La playa del hombre muerto

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—Monsieur Pinaud! Gracias por recibirme sin tener cita previa —Daniel le habló en español como gesto de complicidad entre ambos.

—No se preocupe —respondió Alain, en su perfecto castellano con ligerísimo acento francés—. Son épocas tranquilas, fiscalmente hablando, y hoy tengo la tarde libre.

Con un gesto de la mano, Alain le invitó a que lo siguiera a través de uno de aquellos pasillos iluminados, artificialmente, que mostraba puertas antiguas de madera y vidrio decorado y opaco. Mientras tanto, Daniel se fijó en su vestuario y en su forma tan elegante de andar. Llevaba un impecable traje de chaqueta azul marino, ligeramente entallado en la cintura, y zapatos italianos de piel marrón oscura y empeine alargado. Su inconfundible aroma a Loewe 7, cuyo frasco ya había visto en el baño de su casa de Vilanova, precedía sus andares, estimulando la pituitaria y la imaginación de Daniel.

Al llegar a la puerta de su despacho, Alain se apartó a un lado para permitirle pasar primero y, tras cerrarla, le indicó que se sentase en uno de los sillones que estaban enfrentados al suyo, al otro lado de la mesa en la que había un par de ordenadores que mostraban índices bursátiles junto a otro, portátil y mucho más pequeño, que despertó de su inactividad con un simple roce, en cuanto se desabotonó la chaqueta para sentarse.

—¿Y bien? Usted dirá en qué puedo ayudarle —preguntó, mientras tecleaba un par de frases en el pequeño ordenador, y lo miraba, después, en espera de la información que se suponía que tenía que darle.

—¿Que te diga qué? —preguntó Daniel, con media sonrisa en los labios.

—Para qué ha venido, por ejemplo —respondió Alain, frunciendo ligeramente la frente y elevando una de sus cejas.

—Pues… para verte.

—Eso lo supongo, monsieur Albero. —Alain se encogió de hombros y formó con los labios una pequeña o, en señal de confusión—. Pero ¿referente a qué? Declaración de la renta, fiscalidad francesa, algún paquete de inversión que quiera crear, asesoramiento sobre empresas, acciones… No sé, usted dirá. ¿Le ha recomendado alguien que viniera a verme?

—Alain, ¿podrías dejar de hablarme de usted y llamarme por mi nombre, por favor? —el tono de voz de Daniel empezó a sonar un tanto endurecido.

En ese momento llamaron a la puerta y, al abrirse, apareció una mujer que, hablando en un francés agudo y cantarín, le recordaba que se tenía que marchar y que, por favor, no llegase tarde al cóctel que tendría lugar en casa de sus padres aquella misma tarde.

Alain la respondió en su idioma natal, diciéndole que llegaría lo antes posible, pero que, en ese momento, estaba ocupado con un cliente.

—Pardon, monsieur…! —dijo ella, acercándose a la mesa, en espera de que alguno de los dos completase el nombre.

—Albero, je m’appelle Daniel Albero —se presentó él mismo.

La dama le estrechó la mano, al tiempo que le lanzaba una sonrisa cautivadora. Como no le dijo su nombre, supuso que se trataría de una de sus hermanas, ya que le preguntó si necesitaba que se quedase para ayudarlo con el asunto que hubiera llevado hasta allí al señor Daniel. La diplomacia de Alain consiguió sacarla de aquel despacho enseguida, y pudieron retomar su conversación donde la habían dejado.

—Disculpe a mi hermana mayor, Daniel, a veces es demasiado impetuosa.

—Tranquilo, no me molesta. Pero quizá te estoy entreteniendo y por eso estás tan esquivo. Ella habló de un cóctel al que tenías que asistir, y será mejor que dejemos nuestra charla para otro momento. —Daniel se levantó de su asiento con intención de marcharse, pero Alain se incorporó también.

—Perdóneme, Daniel, pero es que todavía estoy intentando ubicarlo. No recuerdo cuándo nos hemos conocido y… últimamente ando un poco despistado. Le ruego que me disculpe. Siéntese, por favor, ¿quiere beber alguna cosa? Café, té…, mi secretaria nos lo traerá.

