La maratoniana

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«¡VAS A ECHAR A ESA CHICA A PERDER, ARNIE!»

El sábado siguiente, justo antes de irme de la universidad para las vacaciones de Navidad, Arnie y yo hicimos la primera «tirada larga» del programa de entrenamiento de Boston: dieciocho kilómetros. Yo estaba eufórica: era la primera vez que corría más de dieciséis kilómetros y me parecía un salto enorme, como si hubiera subido de división o algo así. Es curioso esto de correr: a menudo, solo un par de kilómetros más te hacen sentir superimportante.

El plan para Boston era sencillo: seguir haciendo lo mismo entre semana (entre diez y dieciséis kilómetros) y hacer una «tirada larga» el sábado o el domingo. La idea era correr unos tres kilómetros más cada fin de semana. Tras volver de vacaciones nos quedarían unas doce semanas, así que incluso podíamos permitirnos saltarnos algunos días. En realidad, cuando miro atrás, veo que nunca me cuestioné el plan, el número de semanas o lo que teníamos que hacer, la posibilidad de lesionarme o encontrar contratiempos. Era un descubrimiento emocionante, y tenía a alguien para guiarme en el camino. Mi mayor preocupación era tener la regla el día de la maratón, pero supuse que si me tocaba podía seguir tomando la píldora unos días más para evitarlo. Lo cual me recordaba que tenía que sacar esas pastillas diminutas del blíster de aluminio y meterlas en un bote de aspirinas para que mi madre no las descubriera durante las vacaciones de Navidad. Había empezado a acostarme con Tom; me parecía atrevido y romántico, pero no iba a correr ningún riesgo, ni con mi madre ni con la madre naturaleza. Mi plan era contarles lo de Tom a mis padres poco a poco y de manera indirecta.

Pero lo primero que les solté no fue lo de mi nuevo romance, sino lo de los dieciocho kilómetros, que todavía me tenía de subidón. Cuando me recogieron en el aeropuerto en Washington, dije:

—¡Hola mamá, hola papá! ¡Me alegro de veros! ¿Sabéis qué? ¡Hace un par de días corrí dieciocho kilómetros!

—Vaya, eso es bastante distancia —dijo mi padre, tratando de maniobrar entre el tráfico.

Me di cuenta de que correr no estaba demasiado alto en su lista de prioridades, pero me pareció bien, porque en aquel momento decidí que lo de Boston iba a ser un secreto entre Arnie y yo. No quería anunciarlo sin estar segura de si iba a conseguirlo. Siempre había pensado que era vergonzoso y un poco caradura cuando alguien solo llevaba unas semanas con un proyecto importante y se ponía a decir cosas como «¡Estoy escribiendo un libro!», «¡Estoy haciendo un doctorado!» o, lo peor de todo, «¡Estoy embarazada!», porque todas esas cosas tienen muchas probabilidades de fracasar, y entonces te sientes todavía peor por tener que contarle a todo el mundo lo que ha pasado. Y luego no te acuerdas de toda la gente a la que le has contado tu gran noticia, así que meses después, cuando las heridas de tu fracaso apenas han empezado a curarse, alguien va y te dice: «Eh, ¿cuándo decías que te ibas a sacar el doctorado?». Así que, definitivamente, iba a ser discreta con mis planes de Boston.

A principios de enero, ya no perdía la paciencia con Arnie. Mientras corríamos a través de cañones abiertos en los bancos de nieve, escuchaba con un interés renovado las repeticiones infinitas de sus historias, sus errores y sus triunfos, y mi respeto y admiración por él aumentaron un montón. Sin embargo, no podía imaginarme corriendo una maratón rápido, como había hecho él, o con la intención de competir. Para mí, era impensable: nunca me había creído capaz de hacer nada más que acabar una maratón, así que esa era mi meta. No tenía más objetivos deportivos que correr cuarenta y dos kilómetros y ciento noventa y cinco metros, aparte de una vaga sensación de que quería seguir corriendo bien y con salud durante el resto de mi vida.

