Clientes misteriosos

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Eva le dio algo de tregua a la novata y dejó que siguiera anotando cosas, mientras ella recordaba sus primeros días de suelta con la que llegó a convertirse en una de sus mejores amigas.

-3-

SUSANA

Al día siguiente del incidente en la joyería junto a Adán, Eva se pasó por la oficina todo lo temprano que le permitieron los excesos de su cena de aniversario con Rodrigo. Debía recoger las dos carpetas de información referente al restaurante y a la tienda de ropa de caballero adonde tenía que ir con aquella chica, así como la información del hotel de Montevideo y todo lo relativo a su primer vuelo largo en clase ejecutiva.

Esa mañana Natividad estuvo con ella más simpática de lo habitual. Tampoco es que le dijera nada en especial; sin embargo, la manera de entregarle las carpetas y la cámara de fotos que tenía preparada, así como la reiterada invitación a que se sentara en la sala de reuniones para que pudiera estudiarse los dosieres con calma, la hicieron pensar que, aparte de que los kiwis le hubieran empezado a surtir efecto o de que ese día su acompañante fuera a ser otra mujer, tal vez el hecho de saber que tenía novio de larga duración la ayudase a creer que se había quitado de encima a una posible competidora frente a los varones casaderos de aquella oficina.

—¿Quieres que te lleve un café? —Se ofreció la secretaria, solícita.

No era muy normal que aquella mujer se desviviera en exceso con alguien que no fueran los jefes, los clientes que contrataban sus servicios o su querido Adán.

—No, gracias, Natividad.

La verdad es que Eva mataba por un café en ese momento, pero no le apetecía que aquello pudiera ser utilizado en su contra algún día.

—Solo don Carlos me llama Natividad. Tú puedes llamarme Nati. —Aquello sonaba más a orden que a sugerencia. Y la sonrisa falsa con que acompañó el comentario no ayudó en nada a que Eva pensase lo contrario.

La joven se limitó a inclinar la cabeza, mientras caminaba en dirección a la sala de reuniones con todas las carpetas bajo el brazo. Y unas horas después apareció por la oficina su nueva acompañante.

Se trataba de una chica algunos años mayor que ella, de su misma estatura, sonriente y de tez blanca que, en vez de caminar, se desplazaba por el espacio en una especie de danza similar a la de los bailarines de claqué que van marcando sus pasos como de puntillas. Gesticulaba sin parar, con brazos y cuerpo, y su armoniosa figura se deslizaba de un lugar a otro con joviales saltitos que daba de cuando en cuando. Sus chispeantes y vivaces ojos verdes admiraban con absoluto interés todo lo que había a su alrededor y, desde el primer momento, con el cálido abrazo que la dio, Eva se sintió engatusada y atraída por ella.

—Encantada de conocerte, cariño. Me llamo Susana. —Tras el primer abrazo, Susana la besó en las mejillas como una madre besa a un hijo—. Tú debes de ser Eva, ¿cierto?

Susana no vestía de manera discreta, precisamente. Es mas, en una rueda de reconocimiento, Eva jamás hubiera dicho que aquella chica fuera uno de los clientes encubiertos de la oficina. Llevaba colores demasiado llamativos, prendas superpuestas, tacones de media altura y bolso de mano, entre otros complementos variados. Y parecía como si aquel cuerpo de mujer, arrebatadoramente sexy, hubiera sido poseído por una niña juguetona que en todo momento mostrase su lado más feliz. Eso era lo que la hacía única para aquel trabajo. Aparte del hecho de que el gran jefe se mondase con las anécdotas que no paraba de contar. Tenía un humor fácil y contagioso que alegraba el día a todos los que la rodeaban; excepto, tal vez, a Natividad.

En cuanto pudo, Susana la agarró del brazo y la sacó de la oficina.

