Cruz del Eje

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Buenos Aires

 (República Argentina)



5 de agosto de 1917

 22:00hs



Thomas Langston abrió la celosía para asomarse a la terraza de la casa. La arboleda de la calle Misiones anunciaba la temprana primavera de 1917 a bocanadas de olor. De allí fue al otro extremo de la terraza. Acodado en la balaustrada, Langston estiraba un poco el cuello para asomarse a la otra calle que bordeaba la casa, Intendente Indart, y así poder admirar la columnata elegante del hipódromo, en pleno barrio de San Isidro. El caserón pertenecía a la empresa de ferrocarriles de la West Indies, concesionaria de las líneas más importantes del país.



—Tu maridito recibe buen trato de la empresa—sentenciaba con cierta envidia.



Susana Bianco de Verdaguer tiró de la manga a Langston para volverle a meter dentro.



—Te he dicho muchas veces que no te asomes. Nos puede ver algún vecino o alguien desde la calle y esto se me terminó…—le reprendía con aquella vocecita tan inocente, que despertaba la líbido pura de transgresor en su amante inglés, mientras ella cerraba con rapidez recatada.



—Vámonos ya de aquí. No me gusta andar por este despacho.



—Pues sí que le cuidan. Fíjate qué sillón tiene aquí tu Jacinto.



—Ya está. Salgamos, que además, no le gusta tampoco que le toque su mesa. Dice que puede traspapelar sus documentos, o qué se yo.



—Me encanta cuando te pones así de buena. Me entran unas ganas de besarte y abrazarte que….



Sin darse cuenta, con el brazo izquierdo derribó una pila de carpetas marrones. Bien ordenadas alfabéticamente, no tuvieron problemas en volver a acomodar la pila en su lugar sobre la mesa. Salieron del despacho y cenaron en el comedor. Con la ausencia de Jacinto, el servicio había recibido permiso, como ocurría siempre que Langston la visitaba. Jacinto se encontraba de viaje a la provincia de Córdoba, a 800 kilómetros de Buenos Aires. Al menos una semana.



Siempre, al acabar la cena, Tommy metía la mano en su bolsillo y sacaba un regalo para la hermosa Susana. Con gusto y dinero, Langston regalaba el ego de la bella y, al mismo tiempo, el suyo propio, lo cual les predisponía a ambos para una noche inolvidable. Hasta la siguiente.





Pero aquella noche era especial. Iba a ser la primera que pasarían juntos en la casa. Con suerte sería una semana entera para ellos dos, y Langston sabía que también ella quería hacerle un regalo. A Susana no se le escapaba que su amante aprovechaba cada ocasión posible para averiguar cosas sobre la West. Ya fuera a través de ella o del servicio, Langston espiaba y conocía con antelación las visitas que recibían en la casa, los movimientos de las personalidades o datos sobre inversiones. Y aquella noche no podía dejar de ser de gran provecho, pues tendría acceso, por vez primera y sin límites, al despacho de Jacinto Verdaguer, Director de Largos Recorridos del Ferrocarril Central Norte.



Se levantó de la cama cuando ella se hubo dormido profundamente. No pudo evitar acercarse a ella y darle un beso. Y pensó que empezaba a dar muestras de debilidad con aquella hermosa italo—argentina, que le tenía el corazón robado. Salió muy discretamente de la habitación. Recorrió los pasillos con una satisfacción tan placentera, que pensaba que la felicidad debía parecerse mucho a aquella mujer, a aquella casona de San Isidro y al despacho en el que se disponía a entrar.



Cuando había tirado la pila de archivos y expedientes, antes de la cena, pudo observar que todas ellas llevaban el mismo nombre principal y luego uno secundario. El primer nombre era “Expedientes de Concesión”. Cada carpeta llevaba después el nombre de alguna línea de Ferrocarril y la ciudad correspondiente. Decidió empezar a fisgar en cada una de ellas para encontrar algún dato que le sirviera de corroboración sobre las últimas noticias: la renovación —o no— de las concesiones sobre las líneas. En aquellas carpetas podría hallar la valoración que hacía la empresa sobre las líneas que debían conservar en su poder y aquellas que se podrían devolver al estado argentino, sin el menor de los temores.





