La maratoniana

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—Yo me ocupo del permiso de viaje, pero tienes que rellenar esto y pasarte por la enfermería de la universidad para que te hagan un certificado médico de que puedes correr. Y tienes que mandar tres dólares. En efectivo, ¿eh? No valen cheques.

—Vaya, Arnie, no sé. ¿Por qué tenemos que registrarnos? ¿No podemos ir y correr sin más?

—¡No puedes hacer eso! Esto es una carrera seria. No puedes ir y correr sin dorsal. Estás registrada en la AAU, tienes que seguir todas las reglas.

—Bueno, a eso me refiero. ¿Y si no soy bienvenida en Boston?

—¡Por supuesto que serás bienvenida! Has hecho la distancia entrenando, y eso es mucho más que la mayoría de esos zoquetes. Algunos de estos niños ricos de Harvard piensan que pueden ir y correr cuarenta y dos kilómetros, como si fuera una novatada. Se meten sin dorsal y tratan de seguir a los líderes de la carrera. ¡Idiotas! Esta es la carrera más importante del mundo después de los Juegos Olímpicos y te has entrenado para ella, así que tienes que hacerlo bien.

—Esa chica del año pasado, Roberta, no llevaba dorsal.

Arnie se puso muy serio.

—No tendría que haber hecho eso. Esto es una carrera seria. Tienes que registrarte y seguir las reglas. ¡No hay que molestar a la gente de Boston! La Asociación Atlética de Boston es estricta, y muy estirada también. ¡Y ya conoces a la AAU!

Solo con mencionar a la AAU me dio un escalofrío. Nunca sabías quién era el Joe McCarthy que iba a ponerte en la lista negra por algún insulto o alguna infracción de la que ni siquiera eras consciente. Arnie y Tom me habían hablado de grandes deportistas que se metieron en problemas, como el corredor de millas Wes Santee, al que habían engañado para que aceptara un premio que tenía un valor superior a los límites de la AAU y le habían expulsado. ¡Y eso que era un héroe americano! Así que tenías que hacer las cosas bien.

—Vale pero ¿y qué pasa si va en contra de las reglas que una mujer corra, o algo así? No quiero meter la pata; prefiero ir a Boston sin registrarme y pasar desapercibida.

—¡Ja! Sabía que me ibas a preguntar eso, así que he traído conmigo el reglamento de la AAU. Mira —me pasó un librito de bolsillo blanco, de unos trece por dieciocho centímetros. Después volvió a cogerlo y me enseñó una página—: Aquí está: «Reglamento del atletismo masculino». Y aquí «Reglamento del atletismo femenino». Y mira, la tercera sección se titula simplemente «La maratón». ¡No pone nada del sexo en ninguna parte! Y mira el formulario de inscripción: no pone nada de que tengas que ser hombre para correr.

Ojeé el libro, deteniéndome en las pruebas para mujeres, que ya conocía muy bien. La prueba de pista más larga eran 880 yardas (poco más de 800 metros), y el recorrido de la carrera de cross eran 2,4 kilómetros. En cambio, los hombres también tenían la milla (1609 metros), los 3000 metros con obstáculos, las tres millas (cerca de cinco kilómetros) y las seis millas (casi diez). Su carrera de cross eran 12 kilómetros. Por supuesto, la AAU nunca animaría a las mujeres a correr distancias más largas incluyéndolas en sus pruebas; además, se te podía caer el útero si lo hacías.

Pero técnicamente, Arnie estaba en lo cierto. En la sección independiente de la maratón, no ponía nada sobre género. Revisé el formulario de inscripción: también era neutro. Pero yo sabía que eso era porque nadie podía concebir que una chica quisiera correr la maratón. A las mujeres no les interesaba correr. Tenían miedo porque se creían los mitos que decían que correr distancias largas las convertiría en marimachos. De hecho, la única gente que corría maratones eran tíos bastante chiflados, como Arnie. Mi experiencia con los corredores era que cuanto más larga era la distancia en la que se especializaban, más raros eran. Y no solo raros, sino también más interesantes, extravagantes pero no creídos. Ninguna chica en su sano juicio se plantearía siquiera correr una maratón. Y junto con todos los viejos mitos, eso significaba que a los autores del reglamento y el formulario de inscripción no se les había ocurrido que una mujer quisiera participar. Ni en un millón de años.