—¡No soporto a esa tía! —dijo, una vez que estaban en la calle—. Prefiero pasar el día haciendo trabajo de campo, antes que tener que aguantar sus miraditas y sus comentarios. Se cree la dueña de la empresa, la muy... Tal vez un par de kiwis no le vendrían mal por las mañanas. Eso sí, aderezados con un poquillo de arsénico en polvo. —Susana restregó los dedos delante de su nariz y achinó los ojos, afilando la mirada.

Definitivamente, Susana le empezaba a caer bien.

—¡A ver qué tenemos por aquí! —canturreó mientras le cogía las carpetas con toda la información relativa a los dos objetivos que tenían preparados para ese día.

—¡Vaya, vaya, Adán y sus retos! —Eva prestó el doble de atención al escuchar aquel nombre—. Empezamos fuerte. Sacando fotos en un establecimiento en donde no es que haya muchas cosas que dos chicas puedan comprar —dijo, mirando de reojo a Eva—. Bueno, habrá que echarle imaginación para que no se nos vea el plumero.

Sentadas en un banco revisaron lo que tenían que observar y valorar. Y después, mientras se desplazaban en metro por la ciudad, se fueron conociendo.

Susana estaba casada y tenía un hijo de cinco años.

—Entre la guardería, mi madre y que mi marido acaba su jornada de trabajo a las tres, me apaño bien. Además, acostumbrada a volar, necesitaba salir de casa. Y este trabajo es bastante flexible en cuanto a horarios.

Susana era una exazafata de vuelo que había pasado por distintas aerolíneas en su vida: desde chárteres ya olvidadas, a compañías nacionales y alguna extranjera. Fue por eso que se especializó en ese campo y acostumbraban a pedirle que redactase las plantillas para los informes que tenían que rellenar sobre ese tipo de empresas, además de enviarla a soltar gente nueva.

Por norma general, y para que no la reconocieran, evitaban meterla en los aviones de la aerolínea para la que estuvo trabajando durante sus últimos años y para la que también había trabajado como azafata de tierra.

—Tuve un problema de rinitis crónica que me tenía todo el día en casa con catarros, alergias, otitis y demás. La medicación me dejaba K.O y así no podía ir a volar. Así que me retiraron la licencia de vuelo y me bajaron a tierra. Pasé por las oficinas, antes de que me enviasen a facturar al aeropuerto y, créeme, es algo que no le deseo ni a la bruja de Natividad —dijo, soltando una carcajada contagiosa—. En vuelo he visto mil cosas, pero las toreas mejor o peor porque sabes, y los pasajeros también, que están a más de diez mil metros de altura… —Susana apuntó con el dedo índice en dirección al cielo—. Y no les conviene montar el numerito allá arriba. Aunque algunos lo hacen y con mucho estilo, he de decir.

—Y si se pasan de la raya, ¿qué ocurre?

—Pues que a la llegada al aeropuerto les pueden estar esperando las autoridades que corresponda. Con ese argumento se suelen calmar. Pero, en tierra, la cosa es peor. Se vienen arriba. Hay agresiones entre ellos, se pasan por encima del mostrador para zurrarnos a nosotras, te sueltan escupitajos a la cara, y, de insultos, ya ni hablamos. Aunque, ahora que lo pienso —dijo, arrugando el entrecejo—, en vuelo también he visto pegar a gente.

—¿En serio?

Susana asintió con la cabeza.

—Una vez le soltaron un puñetazo a un compañero mío. Y otro día a una azafata le partieron la nariz con uno de esos teléfonos portátiles que van dentro de una maletita. El tío no quería colgar cuando se lo pidió ella en pleno rodaje de llegada y, ni corto ni perezoso, le arreó con él. La pobre empezó a sangrar como un cerdo y, cuando salimos del avión, me tocó acompañarla al servicio médico.

—Y al tipo, ¿qué le pasó?