Nunca cronometrábamos nada; ni siquiera llevábamos reloj cuando corríamos. Arnie había medido circuitos de cinco, ocho, diez y dieciséis kilómetros con el coche, y entre semana corríamos diferentes combinaciones de ellos. Uno de los chicos del equipo de cross, John Leonard, cada vez se apuntaba más a nuestras salidas entre semana. Pero para Arnie y para mí, nuestra razón de vivir era la tirada larga del fin de semana; correr entre semana era solo mantenimiento. Yo esperaba las tiradas largas con una mezcla de emoción por la novedad y el corazón encogido. Durante toda la semana, la sensación de superarme a mí misma, embriagadora e inevitable, y la emoción de explorar territorios por descubrir se mezclaban con mis dudas: ¿sería capaz de correr la nueva distancia? ¿Y si dolía mucho? ¿Tenía lo que hacía falta? ¿Habría una barrera física que no pudiera traspasar? ¿Y si llegaba a ese punto, tendría las agallas para resistir mentalmente y sobrepasarla?

Siempre me respondía a mí misma diciendo que si era capaz de hacerlo y me sentía bien, no podía ser malo, y la única manera de descubrirlo era intentarlo. No tenía peor aspecto ni me sentía peor por correr; al contrario, cuanto más corría mejor me encontraba y, de hecho, mejor estaba en todos los sentidos. Para mí era lógico pensar que el esfuerzo progresivo te hace más fuerte, seas quien seas. Siempre había disfrutado de la dualidad de ser deportista y femenina, y ahora era más consciente y me sentía más segura que nunca de mi atractivo y mi sexualidad, que parecían ir de la mano con la fuerza y la potencia que me aportaban las tiradas largas.

Arnie tenía sus propias razones para hacer esto: le encantaba correr, y parecía que correr mucho y despacio curaba sus antiguas lesiones y las mantenía a raya. Después de tantos años, estaba encantado de volver a hacer deporte, tener compañía, sentirse útil y (aunque no hablábamos de ello) salir de casa y huir de las críticas de su mujer durante un rato. Pero al mismo tiempo, aunque yo no tenía ni idea, Arnie también tenía el corazón encogido: estábamos en un territorio inexplorado y él era el capitán. ¿Y si la tierra realmente era plana y me caía por el otro lado? ¿Quién sabía cuánto podía correr una mujer de manera segura? ¿Y si me causaba una lesión grave o me ponía enferma? No podría perdonárselo a sí mismo, y los demás tampoco se lo perdonarían. Los tíos de la oficina de correos ya estaban dándole la lata, diciendo cosas como: «Vas a echar a esa chica a perder, Arnie. Se le van a muscular las piernas y se convertirá en hombre», «qué chica tan guapa, Arnie, es una pena lo que le va a pasar» o «¿qué te crees que estás haciendo?». Arnie se sentía responsable pero ¿hacia quién o hacia qué? Él tampoco tenía respuestas.

Los rumores de que Arnie se tiraba kilómetros y kilómetros corriendo solo con una chica no tardaron en llegar a su mujer. Correr, la amante de toda la vida con la que no podía competir, de repente tenía una cara y un nombre. Ella odiaba que Arnie corriera y punto, solo, con otros hombres o con un equipo, y ahora, con una chica joven, era simplemente demasiado. No había manera de que ella (ni, para el caso, mucha otra gente) entendiera que nuestra relación era totalmente platónica, que el hecho de que yo fuera una chica era una mera casualidad: yo era su amiga, su discípula y su compañera de entrenamiento. Más tarde sospeché que ella le puso a parir, pero en ese momento no sabía nada. De hecho, no supe nada de todo aquello durante muchos años. Arnie era el tío más dócil del mundo (de hecho, pecaba de pusilánime), pero correr, y en especial correr conmigo, era sagrado para él. En última instancia, opinaba lo mismo que yo: mientras siguiera mejorando y me sintiera bien, tenía que estar bien.

