La playa del hombre muerto

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Allí, en esa cala apartada del mundo, Daniel se encontraba más a gusto que en ninguna otra; y aunque, a priori, el juego de seducción con extraños que se generaba en aquellos parajes no era a por lo que iba, reconocía que, algunas veces, había sido tentador y excitante el haber sucumbido a las proposiciones de alguno que le había gustado. Él rara vez le entraba a nadie; sin embargo, disfrutaba recreándose con las buenas vistas que se le ofrecían, ya que a nadie le amargaba un dulce.

Aquel aparcamiento quedaba bastante más alejado de la playa que el de la urbanización en la que acostumbraba a dejar su coche normalmente, pero la cercanía de este a la iglesia, en donde había dejado a las chicas, le vino mejor aquel día.

Por suerte, no hacía mucho calor, a pesar de ser las doce del mediodía. Tras cerrar el coche, coger su pequeña mochila, el sombrero y la toalla, comenzó a andar.

El camino hasta alcanzar el remolar se hacía pesado, debido a los montículos que había que salvar, y bastante más molesto al llegar al sendero que bordeaba la vía del tren de cercanías que por allí cruzaba.

Durante el paseo hasta la primera cala no vio a nadie, ni siquiera cuando le entraron ganas de orinar y se adentró un poco entre los matorrales, sorteando algún que otro preservativo que por allí se veía tirado.

Después de diez minutos más de caminata, vio que el chiringuito de verano aún estaba abierto. Aquel negocio temporal llevaba allí más de treinta años, liderando las vistas de la playa desde lo alto de una terraza natural. Lo regentaba un matrimonio mayor, con hijos mayores que, con el permiso municipal del que disfrutaban, seguramente estuviesen allí durante muchos años más. Aquel lugar, que con el paso del tiempo había conseguido una onda chill out digna del mejor garito de Ibiza, era la delicia para los que querían relajarse tomando una cerveza, un bocadillo o unas tapas sencillas, con buena música de fondo.

—¡Bon dia, Rosa!

La mujer, que ya no cumplía los sesenta y que movía con esfuerzo una bombona de butano, se giró al escuchar su nombre.

—¡Daniel! —exclamó ella, al tiempo que se estiraba hacia abajo la camiseta.

—¿Necesitas ayuda? —se ofreció, en vista de que estaba allí sola—. Parece que eso pesa.

—Gràcies —respondió la mujer, soltando una de las asas.

—Creía que no estaríais ya por aquí —dijo él, cargando la bombona hasta la parte trasera de la barra.

—Aún hace bueno. La semana que viene recogeremos todo —le explicó ella, indicándole con la cabeza dónde colocarla.

Daniel salió del chiringuito y se asomó para mirar a la playa, la cual se encontraba un par de metros por debajo de aquella terraza natural.

—Hay mucha gente.

—Demasiada para las fechas que son. —Rosa puso los brazos en jarra—. ¿Quieres que te guarde alguna mesa para comer?

—No, gracias, traje alguna cosa. Aunque igual me tomo una cerveza antes de irme.

—Aquí estaré —dijo la mujer, mientras continuaba con su faena.

Daniel descendió por la rampa de tierra que daba acceso a la playa y localizó un lugar cercano a la orilla, sorteando los cuerpos desnudos que se tostaban bajo el sol. Después, estiró la toalla que llevaba sobre el hombro y se dispuso a iniciar un desnudo integral mientras miraba el mar.

Aquello era parte del juego de seducción. Incitaba la mente de todo aquel que se encontrase a sus espaldas y, de paso, a los que lo mirasen desde el agua. El ritmo debía ser pausado, sin prisas, ya que el hecho de no llevar mucha ropa encima no significaba que no hubiera que quitársela con estilo. Daniel comenzó por el sombrero, soltándolo en el suelo y cerca de la toalla. Continuó con las sandalias, acuclillándose para desabrocharlas. Al levantarse, agarró el borde inferior del polo que llevaba, lo sacó por la cabeza y lo dobló, observando las primeras miradas de soslayo que los nadadores que había dentro del agua empezaron a echarle, ya que su metro noventa de altura no pasaba inadvertido. Lo siguiente fue el bañador, deshaciendo el nudo e introduciendo los dedos por dentro de la cinturilla elástica para bajarlo hasta los pies, sacándolo con mucho arte de entre las piernas.

