La playa del hombre muerto

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—Tranquilo, que ya me sirven, es que hoy van con un poco de retraso —Mae respondió sin saludar siquiera.

—¡Calla y escucha! Se dirige al bar un tipo grandote, con barba, indumentaria bastante clásica y una cartera bajo el brazo que se llama Eugenio y que dice que te conoció ayer en Sitges.

—¡¿Qué?! ¿Quién dices que viene?

—Eugenio no sé qué, y era el tío de la niña de la comunión; o, al menos, eso dice.

—¡Madre mía, qué prisa se ha dado! Espera, que ya le veo entrar. ¡Hola! —se escuchó que decía en alto. Por lo visto, a Mae no le importaba demasiado que el tal Eugenio estuviera allí por ella, lo cual, lejos de tranquilizar a Daniel, le sorprendió, ya que aquel hombre no era del tipo que le gustaban a su amiga—. Gracias por avisarme, Dani, luego te veo.

Y sin decir nada más le colgó el teléfono.

A Daniel le dieron las cuatro en punto sin probar bocado. Aunque tampoco le importaba, ya que tenía el estómago cerrado por el reencuentro con Alain. Como Mae no aparecía por la tienda, ni tampoco lo llamaba, sacó su neceser del bolso, se lavó los dientes, se perfumó de nuevo y decidió salir por la trastienda, metiendo previamente un par de condones en el bolsillo de su pantalón.

De camino hacía el coche escribió un mensaje de texto a la informal de su amiga:

Me tengo que marchar ya. He echado solo la llave, no te olvides de cerrar la tienda, si es que no regresas en toda la tarde ;-)

La respuesta le llegó en seguida:

¡Sí, bwana!

Aquello le pareció demasiado bromista, viniendo de ella, pero no le dio mayor importancia. Tras meter en el localizador la dirección que le había llegado la noche anterior desde un número de teléfono desconocido, y que ya había guardado en sus contactos con tan solo la letra A que lo identificara, encendió el motor del coche para poner rumbo a Vilanova i la Geltrú.

Pasadas las cinco de la tarde, llegó frente al edificio que Alain le había indicado y que se trataba de una vivienda de doble altura, reformada por completo y en pleno centro urbano. No acostumbraba a entrar nunca dentro de aquella población; sin embargo, la zona le resultó extrañamente familiar.

Nadie contestó cuando llamó al portero automático, pero la puerta se abrió. En vista de la oscuridad del pasillo que se abría frente a él, subió por un tramo de escaleras que había en un lateral y que lo llevó a un rellano con dos puertas a cada lado. La de la izquierda se mantenía entornada y la empujó, accediendo a un apartamento decorado con muebles modernos y funcionales. A simple vista, daba la sensación de ser una de aquellas viviendas usadas en los últimos tiempos como apartamentos turísticos, ya que parecía lugar de paso, sin mucha decoración y colores neutros, aunque tan acogedora que se sintió a gusto en ella de inmediato. No había nada fuera de lugar, todo estaba perfectamente ordenado, limpio y bien iluminado, gracias a la luz natural que entraba a través de la pequeña terraza exterior y cuya puerta se mantenía abierta, dejando ver los edificios que había enfrente y que eran mucho más altos.

—¡Hola! —gritó Daniel.

Alain salió de una de las habitaciones que había a lo largo de un pasillo que se veía enfrente. Llevaba puestos unos vaqueros claros y una camisa de manga larga y cuadro vichy en tonos celestes, ligeramente desabrochada y remangada, aunque impecablemente planchada y por fuera de los pantalones. Caminaba descalzo por la casa. El pelo mojado y la humedad en su rostro certificaban que acababa de salir de la ducha y que su loción de afeitado tenía que terminar de absorberse.

Alain se paró a un metro de distancia de su invitado y comenzó a revisarlo, de arriba abajo, observando su vestuario y valorando sus proporcionadas medidas desde distintos ángulos, como tantas veces lo habían hecho los sastres y costureras de los atelieres más famosos para los que Daniel había desfilado en otros tiempos. Con los dedos de una mano recorrió su cuerpo, calibrándolo, al tiempo que giraba a su alrededor para dirigirse a la puerta de entrada y cerrarla de golpe.

