentía que me mareaba. Había también un pequeño estanque y, junto a él, miles de rosas y orquídeas color violeta arqueadas por doquier. De la terraza, como agua de manantial, colgaban las glicinas blancas, las lilas, las azaleas y los laureles, y todo el vallado de la casa estaba cubierto de hiedras.

Nos pasábamos los días corriendo de un lado a otro del jardín, unas veces buscando tréboles de cuatro hojas, y otras, haciendo con ellos relojes o anillos naturales con los que nos engalanábamos.

 

Un día encontré una pequeña puerta bajo el muro. La abrí tan sólo arrancándole las hiedras que la cubrían, y pude ver que, al otro lado, había otro jardín, un jardín trasero, cubierto de flores multicolores: rojas, azules, amarillas… y miles de mariposas y pájaros volando entre las suaves pelusillas de dientes de león y otras flores que revoloteaban con la brisa.

El aire estaba impregnado de un intenso dulzor a miel, un fluir de néctar armonizando entre colores y fragancias, mientras el sol parecía aprovechar mi aturdimiento para convertirme a mí también en una flor o mariposa.

En mi confusión seguí tanteando las hiedras de otros muros en busca de otras posibles puertas que me llevaran a más y más jardines. Era algo realmente espectacular, jardines paradisiacos de flores conectados simplemente por una pequeña puerta.

Un mundo inquietante, escondido, un secreto, un festejo…

Aun de niña, y sin saber cómo justificarlo, sentí que la estructura de aquel jardín hablaba de un corazón profundamente hondo.

Tu obsesión por las chicas es la misma que la mía en ese jardín florido de la infancia, un aturdimiento que me llevó a perder hasta la conciencia ante la plenitud de las flores, de ese mundo de miel y néctar que experimenté con ofuscamiento.

—Espera. Me acabo de servir un vaso con agua. Tenía mucha sed. Perdón. ¡Ah, no, qué digo! Detesto la palabra perdón. No me gusta que la empleen conmigo, así es que siempre le pido a todo el mundo que no la use, al menos conmigo. ¡Un momento! Te volveré a llamar en cinco minutos, no, mejor en diez… Tenemos un perro enorme. Es tan grande que ni la casera ni mis hermanos ni mis sobrinos pueden, ni quieren, darle de comer. Siempre me toca a mí y hoy se me ha pasado. Estará muerto de hambre el pobre… Voy y le doy de comer, pero ahora vuelvo —dijiste y, al poco, me volviste a llamar.

—No te imaginas lo contento que se pone cuando me ve. Si lo acaricio, se queda quieto, relajado, como si me estuviera animando a seguir. Después de darle de comer fui, en chanclas, un momento, a comprar tabaco. Te conté que cerca de mi casa había una cafetería y al lado, una tienda, ¿verdad?… ¿Están todos dormidos en tu casa? ¿Qué hiciste mientras estaba dando de comer al perro? ¡Uf! Casi me ahogo de tanto correr.

Cuando colgaste, fui a la cocina a beber agua —también la sed se contagia— y a encender el gas para hervir una vez más el caldo que sobró de la cena para que no se echara a perder. Nunca he podido con el gas a la primera, así que esta vez también me tocó trajinar dos o tres veces antes de conseguirlo. Me quedé ahí, de pie, esperando que hirviera. Mis hijos se habían encerrado ya en sus respectivas habitaciones y lo mismo mi marido, que se había acostado más temprano de lo habitual.

—Siempre estoy hablando de mí. Hoy te toca a ti contarme algo, algo sobre Iu Yin-ji. Quiero escucharte.

—¿De qué quieres que te hable? —pregunté yo.

—Lo que sea. Quiero saber más de ti. Nunca estoy tan tenso como cuando hablo contigo, con Iu Yin-ji, y no te creas, no está nada mal eso de sentirse algo nervioso delante de alguien.

—Yo no puedo ser tan natural como tú, no tengo tu libertad, y seguro que tengo cosas que contarte, tiene que haber… pero no sé, cada vez sé menos de mí y de mis sentimientos. Debe de haber, sin embargo, algo que quiera contarte… ¿no crees?

—No, no me refiero a eso. ¡Un momento, un momento! ¡Huy, huy! ¡Espera, espera!… Es el perro, se quiere comer la línea telefónica. Por poco nos deja sin conversación. Acabo de echarlo de la habitación. ¡Ya, ya podemos seguir!