—Voy a llamar la atención —suspiré, pensando en todo el alboroto que se había montado en Lynchburg cuando participé en la milla masculina llevando dorsal. La reacción del público me había sorprendido, pero se les había pasado enseguida. Y además, ¡no tenía ninguna duda de que podía correr una milla! Esto era una maratón. Cualquier cosa podía pasar en cuarenta y dos kilómetros. Todo lo que quería era correr y pasar desapercibida.

—Sí, vas a llamar la atención. Pero estás acostumbrada. Siempre eres la única chica, estemos donde estemos. —Arnie parecía orgulloso al decirlo.

Subí las escaleras, miré mi número de la AAU, cojeé de vuelta y rellené el formulario. En el apartado del nombre, escribí «K. V. Switzer» y firmé la exención de responsabilidad de la parte inferior del formulario de la misma manera. Siempre me sentía bien cuando firmaba como K. V. Switzer; me parecía fuerte y rápido.

—Tres dólares, por favor. —Le pasé los tres pavos—. Vale, ahora vete a la enfermería y que te hagan un certificado diciendo que eres apta para correr una maratón. No queremos perder el tiempo en la cola del médico del instituto de Hopkinton para que te ausculten. Además, habrá chicos desnudos correteando por todo el gimnasio y te daría vergüenza.

Así que Arnie volvió a la oficina de correos y yo me fui a la enfermería de la universidad. Me sentía lo bastante atrevida como para decir la verdad: que pensaba correr una carrera de cuarenta y dos kilómetros y que había hecho cincuenta entrenando, así que estaba segura de que estaba muy en forma y era capaz. El médico, un señor corpulento de unos sesenta años, se limitó a sonreír. Me dijo que recordaba la época de Clarence DeMar:

—Caramba, ¡me parece genial!

Me examinó el corazón y la presión sanguínea y luego me pidió que subiera y bajara las escaleras corriendo para auscultarme de nuevo.

—¡Estás como una rosa! —proclamó.

Me escribió un certificado con la información exacta que yo quería y usó mi nombre de paciente, Kathy Switzer.

—¡Buena suerte! —me gritó de la que me iba.

No te imaginas lo animada que me dejó esta experiencia. Quizás él también se alegró. Probablemente era la primera estudiante en semanas que no iba a su consulta llorando por una crisis nerviosa, un embarazo sorpresa o un misterioso caso de gonorrea. ¡Boston! ¡Me iba a Boston!

Le di el certificado a Arnie en el entreno del día siguiente. Íbamos a trotar ocho kilómetros a ritmo tranquilo. Normalmente esto era casi como un día de descanso, pero hoy íbamos a sufrir. Parecía que me habían pasado los cuádriceps por una picadora de carne. Tenía un dolor muy profundo en las caderas, justo donde la parte de arriba del fémur conecta con la fosa de la cadera. No me había hecho daño de verdad, pero estaba machacada. Pero lo peor, incluso peor que las ampollas espectaculares, eran mis uñas, que estaban tan hinchadas de sangre que no podía ponerme las deportivas. Tuve que recortar un triángulo de la parte delantera de mis preciosas zapatillas Adidas, que finalmente habían llegado desde Alemania. Me rompió el corazón. Era el calzado más caro que había tenido nunca, y el primero que había esperado con ansias. Y ahora tenía que mutilarlas para poder ponérmelas.

