Madrugada

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Me quedé mirando los recortes de revistas de actores de Hollywood que tenía pegados por la pared. Estaban clavados con chinchetas blancas. Dijo que adoraba a la gente hermosa. Me sentí mejor al escuchar aquello. Me tranquilicé sin saber por qué. Al moverse y pisar el suelo, la madera sonaba como el grito agudo de un bebé. Yo estaba tapado hasta el cuello, con los brazos inmóviles y un dolor muy profundo a un lado de la cabeza, casi como un golpe o una incisión en el interior del cráneo. Probablemente mezclar tanto alcohol y porros me había sentado mal. La mesita al lado de la cama estaba llena de libros, volúmenes de cuero anciano sobre Grecia y Roma. Puso un disco de Cohen, el primero creo, y lo dejó sonando a poco volumen. Me sentí como en los brazos de una madre primeriza. Los ojos se me cerraron por la calma.

Al despertar a eso de media mañana, ya mucho más lúcido, mi nariz recibió el olor penetrante a café y calor diluido. Me sonrió y me animó a levantarme. Ahora podía ver su cuerpo estrecho y delgado, seco y preciso. Nos quedamos mirando unos segundos sin decir nada. Gracias por todo... Y me callé, como si ya hubiese dicho lo más valioso que podía decir en mucho tiempo. Estaba tranquilo, parecía más la reacción de los vaqueros protegidos, todos juntos en un fuerte, contra los indios. Miré por la ventana y me di cuenta de que era el lugar donde debía estar en ese momento. Cualquier otro hubiese sido un gran error.

Desayunamos con pocas palabras más entre los dos. Se levantó y volvió a colocar sobre el giradiscos el álbum de Leonard Cohen, esta vez a más volumen. La voz grave rebotaba por las paredes. Supuse que era el disco de su momento. Al acabar de desayunar, le pregunté si podía fumar un poco de hachís que tenía en el bolsillo trasero. Asintió. Lo dio por descontado. Creo que ofrecí y me dijo que no fumaba apenas. Se echó sobre la cama, hablándome desde allí con los ojos cerrados. Me sorprendió la confianza tan rápida entre nosotros. Pensé que a veces, por azar, ocurren este tipo de cosas. Terminó el álbum. Se escuchaba perfectamente su respiración. Su temperatura robaba la mía. Podía sentirse el silencio en la calle. Era temprano. Tal vez la prosperidad. Hacía frío, pero no demasiado.

8

En mi casa las cosas seguían más o menos igual. Mi padre quejumbroso, mi madre dándome más y más comida e insistiendo con mi delgadez en paradójica progresión. Mi hermana a lo suyo, con su novio, poniéndole cachondo y gastando sus energías en ir a la discoteca de moda a mover su carne blanca y blanda. No sé. Mi padre habló con un buen amigo y me consiguió un trabajo en un despacho del centro, con un abogado ilustre, de los de influencias en todas partes, para ordenar los papeles, ensobrar y cosas de ese tipo. Probablemente ganaba más dinero pasando estupefacientes que de ese modo, pero, claro, tampoco podía negarme.

Iba a trabajar todas las mañanas a eso de las nueve. Siempre llegaba un poco más tarde, a y veinte o así, pero al ilustre abogado no parecía importarle demasiado estas cuestiones. Me decía siempre que no le gustaba trabajar con mujeres, que los principales problemas de este país y de este mundo los causaban siempre ellas. Lo dice Dios, hijo..., me decía una y otra vez. Tenía, todavía, un cuadro de un Franco joven y altivo que miraba directamente a los ojos al que entraba en el despacho. Los demócratas acabarán con todo, convertirán este país en un lugar de drogadictos... Te queda un futuro muy negro, hijo... Le decía que sí a todo, porque se animaba a hablar y me mandaba menos trabajo. Le daba, me decía, mucha lástima. No sé qué será de vosotros...