—Me apetece un whisky con hielo y agua —se aventuró a decir Daniel según se sentaba de nuevo y clavaba su mirada seria en las pupilas oscuras de Alain que, con el auricular en la oreja, le pedía disculpas a una tal Marie, antes de colgar.

—Para eso, quizá deberíamos buscarnos un bar —respondió Alain.

Daniel le sostuvo la mirada, intentando pensar qué responder a continuación. Pero la prudencia pudo más que el morbo y terminó diciendo:

—Tal vez otro día. —Daniel volvió a levantarse, sin intención de sentarse de nuevo—. No quisiera robarle más tiempo del que ya le he quitado, señor Pinaud.

Entonces, como reaccionando al hecho de que ya no lo tuteara de manera tan familiar, Alain se puso de pie y le dijo:

—No… ya va siendo hora de que me marche yo también, y una copa será perfecta para intentar recordar de qué te conozco. No sé por qué, pero me resultas extrañamente familiar. —Daniel no pudo evitar sorprenderse ante aquella afirmación—. Evidentemente, no hemos empezado con buen pie y, si has venido hasta aquí, por algo será. Busquemos ese bar, si es que aún puedo convencerte, claro. —Alain comenzó a apagar sus ordenadores, esperando una respuesta que tardó un rato en llegar.

—Oui, d’accord! —consintió Daniel, temiendo que se iba a arrepentir.

Después de coger su cartera y despedirse de su secretaria, que comenzaba a apagar las luces de los despachos, salieron del edificio para dirigirse a uno de los bares que había en aquella plaza. Caminaron en completo silencio y solo comenzaron a hablar después de que Alain le pidiera un par de whiskies con hielo y agua al camarero.

—¿Y bien? Cuéntame, Daniel —dijo, quitándose la chaqueta y aflojándose la corbata, que terminó metiendo dentro de su cartera de documentos—. ¿De qué nos conocemos?

Daniel tardó un rato en responder, ya que estaba intentando vislumbrar si le hablaba en serio o si, por el contrario, estaba gastándole algún tipo de broma francesa para sacarlo de sus casillas, lo cual empezaba a vencer en la balanza de su santa paciencia.

—Si no te dice nada una playa y un bosque, durante tus vacaciones de hace una semana, tu apartamento en Vilanova y la promesa de reencontrarnos aquí en París, mientras tu novia se encuentra de gira por Italia, no sé qué más puedo contarte para que me recuerdes.

Ante aquella enumeración que Daniel hizo, antes de darle el primer sorbo a la copa que ya le habían puesto enfrente, Alain se atragantó con el sorbo que le dio a la suya, tosió y se limpió la boca con una servilleta de papel.

—El caso es que estuve la semana pasada en la casa que tiene mi madre en España y fui a la playa. Tal vez pasease por algún bosque, pero… perdóname, Daniel, tengo que confesarte que no me acuerdo de ti en absoluto.

Daniel no tardó mucho en reaccionar y, sacando de su cartera dos billetes de veinte euros que dejó sobre la mesa, se levantó y dijo:

—Lo siento, Alain, me confundí.

Sin más preámbulos, se giró para marcharse.

—¡Espera! —A Alain le dio tiempo a agarrarlo de la muñeca antes de que saliera y, en ese momento en el que la confusión se reflejaba más en su cara que en la de Daniel, le pidió que, por favor, se sentara; teniendo que repetírselo, de nuevo, en vista de que Daniel no hizo el mínimo amago de volver a ponerse frente a él.

Cuando consiguió que le hiciera caso y volviera a sentarse, dándole tal trago a su copa que la apuró, Alain sacó su móvil y, tecleando en él, le enseñó el contacto en el que se reflejaba aquella D que evidenciaba su nombre.