Se situó detrás de él y comenzó a quitarle la americana que llevaba puesta, terminando por colgarla en un perchero de pared de estilo retro que había en el vestíbulo. Después, metiendo las manos por debajo de sus brazos, continuó desabrochándole la camisa sin llegar a quitársela del todo, mientras Daniel observaba el recorrido que seguían sus manos. Aflojándole el cinturón, Alain dirigió sus dedos hasta su bragueta para bajársela, arrastrando después todas las prendas y ayudándolo a quitárselas junto con los mocasines de verano que llevaba puestos.

Daniel no pudo evitar pensar en lo curiosa de aquella reacción, viendo lo pudoroso que se había mostrado la tarde anterior. Sin embargo, la excitación que le producía aquella situación comenzó a despertar su sexo aletargado, por lo que empezó a acariciárselo según notó que Alain pegaba los labios a su cuello y las manos a sus nalgas. Al instante, Daniel escuchó que se desabrochaba el cinturón y el sonido de la cremallera de su pantalón al bajar. Aquello le recordó a sus tiempos mozos y a la premura de los polvos rápidos, siendo empotrado o empotrando a alguien en cualquier rincón.

—Llevo condones en el bolsillo del pantalón —alcanzó a decir Daniel.

—No los necesitarás —respondió aquel extraño de acento pastoso y suave, sin dejar de lamer su nuca.

—Yo jamás follo a pelo —confirmó Daniel, apartando el cuello y girando la cara para que viera que no lo decía en broma.

—Demasiada precaución para quien va por ahí haciendo mamadas a cualquiera. —Al momento de notar que su cara cambiaba de expresión, que dejaba de tocarse el miembro y que aquello podía poner fin a la visita, el francés dijo—: Relax, Daniel! No los necesitas, porque yo tengo. —Y mostrando el envoltorio de uno que acababa de sacarse del bolsillo de su camisa, lo rasgó con los dientes para terminar ofreciéndole el contenido, al tiempo que lo besaba en la boca.

Daniel se giró y terminó por bajarle los pantalones, observando que no llevaba puesta ninguna prenda interior.

Sus miembros se rozaron, al igual que sus lenguas, descubriéndose y deleitándose con el ansia de un reencuentro más íntimo. Sus marcadas erecciones demostraban el goce que les proporcionaba aquello; sin embargo, al primer intento de Daniel por meter su mano en el interior de las blancas posaderas de Alain, este se la apartó, alegando que no le gustaba que lo tocaran por allí dentro y que su tendencia no era plenamente gay.

Aquella respuesta le agradó a Daniel. Era bisexual. Alguien que no se comprometía ni con unos ni con otros y que disfrutaba de cualquier relación abierta, adulta y respetuosa, siendo del género que fuera. Él le comprendía perfectamente, pues también había gozado en su día con los placeres del sexo opuesto.

A Daniel le excitó su forma de rozarle por allí abajo, acariciándole sin importarle que sus empinados miembros chocasen entre sí. Le enfundó la goma que le había dado y le ofreció la espalda a su empalme, esperando hasta que la briosa penetración de Alain comenzó.

Lo hicieron allí mismo, en el salón, apoyados contra el respaldo del sofá, mientras la mano de Alain recorría la espalda de Daniel, por debajo de la camisa que no le había quitado aún. Daniel notó que se iba a correr en cualquier momento, pero Alain le rogó que aguantase y se adelantó, soltando un gruñido en alto, al tiempo que se vaciaba en su interior.