Al salir solo a mediodía, me pasaba por casa a por una de esas comidas abundantes de mi madre. Dormitaba un poco y me pasaba a ver a Ramón que, con cualquier excusa, dejaba de estudiar las oposiciones. Su madre siempre me decía que yo era un chico guapo. Asegurando después, para mi sorpresa y la de Ramón, que los guapos nunca pueden ser malos del todo. Algo les ha sonreído una vez... Lo decía con lágrimas en los ojos, lo que impactaba mucho y nos dejaba mudos. Miraba un Cristo en la pared y se persignaba varias veces.

Solíamos ir al Ágata a media tarde. Nos lo dijo Alberto, camarero y uno de los dueños del negocio. El sábado pasado encontraron a un chico con una sobredosis en los baños... A partir de ese momento comenzaría a ser una escena y una palabra, «sobredosis», demasiado habitual. Pero esa primera vez, me dejó raro, encogido, al tiempo que inconcebiblemente atraído por una sustancia que jugaba así de duro con la gente. La vida en juego.

El primero que comenzó a tontear con el caballo fue Johnny. Tenía mucho dinero disponible. Primero se puso a esnifarla, luego a fumarla y finalmente se dio algunos chutes con poca cantidad. O eso nos decía. No paraba de contarnos las bondades de la heroína. Yo le veía hacerlo y miraba con detalle el ritual del asunto. Como un niño viendo un programa de televisión de animales apareándose o luchando por la cena. No hay nada parecido... Os estáis perdiendo el mayor de los subidones...

Tenía curiosidad, la verdad, pero seguí con mis porros y con mucho alcohol, cada vez más, especialmente el fin de semana. Abrieron otro bar nuevo del estilo del Ágata, al que casi no íbamos, en parte por una especie de fidelidad indefinible al que considerábamos nuestro lugar, además de un regalo evidente en otro tiempo todavía muy cercano. El nuevo local se llamaba Faster. La gente comenzó a ir cada vez más. Johnny, incluso, rompiendo esa fidelidad que decía antes, comenzó a pasarse por allí para pillar heroína en una espiral que Ramón y yo veíamos claramente ascendente y que él denostaba por ridícula o mojigata.

De Susi no sabía demasiado. Más bien nada. Era yo mismo el que no quería verla. Después de aquella mañana en su piso, se produjo algo raro entre los dos, especialmente en mí. Como una especie de reparo y pudor extremo. Me intentó localizar a través de amigos, pero no hice ningún esfuerzo por verla. Ella también iba al Faster. Más a fumar canutos que a otra cosa. Casi no bebía alcohol. Le debió molestar mucho mi actitud, pero ni siquiera me acerqué a comprobarlo.

Yo seguía yendo por inercia al despacho del abogado.

Como el latir lento de un corazón artificial. Cada vez aquel hombre volvía más duras sus ideas y sus gritos parecían llevar más enfado. Yo continuaba callado, ahora más por mi padre que por mí. Un día se emocionó con sus propias palabras y se puso a cantar el “Cara al sol” con una mano en alto y otra al pecho. Me daba vergüenza cuando salía de allí y me encontraba con una pareja joven que vivía en el mismo edificio. Bajaba la mirada y callaba. Casi todos callaban.

Había más robos en las tiendas, confirmando esa visión apocalíptica del abogado. A mi padre un yonqui le intentó llevar la caja de todo un sábado, el mejor día de comercio. Al final mi viejo sacó una barra de hierro que tenía debajo del mostrador y consiguió que desistiera. Mi madre estaba asustada. Mi hermana, por su parte, bailaba cada vez más; compraba discos de Dyango o Raphael (no recuerdo bien ahora) que luego ponía en casa a todo volumen. A veces cantaba y bailaba desde el baño. El carácter de las personas cada vez se definía más por temas así.