Fue recorriendo un expediente tras otro, leyendo lo que le parecía más importante según un criterio que había decidido momentáneamente: el primero, la distancia con respecto a la capital y, el segundo, respecto a su finca, en vías de heredar, en la ciudad de Balcarce. Al leer los informes de las carpetas, no pudo evitar una sonrisa de admiración, al apreciar la eficacia endiabladamente precisa de los informantes. Allí se podía hallar no solamente nombres de las fincas, sus valores, sus dimensiones, cuál era la producción aproximada o la capacidad, así como el número de explotaciones o empleados. Pero el toque de exquisitez se dejó notar con la cantidad de información personal sobre los propietarios, datos sobre sus familias y otras propiedades. Se trataba, cómo no, de un material de primerísima calidad, digno de un servicio de información británico, a mayor gloria de su Majestad Imperial, el rey Jorge V.





Eran casi las cuatro de la madrugada y ya había leído una buena cantidad de expedientes, donde halló incluso datos de su propia familia, cuando oyó pasos acercándose al despacho. Sintió alivio al comprobar que era Susana.



—Eres muy travieso—le dijo bostezando. Se acercó a él para darle un beso como reprimenda. Después, mientras ella se afanaba en recomponer la pila de carpetas, con cara de sueño y protestando, de una de las carpetas cayó un sobre anaranjado con un rótulo muy ostentoso:

Strictly confidential/ Property of the West Indies Company



Langston levantó el sobre y quiso comprobar si estaba abierto. Por supuesto que el sobre estaba cerrado, aunque no con lacre. Con la otra mano, acercó hacia sí el expediente del que había salido el sobre. Tenía el rótulo de los demás, “Expedientes de Concesión” y en la parte inferior se leía “Ciudad de Cruz del Eje— Prov. De Córdoba”. El nombre del informante figuraba, como en todos los expedientes, en la parte inferior. El encargado de firmar éste era Ralph E. Wilkinson, Director Local de Talleres y Trayectos.



Langston procedía ya con impaciencia febril. Encontrar aquel sobre confidencial le sumió en una excitación casi infantil, a ojos de Susana. No tardó en correr a la cocina y poner al gas una tetera con agua.



No tuvo el menor de los problemas en abrir el sobre al vapor y sacar cuanto había en él. Encontró documentos que pertenecían a la Embajada de España en Buenos Aires. En aquellos informes secretos, Wilkinson declaraba haber recibido de la embajada, mediante un amigo, datos sobre un propietario de aquella zona de la provincia de Córdoba. Al parecer, ese hombre, Don Joseph Loutón, de origen francés, conocido por sus viñedos, y la ganadería, se hallaba en campaña de poner en marcha una vieja mina de oro. En la ciudad, Cruz del Eje, la compañía poseía talleres y se disponía a invertir para mejorar las comunicaciones, dada la situación geográfica. Pero había algo más, que resultaba especialmente interesante para el lector ávido de detalles: la reticencia del francés a entrar en negocios con la West.



Alguien había averiguado aspectos oscuros de Loutón. Su vida en Cuba durante la guerra con los españoles, muy poco clara en lo que se refiere a sus negocios y la manera de ganarse la vida. Incluso se ponía en tela de juicio su identidad, modificada al llegar a Argentina por razones obvias. Había contraído matrimonio con otra heredera de la zona, pero, al parecer, ambos eran ya mayores y no tenían hijos.



—Mira, Susana. No es sólo uno, son dos propietarios, casados entre sí, sin hijos. Uno de ellos tiene datos ocultos sobre su vida anterior. Es casi un ejemplo de torpeza mercantil. Imagínate lo que se puede hacer con esta información, si cae en manos de alguna mente desaprensiva.





Tomó una hoja de las que llevaban membrete de la embajada española, la guardó en su chaqueta y volvió a llenar el sobre anaranjado. Una suave pincelada de goma arábiga y colocó el sobre dentro del expediente “Cruz del Eje—Prov. De Córdoba”.



—Ya sabía que mi ángel de amor tenía un regalo para su Tommy.





Cruz del Eje

 (Prov. de Córdoba)



Tres kilómetros al sur de la ciudad

 12 de Septiembre de 1917



Me llamo Sir Thomas Langston. Siéntese, por favor —pidió el elegante caballero inglés, con pocas ganas de cortesía. El gesto adusto mostraba que no deseaba llevar a cabo lo que le habían encomendado. Y, para colmo, comprobó casi con desdén, como una premonición corroborada que su invitado Brassa aún vestía su roñosa ropa de trabajo.



—Señor Brassa, ¿sabe quién soy yo?