—Pues nada de nada, hija. Esa compañía evitaba cualquier conflicto con pasajeros. Y como la pobre Anita estaba más preocupada por su nariz que por poner una denuncia, pues el otro se fue tan feliz a su casa, con su maletín y el ladrillo de teléfono metido dentro.

Eva la miró sorprendida.

—Es que algunos pasajeros son gentuza —continuó Susana—. En tierra, los hay que se te plantan sin camiseta delante del mostrador de facturación, como si estuvieran tomando cervezas en Gandía. O te bloquean la zona, con las maletas abiertas de par en par y sacando todo el exceso de equipaje que llevan, haciendo que parezca aquello un top manta. Y no lo retiran hasta que no sales tú de detrás del mostrador para quitarlos de en medio. Y todo, porque no quieren pagar ni un duro de más. Hay veces que tienen que intervenir los de seguridad, si no, se retrasan muchísimo los embarques.

—¿Y siempre estabas en facturación?

—No siempre. A veces me tocaba atención al cliente, que era la muerte en vida. —Susana le hizo una seña para sentarse en dos asientos que habían quedado libres, después de pasar la última estación—. Una vez me dejaron frente a un mostrador cuya pantalla de ordenador no funcionaba y, al rato, llegó una marabunta de más de cien personas que querían información sobre sus conexiones. La mayoría había perdido sus vuelos, estábamos de huelga encubierta de pilotos, con lo cual más retrasos, pero había tanta gente, tan cabreada y gritando tan alto, en distintos idiomas, que cuando empezaron a rodearme pensé que acababan conmigo. De nada les valió la explicación de que me había quedado incomunicada en aquella mierda de mostrador. Además, ningún supervisor atendió a mi llamada y, encima, una señora se dedicó a encizañar a los demás.

—¿Cómo saliste de aquella?

—Pues gracias a la reacción que tuve cuando aquella señora me cogió del brazo y apretó con tanta fuerza que el moratón me duró varios días. ¡Aquello ya era el colmo, hombre! Había que defenderse o morir —dijo, cerrando el puño y levantándolo—. Así que me solté de ella con tanto ímpetu que casi la tiré al suelo y, después, me subí al mostrador y pegué un grito que me hizo estar afónica durante los mismos días que me duró el moratón. Finalmente les dije que si querían información relativa a sus vuelos, debían seguirme hasta el siguiente mostrador que tuviera una pantalla operativa.

 

»Tras repetirlo en distintos idiomas, me bajé de allí, cogí mi paraguas y lo levanté abierto y en alto para que me siguieran, cual guía turístico de una ciudad. —Susana repitió el gesto frente a Eva—. Lo malo fue que esa mañana me confundí y, en vez de coger el mío que era de color azul cielo con topos negros, cogí el paraguas de mi hijo Javier que también era azul, pero con la cara de Buzzlightyear y del vaquero Woody impresa por todas partes. Ya sabes, la película de Toy Story.

Eva sonrió y se limitó a asentir con la cabeza. A ella también le gustaban las películas de dibujos animados.

—No me quedó más remedio que pasearme así, por medio aeropuerto. «¡Hasta el infinito y más allá!» Grité de camino al mostrador, en donde estaban un par de compañeras mías. Al principio, les hizo mucha gracia verme con el paraguas en alto y una multitud a mis espaldas. Pero les fue cambiando la cara cuando les conté lo que me había ocurrido, y que les dejaba allí plantado a todo el ganado cabreado. Después, cerré el paraguas, me di la vuelta y me largué a tomar un cafelito.

Eva se carcajeó, imaginándosela toda digna y estirada con su paraguas abierto y bamboleante, de un lado a otro, como si fuera Gene Kelly en “Cantando bajo la lluvia”, al tiempo que daba sus saltitos de bailarina seguida por una horda de gente hambrienta de información y sangre.

—Si yo hubiera estado allí, de clienta misteriosa, te hubiera dado un plus por solucionadora de problemas —dijo Eva, mientras contaba las estaciones que faltaban para llegar a su destino.