Entonces, un día, ocurrió algo que cambió bastante las cosas. Fue Ramón el que me lo contó, aunque no con demasiado tacto, la verdad. Johnny se había liado con Susi, de hecho se les podía ver habitualmente pillando en el Faster. Resultó un navajazo cruel y sangriento a la altura del vientre. Vale que yo no le hacía ni caso, es cierto, pero la sentía mía, en una especie de propiedad ganada no sé muy bien cuándo ni por qué. O quizá sí. Quise verlo por mí mismo. A Ramón no le pareció muy buena idea. Me acerqué al Faster un viernes por la noche y lo pude ver con mis propios ojos. Se besaban despacio, como esperando que fuera el mundo el que parase antes que ellos. Johnny ya comenzaba a tener aspecto de yonqui: ojos demacrados, estética de abandono, cuerpo encorvado y delgado. Era el yonqui local, o uno de los primeros, con cazadora gastada y pelo grasiento. Juntos eran una pareja hecha a la fuerza, a contraluz y desgaste. Susi me saludó, eso sí, sin hacerme demasiado caso. Ofendida. Tenía motivos para estar enfadada. Reaccionó así. Entonces me fijé en su brazo estrecho. Para mi sorpresa, pude ver alguna picada suelta con postilla en su brazo izquierdo. Al verlo y procesarlo un poco, no pude evitar querer salir de allí, en una especie de espasmo interno de malestar y calor intenso. Susi se inyectaba heroína. Y puede que yo tuviera la culpa. Solo de pensarlo me sentía fatal.

Comencé a pasear a un ritmo agitado. Mirando a todas partes y a ninguna. Dando vueltas imposibles a mi cabeza plomiza. Y lo decidí así, como quien elige entre Pepsi o Coca-Cola. Fui a ver a Cuevas, un camello de las afueras, conocido sobre todo por estar veinticuatro horas despierto por la cocaína. Cogí un taxi y me presenté a eso de las tres de la madrugada. Me salió a recibir su mujer, una chica bajita y muy rubia que parecía más que otra cosa su hija o una hermana muy pequeña. Me hizo pasar a un saloncito diminuto con un montón de ceniceros con colillas y alguna chuta sobre un plato. Me senté en el sofá, húmedo y caliente, probablemente por haber estado alguien allí poco antes. Le pedí algo de caballo. Tenía la televisión y la radio encendidas a la vez. Ambos aparatos a mucho volumen. Lo que hacía que tuvieras que hablar a voces. El ambiente era confuso. Se movía sin parar. Buscó unas papelinas en un cajón y se quedó pensativo mirando. No te tenía a ti por yonqui... Pensé que eras más marica, de porros o así... Bueno, alguna vez hay que empezar, ¿no?... Dejé el dinero sobre una mesa camilla con un mantel demasiado grande, agujereado y sucio. Luego le pedí una jeringuilla nueva y una cuchara y me fui sin más. Supo que era mi primera vez y no quiso detenerme. No era de esos. La chica rubia comenzó a fumar un cigarro y a jugar con su vestido que parecía recién comprado.

 

No lo recuerdo bien del todo. Solo partes. Creo que me acerqué lento a un solar cercano en construcción y me metí dentro. Quizá buscando otra vez ese robusto fuerte contra los indios que aúllan. Con la luz indirecta de la luna se veía más o menos bien. Aunque quizá no lo suficiente. Una de mis venas sobresalía mucho. Hice el torniquete con mi cinturón. La verdad es que me hice daño al picarme por primera vez. Un dolor agudo me llegó al cuello y a la cabeza de inmediato, un latigazo por media mitad del cuerpo. Aun así insistí, hice las cosas como le había visto alguna vez a Johnny y como me habían contado que debía hacerse. El aire golpeaba la uralita justo encima. Una sacudida agitó mi cabeza. Al principio fue más bien algo incómodo. Después vomité. Creo que puse algo de más para un novato. Me quedé adormilado al poco, escuchando mis pensamientos y un torrente interno de sensaciones que parecía la locura y la verdad retorciéndose dentro. Dejé de sentir lo que estaba fuera. Y fue agradable, aunque no lo suficiente. Uno insiste hasta en las cosas menos reconfortantes. Las personas somos así.