Estar tan cerca del agua le permitía zambullirse, a la vez que podía echarles un ojo a sus pertenencias. No era cuestión de perderlo todo en aquella situación; a ver, si no, cómo se iba a presentar después frente a sus niñas. Sin pensarlo demasiado se lanzó al agua, hizo un par de largos y salió de nuevo, sabiendo que estaba siendo observado tanto por delante como por detrás.

Al rato de estar tumbado sobre la toalla, con el agua goteando por el cuerpo e intentando encontrar la manera más cómoda de estar allí sin clavarse tanta roca, apareció un joven que se colocó de pie a su lado, aunque un poco adelantado. Se quedó mirando al mar y Daniel lo observó atentamente. Resultó no ser tan mocito, seguramente pasase de los treinta. Alto, delgado y de espalda ancha, media melena de color castaño oscuro y un culito tan blanco y apetecible que contrastaba con la piel dorada que lucía en el resto del cuerpo. Aquel hombre sabía el efecto que eso producía en muchos, ya que se había colocado frente a su toalla, de manera estratégica, y le obligaba a dejar de mirar al horizonte para focalizar su atención en aquel punto altamente erotizante y suculento que a muchos les gustaba enseñar tras haberse dejado puesto el bañador durante días enteros, consiguiendo un tono inmaculado en sus posaderas que alimentaba el morbo en aquellos a los que les gustaba morder la manzana más tierna.

Durante un buen rato Daniel disfrutó de su perfil de nariz aguileña, de sus caderas anchas, de sus largas piernas y de unos labios que, sin ser demasiado gruesos, se mostraban bastante jugosos. El muchacho se apartó de la cara la media melena que lucía, con ambas manos y sin atisbo de amaneramiento alguno, lo que a Daniel le resultó en extremo varonil y sensual. Y con una goma elástica, que se sacó de la muñeca, se hizo una pequeña coleta terminada en moñete, dándole cierto aire de samurái japonés, hierático y orgulloso, que pasaba de todo el mundo.

De repente, entró al agua todo lo rápido que aquellos cantos ingratos le permitieron, zambulléndose en el oleaje y nadando mar adentro a buen ritmo. Daniel no dejó de observarlo hasta que lo perdió de vista.

Hacía mucho tiempo que ningún hombre lo cautivaba de aquel modo. Lo normal allí era que un movimiento insinuante o una mirada encontradiza le hiciera saber que alguno estaba dispuesto a perderse con él dentro del «bosque feliz», que era como acostumbraban a llamar a la zona recreativa que se escondía a espaldas de aquella playa, tras cruzar las vías del tren o pasar por un túnel subterráneo que había bajo ellas.

Daniel continuó tomando el sol hasta que el calor le hizo buscar de nuevo el amparo del agua fresca del mar. Aquel desconocido nadador ya regresaba de su baño y, durante unos segundos, sus miradas se cruzaron en la orilla. Tras la zambullida que Daniel efectuó, sacó la cabeza del agua y lo vio dirigirse hacia su sombrilla, tumbándose boca arriba para tomar el sol.

Al regresar a su sitio y beber un poco de agua, Daniel se puso las gafas de sol graduadas y giró la cabeza para observarlo. No estaban demasiado lejos el uno del otro y pudo observar que su atributo tenía un tamaño adecuado, así como apreció que la moda de rasurarse por completo no iba con él, dejándolo como el hombre más natural de la playa. A Daniel le dio la sensación de que estaba allí de manera accidental. Por aquellos parajes, y más a finales de verano, era muy común encontrar a heteros que acudían hasta allí por el reclamo que se hacía de aquel paraje en multitud de guías del litoral catalán.