—Hubiera estado bien, porque lo que me gané fue una bronca del supervisor más cabrito de todos los que teníamos y que, en vez de acudir a mi llamada para ayudar, se escudó en que les cargué de trabajo a mis compañeras. El caso es que ese fue mi límite. Y Ángel, mi marido, pensó que ya estaba bien de aguantar a aquella gente. Me pedí una excedencia, y hasta hoy.

—¿Echas de menos tus días de azafata de vuelo?

Susana ladeó la cabeza y frunció los labios.

—Echo de menos a algunos compañeros. La gente de vuelo es distinta a los trabajadores de otras empresas de andar por tierra. Hay mucho compañerismo. Aunque también mucha soledad. Es lo que tiene estar alejado de casa durante tanto tiempo. A veces, sientes que conoces a alguien de toda la vida. Aunque sea la primera vez que lo veas o vayan a pasar meses, o incluso años, sin volver a verlo. Mis mejores amigas son de vuelo. Eso sí, azafatas, porque la mayoría de los pilotos se creen que descienden de la pata del Cid. Entre los que piensan que eres su chacha y los que pretenden llevarte a la cama, es difícil encontrar a uno medio normal.

Un par de estaciones después, las dos se sentaban frente a frente en el restaurante que debían evaluar. Se trataba de un italiano perteneciente a una cadena conocida.

—No todos los restaurantes a los que vamos son de este tipo —dijo Susana, desplegando la servilleta y colocándosela sobre los muslos—. Algunos tienen varios tenedores y otros hacen comida basura. Si estuviera Adán aquí, te contaría su primera experiencia en una hamburguesería.

La simple mención de aquel hombre despertó todos los sentidos de Eva, e hizo que prestase mucha más atención.

—¿Le conoces bien?

—¿A quién? —preguntó Susana, levantando la vista de la carta-menú que estaba revisando—. ¿A Adán?

Eva asintió con la cabeza.

—Fue mi padrino y, últimamente, me pasa parte de su trabajo. —Susana achinó un poco los ojos, escaneando la cara de su compañera—. Pero sobre su vida privada no sé mucho. Es… Algo enigmático. Aunque, hay que reconocer que tiene un par de polvos, ¿eh? —Susana elevó las cejas, mientras sonreía y volvía a mirar la carta.

¡Desde luego que Eva lo reconocía! Pero su promesa de serle fiel a Rodrigo no le permitía mantener aquel pensamiento rondando por su cabeza mucho tiempo. Tal vez lo había pensado una vez o dos, bueno… Quizá más de dos veces al día.

De cualquier modo, y tras cinco años con Rodrigo en los que no había sucumbido a una sola de todas las oportunidades que había tenido, ni siquiera en Irlanda cuando decidió irse de au-pair durante un año entero, no iba a hacerlo ahora por alguien que le sacaba bastantes años y que, simplemente, parecía flirtear con ella como seguro que hacía con muchas otras.

Antes de marcharse al extranjero, Eva sí que pensó en cortar con Rodrigo, darse una oportunidad de conocer a otras personas y, a su regreso, si la vida los unía de nuevo, estupendo; pero si no, quedar como amigos también era una buena opción.

Así se lo planteó la última noche que pasó con él, antes de coger su vuelo a Dublín, pero Rodrigo se negó en redondo. La quería solo para él y no veía la necesidad de asumir una separación voluntaria, cuando llevaban más de tres años saliendo, por mucho que el Canal de la Mancha estuviera de por medio. Ella aceptó el reto de la fidelidad y, por el camino irlandés, perdió bastantes oportunidades.

Susana siguió contándole anécdotas de Adán, e hizo que Eva volviera a poner los pies sobre la tierra.