Me levanté de allí a punto de salir el sol. Me dolía un poco el brazo. La ciudad estaba en pausa completamente, salvo por algún pájaro puntual y ese silencio neutro de las mañanas. Parece que no existe nada en esos momentos. Me encontré al panadero, que me observó detenidamente, como si mi cara saliese en los periódicos. Iba fumando un cigarrillo con más energía que yo. Al llegar a casa todos estaban durmiendo. Mi padre roncaba. Me encerré en el baño y me lavé un poco la cara. Cogí unas galletas y me dispuse a comerlas totalmente solo en mi habitación. La luz entraba por una esquina de la ventana. Se oían algunos coches o el abrir y cerrar de las puertas. Lo demás era silencio. Como muerte y castigo a un tiempo. No supe muy bien qué hacer y me puse a leer (a veces, es lo único que se me ocurre hacer). Cogí un volumen al azar de mi biblioteca pobre y desordenada. El libro, de Dostoievski, susurraba en mi oído una especie de canto eterno: «Soy un enfermo. Soy un malvado. Soy un hombre desagradable...». No era yo, pero volví a soñar con esas palabras mientras caminaba sobre mi propio cuerpo.

Me quedé dormido.

Me despertó mi madre, más chillona de lo habitual, a eso de las diez. Creo que me dirigí, como si nada, como un sonámbulo lento, al despacho del abogado. Cuando llegué, estaba leyendo el periódico. El ABC supuse, porque no paraba de hacer aspavientos y quejarse en voz alta. Fui al baño y me fumé algo de hachís, echando el humo por la ventana. Ordené papeles y me puse a pensar en Susi como en círculos. Sin acabar de ordenar nada.

9

Los días se estiraban o acortaban perezosamente. Depende. Seguí fumando bastante, encerrado más en mi cuarto. Me refugié en la lectura. Leía libros sin parar, como una máquina que solo supiera hacer una única cosa.

1978 fue un año diferente. En todos los sentidos.

Comencé a pasar más tiempo con un grupo de yonquis jóvenes que se reunían en un piso amplio de pasillos estrechos, colillas y botellines de cerveza por todas partes. Por allí me pasaba a verles, escuchar algo de música y fumar una marihuana muy dulce que traía uno de ellos de Marruecos. Tenía más relación con Eduardo, un chico antes guapo (lo digo por las fotos que vi de él) y que ahora estaba demacrado como un viejo prematuro y enfermizo. El tipo de persona que nunca gustaría del todo a las madres. Parecía que las horas se detenían en aquel piso abuhardillado, muy bajo, en el que casi siempre nos dábamos algún golpe en la cabeza. Olía a suciedad y orín. No limpiaba nadie, por supuesto. La gente pasaba las horas allí, sentada o tumbada, sin decir apenas nada, con los ojos cerrados y la boca abierta. La droga era lo único que teníamos en común. El dogma de aquella extraña iglesia. La gente dormía con jeringuillas clavadas en el brazo. Esa era, curiosamente, la práctica más habitual que nos unía como extraños hermanos de fe.

Un día apareció por aquel lugar un tipo alto y estiloso, con una jeringa de las de antes, ancha y de vidrio. Se puso un pico lentamente y comenzó a recitar pausadamente un poema de Dylan Thomas. Se quedó dormido, en una suave ensoñación poética. Deliciosa y fluida. Yo me quedé mirando. Una alucinación paradisíaca en el desierto de aquellas horas. Se fue como había venido, sin que supiese de dónde había salido. Hubo quien dijo que no recordaba a nadie que se comportara así. Tal vez lo soñé.

10

Mi adicción a la heroína iba en claro aumento. Había pasado de un chute semanal, los fines de semana sobre todo, y para ocasiones especiales, a dos o tres, y luego prácticamente a uno diario. Cada vez trapicheaba más cantidad para costearme mi vicio. A Ramón le hubiera venido bien algo de anfetamina para estudiar, aunque, por lo que sabía (había dejado de verle), abandonó las oposiciones y se fue a un trabajo fácil con su tío en una marmolería con mucho trabajo. Los cementerios siempre tienen clientes. Es lo bueno. Todo el mundo decía que estaba más relajado. Había cogido algo de peso, me dijeron, pero todavía sonreía. Él decidió no tomar drogas. Ese tipo de decisiones nos alejó.

