Habanera para un condecito

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Perón hizo la gala de acompañar a Gorgonio hasta las escaleras de salida. El Chevrolet Fleetmaster se acercó elegantemente, casi sin hacer ruido hasta el pie de las escaleras. Antes de subir otra vez al asiento trasero, el general le espetó:



—Me gusta lo que hace, Gorgonio. Me refiero a lo que hace en su piso en Juan B. Justo. Consuela sobre el género humano. Me convence de que usted podría haber llegado más lejos en la política de su país. Sin embargo, hay algo, no sé el qué, que se lo ha impedido. Probablemente su apego a los principios, y le aseguro que le envidio por haberlos sostenido.



Lilian Lagomarsino bajaba las escaleras en ese momento y entregó al general un pequeño papel. Lo leyó y volvió a doblarlo, sin esconder una leve sonrisa.



—Esto no es para mí, Gorgonio. Es para usted —dijo con la sonrisa ya abierta y entregándole el trozo de papel—. A veces, Eva tiene estas cosas. Me sigue sorprendiendo, Colinas. Hace las cosas de una manera que yo nunca elegiría.



Un palmetazo en el techo marcó la orden de arrancar al conductor. El coche empezó pesadamente a rodar hasta que el índice de Perón lo detuvo.



—¡Una cosa más! —dijo en voz alta, mientras se acercaba a la ventanilla— Coronel, no… No indisponga a Evita, Colinas. O se acabaron sus principios.





GRAN PREMIO

 BUENOS AIRES-LIMA

 18 de julio de 1947



Tramo: Buenos Aires-Tucumán (1.363 Km)

 A 265 Km de Córdoba por la Ruta 9

 04:40h



—Sabrá usted algo de mecánica, espero, joven. Aparte de vomitar en una bolsa con el auto en movimiento…— reía y vociferaba Daly para superar los gritos del motor Dodge V8.



—¡Dios mío! ¿Y ustedes van a ir así hasta Perú? —se sujeta la cabeza el de atrás, agarrándose a lo que puede para no salir despedido ni que las ruedas, las herramientas y los bidones de gasolina lo golpeen.



—¡Atento, Jorge! —grita el copiloto José Naves—. Allá en la señal hay un badén. No saltar. No saltar. Cien metros y un cruce a derecha. A derecha, noventa grados.



—No le voy a preguntar nada, pero si quiere contar, cuente. Tenemos tiempo hasta Córdoba —grita Jorge Daly—. Conociendo a Colinas, seguro que me interesa.



El Plymouth ha saltado ya tres veces en los badenes de aquellas rutas, suelo de barro y, a veces, con roderas. El polizón no entiende a qué vienen las voces del copiloto de no saltar ahora. Tres golpes sucesivos en la cabeza contra el techo, ya piensa que mejor es para su salud que la policía lo detenga.



—Tendríamos que haberlo largado a otro coche en Rosario, Jorge —lamenta Naves, el copiloto—. Éste se nos muere antes de Córdoba.



—Quise intentarlo, pero no pude ver a los Gálvez o al Chueco. En Córdoba se lo voy a decir a Marimón. Seguro que después de pasar por su ciudad está de humor.



—El Chueco nos pasó al entrar en Rosario, Jorge. Y los Gálvez van delante seguro. ¡Atento a cambio de firme! ¡Cambio de firme! ¡No por el centro! ¡No por el centro! Asfalto, dos kilómetros.



Media hora después, la luna clara de invierno se reflejaba en una enorme laguna ante ellos. El charco se ha comido la carretera. Tienen que detenerse y buscar la forma de pasarlo y seguir camino. Al acercarse consiguen ver que la alambrada a un costado de la ruta está rota. El copiloto Naves enciende el buscacunetas y lo dirige hacia la derecha. Ven las huellas de varios coches que salen de la carretera y se meten en el sembrado para sortear la inundación. Cuando se aprestan a iniciar la entrada en la finca, aparece el Chevrolet de Tadeo Taddía, que se dispone a repetir la maniobra tras ellos.