La esposa de Arnie no era la única mujer que me odiaba; parecía que había toda una flota de ellas que intentaba echarnos de la carretera. Nunca tenían el valor suficiente para acercarse a nosotros o decirnos algo en persona; no, tenían que escudarse en la protección y el anonimato de sus coches. Todas las veces que Arnie y yo tuvimos que saltar para salvar nuestras vidas, fue por culpa de una mujer, no de un hombre. Normalmente las veníamos venir. El coche se acercaba a nosotros con un aspecto particularmente peligroso y amenazante y, justo cuando teníamos que saltar, veíamos de reojo una cara llena de odio tras el volante.

—¡Mierda! —gritaba—. Maldita sea, Arnie, ¿por qué siempre son mujeres?

—Ah, simplemente está celosa.

—Celosa, ¡y un cuerno! Podría habernos matado. ¿De qué demonios está celosa?

—No lo sé. Quizás porque tú estás corriendo y ella no.

—¡Solo tiene que ponerse unas zapatillas!

—Yo lo sé. Tú lo sabes. Pero ella no lo sabe.

Pasó más veces de las que nunca te imaginarías. Tanto, que me sentía furiosa y traicionada y empecé a temer que quizá aquellas conductoras representaban la opinión de la mayoría de las mujeres acerca de las chicas como yo, tan descaradamente fuertes y valientes. Simplemente no lo pillaban, y no me daban ninguna pena. Y de repente, ocurría lo contrario. De vez en cuando, una señora gorda gritaba desde su jardín: «¡Eh, cariño! ¡Sigue corriendo o acabarás como yo!». Otras se paraban, aplaudían y gritaban: «¡Bravo por ti!». Me ponían contenta y me devolvían la esperanza en las mujeres.

Me encantaba la tirada larga porque corríamos los sábados o los domingos, durante el día. Suena como una cosa muy simple, pero poder tener de vez en cuando un día lleno de sol y de bancos de nieve fundiéndose, después de semanas y semanas de oscuridad sin fin, era tan esperanzador que me inspiraba. ¡Todo era posible! ¡Podíamos correr para siempre! Sé que suena cursi, pero en esos días de sol me sentía tan llena de esperanzas y promesas que parecía que el corazón se me iba a salir del pecho.

De hecho, en cuanto empecé a correr distancias largas, descubrí que ya no me interesaba lo más mínimo la iglesia o la religión organizada. Me volví bastante crítica con las reglas y rituales religiosos, ya que de repente me resultaban artificiales. Cuando corría, sentía que estaba en contacto con Dios, o Dios conmigo, cada día. Así que la idea de encontrarme con Dios solo una vez a la semana y dentro de un edificio me parecía absurda, cuando podía sentir a Dios en todas partes durante kilómetros, en el campo y los paisajes salvajes. Sentía que era libre, que Dios me protegía y me daba su aprobación. El ritmo de correr y los latidos de mi corazón se conectaban con el entorno de una manera universal que nunca había sentido antes, y me sentía eufórica y pequeña a la vez ante esta dosis de mi nueva religión.

 

Estoy segura de que el subidón de endorfinas también contribuía; nunca lo había sentido tanto antes. Hace que la gente hable de manera espontánea sobre cualquier cosa, sin juicios. De hecho, la gente te cuenta sus secretos más profundos cuando corren. Así que, durante el entrenamiento, cuando yo me sentía cerca de Dios de esta forma tan expansiva, a Arnie le pasaba lo mismo a su manera, esto es, a la manera de un católico converso. Arnie siempre tenía que correr temprano los domingos para poder llegar a tiempo a misa. Esto me fastidiaba ya que, como le pasa a todos los universitarios, los fines de semana eran el único momento en que podía recuperar el sueño perdido. Arnie sabía que madrugar tanto me molestaba, así que a medida que me entrenaba para correr más kilómetros, también sintió el impulso de convertirme a lo que llamaba «la única fe verdadera». Creo que pensaba que si simpatizaba con la iglesia no me importaría levantarme temprano para correr, porque era como una especie de pasaporte al cielo, o al menos así lo explicaba él. Además, creo que estaba compinchado con Tom, que también era católico, y si no hubiera estado tan bien predispuesta por las endorfinas, habría sospechado que tenían una conspiración. En cualquier caso, este choque de religiones provocaba debates ardientes y a menudo hilarantes mientras corríamos, en los que Arnie empleaba todos sus recursos para convertirme a su fe, y los kilómetros pasaban zumbando.