Unas semanas después, mi padre tuvo una enfermedad de hígado y por ello, o debido a ello, mi madre relajó un poco las comidas. Aunque con mi tratamiento a base de caballo no permitía que engordara demasiado. De hecho, tenía menos apetito, guardaba comida detrás o encima de los muebles y luego tiraba todo a la basura cuando mis padres salían a dar un paseo a última hora de la tarde. Comer obligado es un fastidio, una auténtica condena. También estaba más estreñido, además de inapetente sexual. Alguna vez me enrollaba con alguna yonqui que pasaba por el piso. Muchas veces no conseguía ni empalmarme. No me preocupaba demasiado. Eso es lo bueno de la heroína, no te preocupa nada que no sea el propio caballo.

Ese fue el año del robo masivo a farmacias. Bastante lógico, si se piensa bien. ¿Qué lugar tiene más sustancias para colocarse que ese? Me dediqué con pasión una temporada, hasta que fue tan habitual que me preocupó de verdad. Una tarde, a eso de las cinco y media, Eduardo, un par de chicos y yo, fuimos a coger algo de una farmacia pequeña y con ese habitual olor químico agradable. Al salir nos estaban esperando los policías. Corrimos lo imposible, como atletas en unas olimpiadas, todo lo que pudimos, pero no sirvió de mucho. Nos hicieron una emboscada típica, colocándose a ambos extremos de la calle y creando un tapón. Las cápsulas de cristal chocaban entre sí dentro de mi pantalón y hacían algo así como música. Luego dispararon al aire en plan película de polis y entonces fue cuando nos asustamos de verdad. Yo me acojoné muchísimo y me metí en un portal en vez de quedarme quieto. Por fortuna, el portal daba a un patio que conectaba con otra calle más estrecha. Salí pitando sin casi mirar atrás para no perder ni un segundo. Me libré por los pelos. El sudor me resbalaba y caía al suelo como inicio de lluvia.

A Eduardo y los otros dos chicos les cogieron. Los metieron de cabeza en el calabozo, un par de hostias, casi seguro, y nada de ellos en una temporada. Aunque tenía fama de tipo con suerte, no quise estirar la cuerda y dejé el tema de las farmacias definitivamente. Me planteé, eso sí, reducir mis consumos de heroína y únicamente pude rebajarlo un poco. Y no todos los días. Aun así, el desastre estaba en ciernes. Mi madre me decía que andaba más descuidado y delgado de lo habitual. Mi padre, incluso, me sentó un día y me preguntó a las claras si me ocurría algo. Le dije que no, que estaba un poco más cansado, el trabajo con el abogado y esas cosas, ya sabes, papá... Los problemas con las drogas les pasan siempre a otros. Uno se cree siempre más listo que el de al lado. La vida demuestra casi siempre lo contrario.

11

Me quedaban cinco meses para ir a la mili y lo cierto es que no tenía ninguna gana de ponerme un uniforme caqui o besar banderas. Seguía yendo a trabajar al despacho del viejo abogado, comía en casa y luego iba al piso con esta gente. Me sentía solo. Y a mayor soledad, mayor deseo de exceso, de perderme entre el humo y los sabores alterados en la boca (también fumaba heroína, luego llegaría a pensar que eso era tirar el dinero —siempre resulta más rentable pasarla por vena—). Llegó un momento en que lo único que quería era un cambio. El que fuera. Me servía cualquiera. Algo diferente que diera sentido a mis días huecos y sin luz. Me enfrascaba en los libros, degustando la poesía como algo armónico en mi horrible caos.