Cada vez estaba más convencida de que tenía que priorizar la funcionalidad, como si me fuera a la guerra o algo así. Estaba recortando y centrándome, quitando todo de mi vida salvo las necesidades más básicas, prescindiendo de la apariencia a cambio de la utilidad. Bueno, salvo en mi modelito para la carrera. No era una tarea fácil, porque la moda no se tenía en cuenta en el mundo del deporte, y si vas a correr una maratón, no solo quieres que tu ropa tenga buen aspecto, sino que funcione bien. Un trocito de encaje rasposo puede acabar contigo.

En los días más cálidos, probé muchos tipos diferentes de pantalones cortos en los entrenamientos. La mayoría de ellos me rozaban sin remedio, por una razón muy sencilla: estaban hechos para el cuerpo de un hombre. Las mujeres no corrían, así que los pantalones cortos no tenían en cuenta nuestras caderas redondeadas y muslos más carnosos. Por ejemplo, ese poquito de grasa dentro del muslo, en la parte de arriba, era especialmente vulnerable a las rozaduras. Si añadías el sudor salado a la piel rozada, era todo un desastre. Arnie tenía un botín de ropa deportiva en el maletero del coche, que había ido afanando a lo largo de los años de diferentes vestuarios. Y para mi sorpresa, ahí encontré unos pantalones cortos grises con las perneras un poco acampanadas que me iban bien. Ese año estaba de moda el bermellón. Tenía un top de punto bermellón que había usado para correr y que quedaba estupendo, así que teñí los pantalones para que fueran a juego. Me cargué el lavabo antiguo de porcelana de Huey y la gobernanta puso el grito en el cielo, pero nadie se chivó y aquel lavabo siguió siendo rosa hasta que tiraron Huey abajo, unos quince años después.

Iba a estar fabulosa (salvo por los agujeros en las zapatillas) y eso era importante para mí. Después de verme, nadie iba a decir que las deportistas parecían pordioseras. Estaba harta de ese estereotipo y sabía que, al mismo tiempo que corría la carrera, al menos podía poner de mi parte para derribar aquel mito. Arnie dijo que teníamos que llevarnos los chándales más viejos y hechos polvo a Boston. Los usaríamos para calentar y al principio de la carrera, y después los tiraríamos por el camino. «La gente de Boston nunca consigue devolverte el chándal en la línea de meta, así que es mejor llevarte algo que vayas a tirar de todas maneras», me dijo. Bien, pensé, aprovecharé para librarme de este trapo viejo, y cuando me lo quite, ¡voilà!: seré un espectáculo de color bermellón.

 

Nos encontramos con John Leonard en el entrenamiento. Hacía bastante poco que había decidido venirse a Boston con nosotros y correr la maratón. Me parecía una decisión alarmante, ya que había venido muchas veces a entrenar con nosotros entre semana pero no había hecho casi ninguna tirada larga. No podía imaginarme corriendo cuarenta y dos kilómetros «en público» sin haber hecho esa distancia antes, pero Arnie me aseguró (resoplando un poco) que la mayoría de la gente lo hacía así, y añadió a John al permiso de viaje.

Más tarde, cuando nos quedamos solos, le dije a Arnie que John me caía bien pero que no éramos los tres mosqueteros; si empezaba a venirse abajo y nos retrasaba, tendríamos que seguir sin él. Cada vez me sentía más como un soldado en el desembarco de Normandía: éramos compañeros, pero teníamos que tomar esa playa a toda costa.

—Si alguno de nosotros no puede acabar la carrera, Arnie, el otro tiene que seguir adelante.

Arnie dijo que sí pero, sorprendentemente, nunca planeamos lo que haríamos si eso ocurría. Años más tarde, sabiendo lo improbable que es que dos personas lleguen juntas a la línea de meta de una maratón (por no hablar de tres), me parece sencillamente increíble que no tuviéramos un plan de contingencia. Era tan ignorante que ni siquiera pensé en ello, así que eso significa que Arnie o bien no tenía intención de cumplir con su palabra, o era tan ingenuo como yo.