—No, pero me hago una idea. Los que me han traído dicen que es usted de la West Indies —decía con una mezcla de timidez y arrogancia.



Miraba a su alrededor con detalle. Por fin,preguntó Achille Brassa:



—¿Este despacho es suyo?—mientras dejaba sus ojos recorrer las paredes cubiertas de trofeos, fotos, objetos de uso militar.



—No, no es mío—decía Langston mientras dejaba sus papeles y recorría con la mirada encima de las lentes la habitación.



—Pero debo admitirle que no me importaría que lo fuera.





En el despacho que aquel sir inglés recibía al obrero italiano, había piezas de valor incalculable por su antigüedad y otras de menor valor monetario, pero de indudable interés histórico. Detrás del inglés, colgaban de la pared pistolas, fusiles, y también capotes, cantimploras o brújulas, todo ello delicadamente protegido en urnas o cajas acristaladas. Frente a él, en la pared que quedaba a la vista de quien se sentaba en el despacho, había también marcos que contenían fotografías de soldados posando en maniobras y, metidas en sus urnas, las que parecían ser las piezas más valiosas. Varios sables, machetes. Entre las fotografías se veían escenas de combate y algunas de grupos más formales, como de instrucción en la academia junto a otros retratos de menor trascendencia, con fondos de parques o paseos en las que se veía a los soldados y oficiales en buena compañía.

 





Mientras había estado esperando, Brassa había mostrado gran interés en uno de aquellos retratos en particular. Era una foto en la que aparecían varios oficiales, cinco o seis, posando con marcialidad ante unos cuantos bultos que parecían ser su equipaje; y detrás un barco, el Galatea. Todavía absorto en la foto, Brassa volvió de repente a la realidad cuando Langston le comentó:



—Me parece que ha tomado una decisión sabia, señor Brassa.



Mientras decía eso, Langston empujaba lentamente desde su lado de la mesa un sobre hacia la mano del italiano, agrietada y con las uñas rotas e hinchadas .



—Es usted un hombre de ambición. Y eso es lo que hace falta para sobrevivir aquí, en el nuevo mundo.



Brassa abrió el sobre y empezó a contar los billetes que había en él. Jamás había visto una cantidad de dinero como aquella, salvo los montoncitos que se apilaban en la mesa de pagos del ferrocarril, todos los sábados por la mañana.



—Es más de lo apalabrado, señor Langston.



—Sí. Yo me he tomado la libertad de añadir algo por mi cuenta porque voy a pedirle un favor, Brassa. Es una forma de agradecerle lo que nos cuenta usted de las actividades de los huelguistas.



—¿Qué quiere en realidad, señor Langston?



—Queremos que nos ayude a vencer en esta lucha, Brassa.



El gesto de cierto reparo que tenía Brassa en su rostro desapareció. Y el cambio no pasó desapercibido para Langston.



—Si conseguimos nuestro objetivo, es decir, si ponemos en marcha la mina y los ferrocarriles vuelven a su funcionamiento normal, podríamos concederle un puesto aquí, o en la finca.



Como Brassa se mantuvo callado, Langston quiso retomar la iniciativa mejorando la oferta.



—Bien, aquí en la ciudad, o tal vez en otra ciudad, si usted lo desea. Quiero que sepa que sería usted bien recibido en la West Indies.



Pero Brassa pensaba ya solamente en Ramona. Si aceptaba lo que el inglés le ofrecía, podría llevársela lejos de allí, podría convencerla más fácilmente de que abandonase a su familia, aquella vida, aquella casa...y el local de Ramos. Podría por fin vivir una vida digna, lejos de la miseria que le había rodeado siempre, desde que era un niño y perdiera a su padre en la campaña de Albania, veinte años atrás.



—Este mundo es para los que luchan por sí mismos, señor Brassa. ¿Cuánto hace que está en Argentina?



—Cinco años en noviembre.



—Yo nací en Inglaterra, pero mis padres me trajeron aquí de muy pequeño. Yo me negué a que la fortuna de mis padres me llevara a donde no quería. Tienen una estancia en Balcarce, y, como ya se imagina usted, yo podría esperar dulcemente el momento de heredar, pero siempre he querido abrirme camino por mis medios. Y en la West Indies lo he conseguido. Esta tierra es así, ¿verdad, señor Brassa?



Mientras Brassa esperaba que Langston terminara el planto lírico y acabara de pedirle con precisión lo que quería de él, se levantó y se acercó a mirar otra vez la foto que le llamara tanto la atención unos minutos antes.