Esperó solo un rato antes de sacarla, soltó el condón usado y anudado en el suelo, asegurándose previamente de que el empalme de Daniel se mantuviera firme y, después, sin permitirle girarse aún, recorrió su espalda con la humedad de su lengua, zigzagueante, hasta introducirla entre sus nalgas, deleitándose en saborear el mismo lugar en el que acababa de estar hundido y provocándole sacudidas de placer que en forma de calambres se extendieron por su vientre. Al rato de elevar su placer, se sentó en el suelo y, apoyando la cabeza en el asiento de aquel sofá que los acogía, animó a Daniel a colocarse sobre él para introducir su verga erecta en la boca, mientras le sujetaba por las nalgas, consiguiendo que sus gemidos se elevasen, mientras le permitía desbordar todo su semen en su interior para, después, tragárselo sin más.

Daniel se mantuvo allí de pie, con los ojos cerrados y los brazos laxos por completo, como el resto de su cuerpo, absorbiendo la intensa y placentera sensación que le aportaban los lametazos que Alain continuaba proporcionándole a su miembro semiempalmado.

Al rato, se dejó caer en el suelo junto a él. Cada uno con su camisa puesta, hasta que Daniel le desabrochó, uno a uno, los botones de la suya.

—Ahora estamos en igualdad de condiciones —dijo Daniel, con el aliento entrecortado aún—. Con solo una camisa puesta, sentados en el suelo y… haciendo mamadas a cualquiera. —Apoyó la cara en el asiento del sofá, mientras le acariciaba la mejilla con el pulgar.

Alain entornó sus ojos negros, esbozando una sonrisa tibia.

—Digamos que... bien follados.

Daniel se limitó a asentir.

—¿Qué te trae por aquí, Alain? Porque imagino que tu lugar de residencia no es España; o, al menos, no esta casa.

Alain negó con la cabeza, ante la evidencia.

—Vivo en París y estoy de vacaciones. Esta casa perteneció a mis abuelos y, ahora, es de mi madre. La reformó hace unos años. A mis hermanas no les gusta venir, pero a mí sí. Y, de paso, tengo contenta a mi madre. Le encanta que mantenga contacto con mis raíces españolas y que le eche un ojo a la casa de vez en cuando.

A Daniel le gustó el interés que aquel atractivo hombre mostraba por aquel acogedor lugar que le había llevado hasta él. Alain le ofreció una copa, la cual fue gratamente aceptada y Daniel pudo verlo moverse con desenvoltura por la cocina americana que mantenía un hueco abierto al salón.

 

Al rato, volvió a su lado y le pasó un whisky con agua y mucho hielo que refrescó sus gargantas, después de brindar.

—¿Y tú, de dónde eres? —preguntó Alain, girando los hielos del vaso con su dedo para terminar chupándoselo con sus labios finos.

—De Barcelona.

—No tienes acento —observó él.

—Nací y me crie en un pueblo del Pirineo aragonés cercano a Lérida. Entiendo el catalán, pero no lo hablo más allá de unas pocas frases. Cuando comencé mi andadura por el mundo de la moda, decidí venir a Barcelona, en vez de ir a Madrid. Viví con unos tíos míos durante unos meses y me independicé en cuanto empecé a ganar algo de dinero en las pasarelas.

—¿Eres modelo? ¡Lo sabía! —Alain sonrió.

—¡Noo! —exclamó Daniel, dándole un trago largo a su copa—. Dejé de desfilar hace mucho. De vez en cuando me llaman para hacer publicidad o posar para alguna revista.

—Des pubs! —exclamó en francés Alain, elevando una ceja cómplice ante la erotizante idea de que hiciera anuncios.

—Sí, pero nada glamuroso, suelo mostrar pegamento para dentaduras postizas y crema para las hemorroides. —Alain soltó una risotada que aumentó su atractivo de rasgos helenos, por lo que Daniel aprovechó para acariciarle su media melena mientras sorbía whisky de su vaso—. Ahora me dedico a la moda, pero vendiendo ropa de hombre en una tienda que tengo con una socia y amiga mía. También soy personal shopper y asesoro a políticos y a gente famosa.

—Pues tendré que contratar tus servicios —dijo, señalándose el cuerpo.

—Tú tienes buen gusto, Alain. No necesitas ayuda para vestirte.