En cualquier caso, Arnie envió todos nuestros papeles juntos y nos inscribió como Los Lebreles de Siracusa. Yo no sabía lo que era un lebrel, y Arnie tampoco debía de tener ni idea, porque ni siquiera lo pronunciaba bien. Pero éramos un equipo: la suerte estaba echada y comenzaba la cuenta atrás. Quedaban tres semanas: dos de entrenamiento, con dos tiradas semilargas, y después otra en la que prácticamente no correríamos. Me parecía increíble que tuviéramos días libres, pero Arnie dijo que necesitábamos descansar durante esa semana: «Si no estamos listos para entonces, no hay nada más que podamos hacer, así que para el caso podemos aprovechar para dormir». Esto era toda una revelación: yo pensaba que teníamos que seguir entrenando intensamente hasta el día antes, y fue una buena lección en otros sentidos, como estudiar para los exámenes. Me sentí idiota: todos los libros sobre cómo estudiar decían eso, y yo nunca me lo había creído. Empecé a esperar con ilusión esa última semana, como quien espera a las vacaciones.

Acabamos los ocho kilómetros en el estadio. Ahora que iba llegando la primavera, estaba prácticamente vacío. Habían retirado la pista de tablones y los corredores estaban en la del estadio Archibald, al otro lado del campus. El entrenador Grieve estaba ahí con ellos, pero la tierra seguía estando demasiado blanda como para tirar objetos pesados una y otra vez, así que Tom seguía entrenando a los lanzadores en el estadio. Mientras esperaba a que Arnie se duchara, estiré y miré a Tom, que nunca dejaba de fascinarme. Ese día estaba entrenando con los lanzadores de jabalina, enseñándoles a dejar caer el brazo atrás y transmitir el impulso. Nunca se lo diría a Tom, que era lanzador de martillo, pero la jabalina era mi prueba de lanzamiento favorita: griega, olímpica, muy cercana a sus orígenes como lanza. Cada año leíamos sobre alguna pobre víctima que cruzaba un campo en alguna parte y acababa empalada, normalmente un organizador entregado a su labor que se había despistado un momento. «Para que veas lo rápido que vuelan las jabalinas», decíamos chascando la lengua.

Arnie estaba saliendo del vestuario cuando Tom se acercó a mí.

—Hola. ¿Nos vemos luego para una cerveza, sobre las ocho?

—Claro —dije.

Lo que significaba esa conversación abreviada es que los dos volveríamos a casa para comer algo, ya que no podíamos permitirnos cenar fuera. Pero a veces nos daba para una cerveza en el Orange, el bar de la universidad. Aunque era un sitio mugriento, nos valía como cita. Para Tom, era una manera de salvaguardar su orgullo herido por no poder permitirse nada mejor y una manera menos obvia de llevarme a dormir a su apartamento. Además, yo podía ponerme una falda y un suéter y sentirme femenina e incluso sexy, un gran alivio después de días y días llevando chándales unisex para entrenar y vaqueros para ir a clase.

Más tarde, en el bar, Tom tenía uno de sus días distantes. Quizá estaba preocupado por el dinero o los estudios. Todos nos preocupábamos por eso. Pero pensé que era muy raro que dos personas que tenían tanto en común y que llevaban cuatro meses acostándose a menudo tuvieran tan poco de lo que hablar. Sus estados de ánimo siempre eran un misterio para mí. A veces pensaba que sencillamente no era muy buen conversador, pero después me arrepentía de pensarlo, ya que tenía mucho talento en otros aspectos. Quizás simplemente se aburría conmigo. Tom siempre se portaba como si fuera tan guay que me hacía sentir que yo no lo era. Lo cierto es que cuando estás sentada con alguien que se queda callado y parece que te está juzgando, te sientes como una idiota parloteando sin parar, o como si estuvieras interrogándole. Sabía que no debería sentirme incómoda con alguien con quien me acostaba, pero me quité esa idea de la cabeza.