—Como en poco tiempo tuvo que ir a muchas hamburgueserías de esa cadena, llegó a cogerse algunos kilos de más con tanta patata frita y menús hipercalóricos. Pero había que valorar que las patatas estuvieran bien crujientes y calientes, la carne en su punto justo de cocción, así como probar diferentes refrescos para ver si tenían demasiado hielo o demasiado poco y valorar si los postres tenían la textura adecuada. Le cogió tanta manía a los sundaes que la primera vez que tuvo que acompañarme, me obligó a pedirlo a mí.

—O sea, que me puedo dar por satisfecha por haber empezado en un restaurante de comida italiana, ¿no?

Susana asintió sonriente, mientras posaba la carta sobre la mesa y la miraba fijamente a los ojos.

—Todo llegará, querida, todo llegará. Con sundae incluido.

Susana la animó a que se decidiera por algún plato que no fuera el típico de pasta o pizza, y que empezase a poner a prueba al camarero cómo mejor se le ocurriera.

—También los habrá cien veces mejor que este. Por eso, tienes que saber usar toda la cubertería de un restaurante, degustar el vino, saber cuál pedir en cada comida y mil y una cosa más que irás aprendiendo sobre la marcha —continuó explicándole—. Yo cada mes tengo que ir a algún almuerzo o cena con otro mystery gourmet, para que no resulte raro que aparezcamos solos.

A Eva le agradaba la compañía de Susana, pero rezaba porque alguna de esas comidas o cenas fuera con Adán.

De momento, en breve volvería a verlo en su viaje a Montevideo. Por lo que, por espacio de cuatro días enteros, podría llegar a conocerlo un poco más. Si es que era posible.

Ya pensaría más adelante cómo afrontar aquel viaje con Rodrigo y sus celos compulsivos, que le hacían pensar que se iba acostando con todo aquel que se cruzaba en su camino, y por lo que ya habían discutido en más de una ocasión.

Eva nunca le había sido infiel y cada vez tenía más claro que, en cuanto pasasen unos años, terminarían casándose. No es que eso fuera algo que la entusiasmase, ya que la idea de una convivencia juntos le apetecía mucho más que un paseo por la capilla.

Por el momento, cada uno trabajaba y el dinero se lo gestionaban por separado. Ambos conocían a los padres del otro, pero las familias entre sí aún no se habían visto. Y aunque no habían hablado mucho del tema, ella no se planteaba tener más de un par de hijos, que eran bastantes menos de los que él pretendía tener.

Eva dejó de bucear en sus pensamientos, en cuanto llegó a su altura el camarero para pedirles la orden de bebidas. Aquel no era un restaurante con mucha opción en vinos, por lo que pidieron agua con gas.

Después, Eva se centró en poner a prueba al camarero sobre el tema de las alergias. Le pidió consejo con respecto a algún plato que fuera apto para intolerantes al huevo e, incluso, que no hubiera sido cocinado con nada que hubiera tenido contacto con ellos.

El camarero que no parecía tener mucha idea, fue a preguntarle al encargado del local. Por desgracia, no obtuvo ninguna respuesta satisfactoria ni tuvieron la iniciativa de ir a preguntarle al cocinero. Solo dijeron que fuese a lo seguro. Que se pidiera una ensalada aderezada con vinagreta y unos escalopines a la plancha y sin salsa.

Mientras Eva observaba los movimientos de los distintos camareros a su alrededor, la rapidez en traer los entrantes y los tiempos de espera entre plato y plato, disfrutó de la conversación con Susana, que le contaba su suelta junto al apreciado padrino de ambas.

—El primer establecimiento que tuve que ir a valorar con él, como clienta inesperada, fue una churrería. Yo creía que don Carlos me estaba tomando el pelo cuando me lo dijo. Me hizo quedar con Adán en un parque cercano al local, un sábado a las seis de la mañana. Estaba convencida de que me habían gastado una broma y que allí no aparecería ni Dios. ¡Si hasta era de noche!

—A esa hora solo habría taxistas y borrachos —comentó Eva.