Durante un tiempo, todo fue rodado. Veinte kilómetros, veintitrés, veintiséis. Era fantástico. Un sábado de marzo nos tocaba hacer veintinueve kilómetros. Yo me encontraba como siempre, pero en torno al kilómetro veintiuno, cuando estábamos en medio del campo, Arnie me preguntó:

—¿Por qué estás yendo más despacio?

—¿Estoy yendo más despacio? —respondí, muy sorprendida.

—Sí, ¿estás bien?

—Claro, estoy bien —dije.

Me encontraba perfectamente, así que intenté acelerar un poco. En nuestros entrenamientos nunca acelerábamos y nunca íbamos más despacio, sino que avanzábamos siempre al mismo ritmo lento y constante. Así que tratar de acelerar me resultaba difícil. Tras un kilómetro y medio o así, Arnie me dijo con brusquedad:

—¡Eh! ¿Por qué estás andando?

Me miré a las piernas.

—Hala, no me había dado cuenta.

Pero sí, estaba caminando. Estaba muy sorprendida y con mucho sueño. Empecé a trotar de nuevo y acabé andando. Arnie dijo:

—Vale, vamos a trotar hasta ese poste telefónico, después caminamos hasta el siguiente, volvemos a trotar hasta el siguiente, y así hasta que te encuentres mejor.

Empecé a trotar, mirándome las piernas. Iban arrastrando los pies, y luego echaron a andar. Me di una palmada en los muslos.

—¡Vamos! ¡A correr! —las reñí, como si estuvieran desobedeciéndome a propósito.

Me di cuenta, alarmada, de que estaba hablándole a mis piernas. Intenté andar rápido. Arnie iba corriendo alrededor en círculos, adelante, de vuelta, marcha atrás.

—Mira, Arnie. Tengo tanto sueño que no puedo moverme. Voy a sentarme un minuto y echar una siestecita. —Mi voz sonaba extraña, como si estuviera borracha—. Estaré bien con una siessshtecita.

Me senté en la hierba al lado de la carretera y me dormí al momento.

—¡Eh, no puedes hacer eso! —empezó a gritar Arnie—. ¡No puedes pararte sin más aquí en medio de la nada!

—Arnie, estaré bien en diez minutos, solo una siesta de diez minutos, vale… —y me quedé como un tronco.

Lo siguiente que recuerdo es que Arnie y otra persona me estaban subiendo a un coche. No me importaba nada excepto dormir, y solo sabía que estaba tumbada en la parte de atrás de un coche agradable y calentito y que Arnie no dejaba de disculparse una y otra vez con el conductor. Era muy tranquilizante, como el sonido de un ventilador eléctrico. Quienquiera que fuera nos llevó de vuelta hasta el estadio, donde Arnie había aparcado el coche. Cuando llegamos, me desperté y me encontré en plena forma, pero bastante avergonzada. Le di las gracias al conductor rápidamente; estaba un poco enfurruñada con Arnie.

—Ves, solo necesitaba una siestecita —dije.

A lo largo de los años, me he preguntado a menudo quién sería la persona que nos rescató y me he sentido muy agradecida.

La semana siguiente volvimos a hacer veintiséis kilómetros, y después volvimos a intentar los veintinueve sin contratiempos. Hicimos veintinueve tres fines de semana seguidos, el último en un recorrido más duro, con unas cuestas increíbles, solo para asegurarnos. Este último recorrido era campo a través, en los alrededores de Siracusa y Manlius, por caminos que nunca había visto, y pasaba por pueblos con nombres que parecían italianos, como Pompeya y Fabius. Eran sitios remotos y preciosos, en los que la nieve no había acabado de fundirse. En las zonas a la sombra había colgajos de nieve de tres o cuatro metros sobre la carretera, como la cresta de una ola blanca y sucia. No podía ni imaginarme cómo estaría esa carretera en enero.