—Es curioso, pero éste de aquí se parece mucho a alguien que conozco.



—No creo que eso sea posible—se puso en pie Langston y se acercó a la fotografía.



—¿A quién se le puede parecer, Brassa? Esos son unos oficiales españoles.



En ese momento, Brassa se dió cuenta de que alguien más había entrado al despacho. Debía de ser alguien importante, ante quien el propio Langston se había apartado con respeto. Aquel hombre observaba detrás de ellos también al militar que el italiano estaba señalando. El recién llegado afirmó con su acento francés:



—Esa foto fue tomada en Cuba, hace muchos años.



—Sí, ya sé que será casualidad. Este hombre —explicó Brassa— el segundo por la izquierda, se parece a... Se parece muchísimo a un español que está con nosotros desde hace unas semanas.



—Este hombre —explicó Brassa— el segundo por la izquierda, se parece a un español que está con nosotros desde hace unas semanas.



Quitándole importancia, y volviendo a su asunto, Langston añadió:



—Si consigue que terminemos con la huelga cuanto antes, le prometo dos veces más lo que acaba de contar en ese sobre...





Después de escuchar unas instrucciones de Langston, Achille Brassa sostuvo la mirada de Langston durante un largo momento que se había otorgado para pensar y decidir. Cogió el sobre y lo guardó en el bolsillo de los pantalones. Y después se volvió hacia el otro hombre, que salía y entraba nerviosamente en el despacho. El hombre, casi un anciano, alto y espigado, permaneció inmóvil y en silencio, con un gesto impasible en su rostro. Cuando Brassa se aprestaba a despedirse, el hombre se volvió sobre sus talones para mirar por la ventana, dándole la espalda definitivamente.



Langston acompañó a Brassa hasta la puerta. Allí le despidió, entregándole una bolsa. Cuando pudo ver que en el interior había un revólver y tres cajas de munición, se fue. Contando las hileras de viñas hasta la salida de la propiedad.





En el despacho, observando a aquel italiano bien pagado marcharse a pie por el camino, permanecieron Sir Thomas Langston y el hombre espigado con acento galo.



—Continuemos, por favor—dijo el anciano, dejando caer pesadamente su cuerpo en el sillón del escritorio.



—Recuerde, Monsieur Loutón, que no tiene usted descendencia. La venta es su mejor opción. Y no debe usted olvidar que la West Indies, hoy por hoy, considera casi un deber patrio hacer negocios con alguien como yo.



—Y usted no olvide que debo contar con el beneplácito de mi mujer para vender la propiedad, Langston…La mitad le pertenece a ella



—Oh, por Dios,

monsieur

 Loutón. Un hombre de sus recursos no tiene problemas para salvar ese obstáculo.



Langston deslizó la pluma —una vez más— hacia la mano de Loutón. El francés sintió cómo el destino se burlaba de él, al permitir que —vaya ironía— los ingleses cayeran ahora como buitres, a poner sus garras encima de sus propiedades. Al tacto de la pluma en su mano, se levantó de la silla más bruscamente de lo que su edad le permitía y lanzó la pluma contra la pared del despacho, dejando una mancha estrellada de tinta. Dio un traspiés al girarse, pues su cojera le privaba de esos accesos de ira y casi se cae, si no fuera por el apoyo del bastón. Se asomó a la ventana para mirar los viñedos que rodeaban la que era su casa —temía él— por poco tiempo ya.



—Por favor, Monsieur Loutón. Ahórreme la escena. No va con su elegancia. Está usted muy mayor para continuar este proyecto y lo que yo le ofrezco es mejor que nada.



—Mi mujer tiene otros proyectos para las tierras. Ella no puede ni quiere desdecirse de sus ideas ahora, con la población chola —contestó Loutón casi sin aliento.



—Y yo le digo que, además, estoy seguro de que su mujer podría sufrir mucho si alguien la pusiera al corriente… —se tuvo que callar y retirar Langston, puesto que el anciano Loutón había desenvainado el sable del bastón con una destreza y velocidad electrizantes. Lo apuntaba hacia la garganta de Langston, que no pudo evitar un segundo de pasmo con los ojos abiertos de par en par. Pero se repuso de inmediato. Y continuó hablando con naturalidad.