—¿Lo ves? ¡Te conozco, aquí estás! Pero la tensión del trabajo durante esta semana, la boda de mi hermana pequeña y una novia que en verdad tengo y que, sí, está ahora mismo en Italia sin parar de recordarme que tenemos que copiarla nosotros, me llevan a perderme ciertos detalles. ¡Lo siento! —exclamó, sin apartar su mirada de la de Daniel—. Hemos empezado con mal pie. —En ese momento, Alain alargó su mano, esperando a que se la estrechara, lo cual, terminó haciendo Daniel con cierta reticencia, aunque apretando bastante—. Recuerdo esos ojos; al menos, algo me suena —confesó en un susurro, antes de separar su mano y hacerle una señal al camarero para que les llevara un par de copas iguales a las que habían tomado.

—¿Es por eso la fiesta a la que tienes que acudir esta tarde? —preguntó Daniel con la voz agravada—. ¿Por la boda de tu hermana pequeña?

Alain asintió, sin decir palabra, apurando su copa antes de que se la cambiasen por la nueva.

—Sí, todo un trastorno de apariencias, compromisos y gente a la que no me apetece ver y, mucho menos, tener que escucharlos hablar durante toda la noche sobre sus problemas financieros, sus problemas de alcoba o, lo que es peor, la eterna pregunta de cuándo sentaré cabeza y le daré un nieto a mis padres.

—¿Dónde te apetecería estar, si no tuvieras que asistir a esa fiesta? —preguntó Daniel cuando el camarero se retiró con las copas usadas.

—Me conformaba con pasar aquí toda la noche, bebiendo whisky con un misterioso desconocido. Pardon, ya no tan desconocido —alzó las cejas y ladeó una sonrisa—, pero… nobleza obliga.

—Seguro que esa frase te la dice tu madre a menudo —dijo Daniel.

—Pues sí. —Alain volvió a ponerse serio—. ¿Cómo lo sabes?

—Me lo he imaginado, al ser tu madre española. Ya que, a pesar de ser una expresión de origen francés, las mujeres españolas de cierta generación la usan a menudo allí. Mi madre también lo hace.

Alain se quedó pensativo un momento.

—Es curioso, sabes muchas cosas de mí, y yo nada de ti; salvo que te llamas Daniel, que te encanta el whisky con agua —Alzó su copa como muestra— y que no te gusta que te traten de usted.

—Bueno…, eso tiene fácil arreglo. —Daniel amagó una sonrisa, después de relajarse con un sorbo de licor en la boca.

 

—Pues sí, tienes razón. Si no tienes nada mejor que hacer, y no te importa acompañarme al evento de esta noche en casa de mis padres, me encantaría empezar a descubrirte un poco más.

A Daniel aquello le suponía un reto, por lo que terminó asintiendo con la cabeza, mientras una sonrisa esplendorosa se dibujó en sus labios.

6

Aquella noche se pudo celebrar el evento en el exterior, gracias a una carpa que había montada en el jardín de la casa que los padres de Alain tenían en la Ville de Vernouillet, un pueblecito de la Edad Media con alta tradición en viticultura y a tan solo cuarenta minutos de París.

Cuando llegaron, Alain metió su coche en el garaje familiar, sobrepasando la larga hilera de autos aparcados que se había formado en la calle.

Era un cóctel informal que no requería más etiqueta que la que ambos vestían. Suerte que aquella mañana, para ir a visitar a los distribuidores, Daniel había decidido ponerse un traje en tonos claros con polo grisáceo debajo.

Unas cuantas estufas de exterior encendidas, en forma de champiñón alto, salpicaban el jardín para aplacar la refrescante velada a los frioleros que evitaban meterse dentro de la carpa acondicionada para el evento.

Varios camareros servían champán sobre sus bandejas, así como canapés de todo tipo, en lo que a Daniel le pareció el preludio de una pedida de mano.

—¿Qué va a dejar tu hermana para el día de la boda? —preguntó Daniel con discreción, mientras le aceptaba una de aquellas copas aflautadas que Alain había cogido para ambos.