Finalmente, él rompió uno de los silencios.

—Entonces, ¿cómo vas con lo de trotar?

Ya estaba otra vez con aquel énfasis sarcástico, esta vez en la palabra «trotar», y aquella fue la gota que colmó el vaso. Por poco talento que tuviera, por lenta que fuera, yo corría, maldita sea, no trotaba.

—Lo de correr va genial —dije, con el doble de sarcasmo que él.

Me había visto hacer las tiradas largas los sábados y domingos. De hecho, a menudo me acercaba al coche de Arnie la mañana después de haber pasado la noche juntos. Solíamos bromear con el tema, imaginándonos el shock de Arnie si lo supiera. Tom no tenía ni idea de que nos íbamos a Boston, y yo sabía que debería decírselo, pero seguía posponiéndolo. No quería sentirme presionada por parte de nadie, pero ya solo quedaban tres semanas. Además, quería responder con una buena réplica. Le di un sorbo a mi cerveza, tratando de aparentar tranquilidad.

—De hecho, en un par de semanas Arnie y yo nos vamos a Boston a correr la maratón —dije sin darle importancia, como si nos fuéramos de compras.

Al principio, Tom se sorprendió. Después, se recuperó rápidamente, puso cara de condescendencia aburrida, y gimoteó:

—La maratón son cuarenta y dos kilómetros y ciento…

Le corté en seco.

—Sé qué distancia es, Tom, la he corrido. Arnie y yo corrimos una maratón el sábado pasado.

Me sentí genial. En lugar de quedarme helada de los nervios, estaba empapada en sudor. Era la primera vez que quedaba por encima de él, y él lo sabía. Se hizo un largo silencio. Sonreí.

—Vale, pues yo también me voy a Boston —respondió al fin.

—¿Qué quieres decir?

—Yo también voy a correr la maratón de Boston. En serio, si una chica cualquiera puede correr cuarenta y dos kilómetros, yo también.

Estaba más incrédula que ofendida, especialmente por las palabras «chica» y «cualquiera».

—Tom, eres un deportista con mucho talento. Estoy segura de que puedes hacerlo. Pero incluso tú tendrías que entrenar. Y cuarenta y dos kilómetros es mucho entrenamiento.

—Lo dicho: si una chica cualquiera puede hacerlo, yo también.

Lo intenté de nuevo:

—Tom, ten en cuenta la relación entre altura y peso. ¡La gente de 107 kilos no corre maratones! Es una estupidez pensarlo siquiera.

Eso le cabreó.

—Podría salir por esa puerta ahora mismo y correr cuarenta y dos kilómetros —dijo.

—Solo quedan tres semanas para Boston, Tom —sonaba derrotada, y lo sabía.

—Tiempo de sobra para prepararme —dijo, bebiéndose su cerveza de un trago.

Fuimos a su apartamento, porque yo era demasiado cobarde para decir que me volvía a mi dormitorio, y él era demasiado cabezota para decirme que no fuera a casa con él. Así que no dijimos nada y nos fuimos a su sofá cama como siempre, pero esa vez no hicimos el amor. Resoplando, él se dio media vuelta para darme la espalda, y yo me quedé mirando al techo la mayor parte de la noche. Me molestaba no haber podido ni dormir ni estudiar, y me arrepentía de haberle dicho a Tom lo de Boston. «Ves, tenías razón, no hay que contarle tus sueños a nadie porque los estropean. Tendría que haber esperado hasta que llegáramos y llamarle o algo, pero no puedes tratar así a alguien con quien te acuestas», pensé. Le di vueltas en la cabeza hasta que llegó la hora de levantarme y arrastrarme a clase.

Al día siguiente, Tom no estaba en el estadio cuando Arnie, John y yo salimos a correr, y seguía sin estar cuando volvimos. Cuando estaba yéndome para volver a mi dormitorio, hizo una entrada triunfal. Ya había caído la noche, y estaba colorado, sudando y con aire desafiante. Era evidente que había entrenado duro: podía oler el aire frío que le rodeaba, y es un olor que no se consigue con solo unos minutos corriendo.

