Cruz del Eje

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No había leído las cartas. Ochandiano ya empezaba a mascullar la idea de tener que convertirse en narrador. Y transmitir oralmente al capitán Gorgonio Colinas algo que debía haber sabido de antemano, antes de su llegada a Buenos Aires. Algo que iba escrito en aquellas cartas que no había tenido tiempo de leer.

Lo que Ochandiano tenía claro —y el rey también— era que Colinas había sido siempre un soldado de talento. Y pensaba que tal vez, a sabiendas de la clase de persona con la que trataba, fuera mejor dejar las cosas discurrir a su ritmo. Ya también su tío había servido bien al país, pero ambos —tío y sobrino— mostraban un parecido no sólo físico, sino también de carácter. Eran hombres de talentos y fidelidades ignotas. Posiblemente eso era lo que les hacía buenos. Gorgonio lo había sido incluso desde antes de irse a la academia naval. Sus superiores lo sabían, lo habían sabido sus padres y, aún peor, él mismo lo sabía. Y ahora, que aquel encargo tan precipitado, difícil, le fuera hecho a él, no le pillaba de sorpresa ni con el pie cambiado. Pero aquellas cartas con contenidos sobre su tío Fulgencio y su mujer Esmeralda habían creado un pasmo inaudito en Colinas. Sólo había tenido tiempo de mirar el contenido de aquellas misteriosas cajas por encima, cuando llegó el mensajero del Ministerio de la Marina con el telegrama.

—Conducto oficial y confidencial, señor. Me han ordenado que le espere y le acompañe hasta la estación de ferrocarril inmediatamente.

Dejó los paquetes de correspondencia amontonados en la misma caja en la que los había recibido y se dispuso para la marcha. Para Colinas fue una gran noticia el que no tuviese que ir a San Sebastián, ya que el rey había regresado a Madrid precipitadamente. Tendría que ir a verle a su despacho personal en palacio.

Aún habiendo nacido en Valladolid, Colinas había querido siempre ingresar en la Escuela Naval de San Fernando, a pesar de que en su familia militar siempre habían sido de Caballería o Infantería. Además, desde pequeño había podido oir cómo circulaba entre ellos la inclinación a pensar que los que vestían de blanco eran unos maricones o, cuando menos, pisaverdes. Así que, haciendo honor a su prematura rebeldía, Gorgonio pensaba que, ya fuera por delante o por detrás, todos acabaríamos con la parca pisándonos los talones, así que decidió que no le pillara sin haber visto mundo. Había, pues, cosas que hacer. Por ejemplo, había un gajo cubano de la familia que, aunque desaparecido, él debía intentar conocer. Al menos en lo referente a su tío Fulgencio. Y se lo había propuesto como medida de urgencia antes de caer definitivamente en manos de la primera desaprensiva que lo llevara al huerto o al altar. Lo cual era lo mismo. Aunque lo cierto es que aquel gajo cubano de la familia Colinas no había dejado descendencia. Con lo cual lo tenía difícil. Y—de paso— Gorgonio también se lo ponía difícil a la desaprensiva.

San Fernando con 17 años

Gorgonio pronto había demostrado ser un joven a quien le gustaba jugársela. Y muchos se preguntaban las razones que habían empujado a Colinas a bregar siempre con el filo de aquella manera y, sobre todo, cuando apenas habían pasado cuatro meses desde que iniciaran la instrucción como aspirantes a caballeros marinos.

Tenían 17 años, y cada aspirante traía a la academia su sino ya pintado en el rostro. Los apellidos solían asegurar un paso cómodo, fructífero y de cierta garantía. Algo que se negaba a los que no traían su abolengo colgado del nombre. Esos tenían que sudar lo propio —y hasta lo ajeno— para conseguir llegar al final. La Casa quería asegurarse de la fidelidad de los aspirantes por el método de la endogamia y Pedro Calonge, de Soria, que era uno de esos candidatos a no entrar en matrimonio con la Armada, compartía la camareta con Colinas. Venía, en lo tocante a su posible conyugalidad con la Marina, más errado y sin remisión que un Papa, por no hablar de lo plebeyo de su sangre. Y ese hecho no había pasado desapercibido al sargento Vázquez, a quien había tocado en mala suerte encargarse de la instrucción de los caballeros—aspirantes.

—¡Calonge, cagón!—solía gritarle.