—Sinceramente, no lo sé —respondió, de manera indiferente—. El montaje de esta boda está superando al que organizó nuestra hermana mayor. A las mujeres de mi familia se les ha ido la cabeza. Solo espero que, si esta se divorcia también, no llame tanto la atención.

En ese momento, una señora elegante de unos sesenta y pocos años, muy bien llevados, retocada, aunque no operada, con el pelo teñido de caoba y ojos oscuros, se acercó por detrás de ellos pillándolos por sorpresa.

—Me encanta oírte hablar en español, hijo, pero ¿a quién dices que se le ha ido la cabeza? —Aquella mujer dio unos pequeños toques sobre el hombro de Alain, con su uña lacada en rojo, mientras hablaba en la misma lengua que alababa.

—Maman! —exclamó Alain, sorprendido, mientras la besaba en la mejilla—. No es por criticar, pero parece que se casa la hija del presidente.

—Bueno, algunos de sus acólitos se encuentran por aquí. Y están deseando verte, por cierto.

—¡Oh, no! Mamá, por favor, déjame relajarme por esta noche. —Miró para otro sitio, apurando la copa de un trago—. Ha sido una semana terrible.

—Es que no puedes vivir alejado del despacho, hijo, te pasa igual que a tu padre. Pero te dijo que te cogieras libre hasta finales de septiembre. No sé por qué has tenido que empezar a trabajar tan pronto.

—Bueno, lo hecho, hecho está —respondió él, mientras dejaba la copa vacía sobre una de las mesas del jardín—. Por cierto, te presento a Daniel Albero. Nos conocimos… la semana pasada en Vilanova.

Aquel lapsus momentáneo frente a su madre, no hizo más que afianzar en Daniel la idea de que ocultaba algo.

—Encantado, madame Pinaud. —Daniel le estrechó la mano con delicadeza, inclinando un poco la cabeza—. Gracias por permitirme estar en esta velada tan familiar.

—Madame Pinaud es mi suegra, querido, llámame Carmen —dijo, esbozando una sonrisa tan encantadora como la de su hijo y dándole dos besos a la española—. ¿Qué te trae por París, Daniel? ¿Vacaciones, tal vez?

—¡Ojalá! —Sonrió—. Pero no, estoy aquí por trabajo.

—Y ¿a qué te dedicas? ¿Finanzas, también? —preguntó ella, mientras aceptaba que un camarero le rellenase su copa.

—No, tengo un negocio de ropa masculina en Barcelona, y mi comercial me ha fallado, por lo que me ha tocado venir personalmente a la central de distribución para elegir algunas prendas de la temporada que viene. De paso, pensé en aprovechar el viaje y hacerle una consulta a su hijo, referente a un nuevo local que queremos adquirir mi socia y yo en la misma ciudad.

En ese momento, Alain pareció encajar alguna de las piezas del puzle que tenía diseminado, mentalmente, desde el preciso instante en el que Daniel había entrado en su despacho.

—Pues no has podido ir a dar con un mejor asesor. —Carmen acarició la cara de su hijo, según lo alababa—. Y, además, conoce la legislación española a la perfección, domina el idioma y le encanta Barcelona.

De repente apareció la hermana mayor de Alain, a quien Daniel ya había conocido en su despacho, y que pasó a reprocharle a su hermano, en francés, el que se hubiera traído trabajo a la fiesta.

La madre de ambos le propinó un sutil codazo a su hija, para que no fuera descarada y hablase en castellano delante de aquel hombre tan apuesto.

—No me lo tenga en cuenta, monsieur Albero —dijo en castellano, aunque con mucho más acento francés que su hermano—. Regaño a mi hermano porque no sabe la diferencia entre trabajo y placer, ¿verdad, querido? —Lo que acompañó con un beso en la mejilla de Alain—. Es una pena, pero me alegro de que no haya podido venir Nicole —dijo ella, colgándose del hombro de su hermano con los dos brazos—. Mon cher, esta noche te tocará bailar conmigo —y, dirigiéndose a Daniel, dijo—. Nicole, la novia de mi hermanito, le quiere solo para ella y nadie puede bailar con él en toda la noche.