Dispuesta a seguir con el diálogo, esperé que volvieras a coger el auricular, mientras imaginaba mentalmente la cantidad de familia y perros que deberían de tener en casa.

Tus historias, igual de interminables que Las mil y una noches, siempre estuvieron pobladas de mujeres anónimas, de anécdotas de ese amigo tuyo y eterno compañero, de los sobrinos que adoras y de Sung-ji, tu amadísima compañera de vida.

Con las mujeres te ves con unas y otras como si nada. Un donjuán perfecto que desconoce la fidelidad. Generoso con todas, pero sólo hasta cierto punto. Nunca les das tu número de teléfono y, cuando decides separarte de alguna de ellas, lo haces de manera que no se sientan heridas, que sean ellas las que te dejen, que te tiren… Gentileza por tu parte, pues tú sólo amas a Sung-ji.

Has seducido a innumerables mujeres, niñas y hasta madres de esas niñas; les has robado esposas y amantes a los hombres… No importa dónde, puede ser en un supermercado, en el cine, en la calle o en un ascensor, si te gusta alguna, aun cuando esté sentada junto al novio, intentas hacérselo saber y aprovechas cualquier despiste de la pareja para acercarte a ella y quedar para otro momento.

Te preocupas por todas esas chicas con las que has dormido y siempre haces lo posible para no herirlas. Dices que no hay heridas ni reproches porque simplemente buscan, tú como ellas, pasar un rato agradable.

—Pasamos una noche juntos, eso es todo. Al día siguiente volvemos a ser unos desconocidos. Con algunas he estado más tiempo, pero… También he conocido chicas que no he conseguido olvidar. Un día dormí con una niñita. Me dejó una nota, un detalle por parte de ella que me hizo muy feliz. Esas son las personas que me gustan y me gustaría volver a ver. Hubo otra, a la que quise regalarle algo, una chaqueta mía. Ella se quedó tan contenta que nunca se la quitaba y eso también me hizo muy feliz.

—¿Crees que eso es posible? ¿Que no se sientan heridas esas niñas? Todos deseamos amar y ser amados. No creo que haya ninguna mujer que quiera andar en brazos de tantos hombres, como tú dices. De ti, de lo que sientes tú, no sé… como dicen aquello de que ustedes los hombres funcionan de otra manera, pero de una mujer, me cuesta creerlo, a pesar de los cambios y de que estemos viviendo otros tiempos… Creo que, al final, esas chicas tienen que terminar lastimadas.

—No, nada de eso, pero espera, espera, deja que me lo piense… Pues, no lo sé… De repente no lo veo tan claro.

Te detuviste a pensar.

—De niño siempre tuve la sensación de que un gigante me estaba esperando… que me esperaba, al anochecer, en la entrada del pueblo, pero nunca lo pude comprobar, porque cuando me animaba a averiguarlo, ya era demasiado tarde y siempre acababa prometiéndome en la oscuridad y mirando hacia la calle por donde creía que se había marchado aquel gigante, que mañana sería otro día, que mañana sí lo vería y lo seguiría.

—Una historia interesante. Me gusta… Tenías que haberte marchado con el gigante. Imagínate dónde estarías ahora si lo hubieras hecho.

—Supongo que sería otro, alguien totalmente diferente a lo que soy. ¡Si me hubiera ido!

—Continúa…

—Eso es todo.

—Tengo una historia muy similar a la tuya. Es algo que imaginaba de pequeña, algo que se repetía a todas horas…

—Un segundo… Voy a fumarme un cigarro y a ponerme un cojín en el costado… ¡Humm, ahora sí!, ¡ahora sí que estoy cómodo! ¡O.K.!, ¡habla!, ¡cuéntame lo que querías!