Tras sestear un rato y regresar al agua para despejarse un poco, Daniel vio que muchos ya se habían ido. Por desgracia, también aquel joven. En vista de que ya eran más de las cinco de la tarde y de que Mae podía llamarlo en cualquier momento para que fuera a buscarlas, se vistió, recogió todo e inició el camino de regreso a su coche. La cerveza del chiringuito tendría que esperar hasta la temporada siguiente. Pero, aun así, fue a despedirse de Rosa.

—Daniel, ¡qué bien que andas por aquí! —dijo ella en cuanto lo vio—. ¿Puedes hacerme un favor? —Se secó las manos con un trapo de cocina que tenía sobre la barra.

—Tengo que ir a buscar a una amiga y a su hija, pero aún no llamaron. ¿Qué necesitas?

—Iba a esperar a que vinieran mis hijos para traerme las bolsas de basura de la furgoneta, pero, como no llegan y ya se está yendo casi todo el mundo, voy a recoger. ¿Te importaría ir a buscármelas? —dijo, enseñándole las llaves del pick up que tenían para transportar las cosas que necesitaban llevar hasta allí.

A menudo, durante las tardes de estío, alguna pareja de asiduos a la playa y Daniel acostumbraban a ayudarles en lo que se refería a la recogida de preservativos y otros residuos que los menos concienciados dejaban tirados por aquel bosque y sus inmediaciones.

Rosa, su marido y sus hijos podían dejar sus coches en el límite con las vías del tren, para cargar y descargar de manera más cómoda, al haber sido autorizados por el Ayuntamiento de aquella población. A cambio, la familia se dedicaba un par de tardes de la semana a hacer limpieza de los restos de basura que por allí se encontraba tirada, ya que la municipalidad en aquella zona era relativa, debido a la mojigatería local, y el acondicionamiento del área solo se preservaba por la buena conducta de aquella familia y de algunos voluntarios que, como Daniel, les ayudaban de vez en cuando.

Daniel cogió las llaves del coche y, pidiéndole que le guardara las cosas detrás del mostrador hasta que volviera, cruzó las vías del tren en busca de aquellas bolsas.

 

Daniel se adentró en el camino que había entre matorrales, pinos mediterráneos y algún que otro viñedo, propiedad de alguien a quien el Gobierno aún no le había confiscado los antiguos terrenos de la familia. De repente, lo vio a lo lejos. Se fijó en que aquel muchacho llevaba puestas unas bermudas y el torso al descubierto, la mochila colgada de un brazo, el parasol en la otra y el pelo algo enmarañado.

Aunque el joven estaba algo separado de Daniel, no lo estaba tanto como para que su presencia le pasase desapercibida. De hecho, lo miró de manera bastante desinhibida, aunque tampoco le hizo el mínimo gesto de saludo para atraerlo o algún otro soez que le obligara a dejar de mirarlo.

Durante un rato, caminó por delante de Daniel, por lo que este pudo apreciar sus basculantes andares. Sin embargo, en vez de continuar por el camino marcado, se desvió hacia un lateral, adentrándose entre los árboles, lo que obligó a Daniel a aminorar el paso. Enseguida descartó la idea de que lo hubiera hecho para ir a encontrarse con él, pues no había habido ninguna insinuación por su parte ni una mirada de soslayo que le hubiera hecho pensar en ello. Así que decidió continuar hasta la furgoneta de Rosa, cayendo en la cuenta de que lo más seguro es que se hubiera desviado para mear sin ser molestado. Sin embargo, la micción duraba demasiado, si es que era lo que estaba haciendo, y, en el preciso instante en el que pasó por donde el otro se había metido, Daniel vio su mochila y la sombrilla tiradas en el suelo. Se paró, pensando si quedarse allí esperando a que regresase por si alguien le robaba lo poco o lo mucho que llevara dentro, y al levantar la vista lo vio medio oculto por la buena sombra que aquellos pinos daban, mientras con una mano por dentro de las bermudas se ofrecía placer a sí mismo, al tiempo que su mirada se clavaba en él.