—Bueno, hoy habrá baile para todas. Ahora, a disfrutar de la noche —intervino la madre de ambos en actitud conciliadora—. ¡Oh, vaya, por allí va vuestro padre! Será mejor que vayamos a su encuentro —y continuó hablando en francés para que su hija la acompañase—. Emilie, suis-moi!

Esperaron a que se marchasen y, en cuanto ambas mujeres estuvieron lejos, Alain dijo:

—Así que ese es el motivo de tu visita, pedirme consejo.

—Esa ha sido la manera fácil de salir del paso con tu madre —respondió Daniel, alzando una ceja y la copa de champán para beber un trago.

—Negocio de ropa. —Alain se quedó pensativo, asintiendo levemente con la cabeza mientras lo miraba fijamente—. ¿Dónde está ubicada tu actual tienda?

—En Vía Laietana, a la altura de la catedral.

—Buena zona —confirmó—. Y estás pensado en abrir otro local con tu socia. —Alain aceptó otra copa de champán que le ofreció uno de los camareros que se paró a su lado—. ¿Se trata de tu mujer?

—No, yo no estoy casado —a Daniel le pareció oportuno aclarar aquel punto—. Solo somos amigos.

—Espero que seáis de los buenos. Asociarse con alguien en un negocio es arriesgado, pero si piensas embarcarte en otra aventura, junto a esa persona, más vale que te protejas —observó Alain de manera profesional.

—Nos conocemos desde niños, pero llevamos juntos desde los veinte años. Pasó de ser una novia y amante duradera a convertirse en mi mejor amiga.

—Y socia, ¿desde cuándo? —Alain seguía en modo profesional.

—Desde hace quince.

—¿Casada?

Daniel parpadeó varias veces antes de contestar.

—Separada. No hago más que decirle que le conceda el divorcio al gilipollas de su marido.

—Pues harías bien en no embarcarte con ella en nada nuevo hasta que no estén todos los papeles firmados, y ellos completamente divorciados. —Ante la cara de extrañeza que puso Daniel, Alain respondió con una sonrisa cautivadora—. Solo es un consejo. Y esta noche te va a salir gratis.

—¡Vaya, muchas gracias!

—De nada —respondió Alain, señalando con la vista su copa para que se la cogiera Daniel, mientras él se quitaba la chaqueta y la soltaba sobre una silla que estaba vacía, cerca de una mesa con canapés. Remangándose las mangas de la camisa, cogió un platillo que llenó con distintas piezas saladas y se acercó a recuperar su copa y a compartir aquellos bocaditos con su acompañante—. ¿Y dónde, exactamente, queréis abrir la nueva tienda?

—En el Portal del Ángel, también cerca del barrio gótico.

Alain lanzó un silbido.

—Esa zona todavía es mejor —confirmó—. ¿De cuántos metros cuadrados estamos hablando?

—Unos trescientos cincuenta. Pero la inversión va a ser muy alta y he de estudiar los riesgos a fondo, son ciento cincuenta metros más de los que tenemos ahora.

Daniel aprovechó y cogió un par de canapés del plato que Alain aguantaba para ambos.

—Puedo hacerte el estudio. Y también te saldrá gratis, ya que nunca viene mal tener un experto en moda masculina de quien echar mano.

—Algo parecido me dijiste la semana pasada —quiso recordarle Daniel.

—¡Ah! ¿Sí? —respondió extrañado—. Pues tendré que ponerlo en práctica cuanto antes, porque por allí vienen mi hermana y el estirado de su novio, y cuando me vean con la misma camisa y pantalón que llevé al trabajo, igual hacen como que no me conocen.

—Eso tiene fácil arreglo. —Daniel cogió el plato de canapés y la copa que Alain sujetaba entre sus manos y, junto con la suya, corrió a la mesa y lo soltó todo.