Estábamos a finales de marzo, el sol aún era pálido y el paisaje lúgubre, todo marrones y negros, con la tierra embarrada a trozos como turba empapada. Íbamos en pantalón corto, aunque todavía hacía demasiado frío y seguíamos llevando sudaderas y guantes. Era como si la sudadera gris con «TRACK» estampado en azul en la parte delantera se hubiera convertido en parte de mi cuerpo. Nunca se mojaba o me pesaba, porque nunca sudaba, y Arnie tampoco. Hacía demasiado frío, íbamos demasiado despacio, y lo único que necesitaba lavar a diario era la camiseta que llevaba pegada a la piel.

Y como no sudábamos, no teníamos sed ni nos preocupábamos por la hidratación. Suena increíble hoy en día, pero en aquellos tiempos nadie hablaba de la importancia del agua, y si no tenías sed, ¿qué más daba? Finalmente, la última vez que hicimos veintinueve kilómetros, salió el sol y nos dio sed. Vi un arroyo en la parte inferior de un campo embarrado y dije que iba a echarle un vistazo. Arnie me dijo que me olvidara del tema, que el agua no era potable porque había caballos en el campo, pero yo ya había saltado la valla e iba resbalando entre el barro y los trozos de hierba recién salida, y cuando llegué al arroyo dije que era totalmente seguro, porque el agua se movía deprisa y había berros creciendo en ella. Era un manantial. Mi padre siempre decía que, si había berros, el agua era buena, porque no crecen si el agua está sucia. Arnie no estaba muy convencido, pero me vio beber con tantas ganas que se unió, mascullando que íbamos a coger el tétanos o el tifus o algo. El agua estaba tan helada que te dormía los labios, y estaba buenísima. Ni siquiera nos dolió la tripa, pero cuando le conté la historia a mi padre años después, pensando que estaría orgulloso de mí por recordar su sabiduría popular, me miró alarmado.

—Yo nunca dije eso de los berros —me contestó.

PARTE II: CARGA PROGRESIVA

Tras conseguir una buena base, los corredores de larga distancia empiezan a acumular kilómetros. Los buenos corredores hacen esto con cabeza: corren a diferentes ritmos para añadir calidad a la cantidad y hacer que cada kilómetro cuente. Los principiantes (que de hecho somos la mayoría) normalmente no tienen elección: solo tienen un ritmo, así que se limitan a añadir distancia y siguen yendo adelante poco a poco.

«¡PUEDES CORRER LA MARATÓN DE BOSTON!»

Después de la última tirada de veintinueve kilómetros, Arnie me dijo que la semana siguiente intentaríamos hacer los cuarenta y dos. No sé por qué decidió dar el salto a la distancia completa. Quizás porque solo quedaba un mes para Boston, o quizás porque pensaba que ya estaba lista. No me preocupaba; las decisiones eran cosa de Arnie. Pero admito que estaba emocionada. Muy, muy emocionada. Era mi gran momento, o mejor dicho, mi gran día, ya que calculamos que nos llevaría la mayor parte del día.

Quedamos por la mañana y aparcamos el coche en la Academia de Hermanos Cristianos de la calle Randall. El plan era correr una vuelta de veintiséis kilómetros por el campo y después añadir los dieciséis de Manlius. De esta manera, estaríamos más cerca de casa y no corríamos peligro de quedarnos atrapados en algún lugar remoto. Arnie nunca mencionó el incidente en el que tuvo que parar un coche para llevarme a casa, pero no queríamos arriesgarnos a que se repitiera. Tampoco queríamos correr por las monstruosas cuestas de Pompeya; nuestro recorrido ya tenía bastantes sin necesidad de hacernos los héroes. Como siempre, buscamos un recorrido con el menor tráfico posible, que tuviera cierto interés y que no pasara nunca al lado del coche o de nuestras casas. Cuando pasas por casa, la tentación de parar es demasiado grande, y obligarte a seguir corriendo cuando estás cansada te cansa más todavía. Esa es una de las razones por las que nunca se me dio bien correr en pista: mentalmente, las vueltas me mataban.