—Aparece, de pronto, un monstruo en la aldea. Estoy jugando cuando lo veo entrar, enorme y feo, por la calle, con una fuerza brutal. Echo a correr y grito para que todos sepan que ha aparecido el monstruo, pero no hay nadie a mi alrededor, nadie en el pueblo, un pueblo abandonado por la guerra. Llego jadeando a lo alto de la colina, a mi casa, y cierro, primero el portal y luego la puerta de las habitaciones, y busco el rincón más seguro y oscuro de la casa. Siempre termino en el desván, sentada en medio de una inmensa oscuridad. El corazón me late con tanta fuerza que parece que retumba en el techo. El monstruo me ha seguido. Está frente a la casa. Oigo sus pasos y me pregunto si habré cerrado bien las puertas… Dudo. Siento tanto miedo que no estoy segura de haberlas atrancado bien, pero aunque lo hubiera hecho, de nada hubiera servido, puesto que son de madera, y tan débiles que la bestia las habría hecho añicos con una sola mano. Pienso que deberían hacer puertas de metal, de esas fuertes… Estoy desesperada. Ando de un lado a otro buscando algún techo seguro donde sentirme segura del monstruo y, sin embargo, no hay ningún lugar, ningún rincón del mundo que me proporcione esa protección. La historia se queda allí. El monstruo nunca pasa de la puerta, no me encuentra ni me devora, pero está allí, frente a la casa, intentando encontrar a la niña aterrada y paralizada de miedo que fui.

—Otra, cuéntame otra de esas historias.

—Estoy cansada. Ya no puedo más. ¿No tienes sueño? —te pregunto.

Miro hacia la ventana y te aviso que ya ha llegado el alba.

4

A pesar de haberte imaginado tantas y tantas veces, la primera vez que te vi, sentí un escalofrío por todo el cuerpo.

Fue a través de una cinta de video que me enviaste. Ya me habías comentado en alguna ocasión que te gustaba grabar. Metí la cinta e, indiferente, me instalé a verlo en un rincón.

Primero apareció tu casa. Me recordó la canción Una casa blanca en la colina. Todo era blanco: el portal, las ventanas, la pared… y estaba sobre una colina.

Había una niña en la puerta de la casa, la misma que abrió para que la cámara pudiera adentrarse en ella. El jardín, el vestíbulo y, luego, la sala de estar de la planta baja. Otro niño canta y baila junto a ella. Es posible que tú los estés guiando y ellos sean esos sobrinos de los que me solías hablar. La sobrina precoz y el hermano que, decías, estaban más unidos a ti que a sus mismos padres. Me contaste en alguna ocasión que la madre de los niños estaba en Alemania estudiando diseño, y el padre, tan metido en sus negocios, que los niños, desde muy pequeños, habían vivido prácticamente en tu casa. Tal vez fuera por eso que me recordaban tanto a ti. Bailaban y cantaban con desparpajo y tenían tu misma gracia.

Se notaba que los dirigías a tu antojo. Había efectos especiales en algunas imágenes con música de fondo. Y tus sobrinos andaban de un lado para otro como expertos mimos, vestidos de negro, bailando con unas alitas en la espalda y unos corazoncitos pendientes de las orejas. Otras veces se cubrían con máscaras de algún animal e imitaban sus movimientos y rugidos. Una verdadera fiesta… Lo habitual en ti, porque ahora que lo pienso, también en tus llamadas hubo siempre ese toque festivo.

La cámara entra a tu cuarto, en la segunda planta. Las ventanas, abiertas de par en par, dejan entrever árboles ya otoñales. La máquina recoge uno de esos instantes en que algunas hojas, ya plenas de color, caen con el roce de la brisa, ese preciso momento en que también tú apareciste sin más, de pronto y sin previo aviso.

Se detuvo la música, los cantos y la diversión de tus sobrinos, una parálisis total, una película inmersa en el más absoluto silencio, como cuando, al acabar la compra, subo al autobús y, mientras espero que parta, me detengo a contemplar los árboles con sus hojas bamboleando por el viento. Probablemente aseguraste la cámara a un lado de la habitación con la intención de que pudiera acecharte en secreto.

Llevabas una camisa roja y unos pantalones negros con tirantes. Al poco, te pusiste también una chaqueta negra. Sentí escalofríos. Frente a la luminosidad que ofrecían las hojas de los árboles que cercaban tu cuarto, la habitación se me antojó demasiado solemne, silenciosa e imbuida de una gran soledad.

—¿Cómo? ¿Eres tú ese chico? —me dije a mí misma.

Tenías todo el aspecto de un viajero solitario, aquella soledad del eterno viajero, tan eterno como el viento, el tiempo, la polvareda o el humo, pero familiar y cercano al mismo tiempo.

De cara ovalada y blanca, tenías unas espesas cejas y el pelo largo hasta los hombros y suelto. En aquel entonces, hace ya diez años, pocos hombres se atrevían a dejarse melena.

En una palabra, eras demasiado hermoso, demasiado hermoso para creer en tu interés por mí y en el mismo hecho de que pudiéramos haber pasado tanto tiempo únicamente hablando por teléfono.