—A ver, joven. Eche una mano. Aplaste el alambre para que el auto pase por encima sin enredarse. ¡Pise el poste ya, carajo! —le urgía Naves.



El coche pasa por la finca y hay que repetir la maniobra del alambre para regresar a la carretera dejando atrás el enorme charco. El barro se traga uno de los zapatos del asustado pasajero. Aterido de frío y descalzo, entra al Plymouth, blanco en origen, pero totalmente cubierto de barro en la noche, ya cordobesa.



Una hora después, Daly, el piloto, le grita que por algún sitio en el maletero, busque un par de alpargatas.



—Dentro de unas dos horas estamos en Córdoba. Ahí veremos de meterle a usted en otro coche. Tadeo Taddía nos ha visto montarle en el coche y, como es amigo, no creo que nos delate. Pero tendrá que ir con otro a partir de Córdoba.



El invitado no había abierto la boca desde los tres saltos y el vómito. Poco después, ha hallado forma de agarrase. Junto a las alpargatas, había aparecido una correa de capó. La ató al tirador de una puerta. Hace lo mismo con su propio cinturón al de la otra. Tirando con firmeza de una y otro, había aprendido a mantenerse sujeto y centrado.



Después de un cuarto salto, con golpe en el techo, Daly le gritó:



—Le regalo las alpargatas si me dice qué lleva en esa bolsa.





Miércoles, 6 de agosto de 1947



Comisaría de Policía de Cruz del Eje

 (Córdoba-Rep. Argentina)



—¿Así que Walda y Gorgonio eran amantes? —rió el comisario divertido por ver al viejo Florián Carro regando el rato con un poco de sal y pimienta.



—Bueno. No, si nos atenemos a la palabra que usa. Amante es un participio activo. Y ellos lo fueron de manera tan poco frecuente que casi se puede decir que eran un amor platónico. Hubo algo entre ellos en el año diecisiete. También cuando el comienzo del proyecto del dique…



—Por cierto, mi padre siempre decía que casi les cuesta su casa a los Schumboldt, ¿no?



—Así es, comisario. Pero permita que le saque de la duda que me preguntó antes. Usted quería saber de qué lado se puso Gorgonio en la guerra civil. Resulta que…



—Don Florián, se nos está haciendo muy tarde y tengo cosas que hacer antes de terminar el día. Lo espero mañana a la misma hora. Le ruego sea tan amable de no omitir nada del punto en el que nos encontramos. Y además, ampieza a hacer frío aquí en la plaza.



Mientras ayuda a don Florián a ponerse en pie, el comisario llama al cabo de día para que lo lleve hasta su casa de la calle Rivadavia.



—¿Alguna novedad de Buenos Aires, cabo?



—Hasta el momento ninguna, mi comisario.



—Tendremos que llamar nosotros para apresurarlos un poco. El señor Krohn está muy afectado y quiere que actuemos cuanto antes. Y no le falta razón.



—¿Qué Krohn está afectado, dice usted?



Al comisario no le pasa desapercibido el tono sarcástico de la pregunta del viejo jefe político. Tiene que posponer la curiosidad, así que toma nota.



—Si me permite, mi comisario —pidió anuencia el cabo—, mi padre me estuvo hablando ayer del coronel Colinas, cuando todavía era capitán y anduvo por Cruz del Eje en el año diecisiete…



—¿Y qué le contó su padre, cabo?



—Que tuvo que ser un tipo duro y difícil de tratar. Dicen que armó una fuga de presos, mi comisario y que ayudaba a los ferroviarios de la huelga.



—Algo de eso hay, cabo, pero creo que si alguien se lo puede contar bien es ese hombre que va usted a llevar ahora a su casa. Pero no me lo canse. Mañana tiene que seguir declarando conmigo, cabo. Acuerde con él una hora, temprano, para mañana.