Mientras regresaba a su lado, se fijó en quienes se suponía que serían los novios y los vio hablando con una pareja de señores mayores que los habían interceptado por el camino. Después, se quitó su propia chaqueta Herringbone, en tono marrón claro y, estirándole las mangas de su camisa, le pidió permiso para ponérsela. Alain asintió con una leve sonrisa. Daniel se acercó todo lo que pudo a él para abrocharle los botones de la camisa que se había ido soltando a lo largo de la tarde. Con el primer botón evitó mirarlo y rozar la piel de su pecho más de la cuenta; sin embargo, no pudo aguantarse con el segundo ni con el tercero, por el esfuerzo al ser los más apretados de todos. Terminó clavando sus ojos en la mirada oscura de Alain, consiguiendo que su respiración se le acelerase al ver que este entreabría la boca, ligeramente, mirándole a los labios.

Cuando terminó con la camisa, le abrochó un solo botón de la chaqueta, dejando el de abajo casualmente abierto. Luego, se acercó a la silla en la que Alain había soltado la suya, la cogió y se la puso, sin abrochar, sobre el polo gris de corte entallado que él llevaba.

Aquel intercambio de chaquetas les dio una apariencia distinta a ambos y fue suficientemente rápido como para que los futuros novios no se percatasen de nada al llegar hasta ellos. Tras presentárselos, Lorraine, la hermana pequeña de Alain, dijo en francés, ya que su futuro esposo no hablaba el castellano:

—Mi hermana Emilie me ha contado que te dedicas a la ropa masculina. —Con mucha sutileza revisó su indumentaria—. Veo que sabes elegir al venir a la capital mundial de la moda en busca de tus productos.

—París y yo mantenemos una relación especial. Fueron muchos años trabajando sobre sus pasarelas.

—¿Modelo? —preguntó Auguste, el novio.

Mientras Alain llamaba la atención de uno de los camareros para que se acercara con copas de champán para todos, no dejó de prestar atención a lo que Daniel contaba.

—Sí, mi agencia cubría los desfiles por Europa de los diseñadores españoles más famosos. Fue una época interesante de mi vida —dio las gracias a Alain con una sonrisa, cuando le pasó la burbujeante bebida.

—¿Cuántos años estuviste trabajando en ello? —preguntó Lorraine.

—La vida de modelo de pasarela no es muy larga que digamos. —Dio otro sorbo, antes de continuar hablando—. Comencé con dieciséis años y estuve en pasarela hasta los… veinticinco, aproximadamente. Después posé para revistas y anuncios de publicidad. Pero, cuando dejan de llamarte, tienes que empezar a pensar en invertir tu vida y el dinero que hayas podido ahorrar en algo que te aporte estabilidad y más dinero. Así que monté mi primer negocio; un pequeño bar de copas, de estilo chill out, en Ibiza. Aunque el sacrificio que suponía, los horarios tan esclavos y la vida nocturna empezaron a pasarme factura, por lo que traspasé el negocio a los cinco años de tenerlo, decidí regresar a mi ciudad adoptiva y me busqué a una socia para invertir en un negocio mucho más tranquilo y del que sabía bastante más.

—¿Socia y esposa? —preguntó la joven.

A Daniel le intrigaba saber por qué todo el mundo estaba tan interesado en su estado civil.

—No, Lorraine, él no está casado —dijo Alain en voz baja—. Y haz el favor de no comentarle nada a nuestra hermana, si no, no se la va a quitar de encima en toda la noche. Desde que se divorció, cuando Emilie se pasa de copas, se vuelve literalmente loca —le susurró a Daniel al oído, consiguiendo que el vello se le pusiera de punta al notar su aliento en la oreja.

 

—No iba a decir nada —respondió ella un tanto ofendida.

—Bueno, eso os deja solteros a ambos por esta noche —aclaró Auguste—. Aunque no creo que vayáis a tener mucho éxito, rodeados como estamos de mujeres de políticos y banqueros, familia cercana y varias amigas de Lorraine a punto de casarse también. ¡Auuu! —exclamó, llevándose la mano al brazo, después de recibir un codazo por el comentario—. ¿Qué he dicho?

—Muestra un poco de respeto hacia Nicole, aunque no esté aquí —le regañó su novia.