Los dieciséis de Manlius eran interesantes por las casas bonitas que nos encontrábamos. Yo fantaseaba con tener algún día una casa y un jardín así de bonitos; a veces, incluso me imaginaba cómo los decoraría. Además, en una de las más lujosas vivía la llama Larry. Un rico ligeramente excéntrico tenía una hermosa finca que nos pillaba de camino, con una colección de lo que yo llamaba «animalitos de granja». Uno de ellos era una llama irritable a la que Arnie llamaba Larry. Supongo que esto suena bastante soso como entretenimiento, pero créeme, cuando estás planeando un recorrido de cuarenta y dos kilómetros y ciento noventa y cinco metros, agradeces tener cualquier tipo de distracción agradable durante los últimos quince.

Cuando llevábamos unos diez kilómetros por el campo, un chucho negro de una granja que habíamos visto antes se acercó corriendo, ladrando y gruñéndonos. Como de costumbre, le plantamos cara y corrimos de espaldas hasta que salimos de su territorio. Pero en lugar de darse la vuelta, el perro empezó a menear el rabo y a seguirnos. Después de pararnos y gritar «¡a casa!» una docena de veces, nos rendimos. Y a partir de ese momento, Blackie fue nuestro acompañante. «Craso error, Blackie», pensé. Mi padre me había contado que los humanos pueden correr durante más tiempo que la mayoría de los animales, incluyendo los ciervos, así que pensé que tras un par de kilómetros Blackie se cansaría y se iría cojeando a casa. Pero los kilómetros pasaban y Blackie seguía ahí, con la lengua fuera, tan leal como si fuera nuestro. Diez kilómetros después empezó a quedarse atrás, cojeando, y después trataba de acelerar para pillarnos. «Pobrecito, sé cómo te sientes», mascullé. Finalmente, tras trece kilómetros, Blackie se quedó tumbado al lado de la carretera mirándonos marchar. Me dio pena: ¿y si se moría o algo? Pero Arnie me convenció de que no tenía que estar triste, de que los perros siempre encuentran el camino a casa. Lassie lo había hecho un montón de veces en la tele, y además, ¿qué íbamos a hacer si no, llevarle de vuelta en brazos?

Nunca había visto a Lassie en la tele, pero Blackie era una distracción tan buena como cualquiera: llevábamos veintiséis kilómetros, estábamos empezando los últimos dieciséis y no estábamos fatigados en absoluto. Pasábamos al lado de casas bonitas, los árboles que colgaban sobre nosotros tenían un pelín de verde, y Larry, la llama desaliñada color melocotón, se acercó al muro de piedra de la casa y nos miró con su cara de camello amargado. ¡Ja! Salvo por el hecho de tener cuatro patas, estaba exactamente igual de impávida que algunas de las personas que nos habíamos encontrado por el camino.

Y antes de lo que esperaba, subimos la cuesta de la calle Randall y vimos el coche azul de Arnie en el parking a lo lejos. Solo quedaban ochocientos metros, la recta final de aquellos cuarenta y dos kilómetros y ciento noventa y cinco metros. Parecía que habíamos llegado rápido y que habíamos tardado todo el día a la vez. No estaba cansada en absoluto.

 

—Lo vas a conseguir —dijo Arnie—. No me lo puedo creer. ¡Lo vas a conseguir!

Me sentía extrañamente desconectada, casi desilusionada. Se suponía que era mi momento de la verdad, la victoria, la validación. Pensaba que llegar al aparcamiento aquella tarde gris sería como entrar en el estadio olímpico y en cambio me pareció tan… bueno, tan anticlimático.