Daniel se atrevió a recoger sus pertenencias, sin hacer movimientos bruscos para que no pensara que se las iba a robar, y caminó hacia él. El joven en ningún momento hizo amago de parar, tan solo posó sus ojos negros sobre Daniel, a medida que este se acercaba, y le ofreció una sonrisa lo suficientemente sensual como para invitarlo a unirse a su insinuante juego.

Algo en su forma de actuar le decía a Daniel que no estaba demasiado acostumbrado a aquel proceder; incluso, se habría aventurado a jurar que se podía tratar de su primer contacto de aquel tipo, en aquel lugar y, quizás, hasta con un hombre. Pero Daniel no acostumbraba a desperdiciar ninguna oportunidad que le hiciera pasar un buen rato ni a comportarse de manera desdeñosa ante alguien que se le ofreciera en exclusiva, como lo hacía aquel desconocido al que ya le había echado el ojo; por lo que, viendo que la ocasión prometía, soltó las cosas sobre el suelo, incluidas las gafas, y comenzó a quitarse el polo de la manera tan sensual en la que lo había hecho en sesiones de fotos durante años.

Aquel simple gesto de Daniel hizo que el joven se bajase un poco las bermudas, dejando ver un bóxer blanco, de licra y marca conocida, por donde asomó su miembro, sensual y brioso, según se acariciaba a sí mismo.

Tras desabrocharse el cordón de su bañador, Daniel comenzó a acariciarle con un dedo el contorno de su pecho, moteado de vello, subiendo por su esternón hasta ir girando a su alrededor para acariciarle la espalda de hombros anchos, mientras se quitaba el bañador y lo lanzaba sobre la sombrilla.

Al notar la falta de contacto, el muchacho se giró y lo siguió hasta dentro del bosque, evitando así, de paso, que algún paseante con su perro los pillase in fraganti.

Daniel lo esperó en un espacio rodeado de más arboleda, al tiempo que él mismo despertaba su miembro del letargo de la tarde.

Al llegar a su altura, aquel joven comenzó a acariciarle su torso depilado, gracias a los adelantos del láser que le evitaban sufrir el suplicio de la cera obligada durante sus tiempos de modelo.

Viendo su cautela al palparlo y el ligero rubor que asomó en sus mejillas, mientras se centraba en lo que Daniel tenía entre sus manos, este decidió darle tiempo y respetar su ritmo ante la evidencia de que no quisiera ir más rápido de la cuenta. Algo le decía que debía mantenerse allí parado, desnudo frente a él, permitiendo que continuara recorriéndole el pectoral y acariciando sus pezones.

Daniel pecó de atrevido y, sin dejar de autocomplacerse, comenzó el mismo recorrido que la mano del muchacho seguía en él; palpándose sus cinturas delgadas, sin un ápice de grasa en los costados, hasta alcanzar sus abdómenes firmes y tersos que se regodearon en tocar, parando a la altura del pubis y que, en el caso de Daniel, le hizo notar su vello suave y frondoso. Sus manos se encontraron, así, posadas sobre las del otro hasta que sustituyeron a las propias en la danza que habían establecido en un principio. La tibieza al notar aquella mano posada sobre su pene elevó el placer de Daniel ante el recuerdo de los toqueteos proporcionados por sus primeros amantes; jóvenes modelos de sus comienzos en la agencia que, tras deleitarse observando el porte que cada uno gastaba en las largas sesiones de pasarela que tenían en aquellos días de aprendizaje, terminaban por complacerse en los vestuarios de la escuela a escondidas de miradas adultas.