—Imagínate, esos y yo. Con lo que tardó Adán en llegar, pensé que me confundirían con una lumi. —Susana comenzó a enrollar su pasta en el tenedor—. En fin, habían metido personal nuevo y el dueño del local quería que vigilásemos el porqué había bajado tanto la afluencia de clientes, cuando era la única churrería del barrio y siempre les había ido genial.

Susana dejó su anécdota a medias para pedir que le trajesen el queso rallado para sus espaguetis y una cuchara sopera para poder cogerlos mejor, lo que les valió un negativo al no habérselos ofrecido desde un principio.

—¿Disteis con el problema? —Eva la animó a que continuara.

—El caso es que los churros les salían bien. No eran nada del otro mundo, pero bueno. Sin embargo, la rosca de las porras era demasiado estrecha y las ofrecían medio frías y chamuscadas. Encima, el chocolate era muy dulzón y tan espeso como un yogurt. Pero lo peor fue cuando le pedimos un té negro para Adán y una manzanilla con anís para mí. La respuesta del camarero fue que solo tenían té verde y el normal. Adán le tuvo que explicar que el normal era el negro. Y a mí adivina qué es lo que me puso. —Eva se encogió de hombros—. Una manzanilla, sí, pero aderezada con un chorrillo de anís El Mono. —Eva no pudo aguantarse la risa—. A mi informe fue difícil que le pudiéramos sacar algo bueno, como siempre le gusta a Adán que hagamos. Tuve que aconsejarle al cliente que se buscase a camareros profesionales y a alguien especializado en el campo de la churrería. Porque parece que no, pero la cosa tiene su arte.

Susana se metió un bocado de pasta en la boca y, después, dio un sorbo de agua.

—Cuando vivía con mis padres, en mi barrio había una churrería que siempre estaba a rebosar de gente. Yo acostumbraba a comprar los churros allí, cuando llegaba de un vuelo nocturno. Me los llevaba a casa y desayunaba con mis padres, antes de meterme en la cama. El churrero jefe era búlgaro y siempre tenía una palabra amable conmigo. Me veía de uniforme, me preguntaba qué tal el vuelo, le contaba alguna anécdota y le daba un poco de coba mañanera. De regalo, siempre me ponía algún churrillo extra y no me lo cobraba. En fin, la vida de churrero no es que sea una fiesta, la verdad. La gente no les hace ni caso, madrugan mogollón y están todo el día con el palo ahí metido en la megasartén esa, llena de aceite hirviendo, y con ese olorcillo a fritanga que lo invade todo.

—¿Eran buenos churros? —preguntó Eva.

—Los mejores. Y las porras ni te cuento. —Susana se echó un poco hacia delante para decir en voz baja—. Yo creo que si alguna mañana no los hubiera llevado, mi padre no me hubiera dejado entrar en casa.

—¡Exagerada! —exclamó Eva, limpiándose la boca con la servilleta.

—El caso es que uno de esos días comenzó a hacerme churros en forma de corazón. Me los daba fuera de la bolsa y con una servilleta para que me los comiera allí mismo o por el camino.

—¡Uy, con el churrero, que le veo venir! —exclamó Eva—. Un poco de conversación, una sonrisa, churros en forma de corazón. Esto acaba en romance, fijo —bromeó ella.

—Yo te juro que no noté nada. ¡Si hasta un día que fui con mi madre nos los hizo a las dos!

Eva apartó el plato y entrelazó las manos para seguir disfrutando con la historia.

—El caso es que pasó el tiempo. Y un día de esos que llegaba medio muerta, después de doce horas de vuelo, y con la cara de empanada que te deja el jet lag, me apoyé en el mostrador y poniéndose a mi altura, muy pegado a mí y con los brazos cruzados, me dijo: «Siempre que te veo me alegras el día».

 

»Después, hizo una pausa, me miró con ojos de cordero degollado y terminó diciéndome una cosa que me quitó el jet lag de golpe. —Eva la azuzó con la mirada para que continuase—. “Te quiero”, eso fue lo que me dijo.