—Quince kilómetros, suficiente —dijo.

—Guau, Tom, ¿acabas de correr quince kilómetros? —Me dejaba atónita pensar que podía salir sin más y correr esa distancia.

—Sí, así que puedo correr Boston, ¿ves?

No le dije nada, porque estaba más impresionada con sus capacidades que con el abismo que media entre quince kilómetros y cuarenta y dos. Y eso fue todo. Arnie y yo le contamos el plan: empezaríamos juntos, pero si alguien flaqueaba, los demás seguirían sin él. Dado que habíamos enviado nuestras solicitudes hacía tiempo, Tom mandó sus propios papeles. Pero como llegaba tarde, tendría que hacerse el examen médico en el gimnasio del instituto en Hopkinton. Eso me cabreó: era otro retraso y otra complicación antes de empezar. Primero John, y ahora Tom el Grande: no les habíamos invitado y no estaban bien entrenados. Había demasiados factores impredecibles.

«¡LÁRGATE DE Ml CARRERA Y DAME EL PUTO DORSAL!»

La «Carrera de Maratón Americana bajo el patrocinio de la Asociación Atlética de Boston» de 1967, más conocida como la maratón de Boston, tuvo lugar el miércoles 19 de abril, el Día del Patriota en Massachusetts. Unos años más tarde el Gobierno federal cambió los principales festivos al lunes, por lo que la maratón empezó a correrse el tercer lunes de abril. Me gustaba que la gente de Massachusetts tuviera una fiesta especial para homenajear a los jóvenes patriotas estadounidenses que en 1775 combatieron contra los británicos en las primeras batallas de la Revolución estadounidense, en Lexington y Concord. La maratón se incorporó a las festividades del Día del Patriota en 1897, el año después de que volvieran a celebrarse los Juegos Olímpicos en Atenas.

Varios jóvenes de la Asociación Atlética de Boston participaron en los Juegos de Atenas y volvieron fascinados con un evento nuevo y romántico llamado «maratón». Dado que la maratón de Grecia conmemoraba la carrera histórica de un mensajero, la maratón de la Asociación Atlética de Boston conmemoraría la histórica cabalgata a medianoche de Paul Revere. Durante mucho tiempo pensé que el recorrido de la maratón de Boston era el mismo que el de la cabalgata de Revere, pero Arnie me dijo que no. En cualquier caso, para mí la historia de la revolución era importante y me sentía orgullosa de ser parte de ella. Todos los niños de Estados Unidos conocen la historia del «disparo que se oyó en todo el mundo» y se saben parte del poema de Longfellow La cabalgata de Paul Revere. De niña había visitado los principales lugares históricos durante unas vacaciones en Nueva Inglaterra con mi familia. Y ahora había vuelto para participar en la carrera más antigua de Estados Unidos, la más grande y la más famosa. ¡Iba a formar parte de la historia!

Aun así, no se lo dije a nadie más hasta el día antes, y solo porque no me quedó otro remedio. Había decidido saltarme todas las clases del miércoles sin dar explicaciones, pero tenía que decírselo al Dr. Edmund Arnold, mi profesor de artes gráficas, porque teníamos examen ese día y tenía que pedirle que me lo cambiara. Como la sinceridad había funcionado muy bien con el médico de la enfermería, decidí decirle al señor Arnold la verdad, haciéndole prometer primero que guardaría el secreto. No quería que se corriera la voz por todo el campus y el señor Arnold era bastante hablador y entusiasta. Me apoyó incondicionalmente, cosa que me encantó. Dijo: «Vaya, ¡recuerdo los días del gran Clarence DeMar!». Madre mía, este DeMar debe haber sido todo un fenómeno, pensé.