Habían pasado muchos años desde aquellos primeros encuentros, pero la timidez que demostraba esa mano que ahora lo tocaba le había transportado a la inocencia de aquellos días. Sintió falta de presión al agarrar su erección, caricias demasiado superficiales y ninguna gana de querer adentrarse en todo el mundo que, por allí abajo, quedaba por descubrir. Por el contrario, sus caricias alrededor del miembro de aquel joven despertaron sus sentidos. Escuchó su corazón latir más fuerte y aumentar el grosor de su empalme, lo que elevó una sonrisa victoriosa en Daniel y un leve deje de ternura al verlo sonrojarse.

De repente, la mano derecha del otro pareció despertar del letargo, ofreciéndole con las dos algo más de presión a su miembro recuperado. Daniel alargó la mano que le quedaba libre y acarició el suave vello que le recorría el pecho, atreviéndose a pellizcarle los pezones y despertando una súbita y erotizante reacción en aquel misterioso hombre que le llevó a sacudírsela con más ganas hasta conseguir que Daniel se corriera entre sus dedos. En aquel preciso instante, Daniel hubiera sucumbido a colocarse en cualquier postura, por incómoda que pareciera, pero algo le decía que la inexperiencia lo llevaría a salir huyendo de allí, como alma que hubiera visto al demonio, si se le hubiera ocurrido hacer el simple amago. Así que controló su grado de excitación, en la medida de lo posible, retomó sus manualidades al momento y terminó cayendo de rodillas, frente a él, ofreciéndole su boca.

Se arriesgó a que el miedo lo atenazara y lo llevara a retirar su verga erecta del contacto con sus labios; pero tras notar un ligero retroceso, presa de un acto reflejo, aquel desconocido permitió que la lengua de Daniel comenzase un recorrido explícito. Aquello dejaba indiferente a pocos hombres, si es que había alguno que lo despreciara, así que en cuanto Daniel notó unas manos posadas sobre su cabeza y el regusto a salitre de mar se mezcló con su propia saliva, aumentó el ritmo de succión, agarrándosela con las dos manos hasta conseguir que se derramara en su interior, dejándose llevar entre jadeos que rebotaron contra su garganta.

Cuando dejó de notar los últimos envites del clímax, Daniel se levantó y giró la cara para escupir los restos de aquel encuentro fortuito. Sus ojos azules retornaron a las oscuras y encendidas pupilas de aquel joven que, sin dudarlo, alargó una mano para tomarlo por el cuello, acercándole con urgencia hasta sus labios, saboreándolo con su lengua y reencontrándose con la suya en un arrebato que los llevó a mantenerse allí pegados durante largo rato, palpándose los cuerpos como minutos antes no se habían atrevido a hacer.

—Me llamo Alain —escuchó Daniel que le susurraba, entre beso y beso, en un tono sensual y afrancesado.

—Yo soy Daniel —dijo en su oído, al tiempo que deslizaba la punta de la lengua por el contorno de su oreja.

—Quiero volver a verte —aquella confesión le llamó tanto la atención a Daniel que separó la cara para mirarlo con algo de sorpresa por su parte—. Pero no aquí, en mi casa —su español era impecable y apenas se le notaba la guturalidad en el acento del país vecino.

—Où est-ce que tu habites? —Daniel hablaba francés bastante bien, y en su propia lengua le preguntó que dónde vivía.

—Mi familia tiene una casa en Vilanova. —Se abrochó las bermudas, mientras se separaba de Daniel para acercarse hasta sus cosas y lanzarle la ropa que este había dejado encima de ellas. Mientras Daniel se vestía, Alain sacó un móvil de su mochila y tecleó algo. Esperó a que Daniel se terminase de vestir y se lo pasó—. Apunta tu número y te envío las señas más tarde. Por si te apetece pasar un rato —terminó diciendo, ante su cara de extrañeza.