—¡¿Cómo dices?! —exclamó Eva—. ¿Y te dio un beso?

—¡No, coño, no me dio ningún beso! Si llega a hacer eso, me da algo y Ángel lo hubiera matado. Y también mi padre. Bueno, mi padre no creo porque esos churros le encantaban. El caso es que porque estaba sentada en una banqueta, que si no, me caigo de culo, seguro.

—¿Y qué pasó después?

—¿Cómo que qué pasó? Pues, nada, ¿qué iba a pasar? Cuando llegué a casa y se lo conté a mis padres y a Ángel que justo esa mañana, vaya por Dios, había ido a arreglarle no sé qué de la lavadora a mi madre, este se ajustó las gafas, que le quedan súper sexy, todo hay que decirlo, y me preguntó muy serio: «¡Explícame, ahora mismo, cómo se llega a un “te quiero” con el churrero!».

Eva comenzó a carcajearse y preguntó lo mismo.

—Mira, no tengo ni idea. Yo solo sé que no volví más por allí y que mi padre se quedó sin churros. Estuvo una buena temporada sin hablarme por ello, no te creas. Y solo regresé a la churrería el día en que me enteré de que el búlgaro se había ido.

—Bueno, al menos tu padre volvería a comerse unos buenos churros —la animó Eva.

—Pues no, porque ya nunca más volvieron a estar igual de buenos.

—Lo que hace el amor —dijo Eva, sacudiendo la cabeza.

—Eres una pequeña bromista, ¡eh! —exclamó Susana, sacudiendo el tenedor frente a su compañera.

—¿Y de tiendas? —cambió de tema, Eva—, ¿adónde te tocó ir?

—Pues con Adán también a por zapatillas de deporte. Nada glamuroso como tú en esa joyería de postín. Lo que pasa es que con las que yo compré no hubo problema, más o menos nos atendieron rápido y me localizaron las de mi número en un santiamén. Pero Adán consiguió sacarlos de quicio. Le encanta meterse en el papel. Y encima gasta un cuarenta y seis el tío.

—¡Madre mía, menudo pinrel!—exclamó Eva.

—Sí. Y ya sabes lo que dicen con respecto a la proporcionalidad entre los pies de los hombres, los pulgares de sus manos y lo que tienen entre las piernas, ¿verdad?

Para darle la razón, Eva entrechocó su vaso de agua con el de Susana.

—Eso también se dice de la nariz —observó Eva.

—Pues se gana el triplete porque, ¿cómo es la nariz de Adán? —Susana arqueó las cejas y Eva abrió los ojos, de par en par, en cuanto cayó en la cuenta de que su nariz era bastante prominente. Aunque no le restaba ningún atractivo—. Bueno, el caso es que no había mucho donde elegir. Así que le sacaron un par de modelos, a cuál más feo y, después de marearles durante media hora de reloj porque le apretaban por todas partes, le aconsejaron que se fuera a una marca de la competencia que tenía el local en aquel mismo centro comercial y que acostumbraba a tener muchos más números disponibles, ya que vendían calzado para jugadores de baloncesto. Adán salió cabreado de allí y casi que me dictó el informe. Nada bueno, como te podrás imaginar.

Eva la animó a que continuara con el apadrinaje de viajes.

—Fuimos en clase turista a Londres. Ese día tuvimos retraso de cuarenta minutos por una inglesa que avisó, en el último momento, de que su hijo era alérgico a los cacahuetes. Pero alérgico, alérgico. Entró medio llorando porque en la puerta de embarque le dijeron que, con el avión casi a punto de despegar, no podían aplicar las medidas de seguridad que seguían habitualmente para evitar embarcar alimentos susceptibles de llevar ese ingrediente.

—¿Y qué medidas son esas? No sabía que se siguiese un protocolo especial en esos casos.