—¡Tienes buena cara, te ves fuerte! —me estaba diciendo Arnie.

—Arnie, la verdad es que me encuentro bien. Así que igual no son cuarenta y dos kilómetros de verdad, igual son menos, ¿no?

Arnie se puso muy inquieto, casi furioso.

—¡Claro que son cuarenta y dos! Si acaso, son más: lo medí con el coche.

Por supuesto, en los años siguientes todos descubrimos que medir los recorridos de las carreras con el coche es muy impreciso. Durante mucho tiempo, cientos de corredores se quedaron sin récords oficiales ni marcas precisas por culpa de recorridos mal medidos. Eso hizo que el legendario ultramaratoniano Ted Corbitt y otros amantes de la exactitud crearan métodos de medición y certificación precisos.

—Bueno, vale, entonces ¿por qué no corremos otros ocho kilómetros, solo para asegurarnos? —dije—. Si corremos ocho kilómetros más, ¡sabré seguro que nada nos detendrá en Boston!

—¿Puedes correr ocho kilómetros más? —preguntó Arnie asombrado.

—¡Claro! ¡Me encuentro genial! ¿Y tú?

—Bueno, si tú puedes, yo también —no sonaba muy convencido, pero estaba dispuesto a apuntarse a la aventura.

Pasamos de largo el coche. Los dos nos quedamos mirándolo mucho rato. Doblamos la esquina y nos comprometimos con la carrera de nuevo. Por supuesto, en cuando pasamos el coche, nos entró la pereza a los dos. Siempre pasa cuando pasas por la casilla de salida. Se estaba haciendo tarde, se había puesto el sol, y el paisaje era muy solitario. Había gris por todas partes. ¿Cuándo iba a llegar de una vez la primavera? Ahora era yo la que intentaba estar animada y dar conversación, mientras que Arnie iba con el alma en los pies. Después de todo, la idea había sido mía. Después de unos cinco kilómetros, Arnie se puso raro. Estaba como enfadado, decía cosas sin sentido y mascullaba blasfemias. ¡Nunca había oído a Arnie blasfemar! Era católico y un mojigato sin remedio. Llevaba un rosario, nunca bebía y le daba vergüenza cuando alguien contaba un chiste verde. Para ser sinceros, muchas veces me preguntaba cómo había conseguido dejar embarazada a su mujer.

Me asusté cuando Arnie empezó a vagar sin rumbo y acabó en medio de la carretera. Le arrastré de vuelta al arcén.

—Eh, ¿estás bien? —le pregunté. Parecía sorprendido, como si le hubiera despertado o algo.

Un coche pasó a nuestro lado, dejándonos un montón de sitio. Arnie se enrabietó, cogió una piedra enorme del arcén y se la tiró al coche.

—¡Maldito bastardo! —gritó. —¡Valiente hijo de puta! ¡Mira que intentar echarme de la carretera! ¡Maldito bastardo, te voy a matar! —Estaba ahí plantado como un espantapájaros, con los pelos ralos y grises de punta y los ojos desencajados.

—¡Mierda! Arnie, vamos, no pasa nada. —Intenté sacarle de la carretera y se resistió. Tenía la mirada aterrorizada.

—Están. Intentando. Matarnos —susurró, como si no entendiera cómo podía ser tan estúpida como para no ver que mi vida corría peligro.

—Vamos, Arnie, un kilómetro más, uno más y ya llegamos.

Le tomé del brazo para guiarle. Estaba tan gris como su sudadera y tenía la mirada perdida. Aun así, corrió conmigo, cojeando, con las piernas de goma, los dos cogidos del brazo. Y ahí estaba el coche, a una manzana de distancia. Os juro que podía oír los vítores distantes de la multitud en el estadio olímpico.

—¡Vamos a conseguirlo de verdad, Arnie! —seguí murmurando, con el corazón saliéndoseme del pecho.