—¡Tercera imaginaria toda la semana! ¡Apúrese y deje el fusil en el cuarto de armamento! ¡Va a hacer más cocinas que ese pelapapas cabrón de Ñañez!

Pero el acoso al aspirante Calonge, blandiendo lindezas como ésta, sólo servía para fortalecer al soriano, quien se afanaba en no contestar ni alterar al suboficial. Lo cual, claro está, sacaba de quicio al sargento Vázquez. Pero una noche de sábado, a Vázquez le había parecido bien venir bañado en coñac a ejercer el cumplimiento de un servicio de suboficial de cuartel, y muchos aspirantes se hallaban ausentes por el fin de semana. La retreta de aquel sábado se convirtió en la representación teatral rediviva de lo que venía ocurriendo en las últimas semanas. Los reclutas llevaban en formación varios minutos, a la espera de que Vázquez hiciera acto de presencia para comenzar la retreta. Por fin, abrió la puerta con violencia y salió. Con la garganta roja por las voces de mando y el alcohol, las palabras siseaban como lija gastada:

—¡Calonge, lea la Orden de mañana! ¡Salga de la fila!

Calonge sobrellevaba muy bien una leve tartamudez que atendía a la mala costumbre de acentuarse en momentos de nervios. Mientras intentaba recapacitar sobre la orden del sargento, éste le espetó:

—¿Es usted lerdo de nacimiento o es que va sujetando algo con el culo?

Después de leer la orden, Pedro esperó a que se le diera permiso para regresar a la formación. Pero la orden no llegaba y cometió el error de mirar al colérico Vázquez. Éste le sacudió con fuerza y lanzó al aspirante contra la fila. Vázquez sacó su arma reglamentaria esperando la reacción de Pedro Calonge y le apuntó a la cabeza. Los tres que se encontraban más cerca se apartaron.

—¡Sí! ¡Apártense!—gritó el suboficial.

—No se merecen tener a su lado a este maricón! ¿Qué pasa? ¿No se va a levantar el señor?

Al final, el suboficial canturreó con una vocecita que quiso ser aflautada, pero que en su infierno aguardentoso, sólo sirvió para hundir al sargento en un pozo ridículo— ¡Pero si va a ser que a esta rosita de Soria le gusta que le peguen!

El aliento fétido de Vázquez y su pistola temblorosa se adueñaron de la situación. Sin embargo, algo pareció cruzar su pensamiento porque, sin aparente razón, se olvidó de Calonge, se enderezó con dificultad y pretendió dirigirse hacia la puerta del pabellón. Mirando a la puerta, pasando revista por delante de los aspirantes, tropezó y cayó encima de algunos de ellos. Con un gesto de cólera, rechazó la ayuda y continuó su camino hacia afuera. Finalmente, se detuvo y decidió entrar en el cuarto de suboficial de semana. Los aspirantes sabían que poco se podía hacer y no hicieron nada, salvo ignorar la saña del suboficial, relegándola a su verdadero puesto dentro de la plebeya etapa que atravesaban bajo el mando pasajero de aquel pobre diablo chusquero.

En la Escuela Naval corría el rumor —aunque últimamente el rumor era ya un corredor de fondo maratoniano— de que la vida conyugal del sargento no era nada apacible. Se llegó a saber que alguien del propio cuartel de instrucción se estaba beneficiando a la hermosa mujer del sargento y los camareros del club de oficiales, reclutas de la zona, cruzaban apuestas para averiguarlo. Mantenían el oído abierto y pillaban conversaciones que corroboraban la historia del adulterio e incluso ponían nombre y apellidos al asunto. El asunto llevaba galones de teniente de navío: los de Don Rafael Villahermosa. Y aquello era coherente, dado que Villahermosa y Vázquez nunca coincidían en las guardias o en los servicios de semana. Gorgonio se había tomado la molestia de comprobarlo, por supuesto con la inestimable ayuda de los furrieles y escribientes de toda la Escuela Naval. Porque había que hacer algo para ayudar a Calonge. Y sin duda lo hicieron.