Pone interés el cabo Bianchini. Conduce, pero quiere atrapar la atención del viejo Carro. Mira por el espejo, e intenta buscar el momento en los ojos del abuelo que va sentado en asiento de atrás. Un hombre cerca de los ochenta, indefenso ante el atropello de los años, que supo torear órdenes de su gobernador. Que supo, según le contaba al cabo Bianchini su padre, poner por delante su criterio antes que el de la poderosa West Indies y que escondió a aquel capitán español. Que ocultó en Argentina, sin vacilar, bajo una nueva identidad a un hombre que venía a colaborar. Aunque para ello tuviera que lidiar con una acusación del mismísimo Imperio Británico, casi dueño y señor de Argentina.





Jueves, 7 de agosto de 1947



Comisaría de Policía de Cruz del Eje

 (Córdoba-Rep. Argentina)



—Buenos días, don Florián. Le agradezco la hora y la puntualidad.



—Se la tiene que agradecer a este joven tan amable que me ha ido a buscar a mi casa, comisario. Sin su ayuda este viejo ya no puede correr.



—Siéntese, por favor, don Florián. ¿Sabe que el padre del cabo debía de estar en la comisaría en la época suya? Es hijo del cabo Bianchini.



—¡Bianchini! ¡Cómo no recordarlo!



—Y le ha estado contando sobre Gorgonio y los ferroviarios en el año diecisiete.



—Él y Lezama montaron una buena, ¿verdad, comisario? Tuvo que venir el ejército —decía conteniendo una risa que le movía el vientre rítmicamente… ¡Qué par de cabrones, aquellos dos!



—Bueno. Déjeme que vea las notas... Ayer me contaba que Gorgonio se encuadra con los republicanos al llegar a Madrid…



—¿Eso le contaba yo? Bueno, el caso es que…



…Colinas, recién llegado desde Gibraltar, ya percibe las desavenencias que hay entre los defensores de Madrid. Son como un agujero por el que la ciudad romperá su aguante. Y si Madrid cae, se acabó la guerra —le decía todo el mundo, incluidos los reporteros de medio mundo, tan atentos a la guerra española. Pero había dos americanos, con los que Gorgonio simpatizó casi de inmediato.



Gorgonio dijo sí. En medio del hall del hotel Florida. Aceptó organizar el asalto a condición de que los reporteros no vinieran con ellos. Los periodistas concibieron para sí la idea de que, aún sin noción de su graduación o del lugar de procedencia, sí entendían que aquel tipo mayor, de algo más de cincuenta, tenía o había tenido encima un uniforme alguna vez en su vida.

 



Esa noche, John Dos Passos quiso describir a aquel miliciano y escribió para su periódico que su forma de hablar y de organizar a los milicianos no podía tener otra explicación. El hecho de que llevara un arma corta y que también supiera manejarla con mucha soltura, y la destreza de enseñar a los hombres, casi muchachos, a usar las armas, la manera rápida de rechazar ideas por inviables o simplemente estúpidas. O por suicidas.



La operación a la que Gorgonio había dicho sí empezaba esa misma noche. Esta vez, había que entrar en el Hotel Palace y en el Ritz que, desde hacía pocos días, se habían convertido en hospitales de sangre. Los milicianos tenían noticias de que un tal Cachaldora se escondía en uno de los dos. De que entraba y salía con toda libertad. Lo sabían porque le habían visto los niños que se aventuraban por la ciudad a buscar leña o comida. Para poder salir, trepaban a una pequeña ventana y de allí a otra, y luego otra. Los niños iban de un edificio al otro lado de la Almudena. Niños de calle, reinsertados en viviendas del centro, abandonadas por sus dueños. A la que saltan a la busca, deben exponerse lo menos posible a los disparos desde el otro lado del Manzanares. Niños que interrumpen la rutina escolar saliendo con sus padres o hermanos mayores por llevarse algo a la boca o leña con qué calentarse. Esos son los niños que dicen haber visto a aquel hombre saliendo y entrando a cualquier hora del hotel. Debe de estar allí. Las noticias van y vienen en aquel pequeño Madrid del estruendo y el derrumbe. Las noticias grandes y también las pequeñas.