—Pero sí que necesito renovar mi armario. Igual un día me paso por tu tienda.

Daniel asintió, sabiendo que aquellas palabras se las llevaría el viento, y le preguntó:

—¿Hasta cuándo te quedas?

—Vuelvo a París mañana, por eso lo de vernos hoy.

—¿Y a qué te dedicas?

—Finanzas. Poco glamour. —Alain encogió los hombros—. Llevo con mis dos hermanas la asesoría de nuestro padre. Se jubiló hace unos años, aunque continúa trabajando desde casa.

—Quizás yo también te pida ayuda. Siempre es bueno contar con un asesor financiero; y más, cuando se tienen negocios.

—Favor por favor —respondió, mientras daba un largo sorbo de su copa sin apartar sus ojos de la intensa mirada azul de Daniel—. ¿Vas a menudo por esa playa?

Daniel asintió varias veces con la cabeza, antes de preguntarle:

—Nunca te había visto por allí. Era tu primera vez, ¿verdad?

—¿Tanto se notó? —dijo Alain, sonriendo levemente. Entonces, Daniel le contó que le llamó la atención su forma de comportarse, al no fijar su mirada en nadie ni en nada en concreto—. Yo sí me di cuenta de que tú me mirabas —confesó, pasando su lengua por el filo de su labio inferior—. No fuiste grosero y eso me gustó. Después te vi en el agua, y me gustó mucho más; y verte desnudo, tras quitarte todo de la manera tan sensual en que lo hiciste, ¡hummm! —aquella exclamación la acompañó con una caricia bajando por su pecho.

—Pero te fuiste demasiado pronto —le recordó Daniel, en revancha.

—Te habías dormido y pensé que no te interesaba. Aunque tampoco hubiera sabido cómo entrarte. Además, me estaba cansando de algunos que se me insinuaron. Fue una suerte verte en el camino antes de irme. No podía perder la ocasión.

—Me alegro de que lo hicieras.

Alain lo cogió por la nuca y se acercó a él para besarlo de manera intencionada.

Comenzaron a magrearse, apartando las copas a un lado. Y ahí, en el mismo suelo, Daniel volvió a sucumbir a la templanza de sus caricias y al ardor renovado de su amante, el cual, tras mostrar el brío propio de su edad, consiguió colmarlo al estallar, de nuevo, en su interior.

Tras retirarse el condón y anudarlo para tirarlo a la basura, cogió las dos copas y regresó con ellas rellenadas.

Aquel era un morbo sensual y distinto al que últimamente estaba acostumbrado Daniel. Y, desde luego, nada tenía que ver con los encontronazos tan lujuriosos que solían darse en el «bosque feliz» cuando alguien le atraía lo suficiente como para tirárselo de manera salvaje entre aquellos pinos.

Alain lo invitó a compartir la ducha con él para refrescarse y, entre caricias y besos, fue descubriendo un poco más sobre su vida. A Daniel le daba la sensación de que, si no mantenía aquel diálogo, perdería la oportunidad de volver a verlo, si es que aquello era posible.

—¿Vives solo? —se atrevió a preguntarle, observando previamente que no mostraba ningún anillo que le atase a nadie; al menos, aparentemente.

Alain negó con la cabeza, haciendo un gesto hacia Daniel después, para que le respondiese a la misma pregunta.

—Yo sí —contestó Daniel, antes de cerrar el grifo y salir de la ducha, agarrando la toalla que Alain le pasó para secarse—. Es una pena, porque en breve tengo que viajar a París para elegir la ropa de la próxima colección. Me ha fallado mi distribuidor y me toca ir hasta allí para que no se retrasen con los pedidos —quiso explicarle para que no pensase que era una mala excusa para volver a encontrarse con él.

—Que yo viva con mi novia no quiere decir que no podamos vernos. Además, está de tournée por Italia. Toca el violonchelo en una orquesta. —Acercándose a Daniel, comenzó a acariciarle la espalda con una mano y el miembro con la otra—. Me encantará llevarte a mis sitios favoritos.