Pero aquella noche de sábado, con el coñac como santo patrón del sargento Vázquez, y con el arma reglamentaria como ángel de la guarda, el destino vino a oficiarle una misa. La tormenta que se avecinaba con los cuernos del sargento tenía ya toda la pinta de una galerna como Dios manda. El mal humor de Vázquez se debía aquella noche, a que había empezado a comprender lo que ya se temía de antes. Sólo que esta vez había aparecido alguien más que lo sabía, y eso agudizaba, amargamente, la herida. Después del episodio de Calonge leyendo la Orden y de destrozar el cuarto de subofical, Vázquez salió con el arma en la mano y se dirigió a la calle principal de la escuela. Cuando el sargento hubo abandonado a los aspirantes, allí, en formación, Calonge y otros tres se acercaron a la habitación y encontraron la causa de lo acontecido: alguien había hecho llegar una carta anónima al sargento, conteniendo un sonetín:

¡Qué alegre está Villahermosa,

que al pendón honra y saluda

Enhiesto, de ansia rebosa

El gran mástil que lo escuda

Al viento alegre ondea el pendón

Ya sea mar o tierra, da igual

A todos abre el corazón

Y las piernas también. Tal cual

Mas se ve triste al sargento

Sin voz ni voto consiente.

Cornudo sin miramiento.

La gran milicia sonriente

En el acuartelamiento

Verá que le hagan teniente.

Y el sargento Vázquez no había tenido dudas en pensar que Calonge había sido el plumilla.

Así que salió de la compañía, y atravesó la explanada hasta el mástil, alterando alocadamente su rumbo, sin resolverse por ninguno. Una de las veces, terminó perdiendo el equilibrio y sentado en el suelo. Por fin, se levantó y tomó la decisión: se incorporó como pudo y emprendió el camino por la calle principal de la academia. Dió el último sorbo a la botella de coñac que llevaba en la mano y la estrelló contra el cañón que presidía la gran entrada a la escuela. Los del cuerpo de guardia, por descontado, le dejaron salir sin rechistar.

 

Mientras tanto, Colinas había decidido aprovechar su pase franco de fin de semana, para ir de visita a la casa del sargento Vázquez. Una vez en la calle del Gallo, Gorgonio se había apostado para observar la casa. Incluso mantuvo unos minutos de discusión con su amigo Jaime Dávalos, el fotógrafo de la familia. Éste se encontraba de visita en San Fernando por encargo de la madre, con el pedido de retratar al aspirante convenientemente para la posteridad. Y ahora se hallaba en la calle del Gallo, escondido con Gorgonio con el fin de hacer un trabajo de amigo.

Dos marineros cocheros y uno de escolta eran la compañía que había traído el teniente Villahermosa esa noche y se encontraban afanados, conversando con las mozas del barrio. Colinas y Dávalos observaban desde la esquina para asegurarse de que no era menester tomar grandes precauciones en cuanto a la forma de entrar en la casa, debido a que uno de los reclutas conocía ya la generosidad del caballero—aspirante Colinas. Con toda tranquilidad, Colinas y el fotógrafo entraron en la casa. Comprobaron que no hubiese nadie más en ella, como era habitual durante las visitas del teniente de navío. Se acercaron sigilosamente hasta la habitación que ocupaba la pareja y abrieron la puerta repentinamente. Dávalos disparó una instantánea muy interesante, en la que Villahermosa se encontraba acostado junto a la mujer, casi encima de ella y roncando sonoramente. La juerga debía de haber sido larga, ya que había una botella de buen coñac casi vacía en la mesilla de noche. Completamente dormidos, las enaguas del pendón cubrían las nalgas del teniente. Colinas aprovechó el tiempo e inmediatamente, después de las fotos, le despertó para advertirle de la más que posible aparición del cornudo. Villahermosa era incapaz de articular palabra alguna, pues la resaca era cabalgante. No obstante, tuvo tiempo de reparar en lo que estaba ocurriendo. Cuando comprendió, sin decir palabra se vistió, mientras agradecía con sorna el gesto. Aunque vistiendo una dignidad que estaba lejos de lucir, quiso usar un último cartucho y se acercó a Colinas para rogarle al oído discreción marmórea, no se fuese a estropear su carrera... por un polvo barato. Colinas le corrigió, sin perder el respeto y la compostura:

—No, mi teniente. Posiblemente este ha sido el polvo más caro de su vida. Ahí Dávalos le pondrá al corriente del precio. Hay quien pagaría mucho por verle en enaguas, mi teniente, con la mujer de un sargento... ¡Por cierto! Vaya mujer...

Y sin más, Colinas se volvió, no sin antes pedirle que no fuera duro con el sargento por si daba en abandonar de forma brusca el servicio de semana.