El recuerdo de la persona que vivía con Alain hizo que Daniel soltase la copa vacía, sobre una de las bandejas de los camareros, y declinase el ofrecimiento de otra.

A lo largo de la noche Daniel conoció a Fabien, el padre de familia, y tuvo que enfrascarse en varias conversaciones con distintos invitados sobre la situación económica y política en España. Disfrutó de los manjares culinarios que no paraban de sacar los camareros y no fue capaz de evitar que, en el momento más álgido de la noche, la hija mayor de la familia le quitase la chaqueta, la apoyase sobre una silla y bailase con él cuando la música comenzó a sonar, más sensual de lo debido, y ciertos movimientos provocativos hicieron que no estuviera tan bien visto que bailase con su hermano.

Aquello fue aprovechado por Alain para observarlos, apoyado contra una mesa y con las piernas cruzadas, mirando cómo se movían al tiempo que sujetaba una copa de whisky entre las manos. Su hermana se magreaba contra Daniel, como si estuviera en celo, mientras él la agarraba por la cintura para intentar controlar el roce con su bragueta, en la medida de lo posible. Una de las veces en que, siguiendo el ritmo de la música, consiguió ponerla de espaldas a él, Daniel miró a Alain de frente y lo pilló acariciando con los dedos sus labios entreabiertos, mientras sus ojos negros se clavaban en sus pupilas azules.

Su hermana no pudo darse cuenta de nada, por todo lo que había bebido y, sobre todo, porque mantenía los ojos cerrados, disfrutando del ligero vaivén que le ofrecía su acompañante de baile. Así que por unos segundos se creó un vacío a su alrededor en el que pareció que había dejado de sonar la música dentro de la carpa y que no estaban rodeados de gente. El deseo en Daniel creció y creyó ver lo mismo en los ojos de Alain, que no se apartaban de los suyos. Daniel tuvo ganas de sustituir a la mujer que se movía delante de él, por su hermano. Quiso no tener que sentir los brazos de ella alrededor de su cuello, sino los de Alain, ni su entrepierna y su pecho apretados contra su cuerpo, sino contra él, hasta sucumbir a sus tiernos labios y al sabor de su boca.

De repente, la música cesó y la vuelta a la realidad fue tan brusca como sentir los labios de aquella mujer menuda contra los suyos y su lengua invadiéndolo por dentro. Por suerte, su hermana pequeña lo vio todo y reaccionó rápido, tirando de ella con brusquedad y llevándosela consigo para dejarla a buen recaudo de su madre y alejada de Daniel y del alcohol.

—Lo siento, no he podido reaccionar a tiempo —se disculpó Alain, acercándose a él y ofreciéndole su copa para que bebiera de ella—. Tenía que haberla forzado a seguir bailando conmigo.

—No, no te preocupes. Solo que me ha pillado desprevenido. —Daniel se pasó los dedos por los labios para retirar unas gotas del whisky que había arrastrado el sabor dejado por ella—. Además, ese tipo de baile no hubiera estado bien visto entre hermanos; le había cogido el gusto a restregarse contra mi pierna. —Daniel le devolvió el vaso.

—No me extraña. —Sonrió Alain–. Te mueves muy bien.

—Merci —le agradeció Daniel, atreviéndose a decirle después—. Te invitaría a bailar a ti, pero… dudo que eso fuese una buena idea en este ambiente. —Daniel movió los ojos, de un lado a otro de aquel salón, abarcando a la gente que ya retomaba el baile.

Alain tardó en responder. Y, cuando lo hizo, bajó la mirada al suelo.

—Supongo que sí.

En ese momento, la madre de Alain se acercó hasta ellos para pedirle disculpas a Daniel por el comportamiento de su hija, así como para invitarlo a pasar la noche en la casa.

—Mamá, ya nos íbamos. Acercaré a Daniel a su hotel antes de irme al piso —respondió él.