Y así fue como quedaron. Ya tenían los teléfonos, un pequeño resumen de sus vidas y las ganas de volver a reencontrarse en la ciudad de la luz.

4

Daniel dio vueltas en la cama desde las cinco y media de la madrugada. Aquello había sido algo más que un par de polvos con un desconocido. Jamás había ahondado, tan pronto, en la vida de nadie ni había dado tantos datos personales, movido por la excitación de haberse corrido a gusto. Normalmente, se quedaban más colgados de él que él de nadie. Las relaciones amorosas no eran su fuerte y siempre había alguna razón para justificarlo; que era demasiado mayor para aguantar a nadie, que quién iba a soportar sus rarezas, que solo veían en él una cara bonita, que estaba demasiado ocupado para dejar que nadie le controlase y un sinfín de excusas que hacían que siempre evitase pasar con cualquiera más de un par de semanas follando sin parar y, después de eso, si te he visto no me acuerdo o, como mucho, quedar para tomar un café.

Con Alain había sido distinto. Las circunstancias lo habían llevado a darle su número de móvil demasiado rápido, pero se arrepentía de haberle dejado también su correo electrónico. Con algunos se inventaba profesiones diversas para no involucrarse y, sin embargo, a Alain le había dicho toda la verdad. Quizá fuera por la ternura que le provocaba, por su inexperiencia, su conversación o su naturalidad. Sin embargo, su instinto le aconsejaba prudencia; primero porque vivía con otra persona y, encima, mujer. Sería bisexual, abierto de mente o querría probar algo nuevo, pero la realidad era que engañaba a otra persona y que, en medio de todo eso, se encontraba él.

A lo largo de su vida había pasado por las manos de muchos emparejados, bisexuales o no, y no le había preocupado lo más mínimo. Sin embargo, ahora comenzaba a rondarle la cabeza hasta el punto de no dejarlo dormir. Terminó por levantarse para preparar un café e intentar acallar su conciencia. Se puso frente al ordenador y, tras restregarse la cara, comenzó a teclear en él para reservar el billete de avión a París para el viernes de esa misma semana a primera hora. Así aprovecharía el día para rematar el tema de la ropa y se quedaría hasta el domingo en el céntrico hotel en el que acostumbraba a alojarse cada vez que iba allí, disfrutando de un paseo por la ciudad y…, tal vez, de su inesperado amante.

La semana pasó deprisa. Hubo bastantes ventas de los excedentes de ropa veraniega que les quedaban y también hubo una pequeña y prometedora novedad: Mae se había animado a visitar a una psicoterapeuta, por fin, aconsejada por aquel hombre grandote que fue a la tienda a buscarla.

—Me parece estupendo, cariño —dijo él mientras tomaban un café en el pequeño despacho de la tienda—. A ver si te convence, de paso, para que firmes el divorcio de una vez. Que no sé yo qué te tiene tan enganchada a ese subnormal de Ferran.

—¡El innombrable, Dani, por favor! —Mae levantó una mano para evitar que lo repitiera, mirando para otro lado y arrugando la nariz—. Intenta no mentarlo en mi presencia. Es que se me ponen los pelos de punta cada vez que oigo su nombre. —Se estremeció como si le hubiera dado un escalofrío.

—¿Sí? —Daniel se cruzó de brazos frente a ella—. ¡Pues, entonces, divórciate de él de una puta vez! ¿Por qué no lo haces? Te harías un favor a ti misma y a la niña, más.

Mae comenzó a llorar.

—Es que… no sé…, por eso quiero empezar la terapia —su voz se fue ahogando entre los brazos de su amigo—. Soy un fracaso, con cuarenta y cuatro años y un marido que me deja por una sudamericana de treinta.

—Pues como tantos otros, Mae. Ni has sido la primera a la que se lo hacen ni serás la última. ¡Anda y que le aproveche la culona esa! Y, si estás sola, es porque quieres. —Le quitó la taza de las manos y la dejó sobre la mesa—. Si ni siquiera sales a tomar algo por ahí.