Y ahí estábamos, en su cacharro salpicado de barro con un Jesús de plástico en el salpicadero. Me tiré a abrazarle y darle palmaditas en la espalda.

—¡Lo hemos conseguido, lo hemos conseguido, nos vamos a Boston!

Arnie se desmayó en mis brazos.

Me tambaleé un poco bajo el peso muerto repentino, lo agarré con fuerza por los sobacos y lo bajé hasta dejarlo sentado en el arcén con la cabeza entre las rodillas. Traté de hacer un bailecito de celebración mientras cantaba «lo hemos conseguido, lo hemos conseguido», pero no podía levantar los pies. Estaba como borracha: no podía ni moverme ni dejar de sonreír. Nunca había sido tan feliz. Apoyarme en el guardabarros de aquel coche viejo era mi medalla de oro. Arnie levantó la cabeza, volvió a cerrar los ojos y dijo:

—Puedes correr la maratón de Boston.

Prácticamente todos los estudiantes que vivían en la avenida Comstock conocían a Arnie, porque era nuestro cartero. Y en un momento u otro, casi todo el mundo había recogido el correo para sus compañeros de dormitorio y charlado un rato con él. Le encantaba su trabajo, porque la gente se alegraba de verle. En ese sentido, la universidad se parecía mucho al ejército: todo el mundo estaba como loco por recibir cartas de sus seres queridos. Le saludaban con un «eh, Arnie, ¿qué tal?» y él les pasaba el correo por la puerta y les daba una respuesta graciosa, o les contaba qué tal estaba el tiempo.

El lunes, después de nuestra carrera (unos cincuenta kilómetros según mis cálculos), un par de chicos de mi clase de inglés me preguntaron qué pasaba con Arnie.

—Ni idea, ¿a qué os referís? —respondí.

—Bueno, hoy nos ha dejado el correo diciendo «las mujeres tienen un potencial oculto en resistencia y fortaleza», así sin venir a cuento.

Me limité a reírme como respuesta. Después, cuando pasé por mi dormitorio entre clases, escuché a un par de mis compañeras comentando que les había pasado lo mismo. Una de ellas dijo: «Me dijo: “Me ha llevado a la ruina corriendo”. ¿Qué significa eso?».

Me imaginé a Arnie haciendo como Arquímedes, saliendo de la bañera de un salto, abriendo las puertas de todas las casas de Comstock y gritando: «¡Eureka! ¡Las mujeres tienen un potencial oculto en resistencia y fortaleza!». Solo que no me parecía tan gracioso porque, ahora más que nunca, teníamos que mantener esto en secreto. Estaba convencida de que la manera más segura de fracasar era contarle a todo el mundo que iba a intentar correr la maratón de Boston. Si lo contaba, la gente se haría expectativas, e hiciera lo que hiciera, no sería suficiente. No quería tener esa presión, y Arnie lo sabía, pero no podía contenerse.

—Es que estoy tan orgulloso de ti que tengo que decirle a la gente lo buena que eres —dijo.

—Vale, pero se acabó. No se lo digas a nadie más, y no digas nada de lo de Boston.

Arnie aceptó.

Después de aquello, seguimos con el plan. El martes, en lugar de recogerme delante de Huey Cottage como de costumbre, Arnie vino y me sentó en un escritorio en el recibidor. De todas maneras no podíamos correr, porque todavía nos dolía todo. Apenas podía bajar las escaleras y tenía unas ampollas de sangre terribles debajo de cuatro uñas. Estaban hinchadas, moradas y negras, levantando las uñas, y me dolían un montón.

—Aquí tienes. Tienes que rellenar el formulario de inscripción para Boston —me dijo, poniéndome en la cara un papel que decía «Maratón Americana bajo el patrocinio de la Asociación Atlética de Boston».

Arnie tenía cerca de una docena de formularios, ya que, como era el presidente desde hacía años de Los Lebreles de Siracusa (mayormente extintos), estaba en la lista de correo de la maratón de Boston y todos los años recibía unos cuantos formularios para los miembros del club.