—En concreto con los alérgicos a ciertos frutos secos, como los cacahuetes, sí. Hay gente particularmente alérgica y que, si se ven expuestos a ese elemento, aunque sea de lejos, puede que les dé un shock anafiláctico. Esa señora juraba y perjuraba que su hijo lo era y que, en facturación, le habían prometido que en el avión no habría ni un solo alimento que los tuviese. La sobrecargo del vuelo le tuvo que explicar que lo normal era llevar el informe médico con tiempo, para que la compañía lo supiera y pudiera tomar las medidas oportunas, las cuales obligan a no cargar productos que lleven cacahuetes y avisar a todos los pasajeros, para que nadie que esté sentado a menos de doce filas del alérgico en cuestión pueda sacar y comerse algo que lo contenga.

—¿Tantas filas?

—Llega a afectarles incluso por el aire. Así que ese día tuvieron que retirar sobre la marcha los frutos secos de los galleys, o cocinillas donde se trabaja, además de explicar en distintos idiomas al resto de los pasajeros la gravedad del asunto y que no se les ocurriera sacar alimentos, por si acaso. La tripulación de cabina se ganó varios puntos positivos por conseguir que esa señora, poco previsora o demasiado exagerada, pudiera volar con su hijo. Pero tuve que penalizar a los de tierra por permitirles embarcar, haciendo que el avión saliese con tanto retraso.

Eva y Susana salieron del restaurante con un informe negativo, también. Y no solo por los capuchinos que les sirvieron medio fríos, si no por no ofrecer información adecuada sobre posibles alérgenos en un restaurante familiar. Por lo que aconsejaron al cliente tener información al respecto y detallada para cada uno de los platos que allí se sirviesen, y una mejor formación de los empleados de sala para que pudieran responder a los comensales, de manera precisa.

Según se dirigían al metro, para ir a la tienda de caballeros en donde Eva tenía que fotografiar la colocación de los productos, así como puntuar la atención que le dispensasen las empleadas de aquel local, Susana fue dándole algunos consejos sobre lo que se esperaba de ella en el vuelo de largo radio que tendría a comienzos de la semana siguiente con Adán.

—Estúdiate bien las normas de servicio en clase ejecutiva. Adán estará esperando que te fijes en todo lo que pase a tu alrededor, y no solo en las personas que te atiendan a ti. Piensa que vas a ir en un avión de dos pasillos, y a él lo atenderán por el pasillo contrario al tuyo. Intenta en algún momento hacer cola para el baño, que suelen estar cerca de las cocinillas, o, como te he dicho que se llaman en la aerolíneas, galleys. Te vendrá bien para ver cómo se organizan en ese espacio y, sobre todo, para escuchar alguna que otra conversación. Las azafatas no se dan cuenta, pero con el ruido de los motores elevan el tono y te enteras hasta de sus asuntos de alcoba.

—Juegas con ventaja, Susana —observó Eva, mientras se sentaban en unos asientos del vagón del metro.

—Ya, pero nunca se me ocurriría usarlo en contra de ningún tripulante de cabina. He trabajado en eso y sé lo que se les puede recriminar y lo que no. Aunque, deberían de tener en cuenta que en ciertas zonas del avión no se puede andar levantando tanto la voz. Hay compañías en donde los auxiliares de vuelo se especializan en una clase y nunca trabajan en otras, eso es muy típico de las aerolíneas orientales.

—¿Por qué?

—No se trabaja del mismo modo en clase económica que en primera. El servicio gastronómico siempre es mucho más extenso y elaborado en la zona de delante y hay que tener en cuenta que puede haber clientes que estén trabajando durante el vuelo, o descansando para ponerse a trabajar en cuanto toquen tierra, lo que hace que no se deba hablar en alto en las cocinillas, ya que desde sus asientos se oye todo. Allí reverbera el sonido que no te puedes ni imaginar.

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