—¿Con quién voy a salir? —dijo, sonándose la nariz con una servilleta de papel—. Si solo te tengo a ti y a Alicia. Ni siquiera mi hermana me habla, y menos desde la separación.

—¡Mira, a Natalia que también le den! Lo que yo veo ahí es mucha envidia.

—¡¿Envidia, Natalia?! ¿De mí? —Se señaló a sí misma—. ¿Estás de coña?

—Pues claro, nena, envidia de ti, de tu estilo y de tu gusto, de este próspero negocio que tenemos juntos y de que tú sí que puedes tener hijos y ella no.

—Dani, no hables así —dijo en tono bajo, limpiándose las lágrimas.

—Pues es lo que creo, por duro que suene. La pena es que sea la madrina de Ali. Y, por cierto, bien poco que se preocupa por su sobrina. —Mae se limitó a encoger los hombros—. Bueno, y cambiando de tema, ¿qué tienen en común el barbudo ese que vino a buscarte el otro día y la psicoterapeuta? ¿Es su mujer?

—¿Qué barbudo? ¿Eugenio? —preguntó, según tiraba la servilleta a la papelera—. Se acaba de quitar la barba. Y no es su mujer, sino una clienta y amiga suya. Él es dentista y en la comunión congeniamos. Nos terminó llevando a casa de sus padres para que te esperásemos allí, y le conté un poco mi vida. Entonces, se le ocurrió quedar con ella para presentármela.

—¡Qué interesante, un dentista! —exclamó Daniel, mirándola de reojo—. ¿No necesitábamos uno para colocarle brákets a Ali? —Se acordó él.

—Sí, bueno, no sé si se dedicará a eso.

—Podrías preguntarle. Siempre te puede recomendar alguno de confianza, si es que él no lo hace. Además, tu dentista es bastante cara. ¡Que me lo digan a mí! Y no creo yo que te viniera mal una rebajita, amén de que no recibes ni un duro de Ferr… de Voldemort —rectificó a tiempo.

—¡Mmm! —murmuró ella—. Sí, la verdad es que no es mala idea. A mí también me toca una limpieza de boca. Aunque... me da un poco de corte, ahora que lo conozco, ponerme delante de él. —Ella se sonrojó.

—Mae, que es la boca y no las piernas lo que tienes que abrirle —bromeó Daniel—. Al menos, en la primera visita.

—¡Mira que eres guarro! —Lo golpeó en el brazo—. Siempre pensando en lo mismo.

Daniel sonrió y apuró su café.

—Escucha, por qué no le traes a cenar a mi casa mañana. Así le conocemos un poco más y, después, nos vamos los tres de la manita a su consulta —dijo, animándola a regresar a la tienda.

—Pero te vas de viaje el viernes temprano. Va a ser un lío. Mejor lo dejamos para otro día.

—Cariño, una botella de vino, queso, paté y una pizza para Alicia no me va a complicar la vida en absoluto. Cenamos pronto por la niña y antes de las diez y media estáis en tu casa, ¿qué dices? —La miró con las cejas elevadas, esperando la respuesta.

Ella asintió con una sonrisa complaciente.

Al día siguiente, ya en su casa, Eugenio apareció con una botella de buen vino en la mano y se ocupó de poner la mesa, mientras Mae entretenía a su hija, lo que le hizo ganar un par de puntos frente a Daniel, junto con la renovada imagen que proyectaba al aparecer completamente afeitado.

 

Para cuando Daniel entró en confidencias, la pequeña Alicia ya llevaba tiempo viendo los dibujos de la tele y ellos daban buena cuenta de unas deliciosas trufas de chocolate amargo que Mae había comprado.

—¿Has estado casado alguna vez, Eugenio? —preguntó Daniel.

—Sí, pero… mi mujer murió. —Eugenio posó la mirada sobre la copa de vino que tenía a medias.

—Lamento la intromisión, no pretendía… —se excusó Daniel.