Al poner a Colinas al día de todo, le cuentan que aquel hombre se responsabiliza de los traslados de presos o refugiados de las embajadas hacia destinos seguros, y que muchos no llegan. Muchos de sus traslados terminan en zanjas. Hace tiempo que le tienen el ojo echado. Los comunistas y los socialistas, los anarquistas, todos en lucha por hacerse con el poder en la ciudad asediada por los ejércitos africanistas. Culpándose unos a otros por las matanzas incontroladas, dando razones a los atacantes nacionales. Y, siempre que hay matanza, aquel Cachaldora anda cerca. Cachaldora es una coincidencia sangrienta, de quintacolumnismo.



El militar cincuentón —escribe a la noche siguiente Dos Passos— organiza una partida de diez hombres. Uno de ellos, Plácido Calonge, soriano, al parecer viejo amigo de la Marina, es la única voz silenciosa de todos. Pero el que más sabe. Conoce a Cachaldora por las reuniones del sindicato. Afirma que ha salido absuelto de un tribunal popular hace poco, de una acusación grave. Actúa con impunidad, dicen. Tiene la protección de alguien, que le permite estar informado de lo que sucede dentro y fuera. Así que van a ir a buscarlo al Ritz o al Palace para ponerlo a disposición de los comisarios.



La entrada al hotel sigue siendo difícil, a pesar de sus funciones como hospital de sangre. Son los niños los que guían a Colinas hasta la puerta de servicio por la que dicen ver a Cachaldora entrar y salir. La acusación de trabajar para la quinta columna, la resistencia nacional de dentro, ya es un hecho. Colinas sabe que el aguante de Madrid es frágil, pero también sabe que es la única ciudad que hasta ahora ha resistido, por el contrario a Roma o Berlín, que han abierto sus puertas a los camisas negras o pardas. Hasta conseguir el apoyo internacional, Madrid tiene que resistir.



Aquella noche, el oso rubio Hemingway dicta al teléfono:





El militar que se hace llamar Hills dice que el quintacolumnismo está llenando la resistencia de agujeros y habrá que taparlos. Finalmente más hombres se les quieren unir para ir a buscar a Cachaldora. La partida tiene ya más de treinta hombres, algo que el mando rechaza. El militar y Plácido Calonge optan por diez hombres. El grupo se prepara y parten hacia allá desde el Hotel Florida. Salen a las diez, y se pierden de nuestra vista en un Madrid nublado y frío de fin de enero. A estas horas las bombas del Manzanares y de Aravaca han callado. Pero no lo han hecho las voces de los rechazados, enardecidos, que se quedan en el Hall del hotel.





Gorgonio llega ante la fuente de Neptuno. Se detiene y pide a los hombres que se separen cubriendo todas las fachadas y las escapatorias, mientras confirma algo con los empleados del hotel. Hay fidelidades sagradas. José Antonio Primo de Rivera fue directivo de la empresa, y dentro de los hoteles se hallan personas ligadas a la quinta columna. Esa es la protección de Cachaldora.



Colinas reúne al director del hotel y a sus principales colaboradores en la oficina del bajo. Viene a buscar a Cachaldora y mejor será se lo entreguen antes de que empiece una búsqueda más decidida y quizá violenta. Acceden y salen al hall, donde el grupo de hombres no ha podido resistirse a mostrar su autoridad y, a voz en cuello, gritan el nombre de Cachaldora.



El primer disparo fue para el encargado de la recepción. Por negarse a volver a su sitio, mientras reconvenía a los hombres armados. Plácido, que se había perdido del grupo, venía con Cachaldora atado de manos. Un muerto y todos los presentes en el hall del Ritz tumbados en el suelo. Dos más con rostros sangrantes, golpes de último momento, —o de primer momento—, Gorgonio nunca lo sabrá. Salen con el hombre a la calle y enfilan el Paseo de Recoletos arriba.