Daniel miró confundido la pantalla del teléfono, en donde se veía el nuevo contacto desplegado y nombrado con una única D y, mientras, Alain se puso una camiseta de pico azul cielo que resaltaba el tono aceitunado de su piel.

—Ahora tengo que marcharme. Pero te espero mañana a esta hora, si quieres.

Daniel frunció levemente el ceño, sin que apenas se le notase. Aquel hombre parecía inexperto en materia homosexual, si es que no se trataba de la primera vez de todas, y, además, apostaría a que nunca había pisado un lugar como aquel.

En su caso, ninguno de los encuentros en aquel bosque le había llevado, nunca, a nada más que a compartir placeres con algún desconocido y, muy de vez en cuando, repetirlos en la siguiente temporada, ya que siempre espaciaba sus visitas y le gustaba cambiar de hora para no reencontrarse con los mismos.

Tampoco creía que hubiera tenido la suerte de haberlo dejado rendido a sus pies con solo unos inocentes toqueteos y una mamada rápida. Aquel hombre le pedía una cita formal, en su casa, y eso no era muy normal por aquellos parajes. Aun así, a Daniel le tentaba saber un poco más sobre la vida de aquel extraño tan atractivo, que con tan solo hablar le excitaba, y se veía capaz de pasar por alto la cautela de la que siempre hacía gala y las críticas de Mae en cuanto se enterase de la razón por la que tenía que dejarla sola en la tienda la tarde siguiente.

Comenzó a teclear su número de teléfono en aquel móvil, dándole al ok después, para dejarlo registrado y devolvérselo, mientras un escalofrío recorrió su cuerpo al sentir la mano de Alain rozando sus dedos para cogerlo y aquellos penetrantes ojos negros clavados sobre él.

—À bientôt, Dani! —se despidió el joven. Y él tan solo pudo responder con una ligera inclinación de cabeza.

3

De regreso a Barcelona, metido en el coche con las chicas, Daniel no dejó de pensar en aquel encuentro que aún le estremecía el cuerpo y el alma.

No pudo concentrarse en la conversación que le ofrecían sus pequeñas damas sobre cómo se lo habían pasado ni sobre lo que habían comido. Tampoco tuvo para Mae una respuesta que resultase creíble de por qué no contestó al teléfono durante horas y por qué las había hecho esperar tanto que, incluso, tuvo que ir a buscarlas a casa de los abuelos de la niña que celebraba su comunión.

Cuando llegaron frente al portal de la casa de Mae, las acompañó hasta el piso, cargando en brazos a la pequeña Alicia que se había quedado dormida en el asiento trasero de su coche.

—¿Se puede saber qué te pasa, Dani? —preguntó Mae cuando terminó de arropar a su hija, a la que tan solo le había quitado el vestido y los zapatos para meterla en la cama—. No has hablado en todo el viaje.

Él le regaló una de sus sonrisas enigmáticas, mientras la observaba desde el dintel de la puerta en donde estaba apoyado con los brazos cruzados.

—Nada —mintió, quitándose después las gafas y frotándose los ojos—. Estoy un poco mareado. Creo que he tomado demasiado sol.

La cuestión era que no sabía cómo explicarle a Mae que, a pesar de que dentro del pinar de aquella playa los encuentros casuales y furtivos eran de lo más normal, el que acababa de tener con aquel atractivo y misterioso francés era difícil de olvidar. Aún no sabía cómo afrontar la invitación que le había hecho para el día siguiente, ni si sería conveniente tomársela en serio. Había algo tentador en aquel hombre, pero su instinto le pedía cautela.

—¿Quieres cenar algo? Es lo menos, después de habernos llevado hasta allí —dijo ella, cogiéndolo de la mano para que la siguiera hasta el salón.

 

—No, gracias, cariño. Mañana nos vemos.

Daniel besó su mejilla antes de salir por la puerta.

A la mañana siguiente, se despertó con un buen dolor de cabeza, sin saber muy bien si había sido fruto del par de whiskies con soda que había cenado o por el sueño tan inquieto que había tenido.