Esas mismas noches, antes de dormir, me ponía a fumar hachís compulsivamente, mirando por la ventana un parque oscuro que había frente a mi casa. Sobre todo en verano, disfrutando del silencio de las personas, dormidos todos o casi todos, olvidando los gritos, que siempre conseguían hacerme daño.

Luego conocí a Yolanda, una chica estudiosa que se hacía la rebelde irregularmente. En el fondo era bastante conservadora. Quería dos niños y un piso en Alicante, pero no lo sabía. O no quería aceptarlo. Tras un tiempo, dejamos de vernos. Lo mejor de Yolanda fue que gracias a ella conocí a su amiga, Cristina. Una belleza de piel muy morena y ojos claros que cuando se colocaba le brillaban como luces de coche en carreteras sin nadie. Pasábamos juntos mucho tiempo. Ella nunca había probado la heroína. Yo lo prefería así. De hecho, alguna vez que me pidió fumar un poco me enfadé muchísimo, con malas caras y todo eso. Fumábamos más bien algún porro entre los dos y hablábamos de literatura y música. Nos fuimos haciendo con ideas más próximas. Me sorprendí a mí mismo pensando en ella algún día antes de acostarme a dormir. Después conocí también a su hermano, un chaval agradable que no se traía el rollo de hermano protector. Alguna vez hasta le regalé algo de chocolate.

Las cosas comenzaban a irme bien o, al menos, suficientemente bien. Estaba más estancado en el consumo de heroína, me sentía cómodo con Cristina y con el abogado las cosas tampoco me iban tan mal. Salvo cuando había algún incidente político que le parecía grave. Esto le volvía un poco insoportable toda la mañana y la hora del café. Luego, al día siguiente, se le pasaba. Eso sí, seguía siendo flexible con el horario y no se fijaba mucho en cómo o cuándo iba al baño a fumarme algo. Un día me dijo que debería mirarme la próstata. Eres muy joven, hijo, para ir tanto al baño... Lo decía sin dobles sentidos.

12

Y llegó la hora de irme a la mili. Hacerme un hombre y ese rollo. Como destino me tocó Barcelona. Allí, en cuanto a drogas, seguí prácticamente igual. Parecía que todo el país estuviese probando lo mismo al mismo tiempo. Las cosas cambian, simplemente. Para mi sorpresa, comencé a barajar la idea de casarme con Cristina como una solución tangible a muchos de mis problemas. Era, creo yo, lo que les hubiera gustado a mis padres o a una parte tradicional que guardaba bajo capas de abrigo y reproches. Olvidé un poco a Susi. A Cristina le escribía cartas muy poéticas y muy largas, un tanto horteras, donde le decía que no olvidaba el sabor de sus besos y cursilerías por el estilo. Pero poco a poco sus cartas fueron siendo cada vez más breves y menos frecuentes. Cuando llamaba a la gente de mi barrio o a los que podían conocerla, nadie me contaba nada. Sobre el tema había un mutismo raro que pronto me inquietó.

En un permiso me lo explicó ella misma. Había conocido a un chico, un arquitecto que viajaba mucho y que le había prometido llevarla donde fuese, siempre juntos... Dejamos de hablarnos. Todavía, a veces, recuerdo a Cristina, tan saludable y tan divertida. Movía mucho las caderas. Hoy, casi seguro, estará casada con ese arquitecto y su casa saldrá habitualmente como portada en las revistas de decoración. No volví a saber más de ella. Todavía, algunas veces, pienso en su tacto y su olor a sexo. Es la verdad.

En Barcelona las cosas se torcieron. Volví a drogarme más después de aquello. Por incumplimientos de todo tipo me encerraron en el calabozo y me puse a pensar más en el futuro, en qué hacer, en esas preguntas infinitas que asfixian y causan montones infames de infelicidad y angustia. A todos nos llega esa fase. Cristina o la imagen de Cristina. Antes eso era suficiente y me ayudaba a ver las cosas más claras. Y como ocurre en los momentos más decisivos, tomé una decisión sin pensar. Desde hacía tiempo en las revistas no paraban de salir grupos y más grupos que había en Madrid, y todo lo que empezaba a suceder por allí. Era el momento álgido de la ciudad, aunque por entonces no lo sabía. Me despedí progresivamente del malestar militar y comencé a barajar la idea de visitar la capital. Cada vez con más insistencia. Madrid parecía la posibilidad de algo. Puede que ese lugar que buscamos y no encontramos nunca.