El sargento Vázquez podría haber sido expedientado por abandono injustificado del servicio. Por faltar al decoro debido al uniforme que llevaba o por haber roto diez normas básicas del manual en su camino hacia la calle del Gallo, amen de los tiros con que había despachado a todo viandante que se pusiera ante él. Sin embargo, Vázquez no pudo comprobar aquella noche lo que se rumoreaba sobre su mujer. No la había hallado haciendo más que lo que el común de los mortales a esa horas, verbigracia, dormir. Ni jamás nadie entendió la repentina predilección del oficial Don Rafael Villahermosa por Pedro Calonge, aquél humilde aspirante de Soria.

Día 1

Seguía lloviznando en Buenos Aires. Gorgonio y Ochandiano se dirigieron sin demora hacia las habitaciones que este último había alquilado en el barrio San Martín. No estaban lejos del puerto, tampoco de la estación de ferrocarril, pero sí había preferido alejar a Colinas lo más posible de su embajada, pues su estancia en la ciudad porteña era conocida únicamente por el embajador y su secretario, Ochandiano, y así debía permanecer durante la mayor parte posible del tiempo. No en vano, las llegadas, idas y venidas de funcionarios de todo pelaje era controlada por casi todas las embajadas en Buenos Aires, sobre todo en las de aquellos países implicados en la Gran Guerra, que ponían a trabajar a sus servicios de información ante cualquier movimiento. Claro es que cuando éstos pasaban algo por alto, también eran los servicios domésticos los que se encargaban de corregir el entuerto, de forma que Ochandiano había preferido alejar en lo posible a Colinas de miradas indiscretas de su propia embajada, tan poco inclinada a la reserva.

Colinas descubrió que la humedad de Buenos Aires es concupiscente. Se pega a la piel y te anuncia que algo va a salir de tu cuerpo de un momento a otro. Así que Gorgonio se dedicó a investigar y a pensar sobre esa espera. Quería averiguar si no era ese algo, lo que daba a los porteños ese aire añorador del que había oído hablar tanto. Supuso, y además comprobó con creces, que todos vienen de algún sitio distinto, de un pueblo, o una gran ciudad. Tal vez del campo. De países remotos y, otra vez, del campo o de la ciudad y acaban por juntarse en Buenos Aires. Como para no tener aire añorador. No hay nada como el tango para despertar el viento de la nostalgia. Un vuelco que te da el corazón, después de que el sonido metálico y punzante del bandoneón lo hienda. Casi como un puñal en el cuero de un cristiano.

Los arrabales de Buenos Aires se habían ido llenando de gauchos indómitos que huían de la miseria pampeana. Pero era inútil: la misma indisciplina e incorrección que les echaba de las llanuras, convertía a las ciudades en el lugar más inhóspito y letal para esos ejemplares en vías de extinción... Se iban arremolinando en la margen del Río de la Plata, en el barrio porteño de La Boca. Casi como los elefantes van en busca de su paraje para morir. Los italianos, los “tanos” como se llama aún hoy a los napolitanos, se arracimaban también junto a los gauchos y pasaban a ser “gringos” que no hablaban ni jota de español. Pero compartían derrota y tristeza en la misma cantidad... Tan sólo variaba el metro del verso y la música con que las envolvían.

Como no podía ser de otra forma, entre las rarezas de las que hacía gala Colinas, empezó dando los primeros pasos hacia allí. Quería ver a Aníbale Corsino. Ochandiano había averiguado quiénes eran los funcionarios de servicio en Inmigración durante los días que podían corresponder con los que hubieran coincidido con la llegada de los militares fugitivos. Y Corsino, que era uno de ellos, vivía en la Boca.

Las chozas de chapas pintadas de colores muy llamativos hacían de La Boca un pequeño laberinto en el que Gorgonio no tuvo miedo de perderse, a pesar de las advertencias de Ochandiano. Aníbale Corsino le había anticipado que si preguntaba por él a cualquiera en el barrio no tendría problemas de ningún tipo. Era la única persona que podía darle algún dato fiable sobre el paradero de los huidos, pues trabajaba en la aduana de Buenos Aires desde hacía diez meses gracias a su formación en el funcionariado italiano e interpretaba para las autoridades argentinas cuando éstas se lo requerían. Así que Gorgonio se daba con un canto en los dientes por tener a alguien como él, avispado y rápido, y además, conocido de confianza para hacerle las primeras preguntas.