Tras ducharse, afeitarse, ponerse las lentillas y vestirse, acompañó el café solo y sin azúcar, que acostumbraba a desayunar, con un par de aspirinas. Cogió su neceser de viaje y, revisando que no le faltasen condones ni su habitual crema lubricante, lo metió dentro de su bolso tipo shopper y salió de su casa para coger el ascensor en dirección al garaje.

Cuando llegó a la tienda vio a Mae metida dentro del escaparate, apartando los maniquíes y quitando la decoración.

—Pensaba que te ibas a meter el siguiente fin de semana con esto —dijo Daniel, a modo de saludo, volviendo a echar el cierre hasta la hora de la apertura.

—Buenos días a ti también, querido. —Mae aprovechó para sacarle la lengua a su amigo e intentar hacer que no se le notase tanto en la cara que era lunes—. Dejaré el escenario montado, a falta de vestir a estos en cuanto llegue lo nuevo de invierno. —Señaló a los cuatro maniquíes masculinos, que permanecían hieráticos a un lado con vestimenta de pretemporada—. Así adelanto trabajo, por si tienes que irte de viaje esta semana. Por cierto, las lentillas te favorecen.

—No tenía pensado viajar a ninguna parte, la verdad —respondió Daniel—. Y gracias por el cumplido.

—Pues Albert ha llamado y dice que su mujer acaba de salir de cuentas. Esperan que el bebé nazca en cualquier momento, así que anda llamando a todos por si queremos ir a revisar la mercancía a la central, en vez de dejar que decida su suplente, que, por cierto, es un chico nuevo, por si no lo sabías.

—¡Y no lo sabía! —exclamó Daniel, apoyando con demasiado ímpetu el bolso sobre el mostrador para poder quitarse la americana.

—Por eso te lo digo. Sé que tú no le dejas esa decisión a cualquiera que no sea Albert. Así que prefiero dejar esto resuelto, ahora que todavía estás aquí, antes que tener que quedarme haciendo horas extras por la noche.

—¿Y por qué hay que ir a la central de París? —alzó la voz—. ¿Qué pasa con los catálogos? ¿No los tienen todavía? —A Daniel volvió a darle dolor de cabeza.

—La imprenta se ha retrasado. Ya sabes que no es la primera vez que les pasa.

—¡Me estoy empezando a hartar de tanta informalidad! —exclamó irritado—. Se salva porque tiene mucho gusto. —Daniel apoyó las dos manos sobre el mostrador y soltó todo el aire que tenía dentro, mientras fruncía el entrecejo.

—Dani, Albert está muy nervioso. Es su primer hijo y la primera vez que se coge un permiso de paternidad. Harías bien en llamarle, no hacía más que disculparse.

Daniel cerró los ojos, intentando que el dolor de cabeza le permitiera pensar.

—Menos mal que el viernes zanjé con él lo de las prendas de punto y camisería. Pero es cierto que, como no me mueva rápido, se les van a empezar a acumular los encargos de Navidad y nos van a dejar para el final. ¡Joder! Ya le vale a Albert, podía haberme avisado con más tiempo.

—No seas duro con él y ven aquí a ayudarme con esta tabla que se me va a caer —le pidió Mae, estirándose todo lo que podía para sujetarla hasta que su amigo se la quitó de las manos.

—Pues, si vas a estar liada con esto, hoy no abrimos, porque yo a las tres me tengo que ir y, con la liquidación, seguro que no para de entrar gente.

—¿Adónde vas? —preguntó la indiscreta de Mae.

—Pues a ningún sitio que a usted le interese saber todavía, señorita —respondió él, haciendo una mueca con la cara.

—¡Oye, oye! —Ella dejó lo que estaba haciendo dentro del escaparate y salió con los brazos en jarras—. ¿Se puede saber qué me ocultas?