—¡De ninguna de las maneras, jovencito, después de todo lo que has bebido! Tu hermana ha dado el espectáculo, besándolo en los labios como lo ha hecho, pero tú y él podéis acabar estampados contra un muro, así que nada de conducir esta noche. Tú dormirás en tu habitación y él se puede quedar en el cuarto de invitados. A no ser que tengas algún inconveniente en ello, Daniel —dijo, mirándolo fijamente—, o que haya algo que te haga tener que estar en París temprano.

—Nada que no se pueda solucionar con un taxi que me pase a buscar por aquí alrededor de las ocho de la mañana. Tengo que visitar, entre otros, a mi distribuidor de ropa de fiesta antes de las diez y necesitaré pasar un rato antes por el hotel para cambiarme.

—¡Entonces, decidido! Mi hijo y tú tenéis la misma talla. Él te prestará un pijama.

En el momento en el que la madre se alejó de ellos, Daniel se giró hacia Alain y ofreciéndole un guiño le dijo:

—No necesito pijama. Yo duermo desnudo.

7

A la mañana siguiente, Alain, su madre y la futura novia esperaron a Daniel en la cocina para ofrecerle café, cruasanes calientes y zumo de naranja.

—Dos de estas me he tenido que tomar. —Alain le señaló un blíster de Alka Setlzer.

—Un par de ellas no me vendrían a mí mal tampoco. —Daniel alzó las cejas, sin dejar de observar el cambio de imagen que había dado Alain, al ponerse aquella mañana unos pantalones vaqueros, jersey de pico celeste, con camiseta blanca debajo, y unas deportivas que le daban un toque mucho más juvenil.

Al rato de haber desayunado, aparecieron el padre y la donadora de besos, quien parecía bastante abochornada por lo ocurrido la noche anterior y que le pidió disculpas por ello, a lo que Daniel respondió con una sonrisa, para quitarle hierro al asunto y que no le diera más importancia de la que tenía.

—Daniel, me preguntaba si como particular hay alguna posibilidad de comprar ropa de diseño en esas tiendas con las que trabajas en la ciudad —preguntó Lorraine, en francés.

—Depende. Muchas de ellas se dedican al mayoreo y algunas son bastante estrictas con las cantidades mínimas que te tienes que llevar de ciertas prendas. ¿Qué es lo que estás buscando? —preguntó en el mismo idioma.

—El traje de novio. Es que los modelos clásicos me horrorizan —respondió ella, elevando la mirada al techo mientras se encogía de hombros.

—Puedo ver qué van a sacar para la temporada de primavera-verano. —El timbre de la puerta sonó con insistencia—. Ese debe de ser mi taxi. —Se levantó del asiento, apurando el café—. Siento marcharme tan rápido, pero en una hora y media he quedado para ver trajes de fiesta en un showroom de Le Marais. Después, puedo llamar a tu hermano y decirle si he visto algo interesante —le dijo a Lorraine—. Yo te pongo en contacto con ellos y la semana que viene podéis pasaros por sus tiendas. Sin compromiso. Si no os gusta lo que os enseñan, no pasa nada.

—¿Y no podríamos acompañarte nosotras hoy? —propuso la madre—. Si se puede, claro. Y, sobre todo, si no te importunamos. Nunca he estado en una de esas muestras de ropa tan parisinas. Alain podría acercarnos hasta allí.

A Daniel le pareció tentadora la idea de pasar un rato más con él y, de paso, agradecerle a su madre la hospitalidad que le había mostrado.

—Sí, sí, por supuesto que podéis venir conmigo. Les avisaré de que voy acompañado. Los buyers solemos comprar solos o con nuestros ayudantes —explicó, mientras empezaba a buscar un número en los contactos de su móvil—. Quizás, alguno de los nuevos diseñadores tenga a mano catálogos de trajes de novios de la temporada que viene. Y, si no, siempre se puede ver algo de Tom Ford. Conozco a la gente que lleva la tienda de rue Cambon. Ya sé que va haciendo declaraciones poco amables de Francia y de su gente, pero en trajes de hombre y, en concreto, de novio encontraréis buena calidad, elegancia y precios de todo tipo.

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