 

El martes por la tarde, mientras hacía la maleta, decidí contárselo a mis compañeras de habitación, que de todas maneras se estaban preguntando a dónde iba. Como no sabía qué podía pasar (quiero decir, igual teníamos un accidente de coche o algo), pensé que alguien debería saber dónde estaba. A principios de octubre Jane, Kaye y Connell se habían reído un poco de mí por lo de correr y me llamaban «la Correcaminos», pero ahora más o menos me aceptaban como una excéntrica con buenas intenciones. Yo había resultado ser increíblemente independiente y más guay de lo que habían pensado, y como a todas ellas les horrorizaba seguir a la masa (a excepción, por supuesto, de los jerséis de cuello cisne, los vaqueros y los cigarrillos Winston), al final les caí bastante bien. Tuve que explicarles lo que era una maratón, intentando no darme importancia cuando les dije que quizá fuera la única mujer. Les supliqué que guardaran el secreto, ya que no quería líos a última hora. Se sentaron en la cama pensativas mientras fumaban, y luego dijeron: «Vale, guay», en plan, ¿a quién se lo íbamos a decir aunque quisiéramos?

Arnie nos recogió a John, a Tom y a mí, y nos pusimos en marcha sobre las tres de la tarde para hacer el viaje de cinco horas en coche a Boston. Fue un viaje genial, sobre todo porque Tom estaba de muy buen humor. Iba contando chistes y todos hacíamos el tonto. Me había dado cuenta de que cuando Tom estaba de mal humor todo el mundo a su alrededor se ponía en tensión, no solo yo, y cuando era agradable, era un alivio tan grande que todos nos poníamos contentos y juguetones. Me sentía lo bastante segura de mí misma como para preguntarle a Arnie quién era Clarence DeMar delante de Tom, y por un momento casi se aguó la fiesta. Antes de que Arnie tuviera tiempo de responder, Tom se llevó las manos a la cabeza sin dar crédito.

—¿Cómo puedes no saber quién era Clarence DeMar? Caray, si era el mejor. ¡Ganó la maratón de Boston siete veces!

Hasta John sabía quién era Clarence DeMar.

—Sí, pero fue hace un millón de años —dijo Arnie amablemente.

Arnie, como mucha otra gente, solo hablaba sin parar de los héroes de su propia generación. En cualquier caso, había que reconocer que Tom conocía prácticamente todos los deportes y todos los deportistas que los practicaban.

Ese era el ambiente en el coche, y era genial. Hicimos turnos para conducir y compartimos los gastos de la gasolina y la cena. Encontramos un motel con habitaciones libres en Natick, unos quince kilómetros al este de Hopkinton, donde empezaba la carrera. Me pareció increíblemente caballeroso que los tres chicos compartieran una habitación y me dejaran otra para mí sola y aun así dividiéramos el gasto en cuatro partes iguales. Después de cenar, Arnie se empeñó en enseñarnos el recorrido, aunque eran casi las diez de la noche. Hacía un frío que pelaba, llovía y estaba oscuro como boca de lobo. Los limpiaparabrisas del cacharro viejo de Arnie funcionaban mal y no veíamos absolutamente nada. Arnie estaba emocionadísimo al pasar por cada hito y decía cosas como: «¡Aquí está la Universidad de Wellesley! ¡Y aquí las cuestas de Wellesley!». Las ventanillas estaban completamente empañadas, no había nada que ver y parecía que el recorrido no se acababa nunca. Tenía la sensación de que mi fin era inminente. Ahí estábamos, conduciendo a sesenta y cinco kilómetros por hora, y aun así se nos estaba haciendo interminable. Al final todos dijimos que aquello no tenía sentido, que qué más daba si de todas maneras lo íbamos a correr y que mejor volviéramos y nos fuéramos a dormir. Arnie nos hizo caso a regañadientes y dio la vuelta para emprender el camino al motel. Me dio la impresión de que tardamos buena parte de la noche. Desde entonces, nunca más he hecho en coche el recorrido de una maratón el día antes de correrla. Es desmoralizador ver lo largos que son cuarenta y dos kilómetros.