«A veces, lo de que a uno lo conociesen tan bien podía resultar de lo más fastidioso», pensó Daniel.

—No te oculto nada, Mae, es que…, sinceramente, no sé si hay algo que contar. —Él elevó los hombros, impotente—. Cuando lo sepa, tú serás la primera en enterarte, te lo prometo.

Ella achinó un poco los ojillos y dijo:

—Entonces, continuaré mañana. No vamos a dejar de abrir porque a mí se me haya antojado cambiar los escaparates sin haberte consultado antes.

—¿Estás segura? Es cierto que puedes ir adelantando trabajo hasta que nos lleguen los pedidos.

–¡Ya! Pero «mis chicos» se encontrarían desubicados sin su decoración.

Y comenzó a recolocar uno de los maniquíes que, momentos antes, había dejado apoyado contra la pared.

Poco antes de las dos del mediodía, tras una mañana de bastante trabajo, entró en la tienda un hombre de unos cincuenta años con barba espesa y canosa, pantalones chinos y polo de manga larga. Era bastante alto, aunque andaba un poco encorvado, y tenía cara de bonachón y una envergadura que difícilmente hubiera entrado en alguna de las tallas que acostumbraban a tener allí.

Llevaba una cartera de piel que le daba apariencia de ser funcionario de un Ministerio. Se dedicó a mirar por la tienda, como si buscase algo, pero sin llegar a interesarse por ninguna de las prendas en concreto. Pasado un rato, Daniel vio que se dirigía al mostrador en el que él simulaba mirar una revista.

—Buenas tardes, caballero. ¿Le puedo ayudar en algo? —Daniel le ofreció una de sus encantadoras sonrisas.

—Busco a… la señorita Espasí —su voz aflautada no acompañaba para nada a su corpulencia física.

Daniel omitió decirle que había confundido el estado civil de Mae, ya que, a pesar de sus consejos, aún seguía oficialmente casada con aquel gilipollas de Ferran.

—¿De parte de...? —preguntó por un mero tema de cautela, aunque aquel tipo parecía más un profesor de universidad que un abogado de los que su ex no paraba de mandarle para que le firmase los papeles del divorcio que ella se negaba a concederle.

—Me llamo Eugenio Arnaz. Nos conocimos ayer en una comunión y… he venido a saludarla.

—Se ha desviado mucho, desde Sitges, para un simple saludo. —La desconfianza innata en Daniel, a la hora de proteger a su mejor amiga, asomó de manera inmediata—. Yo fui el que las llevó hasta allí a ella y a su hija —hizo la observación, ladeando un poco la cabeza.

—Verá, yo vivo y trabajo aquí en Barcelona. —El tal Eugenio carraspeó un poco—. Nos conocimos en la comunión de mi sobrina, pero… quizá será mejor que vuelva en otro momento.

Aquel tipo parecía no saber dónde ubicar, exactamente, a Daniel dentro de la vida de Mae.

—No, tranquilo, es simplemente que no está aquí. Está comiendo en el bar de enfrente. —Daniel le señaló con la mano el lugar en donde podía encontrarla—. Estará sentada en alguna de las mesas individuales. No le gusta comer en la barra.

—¡Ah, está bien! Sí, ya… Creo que es la hora de comer algo…, sí. Bueno, entonces, me acercaré a verla allí…, digo, a saludarla.

Aquel hombre comenzó a recular, mientras se encorvaba cada vez más.

—De acuerdo. —Daniel asintió con la cabeza, brindándole otra sonrisa como la del principio y cogiendo, con disimulo, el móvil que tenía guardado bajo el mostrador.

—Adiós y… gracias —dijo de manera precipitada, mientras se colocaba la cartera bajo el brazo y se giraba para salir.

Daniel tenía poco margen de acción para avisarla, antes de que se le cortase la digestión por el encuentro inesperado con aquel tipo, si es que no le apetecía verle. Así que buscó con rapidez el número de su amiga y pulsó el botón de llamada.