—Amelia tiene los días contados,

monsieur

 Loutón…



Loutón debió contener su ira al contemplar la poca firmeza de su pulso. La sola mención a la enfermedad de su mujer por parte del inglés derribó su orgullo y su fiereza como un castillo de naipes.



—Usted sabe que mi deseo es conseguir que la propiedad prospere. Tal como están las cosas hoy en la ciudad, con la huelga, los desórdenes, yo soy su mejor oferta. Firme, y haga que su mujer estampe su firma junto a la suya,

monsieur

 Loutón—ordenó Langston.





Buenos Aires

 (República Argentina)



27 de Octubre de 1917



El CAP Vilano, de las Compañías Hamburguesas, echó el ancla en el Río de la Plata, a dos millas del puerto de Buenos Aires bajo una torrencial lluvia de primavera. Desde las barcazas que transportaban a los pasajeros hasta tierra, aquellos impresionantes edificios de la capital mostraban una sombría indiferencia ante los recién llegados. No era sino otro más de los miles de viajes que las líneas germanas harían esos terribles años. Terribles para quienes abandonaban sus países, por toda la vera del mediterráneo, y cruzaban el Atlántico hacia Argentina, México o Estados Unidos, para devenir en una entrada más a puerto. Un insignificante bocado más en el festín de aquel gigante latinoamericano, en este caso, que se peinaba con gomina mientras apretaban la cintura al tango de arrabal.





Al descender por las pasarelas, pegadas al costado del barco, los casi mil pasajeros del CAP Vilano —en su mayoría inmigrantes— iban tocando las cuadernas negras de acero remachado, agradeciendo a aquel animal metálico la travesía. Bajaban contentos porque habían oído decir que llegar a puerto aligeraba la tristeza que les atenazaba el corazón. Al amontonarse en la barcaza que les iba a transportar hasta tierra, no tardaban en descubrir que era una alegría pasajera, que se tornaba en miseria nuevamente al contemplar el horizonte titánico de Buenos Aires.



El mismo puerto era una pequeña ciudad, en la que sabían que podrían incluso perderse. Los funcionarios que les inspeccionaban antes de desembarcar, advertían sobre la inconveniencia de no seguir sus normas. También a los oficiales de los barcos les podía salir cara cualquier inobservancia de las leyes. Sobre todo las que atañían a la salubridad del viaje, en general. Había que prevenir la seguridad de los pueblos a los que irían a parar los recién llegados. Dentadura, coloración de piel, ojos, pelo sano y abundante y control de plagas.



Una vez con los pies sobre suelo firme, escalinata abajo, al levantar la vista, la potencia de Argentina aparecía ante ellos en todos los rincones de las explanadas, interminables y repletas de inmensos montones de trigo o maíz, esperando para ser embarcados hacia destinos trasatlánticos. Era una opulencia grosera —y casi sin dueño— que llenaba de promesas los ojos de todos los que descendían de los barcos europeos.





En el interior del edificio principal del puerto, donde hacía un calor húmedo y pesado, la muchedumbre babélica se iba separando en filas guiadas por rejas metálicas que serpenteaban para admitir más personas mientras sus equipajes permanecían apilados en el edificio contiguo. La misma escena se repetía con despiadada monotonía, día tras día, barco tras barco, año tras año en el puerto de la ciudad que algunos llamaban ya “la cesta de pan del mundo.”



Un funcionario escribiente y dos de seguridad por mesa. Hileras de mesas como aquella desde un extremo a otro del edificio del puerto mostraban la primera cara —dura cara— del país a los recién llegados:



—A ver. ¡Siguiente! ¿Nombre?—decía la anodina y cruel voz del funcionario, quien se debía disponer a partir de ese momento a oír cualquier sonido en la más extraña de las lenguas, sin levantar siquiera su mirada del papel:



— Abdul, Abdalá.



—¿Apellidos?



— Abdul, Abdalá—insistía en colocar su apellido primero y luego el nombre aquel desorientado joven sirio-libanés, a quien de poco valían su inglés o francés correctos. Y desde entonces, aquel joven que se había llamado Abdalá durante los veintidós años de su vida, pasaba a llamarse Abdul o Asís, en lugar de Haziz. Asís como Francisco, o Pedro, según la voluntad y cultura del funcionario encargado del bautizo oficial, en su nueva identidad argentina a punto de estrenar. Y de allí, si había tenido la inmensa fortuna de llegar hasta este punto, al Hotel de Inmigrantes. Con habitación y alimentos para, al menos, cinco días reglamentarios. Un baño, o varios, charlas sobre geografía argentina, o salud en el hogar, como requisitos imprescindibles para recibir la cédula de entrada, es decir, la puerta que se abría a un país de dos millones y medio de kilómetros cuadradros.