 

13

A Madrid llegué un mediodía de febrero. Año 1981. Lo sé, porque tres días después de mi llegada ocurrió lo del golpe de Tejero. Como todos, la verdad, me quedé en la pensión y temí un regreso a tiempos más grises y mudos. Seguro que el abogado estaba encantado y hasta abrió alguna botella de champán barato. Las facturas y los papeles manchados de espuma. Las calles luego quedaron pegajosas y bastante brillantes por la ausencia de gente. A partir de entonces los jóvenes —sobre todo— comenzaron a comportarse de manera distinta. Había una especie de alegría instalada en el aire después de solucionarlo. Cuando puedes perder algo, lo empiezas a ver de otro modo, a tenerlo cuenta.

La pensión que me habían recomendado antes en Barcelona estaba en una bocacalle de Gran Vía. La dueña, Tere, me cogió una especie de afecto instintivo, quizá viendo mejor que yo que estaba perdido. Muy perdido. Demasiado. La habitación que me dio Teresa, o Tere (ella siempre prefería Tere), era muy amplia. Tenía una cama de matrimonio enorme, hundida al medio (como la mayoría de las camas de la época). Un pequeño escritorio a un lado y una silla de madera tipo años veinte que crujía mucho cuando me sentaba deprisa. La habitación era muy fresca y daba a un patio interior con eco y suelo grueso de cristal. Todo el edificio tenía un olor a guiso que también impregnaba las paredes, los baños y las cortinas sin limpiar. De vecinos de cuarto tenía a una madre y a su hijo, que de vez en cuando peleaban entre ellos. Él por hambre, ella por un hombre cruel que los dejó a los dos sin nada. Cuando tuve más dinero, le fui comprando bolsas de patatas fritas al chaval, que lo agradecía siempre con una sonrisa melancólica, quizá recordando tiempos mejores.

Primero cogí un trabajo puramente alimenticio. Iba cada mañana a una tasca vieja no muy lejos de mi pensión. Uno está hecho de aproximaciones sucesivas. Así, entre calamares y tortilla fría, pasaba mis días de heroína y desamor. Porque sí: me sentía dolido, suspiraba fácil y pensaba en todas esas personas que no se habían comportado como debían o como yo creía que debían hacerlo. Es fácil medir a los demás. No tanto a uno mismo.

14

Los primeros días busqué alguna librería interesante. Encontré una, escondida al final de una calle sin salida y en cuesta. El librero, un hombre mayor de palabras arrugadas, me recomendó algunos títulos interesantes. Creadores rusos y franceses, que era lo que más leía entonces. Pronto nos llevamos bien. Era una de esas típicas amistades interesadas y agradables que resulta muy útil para ambas partes. Él, por vender algún libro en un sitio por el que ya no pasaba casi nadie, y yo por tener a alguien con quien desahogarme. Un psiquiatra me hubiese salido más caro.

Sentía a Madrid como una ciudad que lo devoraba todo. Incluidas las almas de los que como yo paseaban sin destino, buscándolo en cada esquina o en cada rostro de mujer. Alguna vez las chicas sonreían y miraban mi cara con curiosidad. Todavía me fijaba en eso. Otras bajaban los ojos y miraban los dibujos de la acera. Siempre se dijo de mí que era un chico interesante y despistado. Yo hacía como que no las veía, huidizo y un poco ausente: a mis cosas. Bajaba al metro y sentía esa soledad desoladora que conseguía sacarme el poco aire que me quedaba en los pulmones. La gente reía a mi alrededor. Y miraba a todas partes sin saber muy bien a qué. Demasiados estímulos. El caballo se lo pillaba a un yonqui que vivía dos calles más abajo de la pensión y que siempre parecía que estaba a punto de quedarse dormido (aunque cuando tocaba hablar de dinero siempre espabilaba de repente). Los adictos nos reconocemos rápidamente. No me lo pasaba mal del todo, dadas las circunstancias.