—No te preocupes. Ocurrió hace muchos años. Ella fue mi primera novia y… al poco de casarnos contrajo la meningitis. La perdí en cuestión de días.

—¡Cuánto lo siento! —Mae posó su mano sobre la de Eugenio, lo que hizo que este se quedase mirando el gesto y, después, levantase sus ojos para sonreírle.

—La vida es una putada. —Observó de nuevo la copa de vino a la que no dejaba de darle vueltas—. Con el tiempo todo pasa, esa es la verdad. Duele menos, pero nunca consigues olvidarte —hizo un parón para darle un sorbo a su copa de vino—. Tardé mucho tiempo en asimilar si lo más duro de todo fue lo de su enfermedad o el hecho de que estuviese embarazada de siete meses.

Mae se tapó la boca con la mano y soltó una exclamación ahogada.

—Le practicaron una cesárea de urgencia. —Eugenio desvió su mirada hacia Alicia, que seguía concentrada en los dibujos, y tragó saliva—. Pienso muchas veces en ese bebé. Ahora sería una adolescente.

—¿No sobrevivió? —preguntó Mae, asombrada.

Eugenio volvió a darle otro sorbo a su copa hasta apurarla.

—Ni siquiera pude sostenerla con vida entre mis brazos —negó con la cabeza—. Solo me dejaban verla a través del cristal de la incubadora. —Eugenio se limpió un par de lágrimas que se le escaparon—. El líquido amniótico estaba infectado y la afectó. Murió a los dos días.

Mae volvió a posar su mano sobre la de él, esta vez sin apartarla.

—Lo siento, de veras —expresó ella.

—Yo también lo siento —dijo Daniel—. ¿Llegó a saberlo tu mujer?

—A pesar de la fiebre tan alta, no dejaba de preguntar por ella. Y estuve dudando entre decírselo o no. Al final, no me quedó más remedio que contárselo. —Eugenio apretó la mandíbula—. Lo más duro fue preguntarle qué quería que hiciéramos con... el cuerpo de la bebé —la voz de aquel hombre grande se quebró y la templó con un vaso de agua que Daniel le sirvió—. Marta decidió que la incinerase y que le llevase la urna. Tuve que solicitar en la funeraria que acelerasen el proceso, pero, al menos, consiguió morir con ella entre sus brazos.

Los ojos de Eugenio se volvieron a humedecer y se los restregó con la palma de la mano. Mae no pudo evitar que se le escapasen algunas lágrimas también.

—No recuerdo quién consiguió separarme de aquella cama. Tampoco pude encargarme del funeral de Marta. Solo recuerdo firmar papeles, sin leerlos siquiera, y rogarle a todo el mundo que me dejasen solo en el cementerio frente a aquel nicho en el que metieron las urnas.

Daniel rellenó la copa de vino de los tres.

—Es una utopía pensar que mi hija hubiera podido sobrevivir, pero, si así hubiera sido, yo no habría sido capaz de criarla solo y darle todas las atenciones que hubiera necesitado. Un hijo necesita una madre, y yo jamás hubiera encontrado a la persona adecuada con quien criarla.

—Nunca es tarde para encontrarla —dijo Daniel, mirándolo y entrechocando la copa con la suya.

—Eso es lo que me dice Amelia desde hace años —respondió.

—¿Amelia? —preguntó Daniel, intrigado.

—La psicoterapeuta —contestó Mae—, ya te hablé de ella.

—¡Ah, vale! No sabía cómo se llamaba. Pensaba que erais amigos —dijo Daniel.

—Ahora sí. Pero ella fue mi psiquiatra y me salvó de la locura en los primeros años. Amelia me animó a trabajar por libre, abriendo mi propia consulta. Han sido años duros, pero le debo mucho; por eso le mando a toda la gente que puedo. Confío en ella y en sus métodos, plenamente, y se la recomendé a Mae para el asunto del… padre de su hija.