Gorgonio Colinas y Rubio vio de inmediato, desde lejos, al funcionario de la embajada española, que le hacía señales de dirigirse al despacho del interventor de la Autoridad Portuaria.

 



—¡Abran paso, por favor! —dijo el navarro Ochandiano.



—Por aquí, Señor Colinas, por favor.



—Me alegra verle, Ochandiano—añadió Gorgonio cuando consiguió llegar hasta él después de un suplicio de empujones y calor exasperante.





En la mente de Gorgonio se instaló para siempre el cuadro completo de aquella noche con sus olores y sonidos, nítidos y claros, tras los cuales siempre aparecía un nudo en la garganta: quizás era la persistente idea de sus compatriotas abandonando España para dirigirse a un futuro que la cansada y convulsa Europa ya no podía deparar. Tal vez fuera aquel torrente humano del que había oído desangraba España lentamente, y que palpaba ahora de cerca, con sus miserias y dolores envueltos en ropas grises y negras o descoloridas simplemente. Tal vez era el magín infantil de Gorgonio, todavía impregnado con las únicas imágenes que conservaba de su tío, el capitán Colinas y Gaboto, héroe de las guerras de Cuba y Filipinas. Quizá era la sangre montuna que corría por sus venas, que todavía le cantaba aires de La Habana española al oído y le impedía darse cuenta de que Buenos Aires acababa de celebrar hacía poco los primeros cien años de independencia de la Madre Patria. O quizás, los ojos de aquella madre con un niño de pecho, separada ahora de su hombre y su otro hijo en las filas de los sanos y los no aptos…



—¡Vámonos, señor Colinas! Los papeles están en regla. Desde ayer.



—¡Ochandiano! Siempre es un placer verle les dijo el funcionario que les atendió, guardándose el sobre con rapidez…



—A usted y a cualquier enviado de la embajada de España.





Ochandiano se secaba agitadamente el sudor de su reluciente calva, haciéndose aire con el sombrero. Parecía impaciente por entrar en materia, habida cuenta de la fama de eficacia que precedía a Colinas. El capitán de navío Colinas, sin embargo, parecía más dispuesto a curiosear y a disfrutar. A seguir tanteando las perspectivas de salir del puerto maloliente y hacer justicia con la bien ganada fama de Buenos Aires, como ciudad de luces y sombras. Muchas sombras... Salieron del edificio cuadrado, todo un emblema del país nuevo al que servía de umbral. Casi había anochecido y las primeras farolas se reflejaban vivamente en el empedrado de la explanada principal. Bajo sus paraguas, se abrieron camino entre la multitud de viajeros, familiares, cocheros y mozos que parecían ir y venir sin entorpecerse unos a otros. Pero, ya en el exterior del puerto y antes de subirse al coche de la embajada española, seguro de que nadie les oía, Ochandiano abrió fuego.



—Bueno, Capitán Colinas. Vaya nochecita le ha tocado para llegar. ¿Cómo se encuentra después del viaje?



No hubo una contestación en palabras, pero torció el gesto lo suficiente como para dar a entender que no mal del todo, pero con muchas ganas de llegar.



—Por lo que me han dicho —comentó discretamente— las órdenes que ha recibido de la Casa Real son precisas y claras.



—Sigo sin ver algunas cosas claras, Ochandiano. Pero, sobre todo, lo que no tengo tan claro es el cómo hacerlo. Le agradeceré cualquier ayuda.





No, no era tarea fácil. Colinas pensaba, muy a su pesar, que encontrar a alguien que ha huído del país, se avenga a una charla amigable, se deje convencer y llevar a España de vuelta, para dejarse juzgar una vez allí, con la seria prevención de acabar en el paredón de un cuartel...No. No suele ser fácil.



—Vea, Ochandiano. Esto es lo que me entregó el propio rey al salir del palacio. Textualmente dice “Organizar la vuelta a España de los huidos, con el fin de canalizar de forma civilizada las acciones de las Juntas Militares de Defensa.”