Volvía cada noche a aquella habitación grande y triste y me inyectaba mi dosis diaria, quedándome cada vez más lejos del mundo y de mí mismo. Medio dormido, medio despierto. Una zona intermedia en la que vivía casi todo el día. Ponía la radio y sonaba un Madrid sacudiéndose de la resaca turbia del franquismo. De todas formas, sobre aquella cama vieja, la ciudad y yo, al menos en ese momento, andábamos desacompasados, como un novato o un novio torpe en una primera sesión de baile. Las cosas tenían olor a nuevo, aunque a mí todo me olía más bien a saliva y sangre seca (puede que por mi boca y mis brazos con pequeñas postillas duras).

15

Algunos días que se hacían breves llamaba al bar donde trabajaba y decía que estaba enfermo, gripes, fiebres y desvaríos varios, lo que hacía que me fuera imposible servir los calamares calientes. Mi jefe refunfuñaba, decía que todo era un problema. Acababa por ceder. Luego, si tenía poca heroína, me pasaba el día fumando porros, en una duermevela que me hacía pensar en mi muerte y en cómo me gustaría que todos se acordasen de mí. Mi imagen exterior purificada. Una calle, un estadio de fútbol, algo que recordara a futuras generaciones quién era yo. Nadie se conforma con no ser especial. Hasta los yonquis tienen sueños.

El calor del verano resultaba agotador en aquel Madrid de sol. Así que me cogía un tren y volvía unos días a refrescarme a mi vieja ciudad de provincias. La gente me paraba por la calle y me preguntaba qué tal me iba todo por la capital. Mi vecina del tercero venía a verme y mis padres me trataban bien, más como un igual o un antiguo conocido que viene a comer. Hasta me pedían opinión de algunas cosas. Fui a ver a Ramón y le pregunté cómo iba todo. Se sorprendió mucho al verme. Pensaba que querías huir... Bueno, pero puedo volver, ¿no?... Ramón me contó cómo algunos viejos conocidos habían muerto por sobredosis. Johnny y Susi siguen igual... Las cosas no habían cambiado demasiado. La gente, muchas veces, es idéntica. No es fácil cambiar. Cambiar siempre exige mucho esfuerzo. Después de la marmolería Ramón había montado una cafetería y le iba bastante bien. También me dijo que tenía novia. Creo que la conoces... Yolanda... Yolanda era la amiga de Cristina a la que yo no había hecho mucho caso por sus autoengaños. Vamos juntos a verla... Te invito a un café... Además ya casi no pruebo el alcohol... Eso sí, me tomo mis diez tazas de café diarias... Sin el café ya no duermo... Mientras hablaba, lo iba pensando. Lo que le ocurre a la gente, a mucha gente, es que va sustituyendo unas drogas por otras. Cambiamos para seguir siendo los mismos. Se acaba en el mismo punto. Lo he visto mil veces. De la heroína pasan al alcohol, al juego o al sexo, algo con lo que no ser ellos frente a ese gran espejo sin fondo que es uno mismo. Mi abuelo siempre tuvo miedo de los espejos. Heredé ese temor. Como moverse siempre en sombras, como un brillo gastado de lo que debiera ser una auténtica persona.

La mañana siguiente a mi llegada, mi hermana nos dio una sorpresa a todos. Con su novio delante, nos dijo que se casaba, que quería formar una familia como Dios manda... Mi madre lloraba a borbotones, mi padre nos abrazaba uno a uno, incluido al futuro marido, al que le apareció una sonrisa tonta en la cara, además de una erección bastante visible. No sabía lo caro que le iba a salir el polvo. Mi hermana era de esas.

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