La experiencia me metió el miedo en el cuerpo. Cuando llamé a mis padres ya era tarde, pero siempre estaban despiertos. Igual que con mis compañeras de habitación, tuve que explicarles primero lo que era una maratón y por qué estaba en Boston. Al final, dije: «Tengo miedo a no ser capaz de terminar. Para mí es importante terminar esta carrera». Mi padre tenía un instinto muy desarrollado para detectar mi ansiedad: nunca les decía que me sentía insegura si no era algo serio. Y estuvo completamente a la altura.

—¡A por ellos! ¡Tú puedes!

—Son cuarenta y dos kilómetros, papá.

—Oh, venga, puedes hacerlo. Eres dura, te has entrenado y lo vas a hacer genial.

Era exactamente lo que necesitaba oír. Mi padre sabía que no me tiraba a la piscina sin prepararme. Había visto mis progresos corriendo durante el instituto, y aunque esto de la maratón era una sorpresa, no tenía dudas. Yo sabía que él confiaba en mí y me sentó bien, pero después de colgar me puse un poco triste. Lo que no podía explicarle, lo que nadie sabe a menos que haya corrido una maratón, es que es una carrera impredecible. Puede pasar de todo. Podía pasarme de todo. Podía darme diarrea, o un idiota podía darme un golpe al abrir la puerta del coche. Arnie me había contado que eso le pasó a un tipo una vez. Al final, me cansé de preocuparme por las cosas que no podía controlar. Lo que más me preocupaba era ser valiente. ¿Tendría el valor de seguir corriendo si dolía de verdad, si era más duro de lo que estaba acostumbrada, si Heartbreak Hill me destruía? Sí, eso era: tenía miedo de no ser valiente si las cosas se ponían muy feas.

Así que decidí tener una pequeña conversación con Dios. Creía que le había demostrado un montón de respeto y aprecio mucho antes de la carrera, así que no era una súplica desesperada de último momento. Creía que era egoísta pedirle a Dios cosas como «haz que termine la carrera» o «haz que no duela». De todas maneras, si tú has hecho tu parte, no creo que Dios esté ahí arriba tomando ese tipo de decisiones. Pero creo de verdad que él (o ella) nos ayuda si le pedimos cosas para mejorar nuestro carácter, así que me pareció justo pedirle el valor para tomar la decisión correcta cuando las cosas se pusieran difíciles, porque iba a ser duro. La maratón siempre es dura. Me llevó un buen rato reducir mis miedos a esto, pero cuando supe de qué iba todo, dormí a pierna suelta.

También le di las gracias a Dios porque la maratón de Boston empieza a mediodía, ya que así pudimos dormir hasta las ocho y a las nueve estábamos desayunando. Arnie nos dijo que comiéramos bien. Necesitábamos un montón de energía, porque iba a ser un día largo y fuera hacía frío. Y no estaba bromeando: hacía muchísimo frío y diluviaba, con granizo y viento. Así que nos lo comimos todo: beicon, huevos, tortitas, zumo, café, leche, tostadas extra. Me emocionó ver a más gente en aquel restaurante de carretera que iba con chándales grises como nosotros.

Además de poder desayunar opíparamente, el hecho de que la salida fuera a mediodía también daba tiempo a ir al baño. Eso siempre era un problema cuando corríamos por la mañana temprano, antes del desayuno. El sistema funcionó mejor que nunca, así que taché «diarrea» de mi lista de preocupaciones. Ni la regla, ni diarrea: esas dos eran importantes. Curiosamente, el tiempo no me preocupaba: llevábamos meses entrenando en días como este. Pero era un poco molesto, porque quería verme atractiva y femenina en la salida, con mis pantalones cortos y mi top bermellón recién planchados. Ahora tendría que esperar hasta más tarde, cuando hubiera calentado y pudiera quitarme el chándal, como Arnie había predicho.

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