—Sé que no es fácil, Colinas. Pero, si no estoy mal informado, creo que no le faltan apoyos. Si el mismísimo Rey Alfonso le ha llamado para depositar en usted la confianza de un trabajo delicado. Y eso es una garantía. La carta que yo recibí seguía.... “Merece la pena iniciar un esfuerzo de modernización del país. Hay que empezar por ser civilizados y dialogar...” En fin, Colinas, que hay que empezar con…el encargo, y quiero que sepa que puede contar con todo mi apoyo.



—Ochandiano, me parece mentira que le tengan a usted por un funcionario modélico y que, a su edad, no sepa de la distancia que hay entre la retórica de los documentos y la realidad que nos toca patear a otros…





Tras un incómodo minuto de silencio, en el que el vehículo ya había salido del puerto, Ochandiano carraspeó y preguntó:



—¿Ha leído todas las cartas, Colinas?



Colinas miró lleno de sorna a su acompañante, añadiendo todo el escepticismo que pudo ante la aparente inocencia del que se iba a convertir a partir de ese momento en su sombra, su ayudante, confidente y hasta cicerone en la ciudad de Buenos Aires. Y por fin le dijo:



—¿Todas las cartas? Si se refiere a las que me han hecho llegar desde la Oficina de Información, sí. Pero eran dos. Y muy escuetas.



—Me refiero al paquete que le envié no hace mucho...



—¡Ah, sí! Gracias, Ochandiano... Pero debo confesarle que no he tenido mucho tiempo para esas. Supongo que sabe que hemos andado un poco ocupados últimamente…Si no se lo han contado los desinformadores de su ministerio, debo decirle que incluso me enfrasqué en asuntos más políticos que militares, Ochandiano. Para cuando yo recibí su paquete acababa de volver a mi casa. Comprenderá que apenas he tenido tiempo siquiera de hacer una maleta para este viaje. Además —añadió Gorgonio volviendo al tema principal— usted y yo sabemos que hay encargos con veneno dentro. ¿Usted cree que lo que me piden que haga es posible? ¿Que yo convenza a personas duras y combatientes de que se dejen juzgar, con el único propósito de que contribuyan a construir un futuro mejor?



Gorgonio acababa de soltarle a Ochandiano un discurso que tenía ganas de soltar a alguien, y ya lo había hecho.



—Le pido que me perdone, no he querido culparle a usted, Ochandiano. Pero no me diga que no es como para tomárselo bastante mal.



Colinas sabía que tal vez no le debía ninguna explicación aquel hombre bonachón y achaparrado, con su vientre redondo elegantemente cubierto por su enorme panatalón gris. Quizá no se merecía la bronca que le estaba cayendo, pero, al verle allí en el puerto, tan seguro ante las autoridades portuarias, con su sobre conteniendo el soborno raudo y competente, se convirtió a ojos de Gorgonio en la imagen viva de ese Ministerio que acababa de enviarle a Sudamérica, a cumplir una misión imposible y ante el cual se consideraba indefenso. Para él representaba un castigo. Y que le fuera hecho por el mismísimo rey de España, lo hacía aún más ofensivamente doloroso.



—Me he defendido como he podido, Ochandiano. He luchado y me he quemado las pestañas con mis propios compañeros de armas, amigos míos, Ochandiano. He conseguido atajar revueltas ya inminentes, asonadas cuarteleras en el último minuto… ¿Y me lo pagan de esta forma? Dígame, Ochandiano. ¿Usted de qué lado está?





El capitán de navío Gorgonio Colinas traía por esas fechas una pesada losa de descreimiento en su mente. A nadie había contado lo del paquete de cartas que días atrás había hallado en la vieja casa de Valladolid. Unas cartas con contenidos nuevos y reveladores de un pasado que no había siquiera imaginado. Pero a decir verdad, lo más sorprendente había sido la forma en que habían llegado a su poder aquellas cartas. Le esperaban en un paquete que había sido facturado con urgencia a su nombre desde Madrid. Pero llevaban el sello de salida de la Oficina Diplomática. El segundo envoltorio interior, es decir, el original provenía, sin embargo, de Buenos Aires. Dado que él se hallaba fuera de Valladolid, cuando llegó a su casa, tan sólo dos días después de llegado el paquete, había recibido la llamada urgente del Rey Alfonso. Lamentó profundamente no haberse dedicado de lleno a la lectura de esas cartas, con paciencia, para descubrir lo que venían a revelarle. Se había limitado a abrir alguna de ellas, elegida al azar de uno de aquellos atados. Algo que sirvió para tan sólo despertar en él la curiosidad