Al llegar a la Cibeles, un coche se detiene junto a ellos y, sin mediar palabra, se lleva a Cachaldora.



Dos Passos nunca escribió para su periódico que se lo habían llevado para siempre.





Jueves, 7 de agosto de 1947



Comisaría de Policía de Cruz del Eje

 (Córdoba-Rep. Argentina)



—Entonces, Gorgonio se alista con los republicanos. No me diga que no, don Florián.



—No es tan simple, comisario. Nunca lo es. Gorgonio quiso hacer lo posible para que la guerra terminara con un acuerdo. Algo que muchos de los contendientes no querían. Prefirieron exterminar al contrario, amigo mío. Pensaron que era una ocasión magnífica para imponerse definitivamente sobre el oponente, sin darse cuenta de que era sencillamente imposible. Como les pasó a los nazis en Alemania. Y hablando de nazis, permita que le cuente algo de Walda y Gorgonio. Luego del encuentro con Walda en la casa de los Perón...



... el conductor, silencioso y educado en extremo, volvió a conducir el Chevrolet Fleetmaster hasta dejar a Colinas en plaza Italia. No sabía si el palmeo cariñoso del general sobre su brazo derecho y la convincente advertencia eran solidaridad masculina, o diplomacia peronista en estado puro. Colinas se sentó en un banco y abrió por tercera o cuarta vez el papelito que le había entregado Perón en Olivos. Era un nombre y una dirección: Hotel Savoy. En Callao. Creyó reconocer la letra de Walda, pero el número de teléfono, sin embargo, parecía haber sido escrito por una mano distinta.



Se levantó y se dio cuenta de que tenía apetito. No había dado bocado en el almuerzo confidencial de Olivos. Se acercó entonces al Bar 05, allí mismo, enfrente del banco donde leyó el papelito. Pidió un café y un par de facturas, volvió a sacar el papel y lo extendió sobre la mesa. Usó el cenicero como peso en una esquina, el plato de las facturas en otra, y, con la taza de café en la mano, quiso que el trocito de papel se mantuviera desplegado para verlo con claridad, como quien quiere ver el mapa de la próxima batalla. Tan minúsculo papel hacía la maniobra estúpidamente infantil, pero ya era demasiado tarde para darse cuenta de que lo miraban.



—Vaya, Gorgonio. Vaya usted. Hágame caso. Si la carta fuera larga, no se lo aconsejaría. Pero en un papelito de ese tamaño cabe poco, lo justo. El universo —le sonreía el insolente Eusebio, el camarero alicantino que él había refugiado en su piso no hacía mucho.



—¿No tiene otra cosa más importante que hacer, Eusebio?



—No, si puedo entretenerme un rato viendo a un militar jodido y dudando.





Cuando salió del bar, se abandonó a un paseo por la avenida de Santa Fe abajo. En la esquina de Scalabrini levantó la cabeza para leer lo que ya sabía: seguía por Santa Fe al encuentro de la mujer que había visto en Olivos. Santa Fe. No era ya fe lo que hacía falta para volver a encontrarse cara a cara con Walda. Era inconsciencia, deseo, ganas de abofetearla, de perderse definitivamente en la cama de aquella mujer y no volver a encontrar la salida. Ella había dejado una nota para él. Y Gorgonio se detuvo. Abrió la nota otra vez. No estaba seguro de si la letra era la de ella o era la del número de teléfono. Una duda le golpeó, como una fuga de voltios y le paró el corazón durante una fracción de segundo.¿Habría sido ella, realmente, quien le mandaba el papel? ¿Habría sido otra de las cosas de Eva? ¿Una de esas que el general admitió jamás haría de esa forma?



Solamente había una manera de saberlo. Se giró y paró un taxi.





Diez minutos después se bajó en la avenida Callao, al 180. Miró desde allí al otro lado de la calle durante un instante, hacia el edificio blanco, espigado y con nervaduras que lo esperaba. Decidió cruzar para

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