La casa de Corsino era pequeña, pero tan sólo la necesitaba para él y su hija, así que era lo suficientemente cómoda. Cuando entró en aquellas dos habitaciones grandes de tierra batida, el italiano se disponía a cenar, pero decidió no hacerlo y pidió a su hija:

—Chipolata, porta vía questo. Non mi piace —ordenó Aníbale a su hija con una dulzura que sólo revelaba la contundencia de la autoridad paterna.— Siéntese, signore Colinas, prego...

—Gracias. No quiero entretenerle, Corsino...

—No, no. Tómese su tiempo, signore Colinas, per favore. Cuénteme sobre la travesía.

Dos horas y seis vasos de grappa más tarde, Aníbale le había pronunciado ¡mío caro, vecchio amico! unas veinte veces. Tantas como Gorgonio le había rememorado personas e historias de San Fernando, donde se habían conocido. Mientras Corsino se mantuvo trabajando en el funcionariado italiano, había visitado Cádiz con frecuencia, trabando amistad con los reclutas y estudiantes de la escuela naval. Allí se intercambiaban cigarros, comida e ilustraciones. Trabajaba junto a otros muchos oficiales y civiles de varios países europeos, en la puesta en marcha de un sistema cartográfico nuevo. Y, como ocurría en todas las historias de emigración, al irse a Buenos Aires, había dejado tras de sí un tropiezo profesional, un amor imposible y un pecado inconfesable.

En fin. Regresaba Colinas a sus cálculos. Si Lezama salió de España el 21 de Agosto, y la travesía dura entre doce y quince días, debió arribar al puerto de Buenos Aires entre los días 3 y 6 de septiembre. Según los informes que Ochandiano había conseguido, la autoridad del puerto consignaba que en esos días hubo cuatro llegadas. Dos de ellas provenían de Turquía, Grecia e Italia. Esos barcos eran improbables y fueron descartados ya que no hacían escala en España. Los otros dos eran de las Compañías Hamburguesas, con salida desde Hamburgo y hacían escala en Inglaterra, en Vigo y Canarias. CAP Caracas y CAP Vilano alteraron sus planes esos días. Era tal la cantidad de personas que huían de la guerra, que el Caracas no haría escala en Canarias, sino que recalaría solamente en Lisboa y en Casablanca.

Eso dejaba a nuestros hombres embarcados en el CAP Vilano, llegado desde Santa Cruz de Tenerife, último rastro de evidencia que se tenía del coronel y los huídos. Y ese barco había arribado a Buenos Aires el día 5 de septiembre de 1917.

Corsino presumió ante Colinas de conocer a todos los funcionarios del puerto. Y consultados los que participaron en el turno de ese día, casi no dudaron en identificar al coronel. No por que su porte fuera excepcionalmente arrogante y dispuesto. Es que traía dinero consigo, y eso se nota de inmediato, cuando surge de una muchedumbre inmigrante. Pagó a un “changuita” para que le llevara rápidamente a la estación de ferrocarril, porque dijo que quería llegar cuanto antes a Córdoba.

Al salir de la casa, Gorgonio llevaba noticias de los movimientos de los huidos, al menos de uno de ellos, el coronel Lezama, mezclados con vapores espesos de puerto y aguardiente en la nariz. Aún así, en cuanto pudo, le deslizó Colinas el consejo de abandonar aquel barrio tan infame en tanto su pecunio se lo permitiera, pero Corsino contestó con un gesto incomprensible. Se excusó argumentando que allí servía a sus compatriotas en apuros, los recién llegados y los que no. Gorgonio pensó que, tal vez, aquel vecindario era un retiro anacoreta, una especie de castigo aceptado, que Aníbale sobrellevaba en expiación de algún error. A cambio de sus favores, aquella noche, Gorgonio había endulzado lo oídos de Corsino con escenas y episodios del barco. Él preguntó por su Italia. Corsino le despidió en la puerta como flotando y con el rostro iluminado, pero allí, varado en la puerta de su choza de chapa, no cabía sino tomar su gesto como un quejido.

Al pasar por la esquina, Colinas dejó caer unas monedas en el jarrito del ciego que fumaba y tocaba el bandoneón. :

¡Aullando entre relámpagos

perdido en la tormenta

de mi noche interminable, Dios!

Busco tu nombre...

No quiero que tu rayo

Me enceguezca entre el horror,

Porque preciso luz para seguir...

¿Lo que aprendí de tu mano

no sirve para vivir?

Yo siento que mi fe se tambalea,

Que la gente mala vive, ¡Dios!

Mejor que yo…