Belleza y opulencia.

Quizá fueron estos los motivos de mi incredulidad. Ya nos conocíamos lo suficiente como para aceptarte tal como fueras y en las circunstancias en las que estuvieras. Esas cosas habían dejado de tener importancia. Lo que me importaba era tu voz, tu forma de entonar las palabras y esa atmósfera a la que me has acostumbrado en cada una de tus llamadas. He sido siempre poco proclive al materialismo, más bien todo lo contrario. De preferir, es posible que sea la pobreza a la exuberancia.

Pero allí estabas tú, con tu belleza y tus comodidades.

 

Cuando apareciste sin más, antes incluso de que me diera cuenta de lo hermoso que eras, me sentí tan conmocionada que paré la imagen y la hice retroceder para volver al mismo punto de tu aparición. Y de nuevo esa sensación de viajero eterno, de lugares y tiempos remotos.

Es poco tiempo lo que te retiene la cámara. Luego viene tu madre vestida de negro. Debe ser unos años mayor que yo, no mucho más o, incluso, de la misma edad. Se dirige hacia el vestíbulo, de donde la despiden tus sobrinos.

Hay un pequeño sendero que atraviesa el césped del jardín y conecta la casa con la puerta principal. Ella pasa por el caminito, ausente y muy digna, sin hacer el menor caso a la máquina que la sigue, acaricia al perro que se le acerca y desaparece detrás de la puerta. Es una simple escena, una salida esporádica de la dueña de la casa y una despedida que, sin embargo, para quienes viven en departamento resulta inusual, prácticamente imposible de contemplar.

Después son imágenes difusas, el zzzzz del aparato al borrar y, a continuación, el interior de una cafetería, tal vez ésa de los alrededores de la Universidad Jongik que decías frecuentar.

Sigues con tus pantalones negros con tirantes, la misma camisa roja y un sombrero estilo marinero con gafas de sol encima. Supongo que cuando te pusiste la chaqueta fue para salir. El sombrero y las gafas vinieron después.

El local estaba a oscuras, a excepción del rojo de tu camisa que era lo único que se veía con claridad.

Empezó a sonar la música. Tú, que habías vacilado tanto por teléfono, has decidido cantar.

“Siempre como tú… No soy más que una herida tuya… cuanto más te amo… cuanto más me alejo del tiempo que me separa de ti….”

Tienes el semblante trágico de quien está a punto de quitarse la vida. Gestos exagerados y movimientos calculados.

También lo son tus ademanes al cantar. Todo tan premeditado que no importa dónde pare la cinta, tu imagen es perfecta. Nada falta ni sobra. De tus gestos se desprende el narcisismo y la admiración, pues eso es lo que eres, un ser sumamente atractivo que convierte cada gesto en una escena erótica.

“Es agua pasada… Ya lo es… el tiempo que me dedicaste… cuanto más se aleja… cuanto más te amo… más… más me doy cuenta de la herida que fui para ti…” —vuelves a cantar.

Otra vez la cafetería.

Por como vas vestido parece otro día. Esta vez llevas una camisa azul. Te ríes, bebes y charlas con un grupo de amigos. Tal vez cortaste algunas imágenes, al menos las de tus amigos cantando, porque el único que lo hace eres tú, fuera de una chica con un traje naranja que canta de rato en rato. Tiene el pelo lacio y largo que casi le llega a la cintura. Viste una falda realmente corta y está bastante morena, probablemente del sol. Ella te llama cariñosamente, lo hace también con otros chicos, pero no sólo es ella, todas te tratan de un modo muy familiar.

La chica del traje naranja se dirige al escenario para volver a cantar. Puede que sea la misma a la que oí cantar la otra vez, por teléfono, o tal vez sea Sung-ji, tu enamorada.

No, no creo que sea ella. Me cuesta creer que exhibas a la chica que amas de esa manera, cuando lo lógico en ti sería que la tuvieras reservada sólo para ti.

Afirmabas que ella era la única a la que querías, a pesar de haber pasado muchas noches con tantas otras mujeres. Recuerdo que me dijiste que también ella era una libertina.

No lo entendí. ¿Querías decir que era una mujer liberal e independiente?