—Hablando de consulta. —Daniel aprovechó para cambiar de tema y no entrar en temas espinosos sobre el marido de su amiga—. Los tres estamos pensando en cambiar de dentista. ¿Cómo andas de tiempo para vernos?

—Para un paciente nuevo nunca se debe estar demasiado ocupado. Y, si son tres, mucho menos. Luego os paso una tarjeta y pedís cita cuando os venga bien.

Eugenio se ofreció a llevar a Mae y a la niña hasta su casa, ya que seguía sin coche, por lo que Daniel pudo acostarse temprano aquella noche.

5

Daniel aterrizó en París y se dirigió al hotel Marriott Rive Gauche al que siempre iba. Deshizo lo poco que llevaba de equipaje para el fin de semana y cogió el metro hasta la sede de los mayoristas de ropa que le abastecían en rue de Paradis. Lo esperaban para comer en un bistró, y por la tarde remató los encargos de trajes y la visita a las tiendas de lencería y ropa de noche.

No encontraba el momento oportuno de llamar a Alain y tampoco sabía si podría quedar en algún momento del fin de semana, así que decidió escribirle un wasap tras cerciorarse de que estaba en línea:

Ya llegué y estoy adelantando trabajo. Hotel Marriott Rive Gauche. Habitación 714. ¿Se te ocurre qué hacer, antes de que me marche el domingo al mediodía? 16:02

Pasó mucho rato hasta que vio que el mensaje no solo había sido recibido, sino también leído. Continuó hablando con el gerente de la tienda de ropa interior que le suministraba, mientras aquel hombre preparaba otro café en su despacho, al tiempo que él revisaba los muestrarios. De repente, su móvil vibró dentro de la chaqueta.

No entiendo bien este mensaje. Pero, si necesita verme, estaré hasta la 19.00 en mi despacho. Primer piso. 25, Place Dauphine. 17:28

«¡Si necesita verme!». Daniel pensó que, seguramente, le había pillado en un momento tan inoportuno como para que tuviese que hablarle de usted y en clave.

Al menos, le había dado la dirección de su despacho y, en cuanto terminase de ver fotografías de calzoncillos y pijamas, se dirigiría para allá. Ya revisaría el resto de muestrarios al día siguiente.

El taxi lo dejó frente a la puerta de un edificio antiguo, aunque reformado, que estaba en una plaza dentro de la Île de la Citè, el antiguo centro de la ciudad de París situado en medio del río Sena. Tras bajarse del coche, Daniel se quedó mirando la fachada y entró por el portón abierto a pie de calle. Subió las escaleras hasta el primer piso y una placa dorada en una de las puertas le indicó el lugar exacto al que llamar. Lo recibió una muchacha menuda, de veintitantos años que, tras preguntarle a quién buscaba y su nombre para anunciarlo, le invitó a que se sentase en uno de los sofás de la sala de espera, que era un espacio abierto y bien iluminado, mientras ella desaparecía por uno de los pasillos de aquella casa de techos altos.

La estancia estaba enmoquetada con sobriedad y una de las paredes estaba cubierta de títulos académicos en Derecho, Finanzas Públicas, Economía Internacional y Administración de Empresas por la Universidad de la Sorbona, tanto de monsieur Fabien Pinaud, como de monsieur Alain Pinaud y mesdemoiselles Emilie y Lorraine Pinaud.

Daniel andaba revisando el resto de títulos y másteres, así como las distintas homologaciones que tenían hechas unos y otras y que, prácticamente, cubrían otro de los muros de aquella sala, cuando escuchó a sus espaldas en un tono bastante neutro, distante y profesional:

—Monsieur Albero!

Daniel se giró y se encontró a Alain con el brazo y la mano extendidos hacia él.

Aquello lo bloqueó durante un momento, ya que, a pesar de no esperar un gesto más afectuoso por su parte, estando en el sitio en el que estaban, tampoco esperaba tanto formalismo. De cualquier manera, le copió el gesto, estrecharon las manos y prolongaron el contacto un rato más de lo que exigían las meras normas de cortesía.