Sigo sin entender el sentido exacto de la palabra. Decías que era una libertina, igual que cualquier otra chica con la que pasabas un rato, sólo que también tenía su faceta de niña aplicada y era muy responsable con sus obligaciones de estudiante. Me contaste que nada más al conocerse, se acostaron juntos, pero que, al día siguiente, ella volvió a lo suyo y se encerró en la biblioteca a estudiar como si nada. También sé por ti que se estaba preparando para ir a estudiar sociopsicología a Inglaterra. Me hablaste mucho de ella. Me preguntabas cómo debías comportarte, si tendrías que casarte con ella o ser simplemente su amigo, aunque fuera de por vida. El matrimonio te aterraba por lo fastidioso y lo hastiados que podrían terminar uno del otro. Además, te habías entrevistado una vez con su padre y no le gustaste.

Recuerdo que hubo veces en los que temías que Sung-ji se hubiera enamorado de tu amigo, ese amigo del que decías que era tu compañero de vida, tu mejor amigo. Tuviste el presentimiento, probablemente por lo sensible que eres para esas cosas, y trataste de darles una oportunidad para que pudieran estar solos. Durante un tiempo te mantuviste alejado de la cafetería de siempre con la perenne excusa de estar ocupado. Entonces, al contrario de lo que habías previsto, Sung-ji volvió a tu lado, mucho más segura.

En asuntos de mujeres eres todo un versado. Tu ternura puede con todas y es también la manera en que haces latir tu propia vida.

“No digas nada… Nuestro amor… se tambalea” —cantas mientras tu camisa azul luce en la semioscuridad del café. Quizá sea por los tirantes, pero pareces todo un clásico.

Conozco algunas de las canciones que cantas y otras no, pero todas ellas contienen sentimientos muy profundos. Tal vez sea porque fueron compuestas en momentos de extrema delicadeza y cada una abarca vidas que pertenecen sólo a su música. Así es como las escucho, sintiendo en ellas, sean populares o modernas, todo el mundo que encierran.

Después aparece tu amigo. Es más corpulento que tú, más continental. Si tú pareces un sentimental, tu amigo se me antoja más racional, pese a que lo probable es que ambos tengan mucho de las dos cosas.

Le sienta bien el pelo echado hacia atrás. Tiene algunos mechones rubios en la frente y lleva un chaleco de seda. Me comentaste alguna vez que tenía mucho éxito con las chicas y que también era muy inteligente. Aprendió el francés por su cuenta y ahora es capaz de seguir una película sin subtítulos. También me dijiste que era un experto en informática.

Pensabas trabajar con él.

—¿En qué? —te pregunté.

—Vamos a ir a Tokio.

—¿Qué harás allí?

—No sé. Ya veremos.

Vacilaste.

Te vi empequeñecer. Nunca te había imaginado en un trabajo. No sé por qué, pero siempre te había presentido viviendo como lo has hecho hasta ahora, rodeado de mujeres y placeres, sin ataduras sociales de ningún tipo. Sin embargo, cumpliste con el servicio militar y acabaste una carrera. Lo lógico, pues, es que quisieras incorporarte a la sociedad, más sabiendo que nadie vive del aire.

Pero, ¿en qué vas a trabajar?, ¿dónde te emplearías? o ¿es que piensas montar tu propio negocio?

Ni siquiera sé cuál fue tu carrera. ¿En qué podrías trabajar? Te comenté que serías un buen actor, pero me dijiste que no. ¿Qué más podrías hacer? Quieras o no, te veo más como actor que otra cosa, uno de esos actores acostumbrados a cruzar los umbrales de su tiempo y espacio para vivir de la ficción. Sabía que te gustaba el cine. Una vez te pedí que me recomendaras alguna película y mencionaste Un monde sans pitié y La marcha del millón de hombres, que las alquilara en un videoclub.

Recuerdo que me explicaste que esta última era una crítica sociopolítica, pero también hiciste alusión al director de Un monde sans pitié, que era un genio, que te identificabas con su protagonista. También te oí hablar de Chungking Express y de As tears go by cuando Wong Kar Wai era todavía muy poco conocido en el país. Supe por ti que la película había fracasado al estrenarse, pero que terminó siendo muy popular cuando la reimportaron. Al parecer tú sí supiste apreciar su talento.

—Hay veces que el cine de arte no nos dice nada y sí el mediocre, que nos atrapa en un juego de sentimientos bastante inesperados. Es el caso de La mujer de invierno. Aún hoy cuando la veo me siento sobrecogido. Una calle desierta batida por el viento, probablemente los alrededores de Sinchon, hacia